1
Por norma general, quienes vienen en busca de consejo al periódico en que trabajo, no piden por una persona determinada. Tenemos un colaborador que escribe una columna de consejos a los lectores, y casi todos los que acuden al periódico son enviados a este colaborador. Pero aquel hombre pidió concretamente por mí. Le hicieron pasar a mi despacho. Era un hombre muy alto —tuvo que inclinar la cabeza para no darse contra el dintel—, iba descubierto, y su cabello era abundante, negro y con hebras grises. Sus ojos de negra pupila, bajo densas cejas, tenían una expresión asalvajada que me intimidó. Iba con un impermeable ligero, pese a que nevaba. El frío había puesto rojo su rostro cuadrado. No llevaba corbata e iba con el cuello de la camisa abierto, mostrando parte del pecho cubierto de vello denso como el de un oso. Tenía la nariz ancha y los labios gruesos. Al hablar mostró unos dientes grandes y separados, con aspecto de ser insólitamente fuertes. Dijo:
—¿Usted es el escritor?
—Sí, yo soy.
Pareció sorprenderse. Dijo:
—¿Usted? ¿Ese hombrecillo sentado detrás del escritorio? Le imaginaba muy diferente. En fin, las cosas no van a ser siempre como uno las imagina. Leo todo lo que usted escribe, tanto en yiddish como en inglés. Cuando me entero de que ha publicado algo en una revista voy corriendo a comprarla.
—Muchas gracias. Tome asiento, por favor.
—Prefiero estar en pie. No, bueno, en fin, me sentaré. ¿Puedo fumar?
—Desde luego.
—Hubiera debido decirle que no soy norteamericano. Vine aquí después de la segunda guerra mundial. He vivido el infierno de Hider, el infierno de Stalin y unos cuantos infiernos más de propina. Pero no he venido para hablarle de eso. ¿Tiene tiempo para escuchar lo que quiero contarle?
—Sí. Adelante.
—Menos mal. Es que aquí, en Norteamérica, todo quisque está siempre ocupado. ¿Cómo se las arregla usted para tener tiempo para escribir esas cosas que escribe y para recibir gente?
—Hay tiempo para todo.
—Quizás. Aunque aquí, en Norteamérica, el tiempo se esfuma. Una semana no es nada, un mes no es nada y un año pasa en un abrir y cerrar de ojos. En aquellos infiernos, al otro lado, un día parecía más largo que aquí un año. Llegué a este país en 1950 y los años han pasado como en un sueño. Ahora es verano, luego invierno y en cuanto uno se descuida ya ha pasado un año. ¿Qué edad cree usted que tengo?
—Cuarenta y tantos, quizá cincuenta.
—Añada trece. En abril, cumpliré los sesenta y tres.
—Parece muchos menos, toque madera.
—Sí, siempre me dicen lo mismo. En nuestra familia no tenemos canas. Mi abuelo murió a los noventa y tres y apenas tenía cabellos grises. Era herrero. Por parte de madre todos mis antepasados eran gente de estudio. Yo estudié yeshiva, sí, en Gur, y después en Lituania. Cierto es que dejé los estudios a los diecisiete años, pero tengo buena memoria y recuerdo lo aprendido. Cuando aprendo algo se me queda grabado en la cabeza. En cierta manera podría decir que nunca olvido nada, y ésta es mi tragedia. Tan pronto quedé convencido de que pasar las horas de narices contra el Talmud de nada servía, me dediqué a estudiar libros profanos. En aquel entonces los rusos ya se habían ido y los alemanes les habían sucedido. Entonces Polonia volvió a ser independiente y tuve que ingresar en filas. Estaba en el Ejército cuando empujamos a los rusos hacia atrás, hasta Kíev. Pero luego los rusos nos hicieron retroceder hasta el Vístula. Pese a que los polacos no sienten la menor simpatía hacia los judíos, fui progresando en el Ejército. Alcancé el grado de sargento mayor —chorázy— que es el grado más alto que se puede alcanzar sin haber pasado por una escuela militar. Y cuando terminó la guerra me ofrecieron mandarme a una escuela militar. Hubiera podido llegar a coronel o algo por el estilo, pero la vida de cuartel no se ha hecho para mí. En aquel entonces leía mucho, pintaba y quería dedicarme a escultor. Comencé a tallar todo género de figuras en madera. Y terminé de carpintero, especializado en construir muebles. Bueno, en realidad era ebanista y lo que hacía era reparar muebles, en especial muebles antiguos. Ya sabe lo que pasa, las molduras se cascan, las piezas incrustadas saltan… Hace falta mucha habilidad para que el arreglo no se note. Todavía ignoro por qué me dediqué a este trabajo con tanto entusiasmo. Para encontrar la madera adecuada, con el debido color, e incorporarla al mueble de modo que ni siquiera su dueño distinga el lugar en que se ha efectuado la reparación, hace falta una infinita paciencia y mucha idea. Bueno, y ahora voy a decirle la razón de mi visita. He venido debido a que usted suele escribir sobre poderes misteriosos, sobre telepatía, espíritus, hipnotismo, fatalismo y todo lo demás. Leo cuanto escribe. Sí, lo leo porque poseo esos poderes de los que usted habla en sus escritos. No he venido a alardear y no se imagine que tengo la pretensión de dedicarme al periodismo. Aquí en Norteamérica trabajo en mi oficio y gano bastante dinero. Vivo solo, no tengo esposa ni hijos. Mataron a toda mi familia. De vez en cuando tomo unos tragos de whisky, pero no soy un borracho. Tengo un piso aquí, en Nueva York, y una casita de campo en Woodstock. Me las arreglo bien, sin necesidad de que nadie me ayude. Pero volvamos al asunto de los poderes. Lleva usted razón cuando dice que se nace con ellos. Todo lo que tenemos lo tenemos ya al nacer. Contaba seis años cuando comencé a tallar madera. Luego lo dejé, pero la habilidad de tallar no la perdí ni mucho menos. Y en lo que respecta a los poderes ocurre lo mismo. Yo los tenía, sí, pero no sabía en qué consistían. Un buen día me levanté y pensé que en la casa en que vivíamos alguien se caería de una ventana aquel mismo día. Vivíamos en Varsovia, en la calle Twarda. La idea de que alguien se cayera de la ventana a la calle no me gustó ni pizca, en realidad me dio miedo. Bueno, el caso es que salí de casa para ir a la escuela, entonces estudiaba cheder, y cuando volví encontré el patio atestado de gente. La ambulancia acababa de llegar. Un vidriero que colocaba un vidrio en una ventana del segundo piso se había caído a la calle. Si esta clase de cosas me hubieran ocurrido cuatro o cinco veces, diría que se trataba de coincidencias, pero me pasaban con tanta frecuencia que era absurdo pensar en simples coincidencias. Cosa rara, pensé que lo mejor era que ocultara estos poderes como si fueran una fea mancha de nacimiento en la piel. Y al pensar así estaba en lo cierto, ya que tener esta clase de poderes es una desdicha. Sin embargo, por mucho que uno se esfuerce en esconderlos, siempre acaban por salir a la superficie y los demás se enteran. Un día me encontraba sentado en la cocina y mi madre, a quien el Señor tenga en su gloria, hacía calceta, confeccionaba un calcetín. Mi padre, pese a ser obrero, ganaba un buen jornal. Nuestra casa era cómoda y tan limpia o más que la casa de un rico. Teníamos muchos platos de cobre que mi madre bruñía todas las semanas hasta dejarlos relucientes que daba gusto verlos. Yo estaba sentado en una banqueta. Entonces contaba siete años. Y de repente dije: «Mamá, hay dinero debajo del suelo, ¡hay dinero!». Mi madre dejó de hacer calceta y me miró pasmada: «¿Qué clase de tonterías dices? ¿Dinero? ¿Y cómo es ese dinero?». Yo contesté: «Monedas de oro». Mi madre me reprendió: «¿Estás loco? ¿Cómo puedes saber lo que hay debajo del suelo?». Y yo le dije: «Lo sé». Entonces me di cuenta de que no hubiera debido hablar, pero ya era demasiado tarde para enmendar mi error. Cuando mi padre llegó a casa a la hora de cenar mi madre le contó lo que yo había dicho. Yo no estuve presente, pero mi padre también quedó pasmado y confesó que, efectivamente, había escondido monedas de oro en el suelo. Yo tenía una hermana mayor y mi padre estaba ahorrando para poder asignarle una dote. Ingresar el dinero en el banco no era cosa que las gentes sencillas hicieran. Cuando regresé del cheder, mi padre comenzó a hacerme preguntas. Y me dijo: «Oye, ¿es que me espías?». La verdad es que mi padre había escondido las monedas mientras yo estaba en el cheder, mi madre en el mercado y mi hermana de visita en casa de una amiga. Para esconder el dinero, había cerrado la puerta y echado la llave. Incluso puso algodón en el ojo de la cerradura. Me llevé una azotaina y, pese a mis esfuerzos, no pude explicar a mi padre cómo había sabido que allí había aquellas monedas escondidas. Mi padre dijo: «Este muchacho es un diablillo».
Y me dio un último tirón de orejas. Fue una buena lección y decidí callar. Podría contarle mil cosas de este estilo que me ocurrieron durante la infancia, pero me limitaré a relatarle una más y basta. Delante de nuestra casa, en la acera de enfrente, había una lechería. En aquellos tiempos se iba a las lecherías a comprar la leche ya hervida. La hervían en una cocina de gas. Una mañana mi madre me dio un cacharro y me dijo: «Anda, ve a la tienda de Zelda y compra un cuartillo de leche hervida». Fui a la tienda y en el momento en que entré sólo había un cliente. Se trataba de una chica que estaba comprando unas onzas de mantequilla. En Varsovia la mantequilla se vendía cortándola de un gran bloque, mediante una vara, parecida a la que los chicos se llevan al bosque de Praga cuando van a jugar allí en la fiesta de Omer. Yo entré, miré y vi que sobre la cabeza de Zelda brillaba una luz, igual que si llevara una lámpara como las que se encienden en la Hanukka, la fiesta de la reedificación del Templo, y la llevara allí, encima de la peluca. Me quedé con la boca abierta, ¿cómo era posible? Ante el mostrador la chica hablaba con Zelda, tan tranquila, como si nada ocurriera. Cuando Zelda hubo pesado la mantequilla y la chica se hubo ido, Zelda me dijo: «Acércate, hombre, ¿qué haces ahí, parado? ». Y yo tuve tentaciones de preguntarle por qué llevaba una luz en la cabeza. Pero ya me había dado cuenta de que yo era el único que veía aquella luz. El día siguiente, al salir del cheder, cuando volvía a casa, mi madre me dijo: «¿Ya sabes lo que ha ocurrido? Zelda, la de la lechería, se ha muerto de repente». Puede usted imaginar mi terror. Sólo tenía ocho años. Desde entonces he visto brillar la misma luz sobre la cabeza de muchos que debían morir poco después. A Dios gracias, no la he visto en los últimos veinte años. A mi edad y con la gente que suelo tratar hubiera debido ver luces todo el santo día.
2
—Hace algún tiempo usted escribió que en todo gran amor concurre un elemento de telepatía. Estas palabras me afectaron profundamente y entonces fue cuando decidí visitarle. En el curso de mi vida eso que usted dijo no me ha ocurrido una vez, ni diez, sino infinitas veces. En mi juventud era un muchacho romántico. A veces, veía a una mujer y me enamoraba de ella así, sin más, a primera vista. En aquellos tiempos uno no podía abordar a una mujer por las buenas y decirle que uno se había enamorado de ella. Las mujeres eran seres muy delicados. La más leve palabra era un insulto para ellas. Y, además, muy a mi manera, era tímido. Tímido y también orgulloso. No, yo no soy de esos que van detrás de las mujeres. En resumen, lo que quiero decir es que cuando una chica me gustaba, en vez de abordarla y hablarle, me pasaba el día y la noche pensando en ella. E imaginaba todo género de encuentros y aventuras con ella. Y entonces resultaba que mis pensamientos producían efectos. La muchacha en la que tanto pensaba venía a mí. En cierta ocasión esperé en una concurrida calle de Varsovia el paso de una mujer. Poco sé de matemáticas, pero me consta de que las probabilidades de que aquella mujer pasara por aquella calle en aquel momento eran de una entre veinte millones. Pero pasó, como si hubiera sido atraída por un imán invisible. No soy hombre crédulo e incluso hoy tengo mis dudas. Todos estamos empeñados en creer que las cosas ocurren de un modo racional y según un cierto orden. Los misterios nos dan miedo. Sí, porque si hay poderes buenos lo más probable es que también haya poderes malignos y quién sabe los efectos que estos últimos pueden producir… Pero me han ocurrido tantos hechos irracionales que tendría que ser un idiota total para no reconocerlo. Quizás el hecho de poseer esta clase de magnetismo sea la causa de que no me haya casado. Por otra parte tampoco soy de esos hombres que se contentan con una sola mujer. Tenía también otra clase de poderes, de los que tampoco voy a alardear. Como suele decirse, vivía en un paraíso musulmán y muchas veces tenía cinco y seis amantes al mismo tiempo. En los salones a los que iba para reparar muebles conocía a mujeres hermosas, casi todas ellas gentiles. Y siempre me decían lo mismo. Decían que yo era diferente de los demás judíos y demás bobadas de este tipo. Tenía una habitación con entrada independiente y esto es cuanto un soltero necesita. En el aparador guardaba coñacs y licores, y un buen suministro de comida fina, de caprichos… Si tuviera que contarle todo lo que pasó en aquel sofá no acabaría nunca, pero, en fin, poco importa… Al paso de los años con más y más claridad comprendía que para un hombre de nuestros tiempos el matrimonio es una insensatez. Sin religión, el matrimonio se convierte en una institución absurda. Sí, claro, es verdad, su madre y la mía fueron esposas fieles, sí, porque para ellas no había más que un Dios y un hombre, su marido.
Y ahora llegamos al punto más importante. A pesar de todas las mujeres con las que tuve aventuras durante aquellos años, siempre, siempre, hubo una que para mí tuvo carácter permanente durante treinta años, en realidad hasta que los alemanes bombardearon Varsovia. Aquel día millares de personas cruzaron el puente de Praga. Yo quise llevarme conmigo a Manya —se llamaba Manya esa mujer—, pero Manya tenía la gripe y yo no podía esperar a que se le pasara. Contaba con muchos amigos y conocidos en Polonia, pero, como es natural, cuando ocurren catástrofes de la magnitud de aquélla no sirven para nada. Luego me dijeron que una bomba cayó en la casa en que yo vivía, dejándola reducida a un montón de cascotes. Nunca más volví a saber de Manya. Esa Manya era lo que muchos llamarían una chica vulgar, ordinaria. Procedía de un villorrio de la Gran Polonia. Cuando nos conocimos los dos éramos vírgenes. Pero no hubo traición ni poder, por mi parte, capaz de destruir el vínculo que nos unía. Se enteraba de todas mis aventuras y correrías, todavía no sé cómo, y me amenazaba con dejarme, con casarse con otro y qué sé yo con cuántas cosas más. Pero Manya acudía a mi lado, siempre, una vez por semana, y en ocasiones más de una vez. Las otras mujeres nunca pasaban la noche en mi habitación, pero cuando Manya venía, se quedaba. No era una mujer extraordinariamente hermosa, ni mucho menos. Era morena, de estatura media tirando a baja y tenía los ojos negros y el cabello rizado. En su pueblo le habían dado el mote de Manya la Gitana. Tenía todas las habilidades de los gitanos. Sabía echar las cartas y leer en la palma de la mano. Incluso vestía como una gitana, con faldas floreadas y chales, y lucía grandes pendientes de aro, y se adornaba con collares de cuentas rojas. Iba siempre con un cigarrillo en los labios. Se ganaba la vida trabajando de dependienta en una lencería. Los dueños de esta tishda eran un matrimonio ya viejo y sin hijos para quienes Manya llegó a ser como una hija. Manya sabía vender. También cosía, bordaba y hasta aprendió a confeccionar corsés. Ella sola llevaba todo el negocio. Si le hubiera dado por robar, Manya habría reunido una fortuna, pero era una mujer honrada a carta cabal. El viejo matrimonio iba a dejarle en herencia la tienda. En los últimos años de su vida el viejo contrajo una enfermedad del hígado e iba constantemente a Carlsbad, Marienbad y Piszczany, y Manya quedaba sola al frente de la tienda. ¿Para qué iba Manya a casarse? Lo único que necesitaba era un hombre y yo era este hombre. Esta chica, que a duras penas sabía leer y escribir, era muy refinada en otros aspectos, especialmente en las relaciones sexuales. He conocido a muchas mujeres en mi vida, pero a ninguna como Manya. Tenía sus caprichos y sus peculiaridades, y cuando pienso en ello no sé si reír o llorar. El sadismo es el sadismo y el masoquismo es el masoquismo… ¿No son éstos los nombres que se dan a esas estupideces? Bueno, en fin, el caso es que, cuando Manya y yo nos peleábamos, los dos nos sentíamos terriblemente desdichados, y hacer las paces constituía una gran ceremonia. Manya guisaba que daba gloria. Cuando los dueños de la tienda se iban al balneario, Manya venía a casa y hacía la comida. Yo solía decir que los platos de Manya tenían gracia carnal y algo de cierto había en eso. Éstas eran las buenas facetas de Manya. La mala faceta consistía en que nunca pudo digerir el que yo tuviera relaciones con otras mujeres. Hacía cuanto estaba en su mano para obstaculizar estas relaciones. De natural yo no soy embustero, pero Manya me obligó a convertirme en un mentiroso y de un modo automático. Sí, porque no tenía que inventarme las mentiras, ya que mi lengua las fabricaba ella sólita, sin necesidad de pensar, y a menudo me quedaba pasmado de lo sabia y previsora que puede llegar a ser una lengua. Más tarde me di cuenta de que mi lengua preveía acontecimientos y situaciones. De todos modos, es imposible engañar a alguien durante treinta años. Manya sabía mis costumbres y nunca dejó de espiarme. Mi teléfono sonaba a altas horas de la noche. Pero, al mismo tiempo, mis aventuras con otras mujeres le producían un goce perverso. De vez en cuando le confesaba alguna de esas aventuras y entonces Manya me preguntaba detalles, me dirigía los peores insultos, lloraba y reía, y se ponía como loca. Con frecuencia tenía la impresión de haberme convertido en un domador, en uno de esos domadores que meten la cabeza en la boca del león. Siempre supe que mis éxitos con esas otras mujeres sólo tenían valor si Manya seguía allá, en el fondo. Con Manva, la condesa Potocka era un bocado exquisito. Sin Manya, no había conquista que valiera un pimiento. A veces ocurría que volvía de una de mis aventuras en una posada o en la finca de algún aristócrata, y aquella misma noche poseía a Manya. Manya tenía la virtud de darme renovadas fuerzas y yo actuaba igual que si antes nada hubiera hecho. Pero al ir entrando en años comencé a pensar que tanto amor podía perjudicarme la salud. Soy un poco aprensivo, hipocondríaco, ¿sabe? Leía libros de medicina y los artículos médicos de los periódicos. Comencé a pensar que iba a quedar con la salud hecha trizas. Una vez en que al regresar a casa totalmente agotado tenía que encontrarme con Manya, pensé: sería maravilloso que Manya tuviera la regla y que no me viera obligado a pasar la noche con ella. La llamé y me dijo: «Me ha ocurrido algo rarísimo, me han venido las vacaciones —así llamaba ella a la regla— en mitad del mes». Y yo pensé para mi capote: «Muchacho, parece que haces milagros». Sin embargo no creí que lo ocurrido tuviera relación alguna con el deseo poco antes expresado. Unicamente cuando hechos como el que le acabo de contar se repitieron innumerables veces comprendí que gozaba del poder Je dar órdenes al cuerpo de Manya. Todo lo que le cuento es la pura verdad. Unas cuantas veces deseé que Manya enfermara —desde luego, sólo por un breve periodo, ya que la amaba intensamente—, e inmediatamente a Manya le dieron altas fiebres. Entonces comprendí con toda claridad que ejercía pleno dominio sobre su cuerpo. Si hubiera deseado su muerte, Manya hubiera muerto. Había leído libros y folletos sobre hipnotismo, magnetismo con animales y otros temas del mismo tenor, pero nunca se me ocurrió que yo tuviera estos poderes y que los tuviera en tan gran medida. Además de hacer con ella lo que me daba la gana, también tenía yo el poder de conocer sus pensamientos. Leía, literalmente hablando, en su mente. En cierta ocasión, después de una pelea, Manya se fue de mi casa dando un portazo que hizo retemblar los cristales de las ventanas. En el mismo instante en que se fue, comprendí que Manya se disponía a arrojarse al Vístula. Cogí el abrigo y la seguí disimuladamente. Manya fue recorriendo calles y yo la seguía como un polizonte. En momento alguno volvió Manva la cabeza atrás. Por fin llegó a la orilla del Vístula y avanzó directamente hacia el agua. Eché a correr y la cogí del hombro. Manya gritó y se debatió. Pero conseguí salvarla de la muerte. Después le di mentalmente la orden de no volver a pensar jamás en el suicidio. Más tarde Manya me dijo: «Es muy raro, antes siempre pensaba en la posibilidad de terminar de una vez conmigo misma, pero últimamente he dejado de tener estos pensamientos, ¿cómo se explica?». Hubiera podido explicárselo fácilmente. Una vez Manya vino a casa y yo le dije: «Hoy has perdido dinero». Se puso pálida. Había acertado. Al regresar del banco había perdido seiscientos zlotys.
3
—Le contaré lo del perro, luego le contaré otra cosa y nada más. Un verano, creo que fue el del año 1928 ó 1929, me acometió una terrible fatiga y también tristeza y aprensión de contraer enfermedades. Andaba liado en tantas aventuras y asuntejos que estaba que me caía. Mi teléfono sonaba sin cesar. Manya y yo nos peleábamos constantemente con gran encono, y estas peleas no tardaron en tomar un extraño giro. El dueño de la tienda en que Manya trabajaba se había quedado viudo y Manya me amenazaba con casarse con él. Manya tenía un primo en Sudáfrica que le mandaba cartas de amor y le ofrecía enviarle la correspondiente garantía para que se trasladase allí. Su gran amor hacia mí se transformó súbitamente en un gran odio. Hablaba de envenenarme y de envenenarse ella después. Me propuso que lleváramos a cabo un doble suicidio. En sus negras pupilas brillaba un fuego que le daba aspecto de tártara. Todos nosotros tenemos más de un antepasado asesino. ¿Fue usted el que escribió en un periódico que todos nosotros somos nazis en potencia? Por la noche generalmente dormía como un bendito, pero en la época de que le hablo comencé a padecer insomnio. Y cuando conseguía dormirme tenía pesadillas. Una mañana tuve la impresión de que había llegado el fin de mis días. Las piernas me temblaban, los objetos que miraba giraban ante mi vista y me zumbaban los oídos. Comprendí que si no cambiaba mi modo de vivir era hombre acabado. Decidí dejarlo todo e irme. Mientras hacía las maletas, el teléfono sonó y sonó, con insistencia enloquecedora, pero no lo cogí. Salí a la calle y, en droski, me dirigí a la estación de Viena. Faltaba poco para que saliera un tren en dirección a Krakow y compré billete para este tren. Me senté en el banco de segunda y estaba tan cansado que me dormí inmediatamente. El revisor me despertó cuando ya estábamos en Krakow. Allí volví a coger un droski y dije al cochero que me llevara a un hotel. Tan pronto entré en el dormitorio del hotel me tumbé en la cama, sin desnudarme, y estuve dormitando hasta el alba. He dicho que dormité porque tuve un sueño superficial y agitado, es decir, en parte dormí y en parte no dormí. Fui al retrete y en mis oídos sonaron gritos y campanas. Oía a Manya gritando y llamándome. Me encontraba al borde de un abismo. Pero con mis últimas fuerzas conseguí sobreponerme. Llevaba un día y una noche sin comer, y cuando desperté, hacia las once de la mañana, estaba más muerto que vivo. En los dormitorios de los hoteles de Krakow no había baño y cuando uno quería bañarse tenía que llamar a la camarera y decirle que preparase un baño. En mi habitación había un palanganero y una jarra con agua. Conseguí afeitarme, desayuné y me fui a una estación. Viajé pasando por unas cuantas estaciones y, de repente, se terminó el trayecto. Las vías terminaban allí. Naturalmente yo quería ir a las montañas, pero el tren que cogí no llevaba a ellas, sino que terminaba el trayecto en sus estribaciones. Era la línea de Zakopane. Llegué a un pueblo cercano a Babia Góra. Ésta es una montaña distinta a las demás, es una montaña individualista y son muy pocos los turistas y excursionistas que van a ella. Allí no había hotel ni posada y me alojé en casa de unos campesinos, un viejo matrimonio. Supongo que conoce usted la región y que no es preciso le diga lo bella que es. Pero aquel pueblo era más hermoso y selvático que los demás de los contornos, debido, precisamente, a su aislamiento. El viejo matrimonio tenía un perro, era un perro de gran tamaño, aunque ignoro de qué raza. Me advirtieron que el perro mordía y que anduviera con cuidado. Le acaricié la cabeza, le cosquilleé el cuello e inmediatamente el perro y yo nos hicimos amigos. Bueno, fue algo más que amistad, ya que el perro se enamoró locamente de mí y este enamoramiento fue inmediato, como un flechazo. El perro no me dejaba ni un minuto solo. El viejo matrimonio alquilaba mi dormitorio todos los veranos y nunca se había dado el caso de que el perro se encariñara con los huéspedes. Resumiendo, huí de un amor humano y fui a caer en un amor canino. Burek, el perro, pese a ser macho, reaccionaba igual que una mujer. Me hacía escenas de celos que eran todavía peores que las de Manya. Yo daba largos paseos y el perro siempre me seguía. En el pueblo había gran número de perros y si yo miraba a otro can, Burek se ponía como una fiera. Atacaba a los otros perros y también a mí. Por la noche Burek se empeñaba siempre en dormir en mi cama. En los pueblos los perros tienen pulgas, por lo que yo procuraba no dejarle entrar en mi cuarto, pero, entonces, Burek se quejaba y protestaba con tal fuerza que despertaba a todo el pueblo. No me quedaba más remedio que dejarle entrar y tan pronto estaba dentro se instalaba en mi cama. Burek gemía y ladraba con voz casi humana. Entonces en el pueblo comenzaron a decir que yo era mago. Estuve poco tiempo allí porque me aburría soberanamente. Me había traído unos cuantos libros, pero no tardé en leerlos. Me encontraba descansado y dispuesto a iniciar nuevas aventuras. Pero separarme de Burek no era cosa fácil. Con sabe Dios qué instinto, Burek había adivinado que me disponía a partir. Varias veces había llamado por teléfono a Manya, desde la oficina de correos, y había recibido cartas y telegramas de ella. El perro seguía con sus gemidos y ladridos. El último día de mi estancia allí al perro le dio un ataque y comenzó a echar espuma por la boca. El matrimonio de campesinos temía que el perro tuviera la rabia. Hasta entonces el perro nunca había estado encadenado, pero su propietario compró una cadena y lo ató a una estaca. Los aullidos del perro y los tirones que daba a la cadena me destrozaban los nervios. Regresé a Varsovia moreno, pero no totalmente restablecido. Lo que el perro me había hecho en el pueblo, en Varsovia me lo hicieron Manya y unas cuantas mujeres más. Todas se echaron sobre mí e intentaron morderme. Tenía varios encargos para reparar muebles y los clientes no hacían más que llamarme por teléfono. Pasaron unos días o quizás unas semanas, no lo recuerdo con exactitud. Después de un día duro y desagradable, me acosté a primera hora de la noche. Apagué la lámpara. Estaba tan fatigado que me dormí apenas tocar mi cabeza la almohada. Pero desperté bruscamente. Despertar en plena noche era cosa rara en mí. Esta vez desperté con la sensación de que en mi dormitorio había una presencia. Siempre despertaba con una sensación de opresión en el pecho, pero esta vez sentía un peso en los pies. Miré y vi a un perro que yacía sobre la manta. La lámpara estaba apagada, pero no reinaba una oscuridad absoluta debido a que por la ventana entraba el resplandor del farol en la calle. Inmediatamente reconocí a Burek. Al principio, pensé que el perro había seguido al tren, corriendo, hasta Varsovia. Pero pronto comprendí que no podía ser. En primer lugar, cuando salí del pueblo, el perro estaba atado. Y en segundo lugar no hay perro en el mundo capaz de seguir a un tren. Incluso en el caso de que el perro hubiera conseguido llegar a Varsovia guiado por su instinto, y ya en Varsovia hubiera encontrado mi casa, no hubiera podido subir la escalera hasta el tercer piso. Además, la puerta de mi casa estaba cerrada. Comprendí que aquel perro no era un perro real, un perro de carne y hueso, sino que era un fantasma. Veía sus ojos, sentía su peso en los pies pero no me atrevía a tocarlo. Estaba yo sentado en la cama, aterrado, y el perro me miraba a los ojos con expresión de indecible tristeza y con esta expresión iba otra indefinible, extraña. Deseaba apartarle de mis pies, pero algo me lo impedía. Aquello no era un perro sino un fantasma. Volví a tumbarme y procuré sumirme en el sueño. Al cabo de un rato ya dormía. ¿Fue una pesadilla? Bueno, llamémosle pesadilla. Pero no por ello aquel perro dejaba de ser Burek. Reconocí sus ojos, sus orejas, su pelaje. El día siguiente sentí la tentación de escribir al matrimonio de campesinos y preguntarles por el perro. Pero me constaba que aquella gente no sabía leer, y, por otra parte, tenía yo demasiado trabajo para dedicarme a escribir cartas. Además, tampoco me hubieran contestado. Estoy absolutamente convencido de que el perro había muerto y de que aquel ser que me había visitado no pertenecía a este mundo. Y no fue aquélla la única vez que vino a mi lado. A lo largo de los años me visitó a menudo, de modo que tuve tiempo sobrado para observarle, pese a que nunca hizo su aparición a la luz del día. Cuando salí del pueblo, el perro ya era viejo, y por el aspecto que presentaba el último día que le vi adiviné que no duraría mucho. Cuerpo astral, espíritu, alma, llámele usted lo que quiera, no cabe la menor duda de que, en cuanto a mí hace referencia, el fantasma de un perro vino a mi lado y se tumbó sobre mis pies, no una vez ni dos, sino docenas de veces. Al principio venía casi todas las noches. Luego muy de vez en cuando. ¿Un sueño? No, no soñaba cuando veía al perro, a no ser que la vida entera sea un sueño.
4
—Ahora le contaré la última historia. Como le he dicho, tenía aventuras con muchas mujeres a las que conocía en los salones de sus casas, cuando yo iba allá a reparar muebles. Este hombre que tiene usted aquí ha hecho el amor con condesas polacas. ¿Qué es una condesa? Todos estamos formados con la misma materia. Pero en cierta ocasión conocí a una muchacha que realmente me conmovió. Habían contratado mis servicios en la casa de un aristócrata de Vilanov a fin de que reparara un pianoforte adornado con guirnaldas doradas. Mientras estaba trabajando, una mujer joven cruzó, como deslizándose, el salón. Se detuvo unos instantes, miró lo que yo hacía y nuestras miradas se cruzaron. ¿Cómo podría yo expresar el aspecto de aquella muchacha? Tenía, al mismo tiempo, los rasgos de una aristócrata polaca, con el añadido de un aire extrañamente judío. Parecía que, como por arte de magia, un guapo estudiante de yeshiva se hubiera convertido en una señorita polaca de aristocrática familia, en una panienka. Tenía la cara estrecha y los ojos negros, sus pupilas eran tan profundas que al mirarlas quedé conturbado. Aquellas pupilas al mirarme me quemaron. Aquella mujer era toda ella espíritu. En mi vida había visto una belleza semejante. La muchacha desapareció inmediatamente y yo quedé hecho trizas. Luego pregunté a la dueña de la casa quién era aquella belleza y me dijo que era una sobrina que había venido a pasar unos días. Me dijo la provincia o la población en que la sobrina vivía habitualmente. Pero yo estaba tan impresionado que apenas presté atención. Si hubiera conservado la serenidad, habría podido enterarme fácilmente del nombre y señas de la joven. Terminé mi trabajo sin que la muchacha volviera a hacer acto de presencia. Pero su imagen estaba siempre ante mi vista. Comencé a pensar en ella día y noche, sin parar. Estos pensamientos constituían un tormento para mí y decidí ponerles fin fuera como fuese. Manya comprendió que algo raro me ocurría y esto dio lugar a violentas escenas con ella. Estaba tan confuso que a pesar de conocer Varsovia como la palma de la mano me perdía en las calles y cometía los más estúpidos errores. Así estuve durante meses. Poco a poco mi obsesión fue menguando, o quizá se hundió en capas más y más profundas de mi ser. Era capaz de pensar en otra mujer y al mismo tiempo tener presente en la conciencia a aquella muchacha. Así pasó el verano, llegó el invierno y de nuevo vino la primavera. Un día, a última hora de la tarde, casi al ocaso, no recuerdo si del mes de abril o mayo, sonó el teléfono. Lo cogí y nadie habló. Volví a decir «diga, diga, diga», y entonces oí un tosiqueo y una voz que tartamudeaba sin decir nada. Dije: «Por favor, hable usted». Al cabo de unos instantes oí una voz, era voz de mujer y al mismo tiempo voz de chico. La voz me dijo: «Hace tiempo trabajó usted en Vilanov, en casa de Fulano de Tal, ¿recuerda usted a la persona que cruzó el salón?». Se me hizo un nudo en la garganta y la lengua se me quedó casi paralizada. Repuse: «Efectivamente, la recuerdo, no creo que haya en el mundo nadie capaz de olvidar su cara». Se hizo un silencio tan profundo que pensé que la muchacha había colgado el teléfono. Pero poco después volvió a hablar en un murmullo: «He de hablar con usted, ¿dónde podemos reunimos?». Dije: «Donde usted diga, ¿por qué no viene a mi casa?». Contestó: «No, ni hablar, quizá lo mejor sea que vayamos a un café». Me opuse: «De ninguna manera, no estoy dispuesto a ir a un café, dígame usted un lugar y una hora y allí iré». Guardó silencio y al cabo de un rato dijo el nombre de una calleja cercana a la Biblioteca Municipal, en la parte alta de la ciudad, no muy lejos de Mokotow. Le pregunté: «¿A qué hora?». Contestó: «Lo antes posible». Propuse: «¿Le parece bien ahora?». Inmediatamente contestó: «Sí, si usted puede, ahora». Me constaba que en aquella calle no había ni un café, ni un restaurante, ni un banco en el que sentarse, pero le dije que me poma inmediatamente en camino. Tiempo hubo en que si me hubieran dicho que tal milagro iba a ocurrir me hubiese puesto a dar saltos de alegría. Pero en aquellos instantes reinaba un gran silencio en mi interior. No me sentía feliz ni desdichado, sino en estado de pasmo total. Cuando llegué al lugar de la cita ya era de noche. La calle estaba bordeada de árboles y de algún que otro farol, de trecho en trecho. Pese a la semioscuridad la reconocí inmediatamente. Parecía más delgada y llevaba el cabello recogido en un moño. Estaba junto a un árbol, envuelta en sombras. Nos encontrábamos solos en la calle. Cuando me acerqué tuvo un sobresalto. Los árboles estaban en flor y en el suelo había también flores, flores caídas. Le dije: «Aquí estoy, ¿adonde vamos?». Contestó: «Lo que he de decirle puedo decírselo aquí». Le pregunté: «¿Y qué quiere decirme?». Dudó unos instantes: «Quiero pedirle que me deje en paz». Quedé sorprendido: «¿Qué quiere decir con eso?». Repuso: «Lo sabe usted muy bien, no me deja vivir en paz; estoy casada, quiero a mi marido y deseo ser una esposa fiel». Dijo estas palabras entre tartamudeos y deteniéndose después de cada palabra. Añadió: «No fue fácil averiguar quién era usted y el número de su teléfono; tuve que inventarme una falsa historia sobre una cómoda que debía arreglar para que mi tía me diera la información que yo necesitaba. No sé mentir y mi tía no creyó mis palabras; de todos modos me dio su nombre y dirección». Después de estas palabras la muchacha volvió a quedar en silencio. Le dije: «¿Por qué no vamos a cualquier sitio y hablamos con calma?». Repuso: «No, no puedo ir a ningún sitio, hubiera debido decírselo por teléfono, pero todo es tan extraño, tan absurdo; de todos modos, ahora usted sabe la verdad». Con el solo fin de prolongar la conversación dije: «Realmente, no sé lo que quiere usted decir». Y ella contestó: «En el nombre de lo que más sagrado sea en su vida, le ruego que deje de atormentarme, sí, porque no puedo hacer lo que usted desea, antes prefiero la muerte». Su cara se puso blanca como el yeso. Seguí todavía haciéndome el loco: «No quiero nada de usted, señora; es cierto que, cuando la vi en el salón de su tía, produjo usted una fuerte impresión en mí, pero nada he hecho que pueda molestarla». Me miró y dijo: «Sí ha hecho; si no estuviéramos en el siglo XX pensaría que es usted un mago; puede tener la seguridad que me ha costado mucho tomar la decisión de llamarle por teléfono, incluso temía que no supiera usted quién era yo, pero lo cierto es que lo ha sabido inmediatamente». Dije: «No podemos seguir así, hablando en la calle, tenemos que ir a algún sitio». Repuso: «¿Adonde podemos ir?, si alguien me ve estoy perdida». La invité: «Venga conmigo». Dudó unos instantes y luego me siguió. Parecía que tuviera dificultad en caminar con los zapatos de alto tacón y se cogió a mi brazo. Pese a que la muchacha llevaba guantes, advertí que tenía las manos bonitas. Su mano se movía vacilante en mi brazo y a cada movimiento se me estremecía el cuerpo. Al cabo de un rato la muchacha se tranquilizó algo, acostumbrándose a mi presencia, y me dijo: «¿Qué clase de poderes posee usted? He oído su voz varias veces y también le he visto ante mis ojos; me he despertado en plena noche y le he visto a los pies de mi cama; no tenía usted ojos y de las cuencas le salían dos chorros de luz verde; desperté a mi marido, pero usted se desvaneció al instante». Le dije: «Son alucinaciones». Contestó: «No lo son, usted vaga libremente en la noche». Entonces le advertí: «Si así es, yo mismo lo ignoro». Nos acercamos a la orilla del Vístula y nos sentamos en un tronco. Allí había silencio y paz, aunque no era un lugar seguro, ya que por aquel paraje solían merodear borrachos y mendigos. Pero la muchacha se sentó a mi lado. La muchacha dijo: «Mi tía estará angustiada; le he dicho que salía de paseo e incluso se ha ofrecido a acompañarme; júreme que me dejará en paz; quizás esté usted casado, y si es así, seguramente no le gustaría que otro hombre asediara a su esposa». Repuse: «No estoy casado, pero le prometo que, en cuanto dependa de mi voluntad, no la molestaré; es todo lo que le puedo prometer». Dijo: «Se lo agradeceré durante el resto de mis días». Y aquí termina la historia. No volví a ver a aquella mujer. Ni siquiera sé su nombre. Ignoro por qué, pero de entre todas las cosas raras que me han ocurrido, ésta es la que más profunda impresión me causó. Y esto es todo. Bueno, no quiero hacerle perder más tiempo.
Le dije:
—No considero que sea tina pérdida de tiempo. Me gusta conocer a gente con poderes como los que usted posee. Es algo que refuerza mi fe. Pero, ¿cómo es que Manya tenía la gripe cuando usted abandonó Varsovia? ¿Por qué no le ordenó usted que se le pasara?
—Ésta es una pregunta que me formulo constantemente a mí mismo. Parece que mis poderes sólo son de efectos negativos. Para curar a los enfermos es preciso ser un santo, y, como ha podido usted comprobar, estoy muy lejos de la santidad. Y también puede deberse, ¿quién sabe?, a que ir por el mundo con una mujer en aquellos tiempos era peligroso.
Mi visitante bajó la cabeza. Comenzó a tabalear con los dedos sobre la mesa y a emitir un murmullo. Luego se levantó. Tuve la impresión de que se había operado un cambio en su rostro. De repente se le había puesto gris y arrugado. Ahora aparentaba la edad que realmente tenía. Incluso me pareció más bajo. Advertí que llevaba el impermeable sucio. Me dio la mano, se despidió y le acompañé hasta el ascensor. Allí le pregunté:
—¿Sigue pensando en mujeres?
Meditó como si no hubiera comprendido el exacto significado de mis palabras. Me miró con tristeza y suspicacia, y repuso:
—Sólo en mujeres muertas.
(Traducido del yiddish al inglés por el autor y Dorothea Straus).