Solía yo visitar a un pariente que vivía en Park Avenue. Era abogado, especializado en inversiones de capital. Tenía entre sus clientes a unas cuantas viudas y solteras ricas. De vez en cuando, mi pariente ofrecía una recepción en su casa y las invitaba.
En una de estas reuniones conocí a Bessie Gold. Tenía unos cincuenta años, era pequeña, delgada, con mejillas hundidas y maquilladas en tono oscuro. Sus pupilas eran amarillentas y llevaba los párpados pintados de color azulenco, con mucho polvillo negro en las pestañas, como una actriz. Usaba lápiz de labios de color anaranjado y la laca de las uñas era del mismo tono. En sus muñecas algo velludas y cruzadas por gruesas venas, lucía pesadas pulseras de las que colgaban gran número de amuletos. El sonido de las pulseras y los colgantes amuletos me recordaba el de las cadenas de los presidiarios. Estaba pálida como una tuberculosa y sus piernas, cubiertas con medias de malla, parecían palillos. Me senté a su lado y así quedamos, juntos, y cada cual con una copa de champaña en la mano.
Bessie alternaba los sorbitos de champaña con las chupadas al cigarrillo. Advertí que tenía el cuello flaco y azulenco, como el de un pollo desplumado. Su pecho era plano y en la porción visible estaba cubierto de pecas. Por entre su cabello recién teñido de rubio asomaban un par de masculinas orejas adornadas con pendientes de diamantes. Se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Realmente es usted escritor?
—Al menos lo intento.
—Entonces, ¿por qué no escribe mi vida? No crea que siempre he sido una señora dedicada a beber champaña. No nací en este país. Nací en Europa. Mis padres hablaban en yiddish. Y yo también lo hablaba, pero ahora lo tengo casi totalmente olvidado. Vivíamos en el East Side y mi madre tenía huéspedes en casa… En fin, por este detalle ya puede imaginar como vivíamos. No, no creo que tenga que explicarle cómo vivían los inmigrantes en aquellos tiempos. Teníamos tres habitaciones tenebrosas, sin apenas luz, y un retrete en el descansillo. Mi padre trabajaba quince horas diarias en un taller que le pagaba a destajo. Durante las temporadas de más intenso trabajo mi padre se quedaba a dormir en la fábrica, porque si hubiera venido a casa habría llegado al alba, que era la hora de volver a empezar el trabajo. En aquellos tiempos, los obreros de algunas fábricas ya se habían sindicado, pero mi padre era un hombre tímido, recién llegado al país y se dejaba explotar de mala manera. Su jornada de trabajo era tan larga que no tardó en comenzar a escupir sangre. Yo tenía un hermano y dos hermanas que pronto se fueron de casa. Eran tres egoístas que no estaban dispuestos a arrimar el hombro para salir todos juntos adelante. Esto fue la causa de mis desdichas. Trabajaba como una esclava juntamente con mi madre. Guisaba, iba a comprar gangas a Orchard Street, lavaba las ropas de los huéspedes y todavía me las arreglaba para disponer de algún tiempo en que leer. No terminé secundaria, pero aprendí el inglés lo bastante para dar clases a extranjeros recién llegados. En aquellos tiempos era capaz de cualquier cosa. Mi padre murió después de largo tiempo de sufrimientos, y mi madre quedó física y espiritualmente destrozada. Apenas alcanzaba a comprender lo que yo le decía. Constantemente iba mi madre al cementerio, a florar sobre la tumba de mi padre. Entonces el tener huéspedes en casa dejó de tener sentido. Me puse a trabajar de probadora en una tienda. ¿Sabe usted lo que significa ser probadora? Pues consiste en ponerle un vestido a un maniquí y ajustarlo. Por lo general, hay que estudiar para dedicarse a eso, hace falta cierto adiestramiento, ¿sabe?, pero resultó que yo tenía una habilidad innata para estas cosas. En cualquier tienda en que me dieran empleo, al cabo de tres días ya sabía todo lo que tenía que saber. Como es natural esto me creó muchos enemigos. Desde la infancia siempre me he comportado como si tuviera más años de los que en realidad tenía. Mi madre solía llamarme «la niña vieja». Mamá era polaca, pero mi padre era lituano. Cuando mi madre se quedó sola comencé a vivir dominada por las preocupaciones, pensando siempre en conseguir cierta seguridad para ella y para mí. Llegué a ser como un marido para mi madre. Todos los viernes le entregaba la paga íntegra. No, no me quedaba ni un céntimo. Las otras chicas, entre ellas mis hermanas, salían con chicos y gozaban de su juventud. Pero yo sólo tenía una meta: casarme con un hombre joven y decente, tener un hogar y formar una familia. Tenía instintos maternales y ya amaba a los hijos que aún no había dado a luz. ¿Por qué no bebe? Un poco de champaña a nadie hace daño. Si le contara todo lo que me ha pasado y si usted lo escribiera, ocuparía tres volúmenes así de gruesos. Resumiendo, conocí a un muchacho, nos enamoramos y nos casamos. Era alto, guapo y alegre. Parecía poseer todas las virtudes imaginables. Mis familiares apenas podían creer que hubiera conseguido casarme con un hombre como aquél. Era de origen rumano. Sin embargo, no tardé en descubrir su defecto primordial. No le gustaba trabajar. Un día tenía un empleo y al día siguiente ya no lo tenía. Yo había ahorrado irnos centenares de dólares y alquilamos un piso en la parte alta de la ciudad. Con mis ahorros compré muebles, compré todo lo que hace falta en una casa y hasta pagué los gastos de la luna de miel, que pasamos en Ellenville. Éste ha sido mi sino desde el principio de mi vida. Pronto me di cuenta de que mi marido me ocultaba cosas. Nuestra vecina no hacía más que venir a casa para decirle que le llamaban al teléfono. Nosotros no teníamos teléfono. Comenzó a recibir cartas en sobres de color de rosa. Se las metía en el bolsillo y jamás las abría en mi presencia. Sospeché que seguramente tenía una aventura con otra mujer, pero yo soy de tal manera que no me afectó demasiado. Me contentaba con que mi marido viniera a casa a pasar la noche a mi lado. Nací así, muy humilde en mis pretensiones. A fin de cuentas, ¿qué podía yo ofrecer a mi marido? Antes de casarme, cuando me peleaba con mi madre, ésta siempre me llamaba «trasto». Estas palabras se le quedan a una grabadas en la mente y son como un veneno que se filtra en la sangre. Cuando mi marido me besaba, se me saltaban las lágrimas de agradecimiento, como si me hiciera el mayor favor que quepa imaginar.
Un día mi marido desapareció llevándose todos mis ahorros. Incluso se llevó las joyas. En mi vida le he vuelto a ver el pelo.
—¿Y tampoco ha tenido noticias de él?
—No. Jamás. Me hablaron de la existencia de una oficina que se llama de Desaparecidos, pero yo me dije que si mi marido no quería verme, ¿a santo de qué iba yo a buscarle? No se puede obligar a una persona a que le ame a una. Y tampoco quería tenerle en casa a la fuerza, como en una cárcel. Esperaba un hijo en aquel entonces. Le he prometido que sería breve, pero, claro, he de contarle los hechos. Di a luz a una niña. No hay palabras capaces de describir la alegría que para mí significó el ser madre. Mi marido me había abandonado, sí, pero también es cierto que me había proporcionado unos meses de felicidad. Había vivido toda mí vida rodeada de solteronas y de inútiles, y, en comparación con ellas, me consideraba afortunada. Juré que mi hija jamás conocería las estrecheces. Mi hija tendría todo lo que yo no había tenido, una casa cómoda, una buena educación, ropas bonitas, en fin, todo lo que deseara. ¿Que cómo lo conseguí? Pues, en primer lugar, encontré a una mujer de buen corazón, divorciada, que se avino a compartir mi piso y a cuidar de la niña. Mi madre había muerto y yo trabajaba en unos grandes almacenes como vendedora de prendas femeninas. Estaban tan contentos de mi trabajo que no tardaron en darme el cargo de compradora ayudante. Las compradoras ayudantes casi nunca llegan al cargo de compradoras, pero, no sé cómo, yo, la novata palurda del East Side, llegué a compradora de uno de los más importantes almacenes de la ciudad. No, no se ría, fue un gran triunfo. Las otras compradoras salían de compras y procuraban divertirse. Algunas no tenían el menor escrúpulo en aceptar comisiones de los vendedores, o sea, los fabricantes. Pero yo, tonta que tonta, trabajaba como una esclava. Llegué a ganar lo suficiente para mandar a mi hija, Nancy, a una buena escuela de pago. Siempre daba a mi hija lo mejor de lo mejor. Sin embargo, había algo que no podía darle, a saber, un padre. Cierto es que podía casarme de nuevo, ya que me concedieron el divorcio. Pero los pretendientes que tuve no me gustaron. Sí, para casarme necesitaba que el hombre con quien me casara me gustase. Si un pretendiente resultaba tonto o aburrido, le cogía asco inmediatamente. No faltaban los que se sentían atraídos por los pocos dólares que ganaba. Eran parásitos, medio gigolós. Y yo tenía el convencimiento de que cuanto ganaba pertenecía a Nancy. La chica creció. Salió guapa, alta y con buena figura. Se parecía a su padre. Cuando ella entraba, parecía que la casa se iluminara. Era rubia y con ojos azules, como una shiksa. Algún día le enseñaré una foto de mi hija. Tengo tres álbumes llenos de fotos suyas. Sí, es lo único que me queda.
—¿Le ocurrió algo?
—No, no, y que el Señor no lo permita. No le ocurrió nada de lo que usted piensa. Vive y goza de buena salud. Como decimos en yiddish, así sobreviva a mis pobres huesos. Hizo lo mismo que su padre. Me dejó. Mientras me necesitó, fui su querida «mamá», su «mamita», su darling. Pero en cuanto obtuvo la licenciatura en la Universidad de Smith, y conoció a un muchacho rico salido de Harvard, comenzó a encontrarme defectos. Lo preví todo, supe inmediatamente cómo acabaría con la misma seguridad con que sé que hoy cenaremos aquí, tomaremos café y nos iremos a casita. Desde luego, no sé cómo y por qué medios lo supe, pero lo supe. Hay gente que dice que soy vidente. A veces pienso en alguien a quien no he visto en años y de repente se abre la puerta y aparece el alguien en cuestión. Resumiendo, en cuanto a mi hija hacía referencia, yo había ya prestado los servicios que de mí se esperaban y ya no me necesitaba más. Quizá sea oportuno decirle que, al paso de los años, había alcanzado un gran éxito profesional. Mis viajes de compras salían en los periódicos especializados. Iba a París, a Londres, a Roma, y las mujeres compraban todo lo que yo traía. Si me hubiera establecido por mi cuenta habría ganado mucho dinero. Pero con mi trabajo ya ganaba lo suficiente para tener un piso bonito y para dar a mi hija cuanto le apeteciera. Pues sí, como le decía, mi hija resultó ser una muchacha sin sentimientos, con corazón de piedra. Sólo pensaba en sí misma, su único interés era: Yo, Yo, Yo. Me trataba como a una esclava. Su rico novio me consideraba una vulgar judía del East Side y esto bastaba para que mi única hija me despreciara. Ni siquiera se tomaba la molestia de ocultar sus sentimientos. Yo le decía: «Hija, francamente, no sé cuál de las dos es más vulgar, tú o yo». Cuando oía estas palabras se enfurecía tanto que me escupía, sí, me escupía literalmente, me escupía en la cara y gritaba: «¡Qué bien hizo mi padre al dejarte! ¡Le quiero, le quiero a pesar de que no le he visto en mi vida! ¡Y tú no eres más que una pescadera de Orchard Street!». Incluso intentó pegarme. Comprendí que mi función para con mi hija había terminado, y le dije: «Basta, no quiero oírte ni media palabra más». Inmediatamente hizo las maletas. Igual que su padre se llevó mis joyas. Se fue dando un portazo. De todos modos yo aún tenía esperanzas de que se le pasara la rabia. A fin de cuentas, ¿qué pecado había yo cometido? Pero en mi fuero interno una voz me decía: «No volverás a verla». Cuando se hubo ido, el corazón se me quedó como una piedra y la sangre se me heló en las venas. Tenía la certidumbre de que mi vida tocaba a su fin y pedía al Señor que me concediera una muerte rápida. Hay momentos en que la vida nos parece carente de todo valor. Si no fuera así, ¿por qué se suicidaría la gente? Me metí en cama y no me levanté en una semana. Corrían los días de la Navidad y allí estaba yo, en cama, con los nervios destrozados, incapaz siquiera de llevarme una cuchara a la boca. En aquel entonces ya había descubierto que el sufrimiento humano carece de límites, que se puede sufrir siempre más y más. En cierta ocasión, alguien me llamó masoquista. Entonces ni siquiera sabía el significado de esta palabra. Parece que los masoquistas son aquellos que se dejan torturar para obtener placer con ello. Pero puede tener la seguridad que mi dolor no me proporcionaba placer. Estaba en cama como un perro apaleado, y así estuve, lamiéndome las heridas, hasta que mi sentido de la responsabilidad se impuso.
Y ahora voy a contarle algo que le parecerá increíble. Si es que está dispuesto a escuchar durante unos minutos más, claro.
—Desde luego.
—Se dice que en este mundo no ocurren milagros, pero lo que me pasó fue un verdadero milagro. Un día entró un hombre en mi despacho. No era joven, pero tampoco cabía decir que fuera viejo, tendría unos cincuenta años, bien parecido y con el cabello gris en las sienes. Era fabricante y había venido para hablar de negocios. Hablamos de precios, de estilos, de los caprichos de los clientes, en fin, de lo que se suele hablar en estos casos. Entonces mi visitante dijo: «¿Hay alguien capaz de adivinar lo que le gustará a una mujer?». Y yo dije: «¿Y se puede decir que los hombres son más previsibles que las mujeres?». Esto ocurrió cuando Rockefeller se casó con la hija de un campesino lituano y todos los periódicos hablaban de lo mismo. Mi visitante replicó: «Pues no crea, los hombres saben exactamente lo que quieren y lo que les gusta». Yo le pregunté: «¿Y qué les gusta a los hombres?». Y entonces él dijo: «Por ejemplo, en mi caso diré que me gusta usted». En nuestro negocio estamos acostumbradas a esta clase de halagos, pero también es cierto que siempre he sabido que no soy mujer que atraiga a los hombres. De vez en cuando algún hombre había coqueteado un poco conmigo, pero nunca pasó de eso. Estaba acostumbrada a vivir sola. En mí se había convertido en algo natural. Entonces dije a mi visitante: «Gracias por el cumplido». Y él repuso: «No es un cumplido. Usted pertenece al tipo de mujer que me atrae». Le dije: «¿Y cómo sabe que no estoy casada?». Contestó: «Porque no lleva alianza». Resumiendo: aquel hombre había hablado con completa seriedad. Olvidó el objeto de su visita y me pidió contraer matrimonio con él, allí, en mi despacho. Yo pensé que bromeaba. Era un hombre apuesto y en excelente posición económica, rico, realmente rico. Y viudo sin hijos. ¿Qué había visto en mí? En aquellos tiempos estaba siempre cansada, en el límite con el agotamiento. Iba bien vestida, pero me daba cuenta de que los trapos poca importancia tenían para un hombre como aquél. Aquella noche cenamos juntos. Mientras estábamos en el restaurante me dijo que Dios me había puesto en su camino. Y ahora escuche con atención. Se sacó del bolsillo el talonario de cheques y me dijo: «Ahí va un cheque de veinticinco mil dólares. ¿No es esto demostración bastante de que hablo en serio?». Quedé aterrada y le dije: «Ni siquiera me conoce». Entonces comencé a contarle mi vida. Y también él me contó la suya. Se casó con una muchacha terriblemente caprichosa que andaba siempre liada con otros hombres. Era ya la hora de cerrar el restaurante y sólo quedábamos nosotros. Los camareros nos miraban y luego comenzaron a apagar las luces. Cuando salimos amanecía. Sí, fue un flechazo. Todavía no comprendo qué vio en mí. Para mí será siempre un enigma. Él lo explicó de la siguiente manera: tenía grabado en la imaginación cierto tipo de mujer y siempre lo había buscado. Yo era este tipo ideal. Perdóneme, pero recordarlo me da risa.
Y la mujer se echó a reír. Las lágrimas se le saltaban de los ojos y tuvo que llevarse el pañuelo a la nariz. Cuando apartó del rostro el pañuelito de encaje, su expresión había cambiado. Tenía el aspecto de una piadosa mujer a la que hubieran interrumpido en sus plegarias. Las bolsas bajo los ojos se le habían hinchado. Le dije:
—Se casaron y él murió.
—Efectivamente. ¿También es usted vidente? No, seguramente se lo ha contado su primo, nuestro anfitrión. Los pocos años que vivimos juntos fueron de una dicha increíble, como jamás hubiera podido imaginar. Era demasiado bueno para que durase. Mi marido era un hombre saludable, un gigante, y estaba en plena forma física. Un día, después de cenar, nos disponíamos a ir al teatro y me dijo: «Ponte el visón porque ha refrescado». Era el mes de noviembre. Si tuviera que decirle todos los regalos que me hizo, todos los viajes que efectuamos, los maravillosos hoteles en que nos alojamos, nunca terminaría. Al parecer el Cielo había decidido que Bessie viviera unos años de felicidad. Mi marido fue al armario, cogió mi abrigo y cayó fulminado. No exhaló ni un suspiro. Comencé a gritar como una loca. Los vecinos acudieron. Mi marido había muerto. ¿Hace falta que le diga lo mucho que le quise? Bastaba con que me dijera una palabra amable, bastaba una sonrisa suya, para que yo me sintiera rebosante de felicidad. Y tiene usted que saber que yo soy una mujer que se contenta con que no la insulten. Si Dios hubiese querido ser bondadoso para conmigo se me habría llevado cuando se llevó a mi marido. Sólo tenía un deseo: morir. Sin embargo carecía del valor necesario para coger una soga y ahorcarme o para arrojarme por la ventana. Sólo quienes no están acostumbrados al dolor son capaces de hacer una cosa así. He sufrido desde la infancia e incluso durante mis años afortunados tenía el presentimiento de que terminaría mal. En cierta manera puedo decir que estos años de dicha fueron aquellos en los que más sufrí. Y ahora permita que le cuente lo del perro. Mi marido y yo éramos demasiado mayores para tener hijos. Mi marido tenía un perro maravilloso, un gran danés. Era grande como una ternera e inteligente, o al menos eso creía yo. Cuando iba con él la gente se paraba a mirarlo. Mi marido le quería con locura, solía bromear con él, diciéndole que quería más al perro que a mí. Después de la muerte de mi marido el perro fue cuanto me quedó en el mundo. No hablo de dinero, no, porque mi marido me dejó una verdadera fortuna. Sabía que mi marido hubiera deseado que cuidara al perro con esmero y por mi parte no tenía a nadie más en quien depositar mi afecto. Le traté a cuerpo de rey, con solomillo todos los días, y dos veces al día le sacaba a pasear y a veces parecía que fuera el perro quien me llevara a mí a rastras, en vez de ser yo quien llevara al perro. Íbamos adonde a él le daba la gana. La gente se reía al vernos. Sabía que exageraba un poco mis atenciones para con el perro, pero también sabía que era el único ser que llenaba el vacío de mi vida. Aquel perro tenía ojos humanos. Le hablaba. Y el perro se sentaba y parecía escuchar y comprender mis palabras. Quizá realmente las comprendía. Hace poco leí un artículo referente a los animales. Decía que pueden adivinar nuestros pensamientos. Y yo pensaba que aquel perro realmente me quería. Le daba de comer, lo lavaba y cepillaba, encargué que le confeccionaran una prenda de piel de visón para protegerle del frío en invierno. Por la noche dormía en mi cama. Y muchas veces intenté hacerle bajar de la cama porque era grande y pesado. Tenía la impresión de que un león yaciera a mis pies. Pero aquel perro no se dejaba dominar. Mi marido tenía gran número de parientes y amigos, pero después de su muerte dejaron de visitarme sin que supiera por qué. Es mi sino, la gente se aleja de mí. Ni siquiera me trataron de un modo realmente afectuoso durante nuestro matrimonio. ¿Qué daño les había yo causado? Ahora bien, también podía preguntarme qué daño había yo causado a mi hija… Quizá no lo crea usted, pero de repente noté que el perro comenzaba a comportarse con hostilidad hacia mí. Adoptó un comportamiento receloso y en ocasiones malvado. Dejó de ponerme las patas en el regazo y de lamerme la cara. De vez en cuando gruñía como un lobo. Y yo me preguntaba: ¿querrá darme a entender que también él tiene algo que reprocharme? Me consolaba pensando que todo se debía a figuraciones mías y a mi complejo de inferioridad. Y no tardó en llegar el momento en que no pude hacer caso omiso del mal humor del perro y de sus miradas amenazadoras. Afortunadamente, los perros no pueden hacer las maletas y largarse. Ahora bien, no alcanzaba a comprender lo que le pasaba al perro. No podía consultar el caso con nadie y por otra parte me hubiera dado vergüenza hacerlo. Al principio el perro se limitó a portarse mal, como un niño mal criado. Después comenzó a ladrar cuando me veía y a mostrarme los colmillos. Parecía un animal poseído por un espíritu maligno. Temía que durmiera en mi cama y por la noche le encerraba en la cocina. Sentía deseos de regalar el perro a alguien, de desembarazarme de él, pero entonces pensaba en mi marido y en lo mucho que lo había querido y me sentía incapaz de llevar a cabo mis proyectos. Por otra parte, ¿quién sabe lo que pasa por la mente de un animal? También tienen sus humores y yo alentaba esperanzas de que volviera a comportarse normalmente. Una noche, al volver del restaurante en que había cenado, sola, desde luego, puse el collar y la correa al perro para sacarle a pasear. De repente, el perro se levantó sobre sus patas traseras y comenzó a lamerme la cara, tal como antes solía. Le dije: «¿De modo que quieres hacer las paces conmigo? Bueno, mazel tov». Me incliné para darle un beso y entonces, mi querido amigo, ocurrió algo terrible. El perro me pegó un mordisco en la nariz con tanta fuerza que por poco me la arranca. Ésta es la razón por la que me maquillo tanto, para ocultar la cicatriz. Aquella noche pensé que había quedado desfigurada para el resto de mis días y temí morir desangrada. Estaba sola en casa y me arrastré hasta el teléfono para pedir ayuda. Sangraba abundantemente y el perro me seguía, mordiéndome el borde de la falda. Luego le pegaron un tiro, ¿qué se puede hacer si no con semejante monstruo? En el instante en que el encargado de la centralita contestó mi llamada me desmayé. Desperté en el hospital. Tuvieron que operarme porque no podía respirar. Más adelante, cuando me hube repuesto, me hicieron una operación de cirugía estética. Le he dicho que no volví a ver a mi hija. No es totalmente cierto. Vino a visitarme en el hospital. Fue inmediatamente después de la operación y yo me encontraba todavía bajo la influencia de las secuelas de la anestesia. Vi a mi hija como si estuviera envuelta en niebla. Me habló, pero no sé lo que me dijo. Parecía haber cambiado. La expresión de su cara se había endurecido. No era mi hija, era otro ser. Iba muy vestida. Y hubiera creído que se trató de una alucinación si la enfermera no me hubiera confirmado que había recibido la visita de mi hija. Ésta fue la última vez que la vi. Pasé tres semanas en el hospital y dos en la clínica de cirugía estética. Me costó una fortuna, pero, teniendo en cuenta las lesiones sufridas, la operación fue un éxito. Mi caso salió en las revistas médicas. Pero el daño mental que este accidente me produjo es algo que no hay médico ni psicoanalista que pueda curar. Cuando el marido la abandona a una, cuando la propia hija huye del lado de una, cuando el perro al que se ha tratado con amor y mimo intenta despedazarle a una, algo hay que no es como debe ser. ¿De qué se trata? ¿Tan malvada, tan fea, tan insoportable soy? No espero saber la respuesta. La verdad es que he dejado de esperar nada de nadie, sea hombre sea bestia. Desde este último accidente que le he contado, vivo absolutamente sola. Una amiga me dijo que me regalaría un loro o un canario, pero yo le contesté: «El perro al que amaba me mordió y si tuviera un pájaro intentaría sacarme los ojos». La gente como yo llevamos una maldición.
Estuvimos callados unos instantes. Y luego la mujer me preguntó:
—¿Qué puede significar lo que le he contado?
Dije:
—Usted ha dicho que era un sino.
Intrigada, me preguntó:
—¿Y qué es un sino?
—La trampa que uno se tiende a sí mismo.
—Quizá, pero también he tendido trampas a los demás. En fin, terminemos la copa de champaña. A su salud, lechayim.
Entrechocamos las copas. Bebió un sorbito, formó una mueca y se pasó la lengua por los labios. Me miró con expresión interrogativa acompañada de una triste sonrisa. Al través del fuerte maquillaje se veían las cicatrices y pliegues. Dijo:
—No, nunca me ha gustado engañarme a mí misma. Me doy perfecta cuenta de que yo tengo la culpa de todo lo ocurrido, incluso de lo que pasó con el perro.
—¿Por qué?
La mujer no contestó. En su mirada apareció un extraño brillo untuoso, de profundo desprecio, un desprecio burlón. Es difícil precisar lo que significaba aquel brillo: lástima hacia sí misma, orgullo o la oculta satisfacción de aquellos que saben son seres peligrosos para sí mismos y para los demás. Bruscamente comprendí que, a pesar de que sus palabras tuvieron el acento de la sinceridad, en su vida había muchos otros factores que no quiso revelar. Me di cuenta de la extraña fuerza que poseía aquella mujer frágil, con su voluble manera de hablar y sus movimientos gatunos. Ardía en deseos de alejarme de ella, no fuera que también yo quedara envuelto en las extrañas complejidades de su espíritu. Ahora la mujer parecía intuir que me había atemorizado. Sus ojos de amarillenta pupila me midieron con expresión de sutil reproche y dijo:
—Váyase. Charle con los otros invitados. Los sinos como el mío son contagiosos.
(Traducido del yiddish al inglés por el autor y Elizabeth Shub).