El buque procedente de Israel tenía su llegada prevista para las doce, pero se retrasó. Atardecía ya cuando el buque atracó en un muelle del puerto de Nueva York, y entonces tuve que esperar largo tiempo a que se concediera a los pasajeros la pertinente autorización para desembarcar. Fuera hacía calor y llovía. Una multitud había acudido al muelle para dar la bienvenida al buque. Tenía la impresión de que todos los judíos de Nueva York se hubieran congregado allí. Estaban los integrados, los rabinos de largas barbas y con crenchas, mujeres con números que les fueron tatuados en los brazos en el curso de su estancia en los campos de concentración hitlerianos, representantes de las organizaciones sionistas con abultadas carteras bajo el brazo, estudiantes de yeshiva con bonetes de terciopelo y barbas incipientes de rebelde pelo, y damas de sociedad con los rostros maquillados y pintadas de rojo las uñas de los pies. Me di cuenta de que nos encontrábamos en una nueva época de la historia de los judíos. ¿Cuándo tuvieron barcos los judíos? Cuando los tuvieron, estos barcos iban a Tiro y Sidón, no a Nueva York. Incluso en el caso de que la extravagante teoría de Nietzsche acerca del eterno regreso fuera cierta, tendrían que pasar miles de épocas antes de que en el presente ocurriera algo, por insignificante que fuera, que ya hubiera ocurrido en el pasado. Pero aquella espera era aburrida. Medía con la mirada a cuantos pasaban ante mí y me formulaba sin cesar la misma pregunta: ¿en méritos de qué elemento es este ser hermano mío? Las mujeres de Nueva York se abanicaban, hablaban todas a un tiempo con roncas voces, tomaban refrescos de chocolate y Coca-Cola. En sus miradas se veía una dureza en modo alguno judaica. Resultaba difícil creer que pocos años atrás los hermanos y las hermanas de aquellas mujeres, en Europa, fueran como corderos al matadero. Los modernistas judíos ortodoxos jóvenes, con capelos ocultos entre su reluciente cabello, hablaban inglés en voz alta y bromeaban con las muchachas cuyos vestidos y comportamiento no mostraban el menor indicio de religiosidad. Allí incluso los rabinos eran diferentes, no eran como mi padre y mi abuelo. Tenía la impresión de que aquella gente fuera mundana y astuta. Casi todos, aunque no yo, habían obtenido los correspondientes permisos para subir a bordo. Trababan amistad entre sí con insólita rapidez, se comunicaban informaciones recién adquiridas, intercambiaban frases y sacudían la cabeza en asenso de lo que unos y otros sabían. Los oficiales del buque comenzaron a bajar a tierra, y, con sus uniformes, sus insignias y sus dorados botones, tenían cierto aire de rigidez. Hablaban en hebreo, aunque en sus palabras había cierto acento propio de gentiles.
Yo estaba allí, en pie, esperando a un hijo mío al que no había visto en veinte años. Tenía el muchacho cinco años cuando me separé de su madre. Yo fui a América y ella a la Unión Soviética. Ella ansiaba la «revolución permanente». Y en Moscú la hubieran liquidado si no hubiese tenido un buen amigo con acceso a las altas esferas. Sus viejas tías bolcheviques, que habían cumplido condenas en los presidios polacos en pago de sus actividades comunistas, intercedieron en su favor, y mi ex mujer fue deportada a Turquía juntamente con nuestro hijo. Desde Turquía logró trasladarse a Palestina, en donde dejó a su hijo en un kibbutz. Y ahora mi hijo había venido a Nueva York para verme.
El chico me había mandado una fotografía suya tomada cuando estaba en el Ejército, luchando contra los árabes. Pero la foto era borrosa y además el chico iba de uniforme. Solamente ahora, en el momento en que comenzaban a desembarcar los primeros pasajeros, se me ocurrió que yo no tenía una idea clara del aspecto físico de mi hijo. ¿Era alto? ¿Bajo quizá? ¿Se le habría oscurecido, al paso de los años, el cabello rubio? La llegada de este hijo a Norteamérica me retrotraía a una época que yo había considerado absorbida ya por la eternidad. Mi hijo surgía del pasado, como un fantasma. Mi hijo no formaba parte de mi actual hogar, ni tampoco su personalidad encajaba con las gentes de mi mundo extra hogareño. No podía ofrecerle habitación, ni cama, ni dinero, ni tiempo. Lo mismo que el barco que enarbolaba la blanca y azul bandera con la estrella de David, mi hijo constituía una extraña mezcla de pasado y presente. En una carta me había dicho que de entre todos los idiomas que había hablado en su infancia y adolescencia —el yiddish, el polaco, el ruso y el turco— no había conservado ni uno, y que ahora únicamente hablaba el hebreo. Por esto supe de antemano que, con mis escasos conocimientos de hebreo aprendidos en el Pentateuco y el Talmud, difícilmente podría conversar con mi hijo. En vez de conversar con mi chico, no haría más que tartamudear palabras y consultar constantemente el diccionario.
La aglomeración y la barahúnda habían aumentado ahora. En el muelle se desarrollaba una escena tumultuaria. Todos gritaban y se empujaban, con la exagerada alegría de la gente que ha olvidado los criterios con los que se miden los logros en este mundo. Las mujeres gritaban histéricas y los hombres lloraban broncos. Los fotógrafos disparaban sus cámaras y los periodistas abordaban a la gente, llevando a cabo apresuradas entrevistas. Entonces ocurrió lo que siempre ocurre cuando formo parte de una multitud. Todos quedaron unidos entre sí, formando una sola familia, mientras yo me mantenía al margen. Nadie me hablaba y yo a nadie hablaba. El secreto poder que les había unido me mantenía ajeno a ellos. Distraídas miradas se posaban en mí y parecía que en aquellos ojos hubiera una interrogante: ¿Qué hace ése aquí? Después de dudar un poco, formulé una pregunta a uno de aquellos individuos, pero el preguntado no me oyó, o al menos así me pareció, ya que se alejó cuando yo estaba a mitad de la frase. El tipo se portó como si yo fuera un fantasma. Al cabo de un rato decidí lo que siempre decido en estos casos, o sea, conformarme con mi destino. Me fui a un rincón y observé a la gente que descendía del buque mientras la iba clasificando mentalmente. Mi hijo no podía encontrarse en aquellos grupos de gente vieja y de media edad. No podía tener el cabello negro azabache, ni hombros anchos, ni ojos de fuego. No, porque un ser así en modo alguno podía haber sido engendrado por mí. Pero, de repente, apareció un hombre joven, extrañamente parecido al soldado de la fotografía: alto, flaco, algo encorvado, con la nariz alargada y el mentón estrecho. Una voz exclamó en mi fuero interno: ¡Es él! Salí de mi rincón y corrí hacia el muchacho. Vi que buscaba con la mirada. En mi pecho surgió una oleada de amor paterno. El muchacho tenía las mejillas hundidas y la piel enfermizamente pálida. Con angustia, pensé: «Está enfermo, tuberculoso». Había ya abierto la boca para llamarle, para pronunciar el nombre Gigi, que era como le llamábamos su madre y yo en su infancia, cuando, de repente, una mujer gruesa corrió hacia el muchacho y le abrazó fuertemente. El grito de la mujer se transformó en algo parecido a un ladrido. Instantes después el muchacho quedaba oculto por un enjambre de parientes. Aquella gente me había quitado un hijo que no era mío. Fue como una especie de rapto o secuestro espiritual. Mis paternales sentimientos quedaron en ridículo y volvieron apresuramente a su escondite, a aquel lugar en que las emociones pueden permanecer años y años sin emitir el menor sonido. Noté que mi rostro había enrojecido de humillación, como si me hubieran abofeteado. Decidí esperar con paciencia, y no permitir que mis sentimientos afloraran prematuramente. Entonces pasó un rato sin que del buque bajaran pasajeros. Pensé: ¿Y qué es un hijo a fin de cuentas? ¿Por qué razón mi semilla ha de ser más importante que la de los demás? ¿Qué valor tiene el vínculo de sangre y carne? Todos somos espuma del mismo caldero. Si retrocedemos unas cuantas generaciones, las precisas, resultará que esa gente tiene un mismo padre y una misma madre. Y dentro de dos o tres generaciones, los descendientes de quienes hoy están emparentados, nada tendrán que ver entre sí y serán totales desconocidos los unos para los otros. Todo es efímero y cambiante. Somos burbujas de un mismo océano, briznas de un mismo prado. No puedo amar a todos, no, no se debe amar a todos.
Ahora del buque volvían a bajar pasajeros. Tres muchachos salieron juntos. Les examiné y vi que ninguno de ellos era Gigi, e incluso en el caso de que uno de ellos realmente lo fuera, nadie me lo iba a quitar. Experimenté una sensación de alivio cuando cada uno de los tres muchachos se fue con la gente que le estaba esperando. Ninguno de los tres me había gustado, la verdad. Pertenecían a la chusma. El último de ellos, incluso había vuelto la cabeza y me había lanzado una ofensiva mirada, como si, por misteriosos caminos, hubiera adivinado mis pensamientos de censura hacia él y los tipos como él.
De repente se me ocurrió que si mi hijo era realmente mi hijo, sería él último pasajero que desembarcaría, y, pese a que se trataba solamente de una hipótesis, tenía la certeza de que así ocurriría. Me había armado de paciencia y de aquella resignación que siempre tengo al alcance de la mano para inmunizarme de los fracasos y dominar el deseo de liberarme de mis limitaciones. Observaba atentamente a todos los pasajeros, procurando colegir su carácter y personalidad por sus ropas y comportamiento. Quizás eran sólo figuraciones mías, pero cada rostro me revelaba sus secretos y me parecía adivinar con exactitud todos sus pensamientos. Todos los pasajeros tenían algo en común: la fatiga de un largo viaje marítimo y la inquietud e inseguridad de quienes llegan a un país desconocido. Todas las miradas preguntaban con desilusión: ¿Es esto Norteamérica? Una muchacha con un número tatuado en el brazo sacudió con irritación la cabeza. El mundo entero era un gigantesco Auschwitz. Vi a un rabino lituano, con redondeada barba gris, que llevaba un pesado libro bajo el brazo. Le esperaba un grupo de estudiantes de yeshiva y tan pronto el rabino se reunió con ellos comenzó a predicar con el airado celo de quien ha llegado a conocer la verdad y ansia difundirla. Le oí decir: Torá… Torá… De buena gana le hubiera preguntado por qué razón la Torá no había protegido a aquellos millones de judíos evitándoles su fin en los hornos de Hitler. Pero, ¿a santo de qué formularle esa pregunta cuando yo sabía ya la respuesta? Sí: «Mis pensamientos no son tus pensamientos». Ser mártir en el nombre de Dios constituye el más alto privilegio del hombre. Uno de los recién llegados hablaba en un extraño dialecto que no era alemán ni yiddish, sino una jerga que sólo se encuentra en novelas de pasados tiempos.
Y qué raro era que quienes habían acudido a recibirle hablaran también la misma jerga…
Pensé que en el caos hay también unas leyes muy claras y precisas. Los muertos siguen muertos. Los vivos tienen sus recuerdos, sus cálculos y sus proyectos. En algún lugar, bajo la tierra polaca, reposaban las cenizas de los que fueron quemados. En Alemania los que fueron nazis reposaban en cama y cada cual tiene su lista de asesinatos, torturas y crueles violaciones. En algún lugar forzosamente ha de haber un Sabedor que sabe todos los pensamientos del ser humano, que sabe los dolores de cada mosca, que se sabe todos los cometas y todos los meteoritos, todas las moléculas de las más distantes galaxias. Hablé con Él. Bien, mi querido Sabedor Todopoderoso, desde tu punto de vista todo es justo. Lo sabes todo, conoces el conjunto y tienes toda la información. Y ésta es la razón por la que eres tan inteligente. Pero, ¿qué puedo hacer yo con mis migajas de conocimiento? Sí, debo esperar a mi hijo. Una vez más, del barco habían dejado de salir pasajeros y pensé que ja todos habían desembarcado. Se me tensaron los nervios. ¿Acaso mi hijo no había venido en aquel barco? ¿Habría pasado sin que yo le reconociera? ¿Se habría arrojado al océano durante el viaje? En el muelle ya casi no quedaba nadie. Todos se habían ido y tuve la impresión de que los empleados se disponían a apagar las luces de la estación marítima. ¿Qué podía hacer ahora? Sí, ya había presentido que algo malo pasaría con ese hijo que durante veinte años no fue más que una palabra para mí, una palabra, un nombre, una culpa sobre mi conciencia.
De repente le vi. Salió despacio, dubitativo y con una expresión que venía a decir que no creía que nadie hubiera acudido a recibirle. Era igual que en la fotografía, aunque algo mayor. En su rostro había arrugas juveniles e iba descuidadamente vestido. En sus ropas se advertía el descuido propio del muchacho sin hogar que ha vivido años en lugares extraños, que ha pasado pruebas duras y que ha envejecido prematuramente. Llevaba el cabello revuelto y enmarañado y parecía que en él hubiera briznas de paja y heno, como en el cabello de quienes duermen en graneros y pajares. Tenía los ojos de claras pupilas, que ahora achicaba bajo las cejas de pelo blanquecino, y en su rostro se dibujaba la casi ciega sonrisa de los albinos. Iba con una maleta de madera, como un recluta, y un paquete envuelto en papel castaño. En vez de echar a correr inmediatamente hacia él, me quedé inmóvil y boquiabierto. Ya tenía la espalda un poco encorvada, pero no como un estudiante de yeshiva, sino como alguien acostumbrado a cargar objetos pesados. Se parecía a mí, pero advertí en él rasgos heredados de su madre, aquella otra mitad que jamás pudo mezclarse con la otra mitad que era yo. Incluso en nuestro hijo, el producto de las dos mitades, los discrepantes rasgos de una y otra no podían armonizar. Los labios de la madre no se avenían con el mentón del padre. Miró cauteloso a uno y otro lado, y su rostro dijo con expresión bonachona: Desde luego, no ha venido a recibirme.
Me acerqué a él y le pregunté dubitativo:
—¿Atah Gigi?
Se echó a reír:
—Sí, soy Gigi.
Nos besamos y el pelo de sus mejillas me pinchó como un metálico rallador de patatas. Era un ser desconocido, pero yo sabía que le quería como cualquier otro padre puede querer a su hijo.
Nos quedamos quietos y en silencio, con aquella sensación de pertenecemos el uno al otro que no precisa ser expresada con palabras. En un segundo supe cómo debía tratarle. Había pasado tres años en el Ejército y había participado en una guerra cruel. Seguramente se había acostado con sabe Dios cuantas muchachas, pero seguía tan inseguro cual sólo un hombre puede estarlo. Le hablé en hebreo y quedé un tanto pasmado de mi dominio de este idioma. Inmediatamente adquirí la autoridad propia de un padre y todas mis inhibiciones desaparecieron. Intenté cargar con su maleta de madera, pero no me lo permitió. Fuera nos quedamos en la acera, en espera de un taxi, pero todos los taxis habían sido ya alquilados. Ahora había dejado de llover. La avenida se alejaba por entre los muelles, húmeda, oscura, mal pavimentada, con baches en el asfalto y charcos de agua que reflejaban porciones de un cielo luminoso, bajo y rojizo, con metálica calidad. De lo alto caían gotas aisladas, pero resultaba difícil determinar si se trataba de gotas que se desprendían de objetos mojados por la lluvia anteriormente caída, o si se trataba del heraldo de un nuevo chaparrón. El aire estaba enrarecido. Relámpagos cruzaban el cielo, pero a nuestros oídos no llegaba el sonido del trueno. Mi dignidad se resentía de que Nueva York se mostrara tan lúgubre y prosaico a los ojos de mi hijo. Había albergado la vana ambición de enseñar a mi hijo los barrios más bonitos de la ciudad tan pronto llegáramos a ella. Esperamos un cuarto de hora sin que apareciera un taxi. Ahora ya había oído los primeros sonidos de los truenos. No nos quedaba más remedio que echar a andar. Mi hijo y yo hablábamos de la misma manera, en frases cortas y bruscas. Como viejos amigos que saben sus recíprocos pensamientos, no necesitábamos largas explicaciones. Casi sin palabras, mi hijo me dijo: Comprendo muy bien que no pudieras convivir con mi madre; no me quejo; yo soy también así. Le pregunté:
—¿Cómo es esa chica de la que me hablaste en una de tus cartas?
—Buena chica. Yo era su consejero o mentor en el kibbutz. Luego nos alistamos juntos en el ejército.
—¿Y a qué se dedica en el kibbutz?
—Trabaja en un almacén de granos.
—¿Tiene estudios al menos?
—Estudiamos secundaria juntos.
—¿Y cuándo pensáis casaros?
—Cuando vuelva. Sus padres exigen que nos casemos oficialmente.
Dijo estas últimas palabras de un modo que venían a significar: naturalmente ella y yo no necesitamos esa clase de ceremonia, pero los padres de las chicas tienen otra manera de pensar.
Llamé a un taxi que en aquel instante pasaba y, casi en tono de protesta, mi hijo dijo:
—¿Taxi? ¿Para qué? Podemos ir andando. Me gusta andar. Dije al chófer que nos llevara por la calle Cuarenta y dos a la parte más iluminada de Broadway, y que después se metiera en la Quinta Avenida. Gigi, sentado, miraba por la ventanilla. Nunca me he sentido tan orgulloso de los rascacielos y las luces de Broadway como aquella noche. Mi hijo miraba y guardaba silencio. No sé cómo, intuí que mi hijo pensaba ahora en la guerra contra los árabes y en los peligros que había corrido en los campos de batalla. Pero los poderes que rigen el mundo habían ordenado que fuera a Nueva York y viese a su padre. Era como si oyera el sonido de sus pensamientos dentro de su calavera. Tenía la certeza de que mi hijo, como yo, también pensaba en las cuestiones eternas.
En un intento de confirmar mis poderes de telepatía, le dije:
—No hay accidentes. Cuando uno está destinado a vivir no le queda más remedio que permanecer vivo. Es el destino. Sorprendido, volvió la cabeza hacia mí.
—Oye, ¿adivinas los pensamientos?
Y sonrió, perplejo, curioso y escéptico, como si le hubiera gastado una extraña broma de padre.
(Traducido del yiddish al inglés por el autor y Elizabeth Pollet).