La cena del viernes había terminado, pero las velas seguían ardiendo en los candelabros de plata. Junto a la estufa cantaba un grillo cautivo, y la mecha de la lámpara producía un leve sonido de succión al ir consumiendo petróleo. En la mesa con mantel había una jarra de cristal tallado que contenía vino y una copa de bendición, de plata, con una representación del Muro de las Lamentaciones grabada en su superficie. Cerca reposaba un cuchillo de cortar pan, con mango de nácar, y una servilleta bordada en oro.
El dueño de la casa, hombre todavía joven, tenía los ojos azules y lucía una barbichuela rubia. Su caftán del sábado no era de satén, como suelen serlo los de los hasidim, sino de seda. Llevaba cuello duro, con una cinta a modo de corbata. La dueña de la casa iba con un vestido adornado con arabescos y peluca rubia con peinetas. Tenía rostro de muchacha, un rostro redondo, sin una sola arruga, con nariz pequeña y ojos de claro color.
Fuera, la nieve formaba densas capas sobre el suelo y brillaba a la luz de la luna llena. El hielo parecía empeñado en dibujar árboles, flores, una rama de palmera o un arbusto en los cristales de las ventanas, pero el calor de la habitación disolvía rápidamente esas formas.
En una silla descansaba la gata de la familia, ahíta después de comer las porciones que le habían arrojado los comensales, y llevaba el vientre repleto de hijos. Sus ojos, verdes como uvas, contemplaban al invitado. Éste era un hombre de erguida espalda, ataviado con un caftán de diario, con una cuerda por cinturón, y lucía una barba que parecía hecha de sucios manojos de algodón. Tenía la nariz roja, ya que había bebido media botella de vodka por lo menos. Bajo sus densas cejas brillaban unos ojos punzantes como agujas. La mano que reposaba sobre el blanco mantel tenía uñas de córnea calidad, estaba cruzada por una red de gruesas venas y denso vello cubría la piel. Este hombre dijo:
—Es una historia muy larga. Mejor será contarla en otra ocasión. Ahora seguramente querrán ustedes acostarse.
La dueña de la casa exclamó:
—¿Dormir ahora? ¡Si sólo son las seis y cuarto! ¡Mire!
E indicó el reloj de largo péndulo con las horas representadas mediante letras del alfabeto hebreo. El marido dijo:
—No hay prisa. De todos modos, tampoco se pueden dedicar íntegramente al sueño esas largas noches de invierno. Después, dentro de un rato, aún tomaremos un té con pastas.
—En mi juventud era capaz de pasarme doce horas seguidas roncando. Pero cuando uno comienza a entrarse en años no puede apenas dormir. Dormito un poco y en seguida me despierto. Entonces me quedo tumbado en el banco y se me ocurren pensamientos ociosos de todo género.
—Esta noche dormirá usted en una cama blanda.
—¿Para qué? Después el banco me parecerá más duro todavía. Ahora, a juzgar por mi aspecto, seguramente pensarán ustedes que mi familia era despreciable y que nací en el asilo. No es así. Mi padre era comerciante. Y mi madre pertenecía a una familia de matarifes rituales y de comerciantes en madera. Soy de Hrubies-hov. Mi abuelo era uno de los dirigentes de la comunidad. Mi padre tenía una tienda de cristalería, loza y cacharros. No éramos ricos, pero vivíamos con desahogo. Mi madre tuvo ocho hijos, de los que sólo sobrevivieron dos, mi hermano Bendit y yo. Me llamo Avrom Wolf. Cuando a un matrimonio se le mueren los hijos y sólo les quedan dos, los cónyuges temen constantemente por ellos y los cuidan y miman con esmero, procurando darles una buena educación. Pero ni mi hermano ni yo quisimos estudiar. Nos mandaron a los mejores cheders, pero nuestras mentes se mantuvieron al margen de la Torá. Mi hermano Bendit, que era dos años mayor que yo, tenía gran afición a las palomas. En el tejado de nuestra casa construyó un palomar y las palomas acudían a su alrededor, desde cerca y desde lejos, cuando él las llamaba. Las alimentaba con mijo, guisantes y cuantos tipos de grano podía conseguir. A mi hermano también le gustaba tomar un vaso de vodka siempre que se terciara. En este aspecto nos parecemos, je, je… Pero mi hermano tenía manos de plata. Nuestro padre quería que mi hermano fuera maestro, pero en lo que mi hermano destacaba realmente era en la carpintería. Cuando se nos rompía una silla, una mesa o un banco, mi hermano lo reparaba en un periquete. En cierta ocasión, del armario ropero se cayó una moldura. Volverla a colocar debidamente era trabajo de ebanista, pero Bendit reparó la moldura, la volvió a colocar y la barnizó tan bien que no se notaba la diferencia. Quería entrar de aprendiz en el taller de Faivel, el carpintero, pero nuestra madre no quería siquiera oír hablar de ello. A gritos, nuestra madre decía que antes prefería caer muerta que ver a su hijo convertido en obrero. A fin de cuentas resultó que tanto mi hermano como yo nos dedicamos a holgazanear. En Hrubieshov había muchos vagos y nosotros engrosamos el censo. Nos pasábamos el día en la taberna. Los sábados íbamos a la carretera de Yanev, que era el lugar adonde salían a pasear las modistillas, y nos divertíamos cuanto podíamos con ellas. Nunca teníamos la preocupación de procurarnos la comida del día, y, ya se sabe, cuando la tripa está llena, el diablo no anda lejos. Nos saltábamos las oraciones y conculcábamos los mandatos del sábado. En aquellos tiempos en Shebreshin había un ateo, hombre llamado Yekl Reifman. Y Zamosc estaba lleno de esa gente, ¿cómo se les llama ahora?, sí, eso, maskilim, o sea los que preconizan la cultura de los librepensadores. Esa gente decía que Dios no había creado el universo y otras cosas por el estilo. Durante toda la semana la taberna de Leibush estaba desierta, debido a que los campesinos sólo beben en día de mercado, o sea los jueves. Nuestra pandilla estaba siempre en la taberna, tragando vodka y charlando sin cesar. Estábamos siempre haciendo apuestas, tales como cuántos huevos duros era capaz de comerse alguien, o cuantas jarras de cerveza podía echarse al coleto. Pocos años antes, una de estas apuestas había acabado mal. Un carretero llamado Yoineh Khlop había apostado a que era capaz de comerse una tortilla de treinta huevos. Y, efectivamente, liquidó la tortilla y la fue empujando hacia abajo con una jarra grande de cerveza. Entonces reventó y cayó muerto. Ustedes pensarán que después de este drama los muchachos de la pandilla se dejaron de apuestas, pero están equivocados. No señor, ellos no se rajaban jamás. Y siguieron hablando y fanfarroneando. Nos desafiábamos a echarnos pulsos, y en esto yo era el campeón. Tenía entonces mucha fuerza. Realmente, si no hubiera sido tan fuerte a estas horas ya llevaría años pudriendo malvas. Bueno, el caso es que un invierno de Zamosc vino a nuestro pueblo un chico muy loco llamado Yosele Baran. No recuerdo exactamente a santo de qué vino el chico a nuestro pueblo, ni con quien vivía. Quizá vino porque sí, sencillamente, o quizá vino a comprar trigo. Su padre era comerciante en granos y Yosele le ayudaba en el negocio. El día siguiente de su llegada fuimos todos a la taberna, y Yosele se sacó una porción de tocino del bolsillo y comenzó a comérsela. Habíamos pedido a Leibush que nos sirviera salchichas kosher, limpias según nuestra ley. Pero Yosele quiso demostrarnos que él era un chico templado y capaz de tenérselas tiesas con cualquiera. Entonces comenzamos a discutir, y Yosele aseguró que Dios no existía. Dijo que un hombre muerto es más o menos lo mismo que un pez muerto. Moisés no había ascendido a los cielos, y todo lo demás, ya saben ustedes. Entre nosotros había un tal Tovele Kashtan, muchacho pelirrojo y sinvergüenza, que dijo: «De todos modos, si te dijeran que pasaras la noche en compañía de un cadáver, en el depósito, seguramente te cagarías de miedo». Yosele se puso como una fiera: «No temo a nadie, ni a los vivos ni a los muertos, y si tú eres un cobarde no pienses que los demás también Jo sOn». Los dos muchachos eran muy locos, Yosele y Tovele. Se liaron de palabra, una cosa llevó a otra, y al fin hicieron una apuesta. Yosele Baran apostó veintincinco rublos a que era capaz de pasar una noche entera en compañía de un cadáver, en la barraca en que se les dejaba antes de enterrarlos. Tovele Kashtan también apostó veinticinco rublos. En aquellos tiempos esta suma era una fortuna, especialmente para nosotros. Pero los dos chicos estaban rabiosos. Yosele tenía que irse a un recado y acordamos que nos reuniríamos todos después. Entonces, cuando Yosele se hubo ido, caímos en la cuenta de que aquel día no había ni un cadáver en todo el pueblo. En primer lugar nadie había muerto en Hrubieshov. En segundo lugar, no habían dejado cadáver alguno en la cabaña, como no fuera el de algún forastero o algún mendigo del asilo. Estuvimos hablando del asunto hasta que a uno se le ocurrió un truco: uno de nosotros interpretaría el papel de cadáver. Se tumbaría en la mesa, con velas junto a la cabeza, y Yosele pensaría que se trataba de un muerto. Sí, íbamos a gastarle una broma que tardaría mucho tiempo en olvidar. Esto ocurrió hace casi cincuenta años, pero ahora, mientras lo cuento, me parece que fuese ayer. Se daba el caso de que nuestros padres se habían ido a Izhbitza para asistir a una boda. Mi hermano Bendit intentó convencerme de que debía interpretar el papel de cadáver. Y los otros se le unieron. Me prometieron la mitad del dinero de la apuesta. A decir verdad, el asunto no me gustaba ni pizca en ninguno de sus aspectos, pero me hicieron beber y beber, y accedí. Me dijeron que si, estando cubierto con la sábana, hacía cosas raras, seguramente conseguiría asustar a Yosele, quien saldría de la cabaña a todo correr, con lo que nosotros nos quedaríamos con el dinero de la apuesta. En fin, como he dicho me dejé convencer. La vida era demasiado fácil para nosotros y teníamos que complicárnosla. Mi hermano Bendit y yo fuimos a casa. Me puse un par de calzoncillos largos de mi padre y su camisa, de manera que parecía estuviera envuelto en un sudario. Nuestro padre era un gigante, me pasaba la cabeza. La nieve cubría el camino que llevaba al cementerio, igual que hoy también debe cubrirlo. Dimos un rodeo para que nadie nos viera. En el pueblo teníamos un sepulturero, Reb Zalmon Ber, pero este hombre vivía lejos del cementerio. También se dedicaba a aguador.
Y aquel día, como que no había cadáver en la cabaña, nada tenía que hacer el sepulturero en el cementerio. Preparamos un par de velas y esperamos. Tan pronto avistáramos a Tovele, Yosele y a todos los demás, yo me pondría en posición de muerto. Entretanto, nos entretuvimos comiendo semillas de girasol y nos guardamos las cáscaras en los bolsillos. En fin, que el asunto nos parecía una divertida broma. ¿Quién hubiera dicho que debía terminar en tragedia? Al cabo de un rato les vimos venir. La noche ya se había entrado, pero en el cielo aún había el rojo rastro del sol. Les vimos avanzar sobre la nieve. Me quité las botas y la chaqueta y me tumbé en la mesa. Mi hermano me cubrió con la sábana. Escondió mis ropas bajo el banco, prendió las velas y se fue. ¿Por qué negarlo? Sí, es cierto, me sentía inquieto. Pero sabía que la pandilla no tardaría en entrar y el juego comenzaría. Doce rublos y medio no se ganan todos los días. Pronto llegaron. Oí la voz de mi hermano mezclada con la de los otros. Hablaban en voz queda, tal como se suele en presencia de muertos. Yosele Baran preguntó quién era el muerto y le contestaron que era un aprendiz de sastre, huérfano, que había fallecido en el asilo. Bruscamente, Yosele se acercó a mí, alzó la sábana, y me miró la cara. Pensé que el juego había terminado, pero seguramente estaba yo tan blanco como un muerto, ya que Yosele me volvió a tapar inmediatamente. Recuerdo que estaba helado. Contuve el aliento y me esforcé en permanecer inmóvil. Teníamos que ganar la apuesta. Los otros no tardaron en irse. La puerta no tenía cerrojo, y oí que apilaban nieve junto a la puerta, y que la pisoteaban con fuerza para que Yosele no pudiera abrirla en el caso de que se echara atrás. Al otro lado del camino que pasaba junto al cementerio había un edificio en ruinas, y los muchachos de la pandilla decidieron pasar la noche allí, jugando a naipes. Se acordó que si Yosele se atemorizaba daría un grito y los otros irían a rescatarle. Pero Yosele Baran era un muchacho sin miedo. Al través de la sábana vi que encendía un cigarrillo. Se sentó tranquilamente en un cubo puesto boca abajo y extrajo del bolsillo una baraja. Bueno, quizá todo fuera una broma, sí, pero lo cierto es que, cuando uno se encuentra tumbado en la cabaña de un cementerio, sobre el banco en que se suelen dejar los cadáveres, y con dos velas ardiendo junto a la cabeza, uno tiene una sensación muy rara. Mi corazón latía con tal fuerza que temía que Yosele lo oyera.
La dueña de la casa le interrumpió:
—Querido amigo, por favor, es una historia terrible… Temo que esta noche no podré dormir.
Su marido la tranquilizó:
—No seas tonta, no se trataba de un cadáver de veras.
—Lo siento, pero tengo miedo.
—Si tienes miedo reza una oración para tener a raya a los Malignos…
—No sé, no es una historia para contar en sábado.
El invitado dijo:
—Si no desean escuchar la historia, no sigo… Son ustedes jóvenes, comienzan a vivir…
El marido dijo:
—Realmente, Reizele, me pones en ridículo ante nuestro invitado. Debieras dominar un poco tu cobardía. Al fin y al cabo todos tenemos que morir. También tú y yo seremos cadáveres algún día.
—¡Basta, por favor!
El invitado dijo:
—Les ruego me perdonen. Me retiro a dormir…
—No, no y no, mi querido amigo. Yo soy quien manda en esta casa, y no mi mujer. Si mi mujer no quiere oír el resto de la historia, puede levantarse de la mesa e irse.
El invitado observó:
—No deseo ser causa de disensiones entre marido y mujer. Luego se reconcialiarán y dirigirán su enojo hacia mí.
—No señor, en modo alguno. Siga con su historia. Si mi marido quiere escucharla, también yo la escucharé.
—Tendrá usted pesadillas, señora.
—Siga, por favor. Lo cierto es que también siento curiosidad.
—¿En dónde estaba? ¡Ah sí…! Bueno, pues yo yacía allí y observaba a Yosele Baran al través de la sábana. Yosele iba disponiendo uno a uno los naipes de la baraja, pero de vez en cuando dirigía una mirada hacia el lugar en que yo me encontraba. Me daba perfecta cuenta de que se estaba poniendo nervioso y yo ardía en deseos de que la broma terminara de una vez. Cuando uno está tumbado, sin mover ni un músculo, siente bruscas picazones, ya en un hombro, ya en la cabeza o la espalda. Se le forma a uno gran cantidad de saliva en la boca y uno siente la necesidad de escupir. ¿Cuánto tiempo puede un hombre yacer inmóvil como una piedra? Me moví un poco y había tal silencio en la cabaña que se oyó el leve gemido del banco. Yosele alzó la cabeza y los naipes se le cayeron al suelo. Me miró y vi que los dientes comenzaban a castañetearle. Sentía deseos de estornudar, pero me contuve. Ya comenzaba a pensar en incorporarme y decir: «Yosele, te están tomando el pelo». Pero no quería que Yosele se enfureciera. En resumen, el caso es que estornudé. Lo que siguió a continuación apenas se puede describir. Yosele pegó un salto y soltó un sonido parecido al de un buey al ser degollado. Me incorporé e intenté decirle que todo era broma, pero me armé un lío con la sábana y sin querer apagué las velas. Oí que algo caía al suelo y se hizo un gran silencio. Pensé que Yosele se habría desmayado y quise reanimarlo, pero estaba aquello tan oscuro que nada veía. Ni siquiera había tomado la precaución de llevar conmigo una caja de cerillas. Comencé a gritar como un loco. Entonces tropecé, me caí y caí encima de Yosele. En el mismo instante en que lo toqué, comprendí que estaba muerto. Sí, éstas son cosas que se conocen en un instante.
La mujer gritó:
—¡Dios santo! ¡Hay que ver las desdichas que pueden ocurrir en este mundo!
—Recuerdo que corrí hacia la puerta e intenté abrirla. Pero la nieve que los chicos de la pandilla habían apilado seguramente se había helado. Ahora estaba solo con un cadáver y en la más profunda oscuridad. Queridos amigos, me desmayé. Ni siquiera hoy he conseguido saber cómo pude salir vivo del trance. Y ahora comienza el verdadero lío. Los chicos de la pandilla que se encontraban en la casa en ruinas estaban tan absortos en su juego de naipes que se olvidaron de la apuesta. De repente alguien se acordó y todos fueron a la cabaña del cementerio a echar una ojeada. Esto lo supe cuarenta años después. Llegaron a la cabaña y vieron que el interior estaba absolutamente a oscuras. La cabaña no tenía ventanas, pero sus paredes presentaban grietas. Los de la pandilla comenzaron a gritar: «¡Yosele! ¡Avrom Wolf!». Pero nadie contestó sus llamadas. Entonces quitaron rápidamente la nieve y abrieron la puerta. A la luz de las estrellas vieron dos cadáveres. Habían venido sin linterna y no había luna. Los que se habían acercado a la cabaña eran tres: mi hermano Bendit, Tovele Kashtan y un tal Berish Kirzhner, muchacho muy duro. Pero los jóvenes son jóvenes, ya se sabe. Y todos tememos a la muerte, incluso los tipos más bragados. Echaron a correr como liebres. Berish cayó y se quebró una pierna. Tovele Kashtan fue a casa del rabino y comenzó a golpear una ventana para avisarle. El rabino se acostaba muy tarde, ya que dedicaba muchas horas de la noche a estudiar la Torá. Tovele entró en la casa del rabino, medio helado, y comenzó a tartamudear. El rabino tuvo que avisar al sacristán y el sacristán tuvo que despertar a todos los miembros de la casa, y todos tuvieron que vestirse, y encender las lámparas y preparar linternas, y entre una cosa y otra, cuando todos estaban dispuestos, ya faltaba poco para el amanecer. Se dirigieron al cementerio y en el camino encontraron a Berish Kirzhner, ya tieso. No había podido levantarse y había muerto de frío.
—¡Dios santo…!
—Entretanto, yo había recuperado el conocimiento, y había vuelto a mi casa. Esperaba encontrar a Bendit en ella, pero no había nadie. Bendit pensó que yo había muerto de terror y huyó de la ciudad. No se atrevía a pasar por el trance de enfrentarse con nuestros padres y contarles lo ocurrido. De esto me enteré luego, pero entonces sólo sabía que Bendit no estaba en casa. En la ciudad no se hablaba más que de nuestra aventura. El rabino mandó al sacristán que fuera a buscarme a casa, pero tan pronto le vi acercarse a la puerta, me oculté en la buhardilla. La familia de Berish Kirzhner, en la que todos los hombres eran matarifes, dio una paliza a Tovele Kashtan. Tan fuerte le pegaron que le destrozaron los pulmones. Estuve escondido dos días con la esperanza de que Bendit regresara. Pero en el tercer día, que era aquel en que mis padres debían regresar de Izhbitza, hice el hatillo y me fui del pueblo. No, no podía mirar a mis padres cara a cara y aguantar sus gritos y sus gemidos. En todo el pueblo se sabía que yo me había hecho el muerto y las gentes me echaban todas las culpas de lo ocurrido. La familia de Yosele Baran era numerosa y en ella abundaban los chicos forzudos. Me hubieran dado una paliza que me hubieran matado. Fui a Lublin y entré de aprendiz en una panadería. Pero un día, amasando aquellas formidables moles de pasta me hernié, y que el Señor no permita sufran ustedes tal percance. Además los otros aprendices me tenían ojeriza porque yo era forastero y no sabía jugar a sus juegos. Vinieron a verme varios casamenteros y me hicieron ofertas, pero ninguna de las chicas que me propusieron me gustó. Además, todos querían saber mi historia, de dónde venía, quién era mi padre y todo lo demás. Yo me hacía el loco y la gente pensó que seguramente era hijo ilegítimo. Durante este tiempo tuve siempre esperanzas de descubrir el paradero de mi hermano y le busqué en todas partes, en las sinagogas, en las tabernas, en los paradores… En Lublin había un músico ciego llamado Dudie que tocaba en las bodas. Cuando Dudie tocaba la marcha nupcial o el baile de bienvenida, las muchachas reían y lloraban a un tiempo. Los demás músicos le envidiaban y hacían cuanto podían para desprestigiarle. No tenía familia y para evitar ser objeto de venganzas decidió lanzarse por los caminos. Le conocí en una taberna, tomando un vaso de cerveza, y me convertí en el lazarillo de Dudie. Al principio nos limitamos a ir a las poblaciones cercanas. Pero después anduvimos vagabundeando a lo largo y ancho de toda Polonia. En todas partes seguía buscando a mi hermano. Preguntaba a cuantas personas conocía si habían visto a un muchacho así y así, en fin, que describía a mi hermano lo mejor que podía. Pero nadie le había visto. Mientras Dudie viviera, no habría problema. Las bodas son celebraciones alegres. A ellas asisten parientes y amigos llegados de todas partes. Cuando la gente baila y canta y ríe, uno olvida sus pesares. Llegué a escuchar a tantos bufones animadores de bodas que comencé a improvisar rimas. Cuando llegábamos a una población en la que no tenían animador de bodas, yo me encargaba de esta función. Pero Dudie estaba cada día peor. Iba rápidamente cuesta abajo. Le comenzaron a temblar las manos. Y en una de las bodas cayó fulminado y allí se acabó Dudie. Si tuviera que contarles todo lo que he pasado en la vida estaría un año hablando. Acepté una propuesta matrimonial, pero fue un desastre. Me casé con una solterona que se me lanzó encima como un hambriento pueda lanzarse, sobre un plato de carne asada. Me da vergüenza hablar de este asunto. Estaba tuberculosa y los tuberculosos no saben decir basta en esta clase de asuntos. Me dediqué a hacer cuerdas de esparto. El tío de mi mujer me enseñó el oficio. No se necesita gran habilidad, pero es un trabajo que hay que hacer al aire libre, cuando la temperatura es cálida. Y yo estaba allí fuera, trenzando la soga, y cada cinco minutos mi mujer asomaba la cabeza: «¡Avrom Wolf, ven!».
Y ahora con una excusa, ahora con otra, me hacía entrar. La enfermedad de los pulmones les da fiebres y las fiebres les ponen como locas. La gente que veía a mi mujer llamándome, se tenía que morder los puños para no partirse a carcajadas. Los niños la imitaban: «¡Avrom Wolf, ven…!». Cuando le reprochaba su comportamiento, mi mujer padecía un ataque de tos y escupía sangre. Quería divorciarme, pero mi mujer no quería siquiera oír hablar de tal posibilidad. Fueron cinco años de sufrimientos. Durante el último año de su vida, mi mujer pasó más tiempo en cama que en pie. Pero tan pronto mejoraba un poco, volvía a las andadas. ¿Cómo explicar situaciones de esta clase? El día en que murió se sintió bruscamente mejorada. Se sentó en la cama como si estuviera sana y habló de ir a consultar con el médico de otra ciudad. Le serví un vaso de leche y se lo bebió. Tenía el rostro sonrosado y parecía más joven y bonita que en el día de nuestra boda. Salí a trenzar cuerda. Cuando volví a entrar mi mujer parecía dormida.
Me acerqué y advertí que no respiraba. Había muerto. Después de su muerte los casamenteros me ofrecieron matrimonio tras matrimonio, pero yo no quería ni oír hablar de casarme de nuevo. Además, era incapaz de seguir viviendo en aquel pueblo. Vendí la casa por un precio ridiculamente bajo, con todo lo que había dentro, con la rueda de trenzar soga y una buena provisión de esparto, y comencé a vagabundear por el país. Cuando uno lleva penas en el corazón es difícil arraigar en un lugar. Uno se deja llevar por las piernas. ¿Qué necesita un hombre solo? Un mendrugo y un lugar en el que dormir por la noche. La gente tampoco le deja a uno abandonado. En todas las ciudades hay asilos. Los hombres y mujeres de buena voluntad, como ustedes, invitan a cenar. Y, ahora, seguía buscando a mi hermano, pese a que había perdido las esperanzas de encontrarle. En no sé qué libro se dice que el Mesías vendrá cuando hayamos ya perdido las esperanzas. Y esto es lo que me ocurrió. En cierta ocasión llegué a un pueblecito, Zychlin. Iba con las botas destrozadas. Y como sea que había ahorrado unos cuantos groschen, pregunté dónde podría encontrar a un zapatero bueno y barato. Me dijeron que fuera a una calle, era una calle empinada, que ascendía por la falda de una colina. Recorrí la calle, y vi al zapatero sentado fuera del taller, ante el banco, arrancando una suela vieja. Me acerco y el zapatero levanta la cabeza. Le miro: ¡era mi hermano Bendit! No puedo evitarlo, siempre que recuerdo este encuentro se me saltan las lágrimas. Fue algo parecido a lo de José y sus hermanos. Le reconocí, pero él no me reconoció. Ardía en deseos de decirle que yo era Avrom Wolf, pero antes quería tener la seguridad de que aquel hombre era mi hermano. Le pregunté: «¿De dónde es usted?». Y me contestó con sequedad: «¿A qué ha venido, a pegar la hebra o a que le arregle las botas?». En cuanto abrió la boca, supe con certeza que era Bendit. Le pregunté: «¿Es usted de la región de Lublin?». Contestó: «Sí, soy de allí». Insistí: «¿De Hrubieshov quizá?». Quedó pasmado, y, cuando se repuso, preguntó: «¿Quién es usted?». Yo contesté: «Le traigo recuerdos de parte de su hermano». El zapato en que estaba trabajando se le cayó de las manos y me preguntó: «¿A qué hermano se refiere?». Y yo dije: «A su hermano Avrom Wolf». Me preguntó: «¿Avrom Wolf vive?». Y yo le dije: «Yo soy Avrom Wolf». Se levantó de un salto y se echó a gemir y a llorar como si estuviéramos en Yom Kippur. Salió su esposa, descalza y vestida con harapos. Llevaba en la mano un cubo con agua sucia y el agua se le derramó, mojándole los pies. Yo pregunté a mi hermano: «¿Y qué ha sido de nuestros padres?». Entonces, mi hermano se echó a llorar de nuevo y dijo: «Hace ya tiempo que están en un mundo mejor. Nuestro padre murió el mismo año en que nosotros nos fuimos, nuestra madre sufrió mucho más tiempo». Mi hermano se había enterado de lo anterior muchos años después de que ocurriera.
El dueño de la casa preguntó:
—¿Y vive todavía su hermano?
—No lo sé. Quizá.
Me quedé una semana en aquel pueblecito. Después, volví a echarme el hatillo al hombro. La verdad es que mi hermano no ganaba lo suficiente para mantener a su familia.
El dueño de la casa volvió a preguntar:
—¿Y cómo es que no intentaron ustedes entrar en comunicación con sus padres para hacerles saber que estaban vivos?
—En cuanto a mí hace referencia, diré que tenía miedo. Además, estaba avergonzado. Bueno, en realidad, tampoco sé exactamente por qué no les dije nada. De todos modos, mis padres perdieron en un solo día a sus dos hijos.
—¿Y por qué no les escribió?
—No lo sé… Pero lo cierto es que no les escribí, no señor.
—Me parece absurdo que no lo hiciera.
El invitado guardó silencio. La dueña de la casa se llevó un pañuelo a los ojos y dijo:
—¿Por qué somos todos tan insensatos?
—Reizele, tomemos el té.
El invitado levantó la cabeza:
—Si me lo permiten, preferiría otro vaso de vodka.
—Naturalmente, beba cuanto queda en la botella.
—No, no soy un borracho, pero cuando el corazón llora, uno desea olvidar la pena.
El invitado levantó el vaso. Dibujó una mueca en su rostro y sacudió la cabeza. Empujó la botella lejos de sí y dijo:
—Nunca más volveré a contar la historia de mi vida.
(Traducido del yiddish al inglés por Mirra Ginsburg).