1
Un día, poco después de mi llegada a los Estados Unidos, me encontraba yo en la habitación amueblada que había alquilado, solo e ignorado como sólo puede estarlo un escritor en yiddish empeñado en intentar aprender el inglés mediante la Biblia y el diccionario Harkavy. Entonces se abrió la puerta y entró un hombre joven de mejillas sonrosadas y ojos de oscuras pupilas. Sonrió, se le formaron hoyuelos en las mejillas junto a las comisuras de los labios rojos como los de una muchacha, y me preguntó:
—¿Usted es el escritor recién llegado de Varsovia?
—Sí.
El muchacho me miró, miró la habitación y yo le miré mientras él miraba. Su rostro de adolescente me parecía familiar. Sin embargo su cuerpo contrastaba con su cara, era el cuerpo propio de un hombre de media edad, un cuerpo rechoncho, de anchos hombros y cuello recio. Las manos eran demasiado grandes para un hombre de su corta talla. Iba con camisa roja, pantalones amarillos, corbata multicolor, una gran cartera en la mano, y tenía todo el aspecto de un cómico. Con voz algo ronca, de íntimos acentos, dijo:
—Mr. Bemard Hutchinson me dijo que viniera a verle.
—¿Hutchinson?
—Bueno, en realidad se llama Holsman, pero aquí se cambió el nombre por Hutchinson. Escribe guiones para Hollywood. Leyó el relato que usted publicó en este periódico en yiddish, ¿cómo se llama?, bueno, en fin, igual da, en el periódico ese, y pensó que podía transformarse en una buena obra teatral. Ahora estoy presentando una obra en un teatro fuera de Broadway, y ayer el Village Journal publicó una crítica formidable, algo impresionante. ¡Perdón, mil perdones, había olvidado presentarme! Me llamo Sam Gilbert, en yiddish mi nombre es Schloimele. Así me llama mi madre. Vine a este país procedente de un poblacho de Polonia de cuyo nombre no me acuerdo, cuando tenía cinco años. La verdad es que siempre que intento recordar el nombre del pueblo de marras se me esfuma de la cabeza.
Y se atizó una palmada en la frente, como si hubiera querido aplastar una mosca. Siguió:
—El pueblo ese está cerca de Radom. Lo único que recuerdo de él es barro, mucho barro. Y las mujeres calzaban botas altas igual que los hombres. Ahora estoy escribiendo una obra teatral también, pero principalmente me dedico a producir una obra interpretada por una amiga mía, Sylvia Katz, muchacha dotada de gran talento. En realidad esa chica tiene demasiado talento. Es muy temperamental. Es una auténtica estrella. Puede usted estar seguro, esa chica llegará lejos. Nos vamos a casar pronto. Hollywood me anda detrás. Cuando me dé la gana puedo firmar contrato con Hollywood con quinientos dólares semanales, un despacho como para caerse de culo, en fin, todo. Sin embargo, mi vocación es el teatro. Y quiero presentar una obra judía, en inglés naturalmente, pero con todo el gusto y el aroma de lo nuestro, una cosa que huela a cebolla y arenques ahumados, ¿comprende? Sólo para demostrar a los tipos esos, a los goys, que nosotros, los judíos, no somos solamente unos fanáticos del dólar. También tenemos nuestra cultura.
—Bueno, la verdad es que no sé a qué relato se refiere. He publicado varios.
—Espere un instante. —Me apunté el título.
Schloimele abrió la cartera que antes había depositado en mi frágil y desvencijada mesa. De la cartera cayeron papeles y fotografías. Cuando me incliné para recogerlos, cayeron más. Eran fotos de actores, bailarines, hombres con expresión enloquecida, muchachas medio desnudas de raza blanca y de raza negra. Después de rebuscar largo rato, Schloimele seguía sin encontrar el papeÚto. Se puso nervioso y encendió un largo cigarro que extrajo del bolsillo delantero de la camisa. Aquel cigarro era incongruente en el infantil rostro de Schloimele, quien comenzó a despedir grandes bocanadas de humo. Dijo:
—Es un relato que trata de un estudiante de yeshiva que se disfraza de muchacha. Cuando Sylvia escuchó este relato se puso histérica. Es exactamente el tipo de papel que le va. El papel que ahora interpreta no es exactamente lo que ella necesita, pese a que fue ella misma quien escribió la obra. De todos modos los críticos están entusiasmados. Pero el teatro es demasiado pequeño. Por otra parte a la gente no le gusta ir a los teatros que no están en Broadway. Tengo unos cuantos «ángeles», ya sabe, llamamos «ángeles» a los que invierten dinero en el montaje y presentador) de obras de teatro, y estamos buscando un local. El que ahora tenemos presenta el inconveniente de estar podrido, plagado de corrupción, ¿sabe?, hay que untar a mucha gente si uno no quiere que ocurra una catástrofe. Allí hay que untar a todos, desde el policía en la calle, hasta el mandamás en lo más alto. Como decimos en yiddish, «quien engrasa las ruedas del coche viaja de prisa». Bueno, ¿cree usted que puede transformar su relato en una obra teatral? Si es así, podemos firmar contrato. Oiga, ¿por qué no cenamos juntos? Esta noche no hay representación. Le presentaré a Sylvia. La chica ha nacido en Norteamérica, pero es totalmente judía. Todos los viernes por la noche su madre enciende las velas. El pescado gefilte que guisa Sylvia es delicioso, se le funde a uno en Ja boca. Sus pastelillos son famosos. Y habla un yiddish excelente. ¡Es una judía de cuerpo entero! Ni ella ni yo tenemos ni cinco, y ahora vamos a casarnos. Su padre está que trina. Y su madre quiere que se case con un multimillonario. Y es natural, porque Sylvia tiene un éxito tremendo, todos los hombres enloquecen cuando la conocen. El director que quería llevarme a Hollywood se ha enamorado de ella como una bestia. Pero Sylvia y yo somos exactamente el uno para el otro.
Schloimele hablaba en una mezcla de inglés y yiddish. Dijo:
—Esa casa en que vive no es para usted, hombre… Los escritores necesitan inspiración. Tan pronto tenga usted éxito, le regalarán una casa en Woodsrock o cualquier otro sitio parecido, y usted podrá ver árboles, ríos y colinas desde la ventana. El amor también es importante. Mi madre siempre dice: «quien vive solo no vive». Nueva York está atestado de chicas guapas. En cuanto descubran su talento artístico no le van a dejar solo ni un instante. Tenga, esas son mis señas.
2
Después de una larga búsqueda encontré la casa en el Greenwich Village donde vivían Schloimele y Sylvia. Entré en una habitación con una mesa con tapete verde, sobre la que ardían velas rojas en candelabros de vidrio. Había gran número de chicas y chicos sentados en un banco, en el suelo, en todas partes, fumando y esforzándose por hacerse oír en medio de la formidable barahúnda. Olía a carne asada, a whisky, a perfume y a ajo. Mientras bebían se abanicaban, las muchachas lo hacían con el bolso y los hombres con semanarios y periódicos doblados. Schloimele corrió hacia mí para darme la bienvenida. Sylvia lanzó una exclamación, me abrazó y me besó. Mucho más alta que Schloimele, rubia y delgada, Sylvia llevaba los párpados pintados de azul y las pestañas densamente ennegrecidas. Después de besarme como si fuera un pariente próximo, gritó:
—¡Éste es el autor de nuestra próxima obra!
Me presentaron a las muchachas —rubias, morenas y pelirrojas— y a los chicos de enmarañado pelo, camisas con el cuello abierto y de todos los colores imaginables, pantalones cortos y calzados con sandalias. También había unos cuantos negros. Habían retrasado la cena en mi honor. Me senté en la cabecera de la mesa Sylvia insistió en que me quitara la chaqueta. La cogió y la sopesó:
—¡Dios! ¿Qué llevas ahí? ¿Tus obras completas?
Schloimele le explicó:
—Los europeos todavía no conocen el traje tropical.
Sylvia comentó:
—Con ropas así te vas a disolver.
Realmente su observación no fue demasiado aguda, ya que llevaba la camisa empapada en sudor. Era una camisa de cuello duro, puños almidonados y en los puños gemelos. En el momento en que comenzamos a cenar se inició una discusión y todos hablaron a voz en cuello. El tema de la discusión era el teatro moderno. Realmente, no sé qué era lo que tanto les excitaba. Oí que mencionaban a Stanislavsky, Reinhardt y Piscator una y otra vez. Un hombre joven, con el pecho cubierto de espesa pelambrera, llamó «fascista» a otro. Una muchacha con la espalda al aire hasta la cintura brindó con jugo de tomate por el nuevo teatro. Todas las muchachas trataban de darling a un formidable perro, al que besaban sin cesar y que había acudido acompañando a uno de los invitados. Mi solomillo estaba crudo y la salsa sanguinolenta. Para postre nos sirvieron un pastel hecho íntegramente con nata dulce. El café era negro como tinta y fuerte como un licor. Pese a que me prestaron gran atención al principio, ahora me habían dejado totalmente abandonado. Dije a Schloimele que debía irme.
Mientras Sylvia me devolvía la chaqueta con manos de uñas escarlata, protestó:
—¡Pero si la noche apenas ha comenzado!
Antes de irme Sylvia me dio un largo beso y prometió que no tardaría en entrar en contacto conmigo otra vez.
En las callejas del Village me desorienté y tardé bastante tiempo en encontrar la estación del metro. Los pasajeros mascaban chicle y leían los periódicos de la mañana. Arrodillado en el suelo, entre periódicos tirados y cáscaras de cacahuete, un muchacho negro lustraba zapatos. Un mendigo tocaba la trompeta y luego extendía un vaso de papel haciendo sonar las monedas en su interior. Un borracho pronunciaba un discurso. Predijo que Hider salvaría a Norteamérica y luego vomitó. En el asiento inmediato al mío, una revista del tamaño tabloide que alguien había dejado allí relataba el asesinato de una novia a la entrada de la iglesia, a manos de un pretendiente despechado. En la fotografía se veía a la novia, con velo y vestido blanco, espatarrada en la escalinata de la iglesia. El asesino, entre dos guardias, posaba para el fotógrafo. Mussolini se había calificado de genio a sí mismo. Hitler había amenazado con atacar Polonia. En Moscú habían detenido a unos cuantos veteranos bolcheviques más.
Evidentemente la noche había resultado estéril. En mi relato no había ni uno solo de aquellos elementos que mis jóvenes amigos querían llevar al escenario. Incapaz de comer aquella carne y aquel pastel, me había quedado con un hambre atroz. Salí del metro, anduve tres manzanas hasta llegar a mi casa y a duras penas pude meterme en el minúsculo ascensor, en el que un gigantesco negro se sentaba sobre un montón de ropa sucia. El corredor de la quinta planta era estrecho y estaba mal iluminado. El baño no dejaba de estar ocupado ni un instante y mi cuarto parecía un homo. Sentía dolor en el lugar en que Sylvia me había besado y tenía la impresión de que se me estuviera hinchando la carne allí. Aquella muchacha tenía labios de vampiro.
3
Durante un año no tuve la menor noticia de Schloimele. Un día, encontrándome yo en un restaurante automático de Broadway, Schloimele vino a mi mesa. Apenas le reconocí. Estaba más gordo. Me saludó sonriente y me pidió permiso para sentarse a mi mesa, en la que depositó su bandeja repleta de pastelillos, nata, bollos y leche, diciéndome:
—Es curioso, tenía la intención de ir a Childs, pero una fuerza extraña me ha obligado a entrar aquí. ¿Qué tal, cómo está usted? ¿Qué hay de nuevo? Bueno, una noticia: todo terminó entre Sylvia y yo. Sylvia se casó con uno que no es judío y ahora ya está pensando en divorciarse. El tipo le prometió el sol y la luna, le prometió alquilar un teatro para ella sólita, le prometió un papel en Hollywood… ¡Todo mentira! Su madre casi se murió del disgusto. Pero Norteamérica es así. Nadie se preocupa de lo que les pasa a los padres. Sylvia y yo estábamos prácticamente casados, vivíamos juntos, teníamos una sola cama… Pero, de repente, Sylvia se entusiasmó con ese embustero. Yo estaba a punto de conseguir un teatro de Broadway, pero, claro, con la separación, todo se vino abajo. Ahora estoy más o menos liado con un nuevo grupo y sigo interesado en poner en escena su relato. He intentado llamarle por teléfono. Tenemos una nueva actriz maravillosa. Sylvia hubiera estado horrenda disfrazada de estudiante de yeshiva, es demasiado voluminosa, demasiado grandota. Además, grita mucho. En cuanto pisa el escenario Sylvia se echa a aullar como una loca. Bueno, en realidad, gritar, lo que se dice gritar, lo hace siempre, en el escenario y fuera, de manera que con tanto grito y tanta agresividad, acaba por asustar a los «ángeles». Su psicoanalista me explicó que el padre de Sylvia es un hombre apocado, y que, como es natural, Sylvia grita para compensar el ejemplo de su padre. Bonnie es exactamente todo lo contrario de Sylvia. Por el momento sólo vivimos juntos, pero proyectamos casamos. La madre de Bonnie murió y su padre, que es taxista en Cleveland, se volvió a casar y tiene hijos de su nuevo matrimonio. Tengo mi despacho en la calle Cuarenta y ocho y la Sexta Avenida. ¡Venga a verme, hombre, cuando tenga un rato libre! Nuestra compañía se dedica a interpretar obras ya conocidas, obras de repertorio, precisamente ahora estamos ensayando una. Proyectamos presentamos en Nueva York. Hutchinson vuelve a estar con nosotros. Hutchinson y Sylvia no se llevaban demasiado bien, pero Bonnie es mucho más dócil. Los veinticinco mil dólares que necesitamos los tenemos ya prácticamente en el bolsillo.
—¡Veinticinco mil dólares!
—Sí, ¿y qué? En Broadway esto es calderilla. Piense que cuando se tiene éxito las ganancias no tienen límite, se trata de millones. Usted puede ganar millones también, amigo mío. Escriba una obra, escríbala a su manera. Tengo experiencia, ya que he arreglado muchas obras y el truco consiste en que pasen cosas, en que siempre esté pasando algo de manera que el público no pierda el interés. Le espero en mi despacho mañana a las doce y media. Bonnie también estará. Se muere de ganas de conocerle. Ha oído hablar mucho de usted. Bonnie y Sylvia eran amigas. Ahora, como es natural, sus relaciones se han enfriado un poco. Pero de vez en cuando aún nos reunimos. No hace mucho ofrecí un papel a Sylvia. Pero, claro, Sylvia siempre quiere ser la estrella…
Schloimele hablaba sin dejar de masticar. Cuando terminó fue a buscar café y un pastelillo de queso para él y para mí. Dijo:
—Estoy engordando demasiado, pero en mi profesión siempre hay que comer con alguien… Ahora una cena, ahora un almuerzo, a veces se come entre horas… Me sobran doce kilos por lo menos. ¿Y usted qué tal? ¿Cómo le van las cosas? ¿Es feliz en su vida sin comida y sin amor? ¿Le molesta que fume?
—Fume, fume.
Encendió un cigarro, me echó el humo a la cara y dijo:
—Quería ser actor, pero creo que sirvo más para productor. Soy como un hermano, como un padre para todos… Confían siempre en mí… ¿Que una chica necesita un aborto? Allá voy yo… Sí, ya sé que es ilegal, pero ¿qué va a hacer uno? Bueno, ya sabe, a las doce y media en punto, mañana, le espero en mi despacho.
El día siguiente subí tres pisos a lo largo de una estrecha escalera en una casa en la esquina de la Sexta Avenida. Por las puertas abiertas de las habitaciones que daban al pasillo vi muchachas medio desnudas, cantando tristes y lánguidas canciones de frustración que según me dijeron, se llamaban blues. Las radios rugían y los tocadiscos funcionaban a todo volumen. Abrí la puerta de un despachito con las paredes cubiertas de fotografías, carteles y amarillentas páginas de periódicos, en donde encontré a una muchacha pequeñita, de nariz ganchuda, ojos de lechuza y cabello corto como el de un muchacho. Schloimele, que hablaba por teléfono, me saludó con una inclinación de cabeza y un guiño. Presurosa, la muchacha quitó un montón de revistas del asiento de una silla y me invitó a sentarme. Schloimele decía:
—¡No pueden hacernos esto! ¡Somos una compañía solvente! ¡Pagaremos! ¡Le aseguro que no tenemos la intención de salir de la ciudad a uña de caballo! Y a fin de cuentas no olvide que somos una agrupación joven que necesita una oportunidad. Si la obra tiene éxito…
Al parecer el que estaba al otro extremo del hilo había colgado. Schloimele gritaba:
—¡Oiga! ¡Oiga!
Luego, dirigiéndose de un modo vago a la muchacha y a mí, de modo que igual podía dirigirse a nadie, Schloimele comentó:
—Este tipo está loco, pura y simplemente loco.
Pese a que mis encuentros con Schloimele eran siempre casuales, no por esto dejaban de ponerme nervioso. Yo no tenía obra teatral que ofrecerle y él no tenía teatro. Bonnie y Schloimele se habían separado. Ahora en la vida de Schloimele había otra muchacha, una muchacha que le pasaba la cabeza, con larga nariz, lanudo cabello negro y bigotillo. Tenía voz de bajo cantante y reconocía abiertamente que era miembro del Partido Comunista. Su ambición era organizar una agrupación teatral izquierdista para interpretar obras de Brecht, Toller, Los lobos de Romain Rolland y los dramaturgos soviéticos. Esta muchacha me dijo:
—Nada hay que objetar al yiddish siempre y cuando se ponga al servicio de las masas. Ahora bien, una obra en la que una muchacha se disfraza de estudiante de yeshiva no es para nosotros. El aficionado teatral progresista quiere que el teatro sea reflejo de su tiempo, de sus luchas, de su función en la sociedad.
Esta chica, llamada Beatrice, hacía las cosas muy a su manera. Encendía un cigarrillo, lo chupaba dos veces y acto seguido lo apagaba en la taza de café. Llevaba las uñas mordidas hasta la raíz y los dedos amarillos de nicotina. Pese a que vivía con Schloimele y a que intentaba abrir un teatro en colaboración con él, le ponía constantemente en ridículo. En el restaurante automático no hacía más que darle órdenes. Ahora le mandaba a buscar mostaza, ahora pepinillos… Tenía que comer las salchichas de Frankfurt con sauerkraut y el bocadillo de carne con pepinillos. Los bolsillos de su abrigo eran grandes y hondos como los de un hombre y los llevaba repletos de periódicos y revistas. Incluso tosía como un hombre. Cuando la chica fue al lavabo, Schloimele me dijo:
—No se la tome demasiado en serio. El papel de estudiante de yeshiva le va pintiparado. Tendrá un éxito loco.
Decidí terminar de una vez nuestros encuentros y nuestras ociosas conversaciones, pero lo cierto es que nos encontrábamos cada dos por tres. Por mucho que asegurara a Schloimele que carecía de ambiciones de escribir teatro, Schloimele siempre me hablaba de mi inexistente obra. En el mismo instante en que yo pasaba por la puerta giratoria del restaurante automático, Schloimele me veía, se ponía en pie de un salto y con sus cortas piernecillas emprendía carrera hacia mí, con cuchillo y tenedor en una mano, servilleta y plato en la otra. Su máxima ambición era hacerme favores. ¿Quería yo acaso ir a la ópera? ¿Me gustaba la música? Schloimele llevaba los bolsillos rebosantes de entradas. Una antigua amiga suya, japonesa, estaba dispuesta a convertirse en mi amante. ¿O quizá me gustaría probar un poco de marihuana? Podía ofrecerme lo que quisiera a precio de mayorista, abrigos, camisas, relojes, máquinas de escribir, bebidas alcohólicas… Entre sus más íntimos amigos tenía médicos, farmacéuticos, masajistas, editores y dueños de fábricas de paraguas. Me dolía rechazar tantas ofertas, y en cierta ocasión acepté un par de entradas para ver una nueva comedia. Cuando llegué al teatro en compañía de una muchacha, lo encontré cerrado. Los críticos habían tratado la obra con tanta crueldad que dejó de representarse al día siguiente.
Al paso de los años Schloimele llegó a ser para mí la encarnación de mi propio fracaso y del tiempo perdido. Yo no encontraba editor para mis obras y Schloimele no encontraba teatro para las suyas. A medida que Schloimele engordaba, yo enflaquecía. Muchas veces estuvimos los dos a punto de contraer matrimonio, pero seguíamos solteros. Los dos juntos proyectamos viajes a Europa y a Palestina, pero jamás salimos de Nueva York. Pese a que Schloimele alardeaba siempre de sus empresas y negocios, no alcanzaba yo a comprender cómo se ganaba el pan de todos los días, ni él sabía qué era lo que yo realmente hacía en la vida. De vez en cuando yo publicaba algún artículo en un periódico en yiddish, traducía un poco, corregía pruebas e incluso escribí algunas cosas por cuenta de otros que las firmaban. Schloimele parecía haberse convertido en un empresario teatral a horas perdidas. En el curso de los diez o quince años que nos tratamos jamás perdió el optimismo. Su cuerpo se hizo voluminoso y sufría frecuentes ataques de asma, pero en sus ojos brillaba una juvenil alegría y una bondad que no había fracaso capaz de disminuir. En cuanto a mí hacía referencia, debo decir que mi agenda seguía repleta de planes para escribir novelas, ensayos y relatos breves. Cosa curiosa, ninguno de los dos sabía el teléfono o las señas del otro. A veces pasaban semanas y meses sin que nos viéramos. Y luego, coincidíamos todos los días en el mismo sitio, y en ocasiones dos veces al día. Éramos desconocidos e íntimos amigos al mismo tiempo. Él me hablaba de sus asuntos y yo le hablaba de los míos. No había otros temas de los que pudiéramos hablar. Pese a que pocos eran los rasgos de Schloimele que me gustaran, debo reconocer que teníamos algo en común. Ninguno de los dos parecía capaz de llevar a término sus proyectos. Los dos estábamos desengañados de las mujeres o quizás hubiera ocurrido todo lo contrario. Todas comenzaban sus relaciones con entusiasta idealismo, pero acababan casándose con agentes de seguros, contables, carniceros y camareros.
El cabello alrededor de la central porción calva de mi cabeza se me había vuelto gris. La negra cabellera de Schloimele era ahora rala y entreverada con blanco. Ya no me presentaba a muchachas sino a mujeres de media edad. Me lie con una viuda mucho mayor que yo y con nietos. Esa mujer siempre temía que su hijo, su nuera, sus hijas y sus yernos descubrieran nuestra aventura. Por la noche me hablaba apasionadamente y me mordía un hombro. Y por la mañana me contaba que se había comprado una tumba cercana a la de su marido. De repente esta señora dejó de teñirse el cabello que en cuestión de semanas se le puso blanco. Dejó su piso de Brooklyn y se fue a vivir en casa de una hija suya, en Long Island. Por teléfono me dijo:
—Todo termina en este mundo.
Intenté reanudar mis relaciones con antiguas amigas, pero aquel verano nadie se había quedado en Nueva York. Las casadas estaban ocupadas con sus familias y las solteras se habían ido a California o a Europa. Algunas se habían mudado o habían pedido que su teléfono no figurase en el listín. Intenté formar nuevas relaciones, pero no tuve éxito. Perdí todo deseo de escribir. Sentía pereza en los dedos. Las plumas estilográficas me traicionaban, ya derramando tinta, ya reteniéndola. Era incapaz de leer mi propia letra. Escribía palabras saltándome letras, frases en las que faltaban palabras, cometía ridículos errores y escribía largas y repulidas frases. A menudo decía exactamente lo opuesto de lo que pretendía decir, como si un maligno diablillo literario hubiera tomado posesión de mi espíritu. Mis notas e incluso originales completos desaparecían. Pasaba las noches insomne. Dejé de recibir cartas. Nadie me llamaba por teléfono. A los pocos instantes de ponerme una camisa limpia ya la llevaba empapada en sudor. Los zapatos me dolían. Al afeitarme me cortaba. Manchaba de comida las corbatas. Tenía la nariz obstruida y apenas podía respirar. Me dolía la espalda y me salieron almorranas.
Había ahorrado algún dinero para ir de vacaciones, pero no sabía adonde ir. Un día, en el restaurante automático, encontré a Schloimele comiendo tallarines con queso. Gordo como un tonel, hinchada la cara, con sombras azules bajo los ojos y camisa de sucio cuello, todavía apareció en su rostro una expresión animada cuando me saludó y me indicó que me sentara a su mesa. Cogí una taza de café y me fui para allá. Schloimele me preguntó:
—¿Qué le ha ocurrido? Le he estado buscando, pero…
Dándome plena cuenta de la cruel ironía de mis palabras, le pregunté:
—Supongo que ya habrá usted encontrado un teatro a estas alturas.
—¿Cómo? Ah, pues sí, lo encontraré. A fin de cuentas, ¿qué es un teatro? Una sala con sillas. En Broadway se pueden ganar millones. Sólo hace falta saber la manera de hacerlo.
Schloimele se metió una cucharada de tallarines en la boca, tragó, poco faltó para que se ahogara y empujó los tallarines hacia abajo con un par de sorbos de leche. Cogió un tallarín que le había caído en la solapa de la chaqueta y se lo tragó. Me preguntó:
—¿Qué, qué le parece el tiempecito que estamos sufriendo? Hay que estar loco para quedarse en la ciudad con este calor. ¿Por qué no se va de vacaciones? Sí, claro, ya sé que no es fácil. Siempre hay compromisos. Acaba de llegar de Israel una actriz yemenita… Chica dotada de un gran talento, por cierto. Creo que su marido es un judío lituano de Vilna.
—¿Sí?
Schloimele, sonriente, me miró de soslayo:
—Oiga, ¿por qué no vamos de vacaciones usted y yo?
—¿Dos hombres solos?
—¿Y qué? Tampoco somos maricas. Ya encontraremos mujeres…
Pasmado ante mis propias palabras, dije:
—Bueno, ¿y adónde podemos ir?
—Un amigo mío tiene un hotel en Monticello. Nos cobrará muy poco. El paisaje es bonito, el aire es puro, la comida es casera, ya sabe, leche merengada, queso, mermelada de frambuesa… Además, mi amigo tiene una sala de espectáculos y necesita artistas, podemos organizar algo. Usted podría dar conferencias…
—Jamás.
—Bueno, hombre, como quiera, pero a nadie puede usted hacer daño dando alguna que otra conferencia. Usted va, se sienta y lee unas cuantas paginitas, y a lo mejor a la gente le gusta, ¿sabe? Después de pasarse el día comiendo, necesitan un poco de distracción. ¿Ha escrito usted alguna escena humorística para representar en público?
Aquella noche no pude dormir. Tenía la impresión de que mi dormitorio amueblado se había convertido en un horno. Por la ventana no entraba la más leve brisa. Los mosquitos de Nueva Jersey volaban ávidos a mi alrededor, dispuestos a picarme en cualquier instante. Conseguí aplastar a más de uno, pero ello no fue una lección para los restantes. Humos tóxicos llegaban hasta mi aposento, procedentes de la tintorería de la acera de enfrente. El hedor me tenía mareado y con arcadas. Durante unos instantes tuve la impresión de que alguien descendía por la escalera de incendios. Mi cuerpo se tensó. Cierto era que no tenía yo bienes de valor que pudieran atraer a un ladrón normal y corriente, sin embargo también era preciso reconocer que Nueva York tiene entre sus moradores a gran número de locos. Los gatos maullaban. Un camión cuyo motor no se ponía en marcha gemía, tosía y estremecía su metálico esqueleto en la avenida. Sobre los tejados brillaba una cinta de cielo rojizo. Tenía sed, pero el agua del grifo salía tibia y con sabor a tubería. Pese a que sentía necesidad de orinar, carecía de las fuerzas suficientes para ponerme la bata y cruzar el estrecho corredor para llegar al lavabo, lavabo que seguramente estaría ocupado. Desnudo, en pie entre la cama y la desnivelada mesilla en la que reposaba mi inconclusa novela, mi irremediablemente inconclusa novela, me rasqué.
Pocos días después rescindí el contrato de arrendamiento del dormitorio amueblado, metí todas mis pertenencias en un par de maletas y fui en metro hasta la estación terminal de la línea de autobuses. Llegué con tiempo sobrado, pero Schloimele había llegado antes que yo. Iba con un antiguo baúl y tres maletas. Se tocaba con sombrero de paja y lucía camisa de color de rosa y corbata de lazo. Pese a que nos habíamos visto dos días antes, apenas pude reconocerle. Aquel hombre no era el Schloimele que yo conocía sino un hombre entrado en años, con el cabello gris, encorvado, de piel amarillenta, con arrugada sotabarba y ojos de triste mirar bajo las pobladas cejas. Durante unos instantes también él me contempló con expresión de pasmo, como si no pudiera creer lo que veía. Acto seguido se irguió, una sonrisa iluminó su rostro y en menos de un segundo volvió a ser el Schloimele de otros tiempos. Agitó sus cortos brazos a modo de bienvenida y avanzó hacia mí como si se propusiera abrazarme. Gritó:
—¡Bien venido! ¡Shalom! He hablado de su obra teatral a la actriz yemenita. Es un papel que le viene que ni pintado. Está delirante de entusiasmo.
(Traducido del yiddish al inglés por Alma Singer y Elaine Gottlieb).