La peripuesta

1

¿Cómo es posible que una muchacha rica se quede soltera? Esto, hijos míos, es algo que nadie puede explicar.

Le propusieron pretendientes. Sus dos hermanas y sus tres hermanos casaron a su debido tiempo, pero ella, Adele —en realidad se llamaba Hodel— se quedó soltera. Vivíamos en la misma casa, y pese a que tenía por lo menos veinte años más que yo, nos hicimos amigas. Lo$ casamenteros iban todavía tras ella, cuando ya tenía más de cuarenta años. Su padre, Reb Samson Zuckerberg, era rico y explotaba en sociedad con otros una refinería de azúcar. Su madre procedía de una culta familia.

En su juventud Adele no fue fea ni mucho menos, aunque sí excesivamente delgada, pequeñita, sin busto y morena como su madre. Tenía negros los ojos e igual el cabello, aunque al paso de los años se le entreveró con gris. En nuestra ciudad, al cabello de este color le llamábamos hierba de cementerio. Sin embargo, mujeres más feas que ella se casaban. Las solteronas eran un raro fenómeno en aquellos tiempos, incluso en familias de sastres y zapateros. En fin, ya lo sabéis, los judíos no tenemos conventos de monjas.

Hay muchachas que no pueden encontrar marido a causa de su carácter amargo o debido a que son demasiado exigentes. Pero Adele no tenía tiempo para ser amarga. La causa de todos sus males radicaba en su locura por los vestidos y las ropas. Sencillamente, Adele sólo podía pensar en trapos. ¿No lo creéis? Pues bien, a nuestra ciudad vino un predicador, y este predicador dijo que todo puede llegar a convertirse en una pasión —¿se dice así, verdad?, ¿pasión?—, incluso el comer semillas de girasol.

La sesera de Adele estaba totalmente envuelta en ropas y vestidos. Hasta cuando le presentaban a un hombre, lo primero que observaba cuando después comentábamos el encuentro, era el modo engañaban, la estafaban y la robaban. Tal como he dicho, Adele se había quedado reseca, en la piel y los huesos. Y es que no tenía tiempo para comer. Tenía cocina y una vajilla digna de la mesa de un rey, pero casi nunca guisaba. En otros tiempos Adele tenía criada. Pero tuvo que despedirla porque todo se le iba en perifollos y no podía pagarle el sueldo. En aquellos tiempos la gordura era belleza. Incluso las mujeres regordetas se ponían añadidos en las caderas y en el busto para tener la figura más redondeada todavía. Los corsés sólo se llevaban para ir al extranjero. Ahora bien, Adele se ponía el corsé todas las mañanas, igual que un judío devoto se pone la prenda interior con flecos. Con lo flaca y pálida que estaba necesitaba llevar corsé tanto como un hambriento necesita una purga, pero Adele no se atrevía a salir de casa sin corsé, como si la gente pudiera adivinar lo que llevaba debajo del vestido. Desde luego, nadie se fijaba en ella, e igual hubiera podido salir a la calle desnuda como un lagarto. Sus hermanas eran ya abuelas e incluso bisabuelas. La propia Adele hubiera podido ser abuela por su edad. Pero a pesar de ello Adele llamaba a la puerta de mi casa, entraba, con la piel negra como el carbón, las mejillas hundidas y grandes bolsas debajo de los ojos, y me decía:

—Leah Gittel, he de ir a tomar las aguas y no tengo nada que ponerme.

Los ricos que sufrían del hígado y del riñón solían ir todos los veranos a Carlsbad, a Marienbad o a Nalenczow. Los que estaban gordos, muy gordos, iban a Franzenbad para perder peso. Algunos se trasladaban a Piszczany para tomar baños de barro. Y es que los ricos tienen muy pocas preocupaciones. Otra razón para ir a estos sitios era la de concertar matrimonios. Iban allí con sus hijas y las paseaban, exhibiéndolas como vacas en el mercado. Se reunían en estos lugares como si de una feria se tratara. Las muchachas debían ocuparse solamente de beber las aguas minerales, mientras las madres mantenían los ojos muy abiertos, en busca de posibles maridos.

Bueno, en cierta manera es natural, ya que si una tiene hijas, ¿qué puede hacer si no? Ahora bien, ¿para qué iba Adele a los balnearios? Pues iba a lucir sus ropas y a ver lo que las demás mujeres llevaban. En los balnearios todos conocían a Adele y se burlaban de ella. Solía pasearse sola o bien en compañía de alguna amiga, más o menos como ella, de Lublin. Adele evitaba el trato con los hombres y desde luego los hombres no la perseguían ni mucho menos. En vez de mejorar durante sus estancias en los balnearios, Adele regresaba todavía más flaca y descangayada. Allí lo observaba todo, lo escuchaba todo y se enteraba de todas las intrigas. Ni siquiera en aquellos tiempos se podía decir que todos fuéramos santos. Las hijas de familias ricas conocían a oficiales del ejército, a charlatanes, y el diablo sabe a cuántos indeseables por el estilo. Si una muchacha dejaba caer al suelo un pañuelo, inmediatamente aparecía un conquistador que lo recogía y se lo entregaba con una gran reverencia, como si la chica fuera una duquesa. Luego la seguía y procuraba concertar un encuentro. Las madres se daban cuenta, poco les faltaba para reventar de ira, pero no se atrevían a decir ni media palabra. Habían comenzado ya los nuevos tiempos. Sí… ¿Y cuándo comenzaron exactamente esos nuevos tiempos? Podemos decir que comenzaron cuando los polluelos empezaron a imaginar que sabían más que los gallos con espolones. De todos modos, las muchachas estaban obligadas a tener lo que se llamaba una reputación intachable, y si una muchacha se portaba mal no tardaba en ser objeto de la maledicencia. En fin, que de un modo u otro siempre surgían problemas. Pero, a pesar de todo, las muchachas terminaban siempre prometiéndose en matrimonio. ¿Qué iban a hacer si no?

Sin embargo, Adele gastaba su dinero en vano. Compraba montañas de sedas, terciopelos, encajes y qué sé yo. En la frontera tenía que pagar los correspondientes impuestos, y todos los beneficios de la baratura en la compra se le iban ahí.

Sí, es verdad, por el Rosh Hashana y por el Yom Kippur, Adele se abonaba a un banco en la sinagoga; ahora bien, el modo en que se vestía para asistir a estas celebraciones era increíble. Se preparaba un equipo tan completo y complicado que parecía que se dispusiera a casarse. En realidad, Adele nunca fue una mujer devota. En la sinagoga no oraba sino que miraba las ropas de las demás mujeres. En alguna ocasión su asiento en la sinagoga estaba cerca del mío, e incluso contiguo al mío. El cantor entonaba los cánticos litúrgicos, las mujeres lloraban y lloraban, pero Adele no dejaba de hablarme al oído de vestidos y joyas, sobre lo que aquélla llevaba, lo que la otra se ponía encima… Entonces Adele contaba ya sesenta y tantos años. Bueno, la verdad es que, a pesar de tanto gasto y tantos cuidados, Adele nunca tuvo buen aspecto. Tenía su persona una calidad macilenta que las ropas no podían ocultar. Siempre parecía como arrugada y con las prendas desbarajustadas, igual que si hubiera dormido con ellas. Sin embargo nadie hubiera imaginado lo que Adele fue capaz de hacer más tarde.

2

Existe la creencia de que las solteronas nunca alcanzan una edad avanzada. Tonterías. Adele sobrevivió a sus dos hermanas y a sus tres hermanos. Perdió los dientes y se quedó con la boca desguarnecida. Se le cayó casi todo el pelo y tuvo que ponerse peluca. Llegó el día en que me quedé viuda, pero seguí viviendo en la misma casa que, poco a poco, iba convirtiéndose en una ruina. Tuve que dejar la tienda.

Bueno, ¿y por qué cuento esto? ¡Ah, sí! Por Adele. Ella siguió adornándose como si tal cosa, iba a los modistas y buscaba gangas, igual que en su juventud. Un día fui a su casa y comenzó a hablarme de la distribución de sus bienes después de su muerte. Había hecho testamento y en él había tenido en cuenta a todos sus parientes, aunque sólo a las mujeres, no a los hombres. Tal sobrina heredaría tal abrigo de pieles, la otra otro abrigo de pieles; una heredaría la alfombra persa, la otra la alfombra china. Nadie suele rechazar una herencia, ahora bien, ¿quién quiere cargar con ropas hechas cuarenta años atrás? Adele tenía vestidos de los tiempos del rey Sobieski. Tenía ropa interior que jamás había usado y que si una la tocaba se pulverizaba como una tela de araña. Todos los veranos Adele guardaba sus ropas protegiéndolas con bolas de naftalina, pero las polillas las destrozaban igualmente. Tenía quizás unos doce baúles y los abrió todos para que yo viera su contenido. Lo que allí había le había costado un ojo de la cara, pero ¿qué valía en aquel entonces? Nada. Ni siquiera sus joyas podían llevarse por haber pasado de moda el estilo. En los viejos tiempos a las mujeres les gustaban las pesadas cadenas, los grandes broches, los largos pendientes, las pulseras que pesaban medio kilo. Ahora a las muchachas les gusta lo ligero. En fin, que me quedé allí, escuchando lo que Adele me decía y afirmando en silencio con la cabeza.

De repente Adele dijo:

—¡Y también he hecho los preparativos necesarios para el otro mundo!

Pensé que Adele había dejado en su testamento algo para novias pobres y huérfanos. Pero no era así. Adele abrió un cajón y me mostró sus mortajas.

Hijos míos, he visto muchas cosas en mi vida, pero cuando vi aquellas mortajas no supe si reír o llorar. Estaban confeccionadas con tela del más puro hilo, con encajes preciosos y en gran abundancia, y unos velos dignos de un Papa. Le dije:

—Adele, los judíos tenemos prohibido el uso de mortajas lujosas. No soy una entendida en estos asuntos, pero sé que así es. Los gentiles visten a sus muertos de acuerdo con sus medios económicos, pero nosotros, los judíos, debemos ser enterrados con mortajas iguales. Además, ¿a santo de qué ha de ir un cadáver tan bien vestido? ¿Para deslumbrar a los gusanos?

Y Adele repuso:

—Quizá sí, pero las cosas bonitas me gustan.

Comprendí que Adele andaba algo mal de la cabeza, y le dije:

—Bueno, en cuanto a mí hace referencia, nada tengo que objetar, pero la Sociedad Funeraria no lo tolerará.

Creo que Adele visitó al rabino, quien le dijo que las mortajas debían ser de tela sencilla. Ni siquiera estaba permitido el uso de las tijeras en la confección de las mortajas, y la tela debía rasgarse en vez de cortarse. Las mujeres que las confeccionaban no cosían las mortajas, sino que sólo las hilvanaban. Sí, porque, ¿a qué ocuparse de un cuerpo que ha dejado de existir?

Según la ley, cuando alguien moría en el primer día de un periodo festivo el entierro se efectuaba en el segundo día. Sí, así estaba preceptuado. Ahora bien, ¿y las mortajas? En días de fiesta está prohibido embastar mortajas. Este inconveniente se salvaba gracias a que había algunas viejas que tenían preparada por adelantado su mortaja y, en caso de necesidad, la daban para que fuera empleada en otro cadáver. Luego la familia del muerto o la comunidad daba a estas viejas otra mortaja. E incluso en el caso de que no lo hicieran así, ¿cuánto valen unas cuantas varas de burda tela? Imperaba una creencia según la cual el hecho de dar una mortaja reportaba larga vida, y todos queremos vivir, incluso aquellos que ya tienen un pie en la tumba.

En el mes de Elul, último dé nuestro calendario, se desencadenó una grave epidemia. En la vigilia del Rosh Hashana y en el día siguiente murió mucha gente. Las mujeres de la Sociedad Funeraria se enteraron de que Adela tenía mortajas y fueron a pedírselas. Nadie se hubiera negado a tal petición. Pero Adela dijo:

—No estoy dispuesta a ceder a nadie mis mortajas.

Y abrió el cajón para mostrar a las mujeres su tesoro. Las mujeres echaron una ojeada al cajón y acto seguido, escupieron. Yo no estuve presente, pero poco después Adele vino a mi casa llorando. Sin embargo en nada pude consolarla. También yo tenía mis penas. Mientras mi marido vivió, el Rosh Hashana fue realmente el Rosh Hashana. Mi marido solía tocar el cuerno del camero en la sinagoga. Y recitaba la bendición, no sobre uvas, como suele hacer todo el mundo, sino sobre una piña tropical que nos costaba cinco rublos. Cuando una mujer está sola, con los hijos casados y desperdigados, ¿qué le queda en la vida? Y para colmo, Adele venía con la intención de llorar sobre mi hombro. Adele temía que el muerto Para quien le habían pedido mortaja se vengara de ella. Yo procuré consolarla. Le dije que si los muertos intervinieran en los asuntos de los vivos, el mundo habría dejado de existir. Cuando uno abandona esta tierra todas las cuentas pendientes caen en el olvido.

No sé si se debió al asunto de las mortajas o a que yo había entrado en un estado de depresión de ánimo, pero el caso es que dejé de visitar a Adele. En realidad, ¿de qué podíamos hablar, Adele y yo? Adele no tenía hijos ni nietos. Y tarde o temprano siempre acababa parloteando de sus ropas y perifollos. Adele ahora tenía la espalda encorvada y la cara muy arrugada. Incluso causaba impresión de suciedad. Granos y verrugas le cubrían la cara. Nuestras casas tenían entradas separadas y casi llegué a olvidarme de la existencia de Adele. Un día una vecina vino y me dijo:

—Leah Gittel, he de darte una noticia, pero no quisiera que te asustaras. A nuestra edad no podemos afectarnos demasiado.

Le pregunté:

—¿Qué ha pasado? ¿Se ha desplomado el firmamento o es que los ladrones de Piask se han convertido en hombres honrados?

—Cuando oigas lo que te diré pensarás que he perdido la razón, pero de todos modos es la pura verdad.

—Nu, bueno, déjate ya de rodeos y di lo que tengas que decir.

Mi vecina me dirigió una mirada atemorizada y dijo:

—Adele se dispone a convertirse.

Le dije:

—Realmente, amiga mía, mucho me temo que has perdido la razón.

—Esto es lo que pensaba que me dirías. Pero lo cierto es que un sacerdote visita a Adele todos los días. Y Adele ha arrancado la mezuzah, el sagrado texto de su puerta.

—Así los malos sueños que anoche tuve y que tuve la noche anterior caigan sobre la cabeza de nuestros enemigos. Comprendo que una persona joven cometa el pecado de la apostasía con la finalidad de vivir mejor y mejorar su situación. Gente hay capaz de vender la dicha eterna a cambio de unos años de buena vida en la tierra. Pero, ¿a santo de qué ha de convertirse una anciana?

Mi vecina dijo:

—Precisamente esto es lo que quisiera saber. He intentado ver a Adele, he llamado a su puerta, pero no me ha abierto. Por favor, ve a verla y procura averiguar lo que ha ocurrido. El sacerdote la visita todos los días y se pasa horas con ella. Alguien la ha visto entrar en un convento de monjas.

Me quedé pasmada. Dije:

—Bueno, procuraré averiguar lo que pasa.

Tenía la certeza de que se trataba de un error o de una mentira. Incluso los locos tienen cierta sensatez. De todos modos, cuando me puse en pie advertí que las piernas me pesaban como si fueran de madera. Conocía bien a mi vecina y me constaba que no era mujer dada a inventarse cosas.

Me acerqué a la puerta de Adele y vi que en ella no estaba ya la mezuzah. En el lugar en que había colgado el pergamino con el texto sagrado, la pintura estaba descolorida. Llamé a la puerta y nadie contestó. Me dije: parece un sueño, ha de ser un mal sueño sin duda. Me pellizqué la mejilla y sentí el dolor del pellizco. Seguí llamando a la puerta hasta que oí pasos. La puerta de Adele tenía mirilla cubierta con tapa por la parte de dentro. Cuando se vive sola, siempre se tiene miedo a que vengan ladrones, y más todavía cuando una tiene varios armarios repletos de ropas y cosas. Adele me miró con un ojo, por la mirilla, y esto me dio ganas de reír. Entreabrió la puerta y en tono airado me dijo:

—¿Qué quiere?

—Adele, ¿no me reconoces?

Lanzó un gruñido, abrió la puerta y me dejó entrar. Me miraba con suspicacia y su rostro estaba pálido como la muerte. Le dije:

—Adele, hemos sido amigas durante muchos años. ¿He sido alguna vez injusta contigo? ¿Y por qué has quitado la mezuzah de la puerta? ¿Es cierto, y que el Señor no lo permita, lo que me han dicho?

—Es cierto. He dejado de ser judía.

Se me oscureció la vista y tuve que sentarme, pese a que Adele no me invitó a ello. Sencillamente caí sentada en una silla. Poco faltó para que me desmayara, pero supe sobreponerme y le pregunté:

—¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho?

—No tengo por qué dar cuentas a nadie de mis actos, ahora bien, te diré que lo he hecho debido a que los judíos desprecian a sus muertos. Por el contrario los cristianos visten a sus muertos con gran elegancia. Colocan al muerto en un ataúd y lo cubren de flores. Los judíos envuelven al muerto en harapos y lo arrojan a un hoyo embarrado.

Para resumir, diré que Adele se había convertido para ir bien vestida a la tumba. Me lo dijo lisa y llanamente. Todo comenzó con los encajes en las mortajas. El asunto la llegó a preocupar tanto que acudió a un sacerdote.

Si tuviera que contaros todo lo que Adele y yo hablamos aquel día tendría que estar sentada aquí hasta mañana por la mañana. Aquel día Adele tenía aspecto de bruja y se comportó como si realmente lo fuera. Le supliqué, dándole todo género de razones, que recapacitara, pero reaccionó con dureza de piedra. Dijo:

—No puedo tolerar que me traten como si fuera basura.

Odiaba que le pusieran arcilla seca en los ojos y una varita ente las manos. Odiaba los entierros judíos con llanto y sollozos, y caballos con gualdrapas negras. Los coches funerarios cristianos van adornados con flores, y detrás, los ayudantes de la funeraria llevan velas y cirios y visten de gala como los reyes de los viejos tiempos. Adele abrió el armario y me mostró su nuevo atuendo fúnebre. ¡Santo Dios, se había comprado un ajuar de novia! Ya había adquirido una tumba en el cementerio católico y había encargado una estatua. ¿Loca? Ciertamente estaba loca, pero su locura era locura de vanidad. Mudarse de casa no es asunto fácil para una vieja, pero me mudé inmediatamente, y lo mismo hicieron los restantes vecinos. Incluso los dueños de las tiendas trasladaron su comercio. Los golfos callejeros se propusieron dar una buena paliza a Adele, pero sus mayores se lo prohibieron. No, porque los polacos nos hubieran matado a todos. Después de haberme mudado, me dijeron que Adele se había comprado un ataúd de plomo forrado de seda, y que lo conservaba en su casa para el día en que muriera. Después de su conversión sólo vivió nueve meses. Y en este tiempo apenas se levantó de la cama. Una vieja monja le traía la comida y los medicamentos. Adele a nadie dejó entrar en su casa, salvo a esta monja.

Dejó todos sus bienes a la Iglesia, pero los ladrones llegaron antes. Sus hermanos y hermanas habían muerto. Durante largos días antes de su muerte no dejó de llover, por lo que la tumba de Adele era todo agua y barro.

Sí, fue una pasión. Cuando una persona comienza a desear algo, a veces el deseo crece y crece y acaba inundando el cerebro. Más tarde una sobrina de Adele me dijo que su tía jamás llamó al médico en sus enfermedades, debido a que tenía una mancha de nacimiento en un pecho. Por la misma razón no quiso contraer matrimonio, puesto que, caso de casarse, tendría que ir al baño ritual y dejar allí al descubierto este defecto. A todas horas apestaba a perfume.

Siempre he dicho que no debemos obsesionarnos con nada, ni siquiera con la Torá. En Rovna había un joven que de tanto estudiar a Maimónides perdió la fe. A este joven le dieron el mote de Moshka Maimónides. Se sabía de memoria la obra íntegra de Maimónides. Cuando el rabino fue a verle para reprenderle, los dos comenzaron a discutir y Moshka intentó demostrar que, según la doctrina de Maimónides, fumar en sábado no está prohibido. Un sábado este joven fue expulsado de la ciudad y se fue al Vístula, se tiró de cabeza al agua y se ahogó. En la oración fúnebre de este joven el rabino dijo: «Que Maimónides interceda por él, nadie conocía tan bien su obra como este loco».

(Traducido del yiddish al inglés por el autor y Ruth Schachner Finkel).