1
¿Por qué razón un judío polaco que vive en Nueva York ha de publicar una revista literaria en alemán? La revista Das Wort era teóricamente de publicación trimestral, pero escasas veces salía tres veces al año y muchas sólo dos, pese a tratarse de un breve volumen de noventa y seis páginas. Yo no conocía a ninguno de los escritores alemanes que colaboraban en esta revista. Hitler ya había accedido al poder y dichos escritores eran todos refugiados. Los originales llegaban desde París, Suiza, Londres y hasta desde Australia. Los relatos eran tremendamente importantes, con frases que ocupaban toda una página, sin un solo punto. Pese a que lo intenté con todas mis fuerzas, jamás conseguí terminar la lectura de uno de esos relatos. Los poemas carecían de ritmo y rima, y, en cuanto se me alcanza, de contenido.
El director, Liebkind Bendel, había nacido en Galitzia, había vivido bastantes años en Viena y se había enriquecido aquí, en Nueva York, con negocios inmobiliarios y en la Bolsa. Vendió todas las acciones unos seis meses antes de la depresión de 1929, y, en los tiempos en que el dinero contante y sonante andaba muy escaso, invirtió el suyo en edificios.
Nos conocimos debido a que Liebkind Bendel proyectaba publicar una revista como Das Wort, pero en yiddish. Quería que yo la dirigiera. Nos reunimos infinidad de veces en restaurantes y cafés, así como en el piso del propio Liebkind Bendel, en Riverside Drive. Era un hombre pequeño, de cráneo estrecho y pelado, cara larga, nariz puntiaguda, mentón saliente y manos y pies pequeñitos, casi femeninos. Tenía pupilas amarillentas, de color de ámbar. Me causaba la impresión de ser un muchacho de unos diez años a quien alguien había puesto cabeza de hombre adulto. Iba siempre deslumbrantemente vestido, con corbatas bordadas en oro. Tenía muchas aficiones. Coleccionaba autógrafos y manuscritos, compraba antigüedades, era socio de clubs de ajedrez y se preciaba de ser un gourmet y un Don Juan. Le gustaban los aparatos ingeniosos, como los relojes con calendario y las plumas estilográficas que eran al mismo tiempo linterna de pilas. Apostaba en las carreras de caballos, bebía coñac y tenía una amplia colección de obras de literatura erótica. Estaba siempre en trance de desarrollar algún plan u otro, con finalidades tales como las de salvar a la Humanidad, devolver Palestina a los judíos, reformar la vida de familia, convertir las actividades de los casamenteros en una ciencia y un arte al mismo tiempo. Una de sus ideas favoritas era organizar sorteos en los que el premio fuera una hermosa muchacha, una Miss América o una Miss Universo.
Liebkind Bendel estaba casado con una mujer alemana, Triedel, no más alta que él pero extremadamente gruesa, y con cabello negro y rizado. Había nacido en Hamburgo y era hija de una lavandera y de un ferroviario. Los padres de Friedel eran ajíos, pero Friedel parecía judía. Llevaba años dedicada a escribir una tesis sobre las traducciones de Shakespeare efectuadas por Schlegel. Friedel llevaba la casa y además actuaba de secretaria de su marido, quien, a su vez, tenía una amante llamada Sarah, viuda y con una hija loca. Sarah vivía en Brownsville. En cierta ocasión Liebkind Bendel me presentó a Sarah.
El único idioma que Liebkind Bendel dominaba era el yiddish. Con quienes no sabían yiddish, Liebkind Bendel hablaba una extraña jerga compuesta de yiddish, alemán e inglés. Tenía la especial habilidad de deformar y mutilar todas las palabras que pronunciaba. No tardé mucho en darme cuenta de que la literatura era materia totalmente ajena a su personalidad. El verdadero director de Das Wort era Friedel. La versión en yiddish de esta revista jamás llegó a ver la luz, sin embargo seguí tratando a aquel juguetón hombrecillo debido a que en él había algo que me atraía. Quizás este factor de atracción radicaba en que era yo incapaz de llegar al fondo de su personalidad. Siempre que llegué a creer que por fin había alcanzado a conocerle, el tipo salía con algo nuevo e imprevisto que me dejaba desconcertado.
Liebkind Bendel hablaba a menudo de su correspondencia con un viejo y famoso escritor en hebreo, el doctor Alexander Walden, filósofo que había vivido largos años en Berlín. Allí el doctor Walden dirigió la publicación de una enciclopedia en hebreo cuyos primeros volúmenes aparecieron antes de la primera guerra mundial. La publicación de esta enciclopedia era tan lenta y se prolongó durante tantos años, que llegó a ser objeto de todo género de chistes. Se decía que el último volumen aparecería después de la llegada del Mesías y de la Resurrección de los Muertos, de manera que los nombres de los personajes mentados en la enciclopedia llevarían tres fechas: la de su nacimientó, lá de su muerte y la de su resurrección.
Desde sus inicios, la enciclopedia había sido financiada por el mecenas berlinés Dan Kniaster, hombre que ahora contaba más de ochenta años. Pese a que Alexander Walden se sostenía gracias a la ayuda económica de Dan Kniaster, vivía como si fuera rico.
Tenía un amplio piso en las cercanías de Kurfürstendamm, con ayuda de cámara y gran número de cuadros en las paredes. A Alexander Walden le había ocurrido un milagro en su juventud. La hija de un multimillonario judío, Mathilda Oppenheimer, emparentada con los Tietzs y los Warburgs, se enamoró de él. El matrimonio duró sólo unos meses y luego Mathilda se divorció. Pero el hecho de que el doctor Alexander Walden hubiera sido durante una temporada el marido de una rica heredera alemana, y de que escribiera en alemán, bastaba para que todos los cultivadores del hebreo sintieran temeroso respeto hacia él. Pero, como sea que el doctor Alexander Walden no les hacía el menor caso, le tildaban de orgulloso y escalador social. El doctor Alexander Walden incluso procuraba no hablar jamás el yiddish, pese a que era hijo de un rabino de un pueblecito polaco. Se aseguraba que sostenía amistad íntima con Einstein, Freud y Bergson.
Nunca he conseguido comprender por qué razón Liebkind Bendel tenía tanto interés en mantener correspondencia con el doctor Alexander Walden. Quizá todo se debió a que el doctor Alexander Walden tenía sólido prestigio de no contestar las cartas a él dirigidas, y a que a Liebkind Bendel le gustaba demostrar que siempre se salía con la suya. Liebkind Bendel escribió a Alexander Walden proponiéndole que colaborara en Das Wort, pero sus cartas no merecieron contestación. Le mandó largos cablegramas y el doctor Walden dio la callada por respuesta. Entonces Liebkind Bendel decidió conseguir una carta del doctor Walden fuera como fuese, a cualquier precio.
En Nueva York, Liebkind Bendel conoció a un bibliógrafo de obras hebreas llamado Dov Ben Zev, quien se había quedado medio ciego de tanto leer. Dov Ben Zev casi se sabía de memoria las obras completas del doctor Walden. Un buen día, Liebkind Bendel invitó a Dov Ben Zev a su casa, y Friedel preparó una cena a base de tortas y leche merengada. En esta ocasión, y con la colaboración de su mujer y Dov Ben Zev, Liebkind Bendel elaboró un complicado plan, a consecuencia del cual mandó al doctor Walden una carta escrita por una imaginaria multimillonaria de Nueva York, emparentada con los Lehman y los Schiff, llamada Miss Eleanor Seligman-Braude. Era una carta rebosante de amor y de admiración a las obras y a la personalidad del doctor Alexander Walden. En esta carta los conocimientos de las obras del doctor Walden se debían a Dov Ben Zev, el alemán clásico en que estaba redactada era obra de Friedel y las frases de coba se debían a Liebkind Bendel.
Con gran agudeza, Liebkind Bendel había comprendido que el doctor Walden, a pesar de su avanzada edad, todavía soñaba con contraer un nuevo matrimonio ventajoso. ¿Qué mejor cebo que el de una multimillonaria norteamericana, soltera y profundamente inmersa en el estudio de la obra del doctor Walden? Casi inmediatamente llegó una carta manuscrita de ocho páginas por correo aéreo. El doctor Walden contestaba con amor las frases de amor. Ardía en deseos de llegar a Nueva York.
Friedel sólo escribió dicha primera carta, por cuanto afirmó que el asunto le parecía una broma de mal gusto y que no quería tener nada que ver con ella. Pero Liebkind Bendel no tardó en encontrar a una vieja refugiada procedente de Alemania, cierta Frau Inge Schuldiener, que se mostró dispuesta a colaborar con él. Así comenzó una correspondencia que se prolongó desde 1933 hasta 1938. En el curso de estos años, sólo un obstáculo impidió que el doctor Walden fuera a Nueva York, a saber, su propensión al mareo. En 1937, Dan Kniaster, cuyas propiedades en Berlín iban a ser confiscadas de un momento a otro, y de cuyos negocios se habían hecho cargo sus hijos, se trasladó a Londres, llevándose consigo al doctor Walden. En la breve travesía del canal, el doctor Walden se mareó de tal manera que en Dover tuvieron que sacarle en camilla.
Una mañana, durante el verano de 1938, me sacaron de la cama a las siete para que acudiera al teléfono de fichas que había en el vestíbulo de la casa de habitaciones de alquiler en que a la sazón vivía. Me había acostado tarde y tardé bastante en ponerme la bata y las zapatillas y bajar los tres pisos. Quien me llamaba era Liebkind Bendel. A gritos me dijo:
—Te he despertado, ¿verdad? Me encuentro en un apuro. No he pegado ojo en toda la noche. Si no me ayudas, estoy hundido. Liebkind Bendel está ya con un pie en la tumba, disponte a rezar el Kaddish en sufragio de mi alma.
—¿Qué pasa?
—El doctor Walden llega en avión. Frau Schuldiener ha recibido un telegrama enviado desde Londres y dirigido a Eleanor. ¡El doctor Walden le manda mil besos!
Tardé unos segundos en comprender lo que había ocurrido:
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que me disfrace de rica heredera?
—¡Qué lío, qué lío he armado! Si no temiera que la guerra va a estallar de un momento a otro, me largaría a Europa. ¿Qué puedo hacer? ¡Estoy loco! ¡Debieran encerrarme en un manicomio! Alguien debe ir a recibir al doctor Walden.
—Bueno, siempre cabe la posibilidad de que Eleanor esté en California…
—No, porque hace poco Eleanor ha asegurado al doctor Walden que se disponía a pasar el verano en Nueva York. Además, las señas de Eleanor son las de un pisito amueblado en la zona Oeste de las calles Ochenta. Walden se dará cuenta inmediatamente de que no es barrio de millonarios. Walden tiene el número de teléfono de Eleanor, llamará, Frau Schuldiener contestará y se armará la gorda… Frau Schuldiener es una cabeza cuadrada sin sentido del humor.
—Creo sinceramente que ni siquiera el Todopoderoso podrá ayudarte.
—¿Qué hago? ¿Me suicido? Hasta ahora a Walden le aterraba viajar en avión. Pero de repente al viejo imbécil se le ha pasado el miedo. Con gusto daría un millón de dólares al rabino Meir, el de los milagros, para que consiguiera que el avión se cayera al mar. Pero, no, Dios no querrá hacerme este favor, llevamos tiempo con las relaciones un tanto frías, Dios y yo. En fin, querido, tenemos vida hasta las ocho de la noche.
—Por favor, no me mezcles en tus aventuras.
—De entre todos mis amigos, tú eres el único que está al tanto de este asunto. Anoche Friedel se irritó tanto que me amenazó con el divorcio. Y ese charlatán, Dov Ben Zev, está en el hospital. He llamado a los especialistas en lengua y literatura hebrea, pero el doctor Walden les ha despreciado durante tanto tiempo que ahora son sus peores enemigos. Walden ni siquiera ha reservado habitaciones en un hotel. Seguramente espera que Eleanor le lleve directamente del aeropuerto al dosel matrimonial.
—Lo siento, pero no puedo ayudarte.
—Bueno, pues al menos acepta desayunar conmigo. Si no hablo con alguien me estallará la cabeza. ¿A qué hora quieres desayunar?
—No quiero desayunar, quiero dormir.
—También yo. Anoche tomé tres píldoras. Según me han dicho/Dan Kniaster salió de Alemania sin un pfennig. Es un viejo fracasado de ochenta y cinco años. Sus hijos son auténticos prusianos, asimilados y medio conversos. Si estalla la guerra, el doctor Walden se convertirá en una carga insoportable para mí, tendré que mantenerle y todo lo demás. ¿Y cómo explicarle la realidad? Si lo hago igual se queda tieso de una apoplejía.
Acordamos encontrarnos a las once en un restaurante de Broadway. Volví a la cama pero no pude reanudar el sueño. Quedé adormilado, con una vaga sonrisa en los labios, buscando soluciones al problema, no en méritos de mi lealtad hacia Liebkind Bendel, sino impulsado por esos deseos que nos inducen a solucionar el acertijo o el crucigrama en el periódico.
2
Al llegar al restaurante, apenas pude reconocer a Liebkind Bendel. Iba con chaqueta amarilla, camisa roja y corbata a lunares dorados, pero su rostro estaba pálido, como si acabara de salir de una grave enfermedad. Entre los labios sostenía un largo cigarro al que daba vueltas sin cesar. Ya había pedido un coñac. Estaba sentado en el borde de la silla. Antes de que me sentara me dijo:
—Ya he encontrado un medio para salir del atolladero, pero necesito tu colaboración. Eleanor acaba de morir en un accidente de aviación. He hablado con Frau Schuldiener y está dispuesta a darme su apoyo. Tú sólo tendrás que ir al aeropuerto, a esperar a este viejo verde, y llevarle al hotel. Dile que eres amigo o sobrino de Eleanor. Reservaré una habitación en un buen hotel y pagaré un mes por adelantado. Después de hacer todo lo dicho, quedo liberado de cuantas responsabilidades haya podido contraer. El doctor Walden quedará en libertad para regresar a Londres y casarse con la hija de un lord.
—Bueno, sí, pero podrías hacer el papel de amigo o pariente de Eleanor tan bien o mejor que yo.
—No señor. Si lo hiciera, el individuo se pegaría a mí como una lapa. Contrariamente, nada puede sacar de ti, como no sea tus originales. Pasarás unas horas en su compañía y luego, te dejará en paz. Y si las cosas van tan mal como eso, incluso estoy dispuesto a pagarle el viaje de vuelta a Inglaterra. Por otra parte, me prestarás un favor inmenso que, te juro, no olvidaré. Por lo que más quieras, no le des tus señas. Dile que vives en Chicago o Miami. Tiempo hubo en que hubiera pagado sumas exorbitantes para pasar unos instantes en compañía de este hombre, pero ahora se me han pasado las ganas. Le temo. Tengo la seguridad de que si le veo tan pronto pronuncie el nombre de Eleanor me echaré a reír. Bueno, en realidad, antes de que tú llegaras, he estado riendo a solas, aquí. El camarero seguramente ha pensado que estaba loco.
—Bendel, lo siento pero no puedo ayudarte.
—¿Es tu última decisión?
—No puedo interpretar esta farsa.
—Bueno, pues de acuerdo. Tendré que hacerlo yo. Le diré que soy un pariente pobre, un primo en tercer grado. Hasta puedo decirle que vivía a expensas de Eleanor. ¿Qué nombre puedo adoptar? Lipman Geiger, por ejemplo. Sí, en Viena tenía a un socio que se llamaba así. Espérame un instante, debo llamar por teléfono.
Liebkind Bendel se levantó de un salto y se dirigió de prisa a la cabina. Le observé al través de la puerta de vidrio. Al regresar dijo:
—He reservado habitación en un hotel y ya está todo preparado para recibir al tipo. Se acabó. Todo se acabó. Voy a cerrar la revista, me iré a Palestina y me convertiré en un judío de veras. Esos escritores no son más que cabezas vacías que no tienen nada que decir. Cuando contaba cincuenta años mi abuelo se levantaba de la cama todos los días a medianoche para rezar. En cambio ese doctor Walden pretende conquistar el corazón de una rica heredera a los sesenta y cinco años. Su última carta era un poema, un canto, el Cantar de los Cantares… ¿Y quién necesita enciclopedias en este mundo? La Frau Schuldiener es una pobre loca que se comporta como lo que es.
—Quizás el doctor Walden se case con la Frau…
—Tiene más de setenta años. Ya es bisabuela. En otros tiempos era maestra en Frankfurt… O en Hamburgo… En fin, no recuerdo exactamente dónde. Cuando escribía al doctor Walden, copiaba las frases de un libro de cartas de amor. No sé… Quizá lo más oportuno fuera encontrar a una mujer dispuesta a interpretar el papel de Eleanor. ¿Qué te parece si me pusiera al habla con una actriz del teatro yiddish?
—Sólo saben llorar.
—En Nueva York forzosamente ha de haber una verdadera admiradora del tipo, una vieja solterona que se casaría encantada con él. Pero, ¿cómo encontrarla? En fin, igual da, ya estoy cansado de este asunto. Friedel no sirve porque, si bien tiene una formación más que suficiente para tratar con Walden, le falta imaginación para interpretar el papel. Sarah está completamente ocupada con el problema de su hija. Ahora se ha impuesto una nueva costumbre; las clínicas de salud mental sueltan a los pacientes, los mandan a su casa y al cabo de un tiempo los vuelven a internar. La muchacha se pasa un mes con su madre y el mes siguiente encerrada, A veces estoy con ellas y tengo la sensación de que Sarah ni se da cuenta de mi presencia. En fin, no sé por qué te cuento esas cosas. Oye, al menos hazme el favor de acompañarme al aeropuerto. Te lo agradeceré eternamente. ¿De acuerdo? Estrechémonos la mano. Así. Mañana ya encontraremos una solución. Brindemos por el éxito de nuestra empresa.
3
En pie detrás de la partición de vidrio, contemplaba la llegada de los viajeros. Liebkind Bendel estaba nerviosísimo y poco faltaba para que las grandes bocanadas de humo de su cigarro me asfixiaran. Ignoro por qué, pero lo cierto es que estaba convencido de que el doctor Walden era un hombre de estatura aventajada. En realidad resultó ser bajo, ancho, gordo, con una gran barriga y voluminosa cabezota. Pese a que estábamos en pleno verano y hacía calor, el doctor Walden se presentó con un largo abrigo, chalina y sombrero de fieltro con anchas alas. Lucía un espeso bigote gris y fumaba en pipa. Llevaba dos maletas de cuero, con cierres anticuados y bolsillos cosidos en la párte exterior. Bajo las pobladas cejas, sus ojos buscaban a alguien.
El nerviosismo de Liebkind Bendel era contagioso. Apestaba a alcohol y ronroneaba como un gato en celo. Levantó las manos al cielo y exclamó:
—¡No cabe duda, es él! Le reconozco. Fíjate lo gordo que se ha puesto. Tiene el cuerpo apaisado, más ancho que alto. ¡Viejo chivo libidinoso…!
Cuando el doctor Walden apareció en el vestíbulo, Liebkind Bendel me empujó hacia él. De buena gana hubiera echado a correr, pero ya no podía. Di unos pasos al frente y dije:
—¿Doctor Walden?
El doctor Walden dejó las maletas en el suelo, se quitó la pipa de entre sus negruzcos dientes y se la metió, aún encendida, en el bolsillo:
—Ja.
En inglés le dije:
—Doctor Walden, soy un amigo de la señorita Eleanor Selig-man-Braude. Ha tenido un accidente. El avión en que la señorita Eleanor Seligman-Braude viajaba se ha estrellado.
Hablé de prisa y con la garganta y el paladar secos. Esperaba que se produciría una escena espectacular, pero el doctor Walden se limitó a fijar en mí sus ojos sombreados por las pobladas cejas:
—¿Puede, por favor, repetir lo que acaba de decir? No comprendo demasiado bien el inglés de Norteamérica.
Liebkind Beñdel comenzó a hablar en yiddish:
—Ha ocurrido una desgracia, una desgracia. Su amiga regresaba de California en avión y el avión se estrelló. Cayó al mar. Todos los pasajeros han muerto. Sesenta en total.
—¿Cuándo? ¿Cómo?
—Ayer. ¡Setenta inocentes ciudadanos! ¡En su mayoría madres de familia!
Liebkind Bendel siguió hablando con el cantarín acento de Galitzia:
—Yo era un gran amigo de Eleanor, lo mismo que este joven aquí presente. Supimos que iba usted a llegar y pensamos en mandarle un telegrama, pero ya era demasiado tarde, y por esto hemos venido a recibirle. Para nosotros representa un gran honor darle la bienvenida, pero, al mismo tiempo, es un trance muy duro el tener que comunicarle tan terribles noticias.
Liebkind Bendel había hablado agitando los brazos en el aire, a grandes gritos y con la boca junto al oído del doctor Walden, como si fuera sordo.
El doctor Walden se quitó el sombrero y lo dejó sobre su equipaje. La parte delantera de la cabeza estaba calva, pero, atrás, tenía una densa melena rubia entreverada de gris. Extrajo del bolsillo un sucio pañuelo y se secó el sudor que le perlaba la frente. Tuve la impresión de que el individuo aún no había comprendido lo que le habíamos dicho. Parecía meditar. Tenía las facciones desdibujadas. Su aspecto era polvoriento, arrugado e iba sin afeitar. Olía a medicamentos. De las orejas y los orificios de la nariz le salían matas de vello. Al cabo de unos instantes dijo en alemán:
—Esperaba encontrarla aquí, en Nueva York. ¿Por qué se fue a California?
—¡Negocios! Fraulein Seligman-Braude era una toujer de negocios. Se trataba de un asunto de millones, y aquí, en Norteamérica, decimos: primero los negocios y después los placeres. Y decidió volver a toda prisa, lo antes posible, para recibirle a usted… Pero otro era su destino…
Liebkind Bendel pronunció estas palabras sin detenerse para respirar y en voz aguda. Prosiguió:
—Eleanor me lo había confesado todo. ¡Le adoraba, doctor Walden! Pero el hombre propone y Dios dispone, como dice el refrán. ¡Ochenta ciudadanos pletóricos de salud, jóvenes madres con sus hijitos, gente en la flor de la vida…!
El doctor Walden preguntó:
—¿Y quién es usted?
—Un amigo, un amigo…
Liebkind Bendel me indicó:
—Y este joven es un escritor en yiddish. Escribe en los periódicos en yiddish, también escribe folletines y novelas por entregas, en fin, la Biblia en verso. Y todo lo escribe en el idioma materno a fin de entretener a las gentes sencillas. Aquí, en Nueva York, hay gran número de paisanos nuestros, y para ellos el inglés es una lengua seca e inexpresiva. Prefieren la sal y la pimienta de su idioma, del idioma que hablaban en su país de origen…
—Ja.
—Doctor Walden, le hemos reservado una habitación en un hotel. ¡Le acompaño en el sentimiento! Realmente lo ocurrido es trágico. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí… Fraulein Braude-Seligson… Pues sí, era una muier maravillosa. Dulce y con unos modales encantadores. Y guapa. Hablaba el hebreo y diez idiomas más. Pero he aquí que de repente casca un motor, se afloja un tornillo y todo ese saber, esa cultura, se va al cuerno. El ser humano no es más que eso… Una paja al viento, una mota de polvo, una burbuja de jabón.
Me sentí agradecido al doctor Walden por la digna actitud adoptada. No lloró, ni gritó. Con las cejas alzadas, sus ojos aguados, con una red de venillas rojas, nos miraban pasmados y suspicaces, Preguntó:
—¿Dónde están los lavabos? El viaje me ha alterado un poco.
Liebkind Bendel gritó:
—¡Ahí, ahí al lado! ¡En Norteamérica no faltan los retretes! Venga, venga con nosotros, doctor Walden.
Liebkind Bendel cogió una de las maletas y yo la otra. Así acompañamos al doctor Walden hasta la puerta de los lavabos. El doctor Walden nos dirigió una mirada dubitativa y luego otra a las maletas. Entró y estuvo largo rato dentro. Yo dije:
—Se ha portado como todo un hombre.
—Bueno, lo peor ha pasado ya, Temía que se desmayara. No voy a abandonarle. Que se quede en Nueva York cuanto tiempo quiera. Quizá se decida a colaborar en Das Wort, a fin de cuentas. Estoy dispuesto a nombrarle director. Friedel está ya cansada de la maldita revista. Los escritores no hacen más que pedir que les pague sus derechos y se pasan la vida escribiéndome cartas indig-nádas. Y si descubren una errata en sus textos o ven que nos hemos saltado una sola línea, se ponen como fieras. Le daré treinta dólares a la semana y le dejaré que escriba todo lo que quiera. Podemos publicar la revista en texto bilingüe, la mitad en alemán y la otra mitad en yiddish. Vosotros dos podéis ser los directores y Freidel ocuparía ese cargo, ¿cómo se llama?, directora administrativa, eso.
—Pero, según me dijiste, el doctor Walden siente repugnancia por el yiddish.
—Bueno, tampoco hay que fijarse demasiado en esas manías. Quizás hoy le repugne y mañana le entusiasme. Esos intelectuales se venden por cuatro cuartos y un par de elogios.
—No hubieras debido decirle que escribo en yiddish.
—Bueno, hay montones de cosas que no hubiera debido decir ni hacer. En primer lugar no hubiera debido nacer; en segundo lugar no hubiera debido casarme con Friedel; en tercer lugar no hubiera debido comenzar esa divertida comedia; en cuarto lugar… Bueno, da igual. De todos modos, como que no le he dicho tu nombre, el tipo no podrá entrar en contacto contigo. En fin, todo se ha debido a la admiración que siento hacia los grandes hombres. Siempre he admirado a los escritores. Para mí el individuo que publicaba algo en un periódico o en una revista era como un dios. Leía la Neue Freie Presse como si fuera la Biblia. Todos los meses recibía el Haolam, que era donde el doctor Walden publicaba sus artículos. Como un loco iba a todas las conferencias. De esta manera conocí a Friedel. Ahí viene tu querido doctor Walden.
El doctor Walden estaba tembloroso. Tenía la cara amarilla. Había olvidado abrocharse la bragueta. Nos miró, musitó algo y luego dijo:
—Les ruego me excusen.
Y volvió a los retretes.
4
El doctor Walden me pidió mis señas y número de teléfono y yo se los di. El día siguiente de la llegada del doctor Walden a Nueva York, Liebkind Bendel partió en dirección a Ciudad de México. En los últimos tiempos no hacía más que ir a México. Sospechaba que Liebkind Bendel tenía allí una amante y seguramente algún negocio también. De un modo un tanto raro, Liebkind Bendel combinaba las actividades de hombre de negocios con las de entendido en arte. Años atrás Liebkind Bendel fue a Washington para conseguir visado de entrada en el país en beneficio de un escritor judío con residencia en Alemania y, en esta ocasión, pasó a formar parte de una empresa dedicada a la fabricación de piezas de motores de aviación. El propietario de esta fábrica era un judío polaco con una industria de cueros, que no tenía la más leve idea de aviación. Esto me indujo a comenzar a darme cuenta de que el mundo de la economía, las finanzas y la industria, es decir, el mundo que se ha dado en llamar práctico, no era mucho más sólido que el mundo de la literatura y la filosofía.
Un día, al regresar a casa después del almuerzo, qncontré una nota que decía que el doctor Walden me había llamado. Le telefoneé y oí una voz tartamuda y silbante. El doctor Walden me contestó en yiddish germanizante. Pronunció mal mi apellido. Me dijo:
—Por favor, venga inmediatamente. Estoy kaputt.
Liebkind Bendel había alojado al doctor Walden en un hotel ortodoxo judío, en la parte baja de la ciudad, pese a que tanto él como yo vivíamos en la parte alta. Sospechaba que Liebkind Bendel quería mantener al doctor Walden lo más lejos posible. Tomé el metro hasta Lafayette Street y recorrí a pie el trecho que faltaba para llegar al hotel. El vestíbulo rebosaba rabinos. Al parecer estaban celebrando una conferencia. Paseaban de un lado para otro con sus largas gabardinas y sus birretes de terciopelo. Gesticulaban, se acariciaban las barbas y hablaban todos al mismo tiempo. El ascensor se detuvo en todos los pisos y, cuando las puertas se abrieron, vi a una novia en el momento de ser fotografiada con su vestido de boda, y muchachos estudiantes de yeshiva envolviendo con el chal de rezos sus libros de oraciones, y a camareros dedicados a limpiar la sala del banquete. Llamé a la puerta del doctor Walden. Abrió. Iba con una bata hasta los pies, de color rojo borgoña, constelada de manchas, y calzaba zapatillas. La estancia apestaba a tabaco, a medicina y al rancio hedor de la enfermedad. Estaba hinchado, viejo y con expresión de perplejidad. Me preguntó:
—¿Es usted Mr…?, en fin no recuerdo su nombre. Bueno, ¿el director de Jugend?
Le dije mi apellido. Preguntó:
—¿Y colabora usted en ese dialectal Tageblatt?
Le di el nombre del periódico en que colaboraba.
—Bueno… Ja…
El doctor Walden intentó una y otra vez hablarme en alemán, hasta que por fin adoptó el yiddish con todas las inflexiones y peculiaridades de su pueblecito natal. Dijo:
—¿Cómo ha podido producirse semejante calamidad? ¿Por qué se le ocurrió a esa mujer irse así, de repente, a California? Durante años he dudado si hacer este viaje o no. Lo mismo que Kant, odio los viajes. Un buen amigo mío, el profesor Mondek, pariente del famoso Mondek, me dio unas píldoras, pero esas píldoras me produjeron el efecto de retenerme la orina. Llegué a pensar que había llegado mi hora. Y pense: sería maravilloso que el avión llegara a Nueva York sólo con mi cadáver. Pero ha ocurrido lo contrario. Ella es quien ha desaparecido del mundo de los vivos. No sé, no alcanzo a comprenderlo. He hecho averiguaciones y nadie ha oído hablar de un accidente de aviación en los últimos días. Llamé por teléfono al número de esa señora y me contestó otra señora. Seguramente se trata de una mujer sorda y afecta de demencia senil. Contestó con extremada incoherencia. ¿Quién era el hombrecillo que vino a recibirme juntamente con usted?
—Lipman Geiger.
—Geiger… ¿Nieto de Abraham Geiger quizá? Los Geiger no hablan el yiddish. Casi todos ellos se han convertido.
—Ese Geiger es de origen polaco.
—¿Y qué clase de relación tenía con la señorita Eíeanor Se-ligman-Braude?
—Eran amigos.
Hablando en parte para sí mismo, el doctor Walden dijo:
—Estoy totalmente desorientado. Aprendí el inglés leyendo a Shakespeare. He leído La tempestad en original qué sé yo las veces. Creo que es la obra más importante de Shakespeare. Todas sus frases son profundamente simbólicas. Una verdadera obra maestra. Bueno, en realidad, Calibán es Hitler. Pero aquí se habla un inglés que me suena a chino. No comprendo ni media palabra. ¿Tenía familia la señorita Eleanor Seligman-Braude?
—Parientes lejanos. Pero por lo que sé apenas les trataba.
—Y su fortuna, ¿a quién irá a parar? Por lo general, las gentes en buena posición hacen testamento. No es que sea asunto que me interese, desde luego. No, en modo alguno… ¿Y el cadáver? ¿Se celebrará entierro o funeral en Nueva York?
—El cadáver se encuentra en el fondo del mar.
—¿Es que los aviones sobrevuelan el mar para ir de California a Nueva York?
—Bueno, parece que este avión tomó el rumbo Este en vez del Oeste.
—¿Cómo es posible? ¿Y dónde se dio la noticia de este accidenté? ¿En qué periódico? ¿Cuándo?
—Sólo sé lo que Lipman Geiger me dijo. Él era el amigo de esta señorita y no yo.
—¿Qué dice…? Un enigma, un verdadero enigma… De todos modos, es muy cierto que nunca se debe ir contra las tendencias del propio modo de ser. En cierta ocasión Kant se disponía a efectuar un viaje desde Kónigsberg a otra ciudad de Prusia. Apenas hubo recorrido una corta distancia comenzó una tormenta de lluvia, truenos y rayos, y Kant dio orden de regresar al punto de partida. En todo instante tuve la intuición de que este viaje sería un fracaso. No tengo nada que hacer aquí, absolutamente nada. Pero, tal como me encuentro, no puedo regresar a Londres. Ir en barco todavía sería peor. Le diré la verdad: he venido con muy pocos fondos. Ahora, mi gran amigo y benefactor, Dan Kniaster, es también un pobre refugiado. Trabajaba en una enciclopedia, pero lo dejamos todo en Berlín, grabados, manuscritos, todo… Los nazis colocaron una bomba en nuestras oficinas y salvamos la piel de milagro. ¿Se sabe que estoy en Nueva York? Tal como están las cosas, quizá fuera útil informar de mi presencia a los periodistas. Aquí tengo gran número de enemigos, pero quizá tenga también un amigo.
—Creo que Lipman Geiger dio la noticia a los periódicos.
—Pues no la mencionan. Los he leído todos.
Y el doctor Walden señaló un montón de periódicos en yiddish. Le dije:
—Haré cuanto esté en mi mano para que digan algo.
—A mi edad no debiera emprender aventuras de esta clase. ¿Y dónde está ese Mr. Geiger?
—Tuvo que ir a México, pero no tardará en volver.
—¿A México? ¿Y qué diablos hace en México? Da igual, el caso es que todo ha terminado para mí. No temo a la muerte, pero no quisiera que me enterraran en esta ciudad enloquecida. Cierto es que Londres no la aventaja gran cosa en cuanto a sosiego, pero allí al menos tengo algún amigo.
—No se preocupe, doctor Walden, saldrá de ésta. Y verá usted la derrota de Hitler.
—¿Sí? ¿Para qué? Hitler todavía puede hacer más daño en este mundo, pero yo he cometido ya todos los errores que podía cometer. Demasiados. Este desdichado viaje ni siquiera es una tragedia. Es una broma, un chiste… En fin, mi vida ha sido un gran chiste desde el principio hasta el final.
—Ha dado usted mucho a la Humanidad, a los lectores judíos.
—Nada, basura, estupideces… ¿Conoció usted personalmente a la señorita Seligman-Braude?
—Sí… No… Bueno, en fin, me hablaron de ella.
—Este Geiger no me gustó ni pizca. Todo un bufón me pareció el tipo. ¿Colabora usted en los periódicos yiddish? ¿Y sobre qué diablos se puede escribir en nuestros días? Estamos regresando a la selva. El homo sapiens está en quiebra. Todos los valores han desaparecido… Ha desaparecido la literatura, ha desaparecido la ciencia, ha desaparecido la religión… En cuanto a mí, le diré que he abandonado totalmente la lucha.
El doctor Walden extrajo una carta del bolsillo. En el papel había manchas de café y rastros de ceniza. La miró entornando un ojo, soltó un bufido y meneó la cabeza:
—Comienzo a sospechar que esa Miss Seligman-Braude nunca existió.
5
A última hora de la tarde, mientras yacía vestido en cama, pensando en mi pereza, en mis trabajos abandonados y en mi flojera de voluntad, me avisaron de que me llamaban por teléfono, abajo, en el vestíbulo. Bajé corriendo los tres pisos, levanté el aparato que colgaba inerte del cordón y oí una voz desconocida que pronunciaba mi nombre. La voz dijo:
—Soy el doctor Linder. ¿Es usted amigo del doctor Alexander Walden?
—Le conozco, sí.
—El doctor Walden ha sufrido un ataque cardiaco y se encuentra en el hospital Beth Aaron. Me dio su nombre y teléfono. ¿Está usted emparentado con el doctor Walden?
—No.
—¿Tiene familiares aquí?
—Creo que no.
—Me pidió que llamara al profesor Albert Einstein, pero nadie contesta el teléfono. Realmente, no puedo ocuparme de esta clase de recados. Venga mañana al hospital. El doctor Walden se encuentra en la sala común. Por el momento es cuanto podemos proporcionarle, y conste que lo lamento.
—¿Y cómo está el doctor Walden?
—Mal, con complicaciones de todo género. Puede usted visitarle de doce a dos y de seis a ocho. Buenas tardes.
Busqué un níquel en el bolsillo para llamar a Friedel, pero sólo encontré una moneda de cincuenta centavos y dos billetes de dólar. Fui a Broadway para procurarme cambio. Entre encontrar cambio y una cabina telefónica libre pasó media hora. Marqué el número de Friedel, pero su teléfono comunicaba. Pasé un cuarto de hora marcando el mismo número, siempre con el mismo resultado. Una mujer entró en la cabina contigua y puso ante sí un buen número de monedas para irlas echando. Me miró con una expresión satisfecha que parecía decir: «Estás perdiendo el tiempo». Mientras hablaba, la mujer gesticulaba con la mano en que sostenía un cigarrillo. De vez en cuando se retorcía un mechón de cabello teñido. Sus uñas escarlata y puntiagudas como garras expresaban una rapacidad tan profunda como la tragedia humana.
Encontré una moneda de centavo y me pesé en la báscula. Según el fiel había perdido cuatro libras. De la ranura cayó un cartoncillo en el que leía: «Es usted una persona bien dotada, pero desaprovecha lamentablemente sus dotes».
Decidí probar una vez más, y si el teléfono seguía comunicando me iría a casa sin más. El cartoncillo de la báscula me había comunicado una grande y amarga verdad.
Esta vez el teléfono no comunicaba. Oí la hombruna voz de Friedel. En aquel mismo instante, la señora del cabello teñido y las uñas escarlata abandonaba presurosa la cabina. Me guiñó el ojo entre falsas pestañas. Dije:
—Señora Bendel, lamento molestarla, pero el caso es que el doctor Walden ha sufrido un ataque cardiaco. Le han llevado al hospital Beth Aaron y está en una sala común.
—¡Dios mío! Ya sabía yo que esa broma no podía terminar bien. Se lo dije a Liebkind. Fue criminal, verdaderamente criminal… Liebkind es así, se le ocurre una broma, la pone en práctica y luego no sabe cuándo parar… ¿Qué podemos hacer? Ni siquiera sé el paradero de Liebkind. Parece que proyectaba pasar por Cuba. ¿Dónde está usted?
—En una tienda de Broadway.
—¿Por qué no viene a verme? El asunto es serio. En cierta manera también me siento culpable. Hubiera debido negarme a escribir aquella primera carta. Venga, aún es pronto. Nunca me acuesto antes de las dos de la madrugada.
—¿Y qué hace hasta las dos?
—Leo, pienso, me preocupo…
En un murmullo dije:
—De todos modos la noche está ya echada a perder.
O quizá no lo dije y sólo lo pensé. Estaba a escasas manzanas de la casa de Liebkind Bendel, situada en Riverside Drive, por lo que fui andando. El portero me conocía. Subí al piso catorce y tan pronto oprimí el timbre Friedel me abrió.
Friedel era baja, con anchas caderas y piernas gruesas. Tenía ñariz ganchuda y ojos pardos bajo cejas masculinas. Por lo general vestía ropas oscuras, y nunca vi en su rostro el menor rastro de maquillaje. Casi siempre, cuando visitaba a Liebkind Bendel, Friedel me servía inmediatamente medio vaso de té, intervenía unos instantes en la conversación y volvía a sus libros y originales. Liebkind Bendel solía decir en tono jocoso: «¿Qué cabe esperar de una esposa que es directora de una revista? ¡Milagro me parece que sepa preparar el té!».
En esta ocasión Friedel lucía un vestido blanco y sin mangas y calzaba zapatos también blancos. Iba con los labios pintados. Me invitó a entrar en la sala de estar y en la mesilla del café vi un cuenco con fruta, una jarra y una bandeja con pastelitos. Friedel hablaba el inglés con fuerte acento alemán. Me indicó el sofá y se sentó en una silla. Dijo:
—Sabía que terminaría mal. Desde el principio fue un juego diabólico. Si el doctor Walden muere, Liebkind será el responsable de su muerte. Los viejos suelen ser románticos. Se olvidan de sus agos y sus debilidades. Esa imbécil, Frau Schuldiener, le escribía unas cartas que lógicamente tenían que suscitar ilusiones en el doctor Walden. Engañar es fácil. Hasta a los sabios se puede engañar.
Una voz, la voz de un diablillo o de un duende, musitó en mi oído: «Sí, hasta a Liebkind Bendel se puede engañar». En voz alta, dije:
—No hubiera debido usted permitir que las cosas llegaran tan lejos, madame Bendel.
Friedel frunció sus espesas cejas:
—Liebkind hace siempre lo que le da la gana. No me pide consejo. Se va cuando quiere y ni siquiera sé adonde va y con qué finalidad. Al parecer, tenía que ir a México. En el último instante me dijo que se proponía pasar por La Habana. No tiene negocios en México ni en La Habana. Seguramente usted sabe mucho más que yo acerca de Liebkind. Estoy segura de que ante usted alardea de sus conquistas femeninas.
—En modo alguno. No tengo la menor idea de las razones por las que ha emprendido este viaje, ni de las personas a las que ha ido a ver.
—Pues yo sí, alguna idea tengo al respecto. Pero realmente no vale la pena hablar del asunto… Ya sabe usted todos los trucos, propios de hombre de la Galitzia, que Liebkind emplea…
Durante unos instantes hubo silencio. Friedel jamás me había hablado en aquellos términos. Las pocas conversaciones que había sostenido con ella versaron siempre sobre literatura alemana, las traducciones de Shakespeare efectuadas por Schlegel y ciertas expresiones yiddish todavía utilizadas en algunas formas dialectales alemanas, que Friedel había descubierto que tenían su origen en el alemán primitivo. Me disponía a decir que también hay gente decente en Galitzia cuando sonó el teléfono. El aparato se encontraba en una mesilla, cerca de la puerta. Friedel anduvo despacio hasta el teléfono y se sentó para contestar. Friedel habló en voz baja, pero me di cuenta de que estaba hablando con Liebkind Bendel, quien había llamado desde La Habana. Esperaba que Friedel le comunicara inmediatamente que el doctor Walden estaba enfermo y que yo me encontraba allí. Pero Friedel no hizo referencia a ninguno de los dos hechos. Hablaba en tono irónico. ¿Negocios? Sí, claro… ¿Una semana? Pues bien, que se quedara todo el tiempo que fuera preciso. ¿Una ganga? Entonces, tenía que comprar, naturalmente. Pues sí, sigo trabajando, como de costumbre, ¿qué puedo hacer si no?
Mientras hablaba, Friedel me lanzaba largas miradas de soslayo y sonreía con connivencia. Imaginé incluso que me guiñaba un ojo de vez en cuando. Pensé que aquella noche se estaba desarrollando de un modo absurdo. Me levanté y avancé dubitativo hacia la puerta, en dirección al baño. De repente hice algo que me dejó perplejo. Me incliné y di un beso en el cuello a Friedel, cuya mano izquierda cogió la mía y la oprimió con fuerza. En un instante su rostro adquirió expresión juvenil y burlona. Al mismo tiempo preguntó:
—Liebkind, ¿cuánto tiempo vas a quedarte en La Habana?
Se levantó y en un ademán burlón me puso el aparato en el oído. Oí la nasal voz de Liebkind. Hablaba del gran número de antigüedades que podía comprar en La Habana y explicaba el precio al cambio. Friedel se inclinó hacia mí, de manera que nuestras orejas se rozaban. El cabello de Friedel me cosquilleaba la mejilla. Su oreja casi quemaba la mía. Estaba avergonzado, avergonzado como un muchacho. En un instante, mi necesidad de ir al retrete se hizo embarazosamente imperativa.
La mañana siguiente, cuando Friedel llamó al hospital le dijeron que el doctor Walden había muerto. Murió en plena noche. Friedel dijo:
—Qué crueldad… La conciencia me atormentará hasta el día de mi muerte.
El día siguiente los periódicos en yiddish publicaron la noticia. Los mismos directores que, según informaciones de Liebkind Bendel, se habían negado a anunciar la llegada del doctor Walden a Nueva York escribieron largos artículos acerca de la labor desarrollada por el doctor Walden en pro de la literatura hebrea. También aparecieron notas necrológicas en los periódicos de lengua inglesa. Las fotografías que publicaron habían sido tomadas unos treinta años antes por lo menos. En ellas el doctor Walden presentaba un aspecto joven y alegre, con una gran cabellera. Según los periódicos, los estudiosos de la lengua y literatura hebrea en Nueva York estaban efectuando los preparativos para el entierro. Sin duda alguna el servicio telegráfico judío transmitió la noticia a todo el mundo, ya que Liebkind Bendel llamó a Friedel desde La Habana anunciando que regresaba inmediatamente.
De vuelta a Nueva York, Liebkind Bendel habló conmigo por teléfono durante casi una hora. No dejó de repetir que él ninguna culpa tenía de que el doctor Walden hubiera muerto. Si se hubiera quedado en Londres también hubiera muerto. ¿Qué importa el lugar en que uno muera? Liebkind Bendel estaba muy especialmente interesado en averiguar si el doctor Walden había traído originales, proyectaba publicar un número especial de Das Wort dedicado al doctor Walden. Liebkind Bendel trajo de La Habana un cuadro de Chagall que había comprado a un refugiado. Reconoció que seguramente había sido robado en algún museo. Dijo:
—Ahora bien, ¿acaso sería más aceptable dejarlo en el museo para que lo robaran los nazis? La Línea Maginot es una filfa y Hitler entrará en París, como dos y dos son cuatro, no olvides estas palabras.
La capilla en que se celebró el funeral se encontraba a pocas calles de la casa de Liebkind Bendel. Convenimos en que Liebkind, su mujer y yo nos encontraríamos en la entrada. Bueno, allí estaban todos: los hebraístas, los yiddishistas, los escritores anglo-judíos… Los taxis llegaban sin cesar. De repente apareció una mujer pequeñita que acompañaba a una muchacha pálida y claramente perturbada. La muchacha se detenía cada dos o tres segundos y golpeaba la calle con la suela del zapato, mientras la mujer la animaba a seguir adelante y la empujaba. La mujer era Sarah, la amante de Liebkind. Madre e hija intentaron entrar en la capilla, pero no pudieron porque ya estaba llena a rebosar.
Al cabo de un tiempo, poco, Liebkind Bendel y Friedel llegaron en un automóvil rojo. Liebkind iba con un traje de color amarillo arena y una deslumbrante corbata adquirida en La Habana. Tenía aspecto fresco y se había puesto moreno. Friedel vestía de negro y se tocaba con un sombrero de anchas alas. Dije a Liebkind que la capilla estaba llena, y contestó:
—No seas ingenuo. Ahora verás como se arreglan esos problemas en Norteamérica.
Murmuró algo al oído de uno de los encargados del ceremonial, quien nos llevó adentro y consiguió un claro en uno de los bancos de las primeras filas. Las artificiales velas funerarias difundían una luz suave. El féretro se encontraba allí, ante los asistentes. Un jotren rabino, con bigotillo negro y un minúsculo capelo que se confundía con su negro cabello reluciente de brillantina, hizo el elogio fúnebre en inglés. No parecía conocer demasiado bien la personalidad del doctor Walden. Confundía hechos y fechas. Cometía errores al citar los títulos de las obras del difunto.
Después, un viejo rabbiner de blanca barba de chivo, refugiado procedente de Alemania, tocado con un sombrero negro que parecía una cacerola, habló en alemán. Calificó de pilar del judaísmo al doctor Walden. Aseguró que el doctor Walden había venido a Norteamérica con la finalidad de proseguir la publicación de la enciclopedia a la que había dedicado los mejores años de su vida. El rabbiner proclamó solemnemente:
—Los nazis sostienen que los cañones son más importantes que la mantequilla, pero los judíos, el pueblo de la Biblia, creen aún en el poder de la Palabra.
Pidió la entrega de fondos para publicar los últimos volúmenes de la enciclopedia por la que el doctor Walden había sacrificado su vida al trasladarse a Norteamérica, a pesar de su grave dolencia. Se sacó un pañuelo y con una punta se secó una sola lágrima, detrás de un empañado lente de sus gafas. Advirtió que entre los asistentes se encontraba el universalmente famoso y querido profesor Albert Einstein, íntimo amigo del finado. Después de estas palabras se extendió un rumor por la capilla y las cabezas se movieron. Algunos incluso se levantaron para tener un vislumbre del famoso científico.
Después del sermón del rabbiner alemán, hubo otra oración fúnebre a cargo del director de una revista hebrea de Nueva York. Luego, el cantor, tocado con gorro hexagonal, y con cara de perro de presa, recitó el «Dios misericordioso» y cantó en tonos altos y lúgubres.
Cerca de mí se sentaba una mujer joven vestida de negro. Tenía el cabello rubio y las mejillas rosadas. Advertí en uno de sus dedos un anillo con un gran diamante. Mientras el joven rabino hablaba en inglés, la muchacha se levantó el velo y se sonó con un pañuelito de encaje. Cuando el viejo rabbiner habló en alemán, la muchacha unió firmemente las manos y lloró. Cuando el cantor aulló «¡En el Paraíso descansa!», la muchacha sollozó con el mismo abandono con que sollozaban las mujeres judías en las viejas tierras de Europa. Se inclinó hacia delante como si fuera a desplomarse, reluciente de lágrimas el rostro. Me pregunté quién podía ser aquella mujer. En cuanto yo sabía, el doctor Walden no tenía parientes en Norteamérica. Recordé las palabras de Liebkind Bendel según las cuales seguramente se podría encontrar en algún lugar de Nueva York una verdadera admiradora del doctor Walden, capaz de quererle de veras. Hacía ya años que me había dado cuenta de que todo lo que alguien es capaz de inventar existe ya, en algún sitio.
Después todos nos levantamos y desfilamos ante el féretro. Ante mí vi al profesor Albert Einstein, con aspecto exactamente igual que el que presentaba en las fotografías, levemente encorvada la espalda, largo el cabello. Se detuvo unos instantes, murmurando unas palabras de despedida. Luego vi por unos brevísimos instantes al doctor Walden. Los de la funeraria lo habían maquillado. Su cabeza reposaba en una almohada de seda, el rostro estaba rígido como la cera, impecablemente afeitado, con las puntas del mostacho retorcidas y los párpados, en su punto de unión exterior, tenían una expresión sonriente que parecía expresar: «Bueno, ja, mi vida ha sido una gran broma desde el principio hasta el fin».
(Traducido del yiddish al inglés por el autor y Dorothea Straus).