1
A los diez años de edad Altele ya era huérfana de padre y madre. Primero murió el padre y después la madre. Altele fue criada por su abuela, la viuda Hodele. La viuda Hodele trabajaba en el cementerio y así se ganaba la vida. Cuando moría una mujer en el primer día de una serie de días de fiesta, se disponía que el entierro se celebrase en el segundo día. Y, como sea que en los días festivos estaba prohibido coser, Hodele prestaba al cadáver su propio sudario, que tenía siempre dispuesto, en un baúl. Por este servicio la Sociedad Funeraria le daba una pequeña retribución. Además, también ganaba algún dinero yendo al cementerio y rezando allí por los enfermos. Si alguien se lo pedía, Hodele cogía una mecha, la ponía alrededor de la tumba de un hombre santo, luego transformaba la mecha en candelas y encendía estas candelas en la sinagoga. Hodele también se encargaba de echar aceite a la lámpara de llama eterna que había en la capilla, sobre la tumba del mártir Zalmon, que había muerto azotado por un terrateniente, quien le castigó de esta manera por negarse a convertirse.
¿Qué necesitaba Hodele para vivir? Los lunes y los jueves ayunaba. También observaba el ayuno en días en que los judíos habían ya olvidado desde hacía muchos años tal obligación, y que sólo se mencionaban en viejas crónicas y documentos escritos en pergamino. Hodele poseía un libro de oraciones que había sido impreso en la antigua Praga. Tenía este libro las cubiertas de madera, y contenía lamentos y oraciones de penitencia especiales para todo género de problemas y desdichas, desde revueltas estudiantiles hasta matanzas colectivas, ocurridos en los tiempos de la peste negra de Praga e incluso anteriores.
Hodele era muy pequeña. Tenía la altura de una niña de seis años. Y, a medida que envejecía, más disminuía su tamaño. Temblaba sin cesar, como si estuviera en medio de una corriente de aire. Tanto en invierno como en verano, llevaba varios vestidos, uno encima de otro, y se envolvía con un chal. A los cuarenta años tenía la cara arrugada y contraída como un higo seco. En los días que no eran de ayuno, Hodele sólo comía una vez en toda la jornada, y su comida consistía en mendrugos mojados en sopa de remolacha.
Hacía ya mucho tiempo que Hodele había perdido dientes y muelas. Se le había encorvado la espalda. Se le había caído el pelo de las cejas. En el mentón le crecía vello de vieja. Sus pálidos labios no dejaban de murmurar oraciones y frases de buenos deseos, tanto para seres individuales como para Israel: que conserven la salud, que no les falte el dinero, que gocen de la alegría de hijos y nietos, que eduquen a sus descendientes en la devoción a la Torá, que lleven a sus hijas al dosel matrimonial, que el Mesías venga a nos y que los muertos resuciten.
Hodele gemía y lloraba en todos los funerales. No guardaba para sí ni un chavo, y con lo poco que ganaba compraba cereales y hacía sopas para los enfermos del asilo. Los viernes, Hodele, capazo en mano, visitaba los hogares judíos, y las amas de casa le daban las sobras para los enfermos, ya fuera una porción de pan o de torta, cabezas y patas de gallina, una cola de pescado, la cabeza de un arenque…
Altele se parecía a su abuela en cuanto a piedad hacía referencia; y a su madre en cuanto a belleza. Altele tenía la piel blanca como la nata, los ojos azules y una dorada cabellera que su abuela le peinaba con esmero, formándole una gruesa trenza. Altele iba al cementerio con Hodele y le llevaba el Libro de las Súplicas y el Libro de las Plegarias ante la tumba. Además, el chal de rezos resbalaba a menudo de los hombros de Hodele, en cuyo caso Altele se lo volvía a poner. La abuela había infundido en Altele un grande y devoto temor de Dios, y Altele rezaba tres veces al día, evitaba fijar la vista en los hombres y hasta evitaba mirar a los perros y los cerdos. La vigilia del primer y último día de cada mes, Altele se postraba ante las tumbas de su padre y de su madre.
Cuando Altele contaba catorce años, su abuela la prometió en matrimonio al ayudante del maestro de Shebreshin. Por su belleza, Altele hubiera podido contraer matrimonio con un hombre rico, pero el ayudante del maestro, llamado Grunam Motl, tenía fama de ser devoto. Además, también era huérfano y de cuerpo no muy fuerte. Tenía una cabeza muy grande, barriga saliente y piernas cortas. Enseñaba a los chicos de cheder el alfabeto y los rudimentos del cántico ritual. Con ellos entonaba cánticos y les amenazaba con el puntero.
Los escasos kopecks que el maestro titular le daba no bastaban para que Granam Motl pudiera vivir, por lo que comía y cenaba en hogares de los padres de sus alumnos, cada día de la semana en una casa diferente. En cierta ocasión en que se produjo un incendio en plena noche, en Shebreshin, Grunam Motl rescató de las llamas a varios niños alumnos suyos. Entró en las casas incendiadas y salvó de la muerte a muchas almas. Las llamas prendieron en sus crenchas y salió del trance con una oreja chamuscada. A los oídos de Hodele habían llegado noticias de estas buenas obras y eligió a Grunam Motl como marido de Altele.
El contrato de esponsales se redactó en la vigilia del Purim, fiesta en la que se conmemora la derrota de Hamán, que quiso aniquilar a los judíos. Y la boda se fijó para el Sábado de la Consolación, después del Ayuno del día nueve del mes de Ab, o sea el penúltimo mes del año judío. Altele casó sin dote. Su abuela logró que le hicieran dos vestidos, un par de zapatos y una toca de matrona. En la víspera de la boda, la encargada de los baños rituales afeitó la cabeza de Altele. Fue una boda pobre, pero acorde en todo con lo mandado por la ley. El viernes por la noche se montó el dosel matrimonial ante la sinagoga. Al anochecer del sábado los músicos tocaron ante la casa de Altele, cuyo piso era de tierra y las paredes estaban tan negras como las de un establo. Hodele preparó unas cuantas tortas, pocas, y unas zanahorias azucaradas. Los invitados aportaron el vino, el aguardiente y también guisantes y alubias. Los novios recibieron también regalos de boda: un par de cacharros de cocina, una jofaina, una sartén, una tabla para amasar pasta y un salero. Como sea que la casa de Hodele sólo tenía una habitación, montaron un camastro nupcial en la buhardilla.
El novio, Grunam Motl, tenía el cabello rubio amarillento y gran número de pecas en la piel. Pese a que la boda se celebró en verano, Grunam Motl acudió al dosel matrimonial con abrigo, gorra de terciopelo con orejeras y calzado con pesadas botas de cuero. Era tímido como un colegial Las muchachas se burlaron de él y soltaron más de una risita ahogada.
Poco después de haber contraído matrimonio, Grunam Motl pasó a ser ayudante del maestro Itchele Krasnostover. El joven matrimonio vivía con Hodele en la única habitación de la casa de ésta. Por la noche ponían un biombo que les separaba del banco en que Hodele dormía.
Inmediatamente, Hodele comenzó a esperar que Altele quedara embarazada, pero pasó el invierno y Altele seguían teniendo la regla. Hodele fue a orar ante sagradas tumbas. Encargó que le escribieran una plegaria y la dejó en la capilla del mártir Reb Zalmon.
Hodele puso en práctica todo género de medios para que Altele concibiera, Todos los viernes daba a Grunam Motl ajos asados a fin de que su simiente aumentara. Daba a Altele ubres guisadas, daba a morder a Altele el protuberante extremo de un limón que había sido bendecido por piadosos judíos en el Sukkoth o Fiesta de los Tabernáculos, y recitaba todo género de oraciones ante Altele a fin de que su matriz se abriera. La propia Altele oraba todos los viernes después de la bendición de las velas, pidiendo hijos al Señor. La encargada del baño ritual reveló a Altele diversos medios para que su marido deseara su cuerpo y además formuló los exorcismos pertinentes para ahuyentar los poderes que impiden la concepción. Pero pasó un año y la matriz de Altele seguía cerrada.
Hodele comprendió que sus rezos y las súplicas de Altele no; bastaban. En Zokelkov vivía un milagrero llamado Reb Harshele. Hodele envolvió en un pañuelo una hogaza de pan, unas cuantas cebollas y varias cabezas de ajos y, en compañía de Altele, partió para Zokelkov.
Como sea que las dos mujeres carecían de dinero para pagar un medio de transporte, emprendieron el viaje a pie. Hodele caminaba tan despacio que tardaron varias semanas en llegar a su destino. Por la noche la abuela y la nieta dormían en los campos, a veces en posadas y otras en los graneros de las casas de los campesinos. Gente caritativa, tanto cristiana como judía, daba a las dos mujeres ya una porción de pan, ya un nabo, o una zanahoria o una manzana. En los campos abundaban las moras y las setas. Altele sabía hacer fuego frotando dos ramas secas. Durante el mes de Ab, décimo primero del calendario hebreo, los días eran cálidos e incluso las noches ofrecían aire tibio. Y de esta manera Hodele y Altele recorrieron el trayecto hasta Zokelkov.
Reb Hershele, el hombre que obraba prodigios, sólo recibía seis mujeres al día, por lo que la población rebosaba mujeres estériles y enfermas, recién casadas víctimas de malos encantamientos muchachas poseídas por demonios o que padecían constante hipo y esposas abandonadas en busca de sus maridos.
Las mujeres se pasaban el día sentadas en troncos de árbol ante la casa de Reb Hershele, cada cual con su hatillo, en espera de ser recibidas. Un sacristán de negra barba y ojos de fuego iba llamando a las mujeres de una en una. Las que le habían sobornado con unos cuantos groschen pasaban delante de las demás. El sacristán bromeaba con las mujeres jóvenes y reñía a las viejas.
Tanto Hodele como Altele ignoraban la posibilidad de sobornar al sacristán. Pasaron dos semanas sin que Hodele y Altele fueran llevadas a presencia del santo varón. Por fin alguien se apiadó de ellas y consiguió que el sacristán las llamara. Reb Hershele era un hombre muy pequeñito, de la altura de Hodele más o menos, con una barba blanca que le llegaba hasta las ingles, cejas hirsutas y blancas crenchas que le llegaban hasta los hombros. El borde de su blanco caftán, con una cuerda en la cintura, arrastraba por el suelo. Llevaba también blanco el birrete. Reb Hershele pidió un donativo y Hodele le dio los dieciocho groschen que llevaba envueltos en la punta del chal.
Reb Hershele puso las manos en la cabeza de Altele y le dio su bendición. También le dio una bolsita de tela que contenía un amuleto. Le dijo que por la noche, después del baño ritual, cuando el marido acudiera a su lado, debía humedecer la punta del dedo con el semen que el marido le hubiera dejado dentro, y poner dicho semen en el borde del vaso de vino con que se despide el sábado.
Reb Hershele dijo:
—Ahora vete a casa. Dentro de un año, en estos días, tendrás un hijo.
Sin embargo la estación estaba demasiado avanzada para emprender el camino de regreso, puesto que faltaba muy poco para los Días del Temor. Hodele y Altele se quedaron en Zokelkov, alojadas en el asilo, hasta después del Sukkoth o Fiesta de los Tabernáculos.
2
Pasó un año, pasaron cinco y pasaron diez, sin que Altele concibiera. Hodele murió y sus restos fueron enterrados cerca de la tumba de Reb Zalmon. Las mujeres que la amortajaron dijeron que su cuerpo no pesaba más que el de un pollo, y que en la muerte sonreía. Grunam Motl rezó el Kaddish u oración de los muertos.
Al morir Hodele, por decisión de los habitantes del pueblo Altele sustituyó a aquélla en sus funciones, por lo que Altele se dedicó a orar por los enfermos y a medir tumbas. Constantemente hacía viajes en busca de varones con fama de santidad, de milagreros e incluso de brujas, adivinadores del porvenir y magos. En momento alguno dejó de probar medios para concebir. Colgados al cuello llevaba amuletos en gran número, tales como dientes de lobo, piedrecitas mágicas, monedas santificadas por bendiciones y porciones de ámbar. En la bolsa de viaje llevaba todo género de hierbas, botellas con brebajes mágicos y ungüentos; Altele seguía cuantos consejos le daban hombres con poder de obrar prodigios y mujeres estériles. Sí, porque en esas cosas uno nunca sabe…
Grunam Motl había ascendido desde ayudante de maestro a maestro de párvulos, pero seguía comiendo y cenando en distintas casas debido a que, en primer lugar, no ganaba lo suficiente para comer en casa y, en segundo lugar, Altele rara vez estaba en el hogar. Altele volvía en los días de fiesta, tomaba el baño ritual y se acostaba con su marido. Tan pronto las fiestas terminaban, Altele volvía a salir de viaje, recorriendo el país a lo largo y a lo ancho, con un bastón en la mano y un saco al hombro.
Si Altele se pasaba la vida vagabundeando de un lado a otro, no se debía solamente a que la esperanza la impulsaba a ello, sino también a que se había acostumbrado a esa clase de vida. Las buenas gentes le daban de comer, ya que en modo alguno estaban dispuestas a tolerar que un semejante se muriera de hambre. Casi en todas partes encontraba un asilo para indigentes o un montón de paja en el que reclinar la cabeza. En todos lados oía noticias de nuevos portentos obrados por hombres santos, acerca de mujeres que ahuyentaban el mal de ojo o que adivinaban el porvenir por el medio de derramar cera fundida, o que veían lo que ocurriría examinando naipes, o que leían en la palma de la mano o tocando los huesos de la cabeza, que miraban las profundidades de espejos negros o que adivinaban hechos por venir gracias a huesos de un muerto.
Los rabinos de todos los pueblos y ciudades advertían que las muchachas judías no debían depositar su fe en los magos, ni en quienes invocaban malos espíritus o practicaban conjuros en nombre de diablos o de Lilith, la diablesa. Sin embargo, las mujeres estériles seguían empeñadas en su búsqueda. Estaban dispuestas a hacer cualquier cosa con tal de traer un hijo al mundo, incluso si para ello tuvieran que yacer en lechos de clavos, en la Gehenna, tras la muerte, en el más allá. Ocurría a menudo que los consejos de los rabinos y de los gitanos eran exactamente los mismos. Altele recurrió a todo género de remedios repulsivos, tales como la piel cortada a un niño circuncidado, la sangre derramada por una novia virgen, excremento de diablo y ranas secas, la placenta de un recién nacido, los testículos de un ciervo… Cuando uno quiere algo de veras no puede hacerle ascos a nada.
Una bruja ordenó a Altele que se tumbara en un hoyo de escasa profundidad y la cubrió con mantillo, hojas secas y paja podrida. Altele estuvo una hora en esta fosa, con la finalidad de engañar a los diablos, de manera que, creyéndola muerta, apartaran de ella su atención. Un viejo que adivinaba el porvenir mediante gotas de aceite, ordenó a Altele que recitara los nombres de varios demonios y seres malignos, y también le ordenó pronunciar unas palabras que llenaron de terror y asco a Altele.
Pasaron más años sin que Altele pudiera decir con exactitud cómo habían pasado, y en qué los había empleado. En invierno el vagabundeo no era fácil, pero en verano daba gusto recorrer senderos y carreteras, por entre los campos y los bosques, dormir en los trigales, en cobertizos, graneros y pajares, en huertos y jardines.
Altele rara vez viajaba sola. Siempre encontraba buenas almas atormentadas por problemas. Ya no tenía la regla, pero las mujeres le decían que aún podía alentar esperanzas. ¿Acaso Sara no había dado a luz a Isaac a los noventa años? Si Dios quiere, los ovarios y la matriz se renuévan. En Izhbitza, una mujer de cincuenta había alumbrado mellizos. En Crasnistow, una abuela y su nieta habían parido al mismo tiempo. En Piask, un hombre de noventa había casado con una muchacha de diecisiete que le dio ocho hijos, todos ellos varones.
Una vez, cuando después del Sukkuth Altele volvió a casa con un saco lleno de hierbas y el corazón henchido de la fe en que, en esta ocasión, por fin se produciría el milagro, encontró la casa vacía. Grunam Motl se había ido hacía ya unos meses. A nadie dijo dónde iba. Dejó a sus alumnos a medio curso y ni siquiera cobró sus haberes. Unos vecinos dijeron que le habían visto emprender camino hacia Lublin. Otros aseguraron que había partido en dirección al río San. Los ladrones habían robado los escasos cacharros de la cocina, así como el vestido de fiesta de Altele, que era cuanto le quedaba de su ajuar. Al principio, Altele pensó que Grunam Motl había partido en busca de un mejor empleo de maestro o a visitar familiares, y que no tardaría en regresar o en escribirle. Pero pasaron las semanas y los meses sin que nada se supiera de Grunam Motl. De manera que Altele quedó convertida en esposa abandonada. Ahora ya no podía alentar esperanzas de tener un hijo.
Aquel invierno Altele lo pasó en casa. Reanudó sus cotidianas visitas al cementerio. En el pueblo se declaró una epidemia y luego otras. Las epidemias se cebaban en la población. Los niños morían de la tos ferina, de la viruela, de la escarlatina. Los mayores sufrían disentería. Cuando llegó el Purim, la conmemoración de la derrota de Hamán, las epidemias desaparecieron y Altele se puso a trabajar en una panadería, dedicándose a amasar pasta.
Hasta aquel invierno Altele había conservado las apariencias de la juventud, y sus mejillas habían sido suaves y rosadas como las de una muchacha. Pero ahora su rostro había palidecido, la nariz se le había afilado y redes de arrugas se le formaron alrededor de los ojos. Por encontrarse sola, Altele tuvo que celebrar las festividades religiosas en el asilo, con los mendigos y tullidos.
Las gentes del pueblo creían que ahora Altele se quedaría en su casa. Pero pocos días después de la Pascua Altele dijo a los agentes que vendían casas y terrenos que quería vender la suya.
El invierno había terminado. El cielo estaba despejado, luda el sol y los charcos comenzaban a secarse. Soplaban suaves brisas provenientes de los bosques y Altele decidió partir en busca de Grunam Motl. En esta ocasión, Altele viajó con grupos de esposas abandonadas que, igual que ella, iban en busca de sus maridos. Fueron de ciudad en ciudad, entraron en sinagogas y casas de oración, mezclándose con los hombres, visitaron asilos, ferias y posadas, e incluso inspeccionaron lápidas mortuorias en los cementerios. Algunas de ellas llevaban certificados librados por rabinos en los que se decía que realmente eran esposas abandonadas y se pedía a los notables de las comunidades que las ayudaran.
Las esposas abandonadas explicaban casos muy diferentes y contaban también otros casos que a ellas les habían contado. Altele se enteró de las rarezas de muchos hombres. Había ascetas que se negaban a yacer con sus esposas a modo de penitencia de extraños pecados; hasidims que viajaban para visitar rabinos célebres y que olvidaban regresar a casa; hombres que partían a pie camino de Israel y otros que iban en busca de las perdidas tribus de Israel, más allá del río Sambation. Altele supo de incorregibles aventureros, de borrachos, de lascivos que encontraban otras mujeres con las que casaban, e incluso de maridos que se convertían y contraían matrimonio con gentiles. Tampoco faltaban los que habían desaparecido sin motivo alguno y se hallaban en paradero ignorado.
Una esposa abandonada contó a Altele que su marido salió de la habitación en que se encontraba, reclinado en un diván, en la víspera de la Pascua, vestido con su blanca túnica y las zapatillas, diciéndole que iba a cerrar los postigos, y que desde entonces nunca más supo de él. No cabía duda de que los demonios se lo habían llevado a algún lugar situado más allá de las Montañas de las Tinieblas o al castillo de Asmodeo.
Pasó el verano y Altele regresó a su casa en el mes de Elul, el último del calendario hebreo. Pero nadie había tenido noticias de Grunam Mod. Altele se quedó para pasar las fiestas, y el día siguiente dél Sukkoth volvió a partir. En esta ocasión estuvo ausente un año. Cuando al cabo de este año Altele volvió, vio que su cabaña había ardido. Celebró las fiestas en el asilo.
3
Habían transcurrido casi cinco años. Un día de verano, cuando Altele entró en un asilo de una población de la llamada Gran Polonia, vio a Grunam Motl. Estaba sentado en un montón de paja, comiéndose una zanahoria. Era el mismo Grunam Mod, aunque con la barba entreverada de gris. Altele reconoció la gran cabezota, el hinchado estómago, la nariz aplanada. Le miró fijamente y le preguntó:
—¿Me engaña la vista o es verdad lo que veo?
—No te engaña. Soy Grunam Motl.
—¿Me reconoces?
—Claro que sí, Altele.
Altele le preguntó:
—Desdichada de mí, ¿por qué me abandonaste dejándome en la miseria?
Grunam Motl dejó la zanahoria en la paja:
—No lo sé.
—¿Cómo fuiste capaz?
Durante irnos instantes Grunam Motl miró humildemente a Altele y se encogió de hombros. Luego su rostro se cubrió de seriedad:
—Estaba cansado de ser maestro.
Altele estrechó el cerco:
—De manera que si un hombre está cansado de ser maestro debe abandonar a su esposa, ¿no es eso?
—Bueno…
—Contesta. Ahora que te he encontrado no creas que vaya a soltarte tan fácilmente.
—Me fui a ver mundo.
—Pero, ¿por qué? ¿por qué?
—De todos modos nunca estabas en casa.
—¿Tienes otra esposa?
—¡Dios no lo permita!
—Entonces, ¿qué?
—Entonces, nada.
—¿Ignoras que es un pecado muy grave el abandonar a la esposa?
—Sí, es cierto.
Los otros indigentes que se encontraban en el asilo habían oído la conversación entre Altele y Grunam Motl, e intervinieron con gran energía. Los hombres afeaban a Grunam Mod su comportamiento. Y las mujeres le insultaban. Grunam Motl permanecía con la cabeza baja, en silencio.
Al cabo de un rato dijo:
—Esta zanahoria es cuanto tengo en el mundo.
—Vayamos a ver al rabino inmediatamente.
—Por mi parte…
El rabino escuchó la historia y frunció el entrecejo. Ciertamente, la ley cuando marido y esposa se reconocen mutuamente y nadie niega que son marido y mujer, su palabra debe ser creída. Sin embargo en el pueblo habían ocurrido muchos y muy diversos casos. En cierta ocasión una esposa abandonada reconoció a su marido, quien accedió a concederle el divorcio, pero después, resultó que aquel individuo no era su marido ni mucho menos, y la mujer contrajo nuevo matrimonio y dio a luz a un bastardo. Ahora el rabino se cogió la barba con la mano y preguntó a Altele:
—¿Tienes alguna señal?
—¿Qué clase de señal?
—Alguna señal en el cuerpo. Una de estas señales que sólo las esposas pueden saber.
—No recuerdo tener señales.
—¿Y él? ¿Tiene algún grano, alguna mancha, verrugas?
—Nunca se las he visto, si las tiene.
El rabino preguntó a Grunam Motl:
—¿Y ella, te has fijado en si tiene alguna señal?
Grunam Motl alzó sus cejas amarillentas:
—No lo sé.
El rabino llevó a Grunam Motl a otra habitación para hablar con él en secreto. No tardó en regresar y preguntó a Altele:
—¿A qué tribu pertenece tu marido? ¿Es un kohen o es un levita?
—Tampoco lo sé, rabino.
—¿Cuál es el nombre de su madre?
—¿El nombre de mi suegra? Cuando nos casamos mi marido era huérfano.
—¿Y nunca te habló de su madre?
—No lo recuerdo.
—¿Y de su padre?
—Tampoco lo recuerdo.
—¿Estás segura de que este hombre es tu marido?
—Sí, rabino, este hombre es Grunam Mod.
—Y tú, Grunam Motl, ¿reconoces en esta mujer a tu esposa?
Grunam Motl parpadeó:
—Creo que sí.
—¿La reconoces o dudas?
—Pienso que la reconozco.
El rabino preguntó:
—¿Y qué quieres? ¿Vivir con ella o divorciarte?
Durante largo rato todos guardaron silencio. Por fin Grunam Motl dijo:
—Haré lo que ella quiera.
—¿Y tú, mujer, qué quieres? ¿Quieres convivir con él o quieres divorciarte?
—¿Por qué he de divorciarme? No me ha causado daño alguno.
El rabino les interrogó durante largo tiempo. Poco a poco consiguió le dieran algunas pruebas de identidad. Grunam Motl recordaba a Hodele, la abuela de Altele. Altele recordó que Grunam Motl tenía negra la uña del dedo gordo del pie izquierdo. El rabino ordenó a Grunam Motl que se descalzara y se quitara el harapo con que se envolvía el pie, y vio que verdaderamente aquella uña era negra. El rabino dijo:
—Podéis iros y vivir juntos como marido y mujer.
Sí, pero ¿dónde iban a vivir? Grunam Motl había dejado de ganar dinero. Vivía de limosnas.
Volvieron al asilo. El administrador del asilo puso un montón de paja para Altele. Los alegres mendigos lanzaron maliciosos maullidos en honor y burla del matrimonio. En la bolsa Altele llevaba un cacharro, un puñado de avena y una cebolla, y lo puso en el hogar mientras Grunam Motl salía en busca de leña. El jueves ambos salieron a mendigar. Las gentes del pueblo se habían enterado de que Grunam Motl había abandonado a su esposa y no quisieron darle ni un groschen. Y a Altele le decían que tenía marido y que la obligación del marido era trabajar para sustentarla. Al atardecer regresaron con la bolsa vacía.
El asilo estaba atestado, con el aire denso de humo y con un hedor insoportable. Los niños lloraban mientras las madres lanzaban maldiciones y se entregaban a la caza del piojo. Los graciosos del asilo gastaron las más crueles bromas a la recién reunida pareja.
Pasaron un par de semanas sin que Grunam Motl diera la más leve muestra de desear a Altele. Evidentemente había llegado el momento en que Grunam no necesitaba esposa. Yacía despierto, murmurando para sí, hasta altas horas de la noche. Cada media hora se levantaba e iba a orinar al barreño destinado a estos fines. Antes de que en el cielo apareciera el lucero del alba, iba a la Casa de Estudio y allí se quedaba hasta después de las oraciones del atardecer. Altele propuso que fueran a dormir a los baños de la comunidad, pero Grunam Motl repuso:
—Quizás haya demonios allí, y los demonios me dan miedo.
—Bueno, pues vayamos al campo.
—No, eso no es decente.
—Entonces, ¿qué quieres?
—Si lo deseas puedo concederte el divorcio.
Altele meditó. ¿Cuáles serían las consecuencias de un divorcio? Si dejaba de ser esposa abandonada, tendría que ir a vivir a alguna población para ser criada en alguna casa, o lavandera, o dedicarse a amasar pan. ¿Casarse de nuevo? ¿Quién iba a casarse con ella?
Y aún en el caso de que encontrara a alguien, Altele no estaba dispuesta a empezar de nuevo. Altele añoraba los caminos, las posadas junto a las carreteras, las esposas abandonadas que contaban tristes historias, las conversaciones melancólicas, las palabras de consuelo.
Una noche, mientras Grunam Motl roncaba, Altele se levantó, cogió la bolsa y el bastón y partió a la buena de Dios. Pronto encontró una calle que conducía al campo. La luna de la noche ya avanzada lanzaba redes de luz sobre las mieses amarillas. Cantaban los grillos, croaban las ranas. Se formaba el rocío. Sombras de espíritus invisibles que vagan entre cielo y tierra recorrían los trigales.
Altele sabía muy bien los peligros a que se exponía al ir sola por el campo al amanecer, pero recordaba una frase mágica para ahuyentar a los malos espíritus que vagan en la noche. Altele jamás regresó a su pueblo natal, ni a aquel otro en que había encontrado a Grunam Motl. Volvía a ser una esposa abandonada. Una vez más acudió a las sinagogas, a las Casas de Estudio y a las ferias en busca del marido desaparecido. En compañía de otras esposas abandonadas, leía las inscripciones en las lápidas mortuorias y hojeaba los registros de difuntos de las sociedades de entierros. Llegó el momento que olvidó el nombre del pueblo en que había encontrado a Grunam Motl.
Altele sabía que pecaba al engañar a la comunidad. Aunque quizá su comportamiento no fuera engaño, quizás aquel Grunam Motl que había encontrado era un demonio. Muy a menudo los demonios adoptaban las apariencias de hombres. Y también los muertos se levantaban de la tumba y se mezclaban con los vivos. Altele se consolaba con la certeza de que no había cometido otro pecado. Incluso un santo podía cometer un único pecado.
No, el Grunam Motl que había yacido en el montón de paja junto a Altele y que se pasaba las horas musitando para sí, no era el marido que ella tanto había deseado encontrar. La esposa de un rabino había revelado a Altele que el verdadero matrimonio sólo se encontraba en el otro mundo, cuando la carne y los huesos quedaban desechados y sólo vivía el alma. El verdadero amor entre hombre y mujer sólo comienza en el Paraíso, cuando el hombre se sienta en un trono de oro y la mujer le sirve de taburete en que poner los pies, y ambos penetran en los misterios de la Torá. Aquí en la Tierra, en este valle de lágrimas, una mujer es esposa abandonada, incluso cuando apoya la cabeza en la misma almohada en que el marido reclina la suya.
(Traducido del yiddish d inglés por Mirra Ginsburg).