1
La víspera del Yom Kippur, o sea el Día de la Expiación, Oyzer-Dovidl despertó antes de que en el cielo apareciera el lucero del alba. El gallo blanco, posado en el palo, que pronto sería sacrificado en expiación de los pecados de su propietario, comenzó a cantar con gran altivez. La gallina blanca de Nechele cloqueaba suave y quedamente. Nechele saltó de la cama y encendió una vela. Descalza y en camisón, abrió los gimientes cajones de la cómoda, abrió las puertas de los armarios y rebuscó en el interior de baúles. Oyzer-Dovidl contempló pasmado cómo Nechele sacaba visos, ropa interior y mil cosas. Nadie airea la ropa en la víspera del Yom Kippur. Pero cuando Nechele quería hacer algo, no necesitaba permiso de nadie. Hacía ya meses que Nechele había dejado de afeitarse la cabeza. De los bordes del pañuelo con que se cubría la cabeza surgían mechones de negro cabello. Una de las tiras del camisón le había resbalado del hombro, dejando al descubierto un pecho blanco como la leche, con un pezón de color rosado. Ciertamente, Nechele era la esposa de Oyzer-Dovidl, pero tal comportamiento siempre conduce a malos pensamientos.
En los últimos tiempos la conducta de su esposa había dejado totalmente desorientado a Oyzer-Dovidl. Nechele había dejado de ir al baño ritual como era su deber. Había engañado a su marido con constantes evasivas y dándole diferentes cuentas de los días de su regla. Oyzer-Dovidl se dijo: «En fin, no olvidemos que hoy es la víspera del Yom Kippur». Tiempo hubo en que Oyzer-Dovidl sermoneaba a su mujer e intentaba ganarse su confianza, tal como los santos libros aconsejan. Pero ahora ya había renunciado a ello. Su mujer era tozuda. A veces parecía que su único deseo fuera irritar a Oyzer-Dovidl. Pero, ¿por qué? Oyzer-Dovidl la amaba y le era fiel. Cuando se casaron, en vez de ir a vivir él a casa de los padres de Nechele sin pagar pensión, como era costumbre, vivieron a costa de los padres de Oyzer-Dovidl. Y ahora que los padres de Oyzer-Dovidl habían muerto, vivían de la herencia. ¿Por qué se empeñaba Nechele en desafiar constantemente a Oyzer-Dovidl? ¿Por qué le torturaba sin cesar con todo género de mezquindades y tonterías? Oyzer-Dovidl pensó: «Que Nuestro Señor que está en los cielos la perdone». Quizás en este Yom Kippur el corazón de Nechele experimentara un cambio.
—¡Nechele!
Nechele volvió la cabeza y le miró. Tenía la nariz fina, dientes como perlas y cejas que se unían formando una sola línea. En sus ojos negros ardía una constante llama de irritación.
—¿Qué quieres?
—¡Es la víspera del Yom Kippur!
—¿Y qué? ¡Déjame en paz!
—Date prisa y termina cuanto antes lo que estás haciendo. Un día pasa pronto. No profanes la fiesta, y que el Señor no lo permita.
—No te preocupes. Tampoco te vas a asar por mis pecados.
—Nechele, debemos arrepentimos.
—Pues arrepiéntete.
—Nechele, Nechele… que la vida no es eterna…
Nechele soltó una insolente carcajada y dijo:
—Sí, la vida es corta… pero a mí me parece demasiado larga.
Oyzer-Dovidl alzó los brazos al techo. Era imposible hablar con aquella mujer. Se burlaba de todo. Oyzer-Dovidl decidió callar. In mente, buscó disculpas a la conducta de Nechele, Seguramente estaba irritada debido a que no quedaba embarazada, ya que después de la muerte de su primer hijo —que por ellos intercediera en los Cielos—, la matriz de Nechele se cerró. Oyzer-Dovidl se dijo: «En fin, el arrepentimiento, la oración y la caridad, son el remedio de todo».
Oyzer-Dovidl era físicamente muy poquita cosa. Pese a que pronto cumpliría los veinticuatro años, aún no tenía una barba digna de tal nombre, ‘puesto que sólo le crecían cuatro pelos desperdigados. Tenía la cabellera escasa, rala y rubia como el lino. Era flaco como un colegial, con cuello largo y delgado, mentón puntiagudo y mejillas hundidas. Las ropas que sus padres le habían comprado en ocasión de su boda, previendo que el muchacho crecería y se robustecería, todavía le venían largas y anchas. El caftán le llegaba a las rodillas; la camiseta con flecos le venía holgada, e incluso el chal de rezos, bordado en plata en la parte del cuello, era demasiado grande para él.
También sus pensamientos tenían carácter infantil. Fantaseaba mucho. Por ejemplo, se preguntaba qué ocurriría si le salieran alas y echara a volar como un pájaro. ¿Qué diría Nechele? ¿Estaría dispuesta a seguir siendo su esposa o preferiría casarse con otro? ¿Y qué pasaría si descubriera un gorro que le hiciera invisible? Siempre recordaba historietas que sus tías le contaron o le leyeron, aunque ahora en ellas intervenía Nechele. Por la noche soñaba con gitanas, con ladrones ocultos en cavernas, con sacos repletos de monedas de oro. En cierta ocasión tuvo un sueño en el que creyó que Nechele era un hombre y que debajo de sus bragas de encaje veía los flecos de una camiseta de hombre, y cuando Oyzer-Dovidl intentó darle un beso, Nechele se subió al tejado, ágil como un deshollinador, y, desde el tejado, le gritó:
Limpia la cocina,
Cómete la gallina,
Cáete,
Mátate.
Tan pronto se levantó, Oyzer-Dovidl no tuvo ni un minuto libre. Primero se lavó las manos y recitó las oraciones de primera hora de la mañana. A continuación tuvo que efectuar el rito del sacrificio. Cogió el gallo blanco por las temblorosas patas y lo volteó en círculo por encima de su cabeza. Luego lo mandó al matarife para que lo sacrificara en expiación de sus pecados, los de Oyzer-Dovidl, claro. Sin embargo, este rito fue una tortura para Oyzer-Dovidl: ¿Qué culpa tenía el gallo?
Después se fue a la Casa de Oración de Trisker. Al comenzar las oraciones, Oyzer-Dovidl estaba firmemente dispuesto a expulsar de su cabeza sus alocadas ideas, pero lo cierto era que se le venían como moscas a las mientes. Rezaba y emitía constantes suspiros. Deseaba ser un hombre cabal, pero tenía la cabeza llena de ideas que le distraían. El hombre debe amar a su esposa, pero no es aconsejable que se pase el día y la noche pensando en ella. Oyzer-Dovidl no podía apartar a Nechele de su mente. Recordaba las alegres palabras de Nechele cuando él iba a su cama, en los días en que Nechele era ritualmente pura, y recordaba los curiosos nombres que Nechele le daba mientras le tiraba de las crenchas, le hacía cosquillas, le daba mordisquitos y le besaba. Lo cierto es que Oyzer-Dovidl nunca hubiera debido tolerar tan licencioso comportamiento. Si hubiera sabido refrenar a su esposa desde el principio, ahora Oyzer-Dovidl no tendría malos pensamientos.
¿Es correcto que una esposa judía hable a su marido de ligas, encajes y crinolinas? ¿Y a santo de qué le decía que se había comprado unas medias tan largas que le llegaban hasta la cadera? ¿Qué beneficio podía derivarse de aquellas descripciones de las mujeres que Nechele veía en el baño ritual? Nechele las imitaba, describía sus piernas con vello, sus fláccidos pechos, sus hinchadas barrigas y se burlaba de las viejas y calumniaba a las jóvenes. Solamente quería demostrar que ella era la más bonita y la mejor. Pero todo lo dicho ocurría antes, hacía ya muchos meses. En los últimos tiempos, Nechele no permitía a Oyzer-Dovidl que se le acercara. Alegaba calambres, retortijones de estómago o dolores en la espalda, o bien decía que había visto manchitas en su ropa interior. Empleaba todo género de pretextos y de alambicadas interpretaciones de la ley para mantenerle a raya. Sin embargo, Oyzer-Dovidl no podía borrar las imágenes del pasado.
Oyzer-Dovidl oraba con fervor, balanceándose hacia delante y hacia atrás, agitando las manos, pateando el suelo. De vez en cuando, en su excitación, se mordía los labios o la lengua. Después de las plegarias, los hasidim recuperaron fuerzas comiendo pastel de miel y bebiendo coñac. Por lo general Oyzer-Dovidl no probaba las bebidas fuertes, pero hoy bebió un poco de coñac, por cuanto se considera digno de alabanza comer y beber en la víspera del Yom Kippur, Día de la Expiación. El coñac le quemó el gaznate y le estremeció las aletas de la nariz. Oyzer-Dovidl se puso de mejor humor. Pensó en lo que había dicho el rabino de Tchernobler: mira con desprecio al Maligno. No hay que ser como los misnagdim, los empedernidos estudiosos que tiemblan al pensar en el infierno. Satán cumple con su deber. Y tú también debes cumplir el tuyo. Oyzer-Dovidl tomó una decisión: «A partir de hoy no me privaré del coñac; en los Cielos se prefiere la más leve alegría a la más sublime melancolía».
Oyzer-Dovidl se encaminó hacia su casa para celebrar la comida festiva. Al mediodía de la víspera del Yom Kippur Nechele siempre le ofrecía un festín: blancos panecillos con miel, ciruelas cocidas, sopa con tropiezos, carne con rábanos picantes… Pero hoy cuando Oyzer-Dovidl llegó a su casa no había prácticamente nada para comer. Nechele ni siquiera le ofreció un plato de sémola. Oyzer-Dovidl no era hombre que se quejara por cuestiones meramente egoístas, pero lo que estaba ocurriendo en su casa, precisamente la víspera del Yom Kippur, era como una bofetada. Oyzer-Dovidl se preguntó: «¿Qué pretende? ¿Mandarlo todo a rodar?». La casa olía a polvo y a bolas de naftalina, desagradables olores que producían en Oyzer-Dovidl deseos de estornudar. Nechele, en viso rojo, apilaba prendas en el sofá, tal como hizo antes de Pascua, cuando pintaron las paredes. Oyzer-Dovidl se preguntó: «¿Habrá perdido el juicio?». No pudo seguir en silencio:
—Oye, ¿se puede saber qué pasa?
—Nada. Y no te metas en los asuntos caseros.
—¿Es que hay alguien que haga lo que tú haces en la víspera del Yom Kippur?
—Cada cual hace lo que hace.
—¿Es que quieres echarlo todo a rodar?
—Quizá.
Oyzer-Dovidl procuraba no mirar a su mujer, pero la vista se le iba constantemente hacia ella. Las pantorrillas de Nechele resplandecían bajo el corto viso, y a Oyzer-Dovidl le irritaba que este viso fuera rojo. La Cábala dice que el rojo es el color del juicio. Pero el Yom Kippur es tiempo de misericordia. No cabía duda de que Nechele actuaba impulsada por deseos de venganza. Sin embargo, ¿qué pecado había cometido él para suscitar en Nechele tales ansias?
Pese a que Oyzer-Dovidl seguía sintiendo hambre, se lavó las manos y pronunció la oración de gracias. Mientras la recitaba miró por la ventana. Por la calle pasaban carros de campesinos. Un chico gentil hacía volar una cometa. Oyzer-Dovidl siempre sintió lástima hacia aquellas gentes del ancho mundo que no habían aceptado la Torá, cuando el Señor se lo ofreció en el monte Seir y en el monte Paran. Durante los Días del Temor Oyzer-Dovidl tenía muy clara conciencia de que los gentiles estaban condenados.
La casa frontera a la suya era la del matarife de cerdos. Allí, en el patio, detrás de la verja, los cerdos eran sacrificados y sus cuerpos escaldados con agua hirviente. Los perros merodeaban ladrando. Bolek, uno de los hijos del matarife, que estaba empleado de escribiente en el ayuntamiento, siempre tiraba de las crenchas a los muchachos judíos y les insultaba con los más obscenos calificativos. Hoy, víspera del Yom Kippur, de la casa de enfrente sacaban grandes porciones de cerdo y las cargaban en los carros. Oyzer-Dovidl cerró los ojos. Murmuró para sí: «¿Hasta cuándo, oh Señor, hasta cuándo? Da fin, Señor, a este tenebroso Exilio, que venga el Mesías… ¡Deja que al fin resplandezca la luz!».
Oyzer-Dovidl inclinó la cabeza. Desde su infancia había vivido absorto en el judaísmo y dominado por el deseo de vivir santamente. Había estudiado todos los libros hasidim, los libros de moral y hasta había intentado hallar un camino de salvación en la Cábala. Pero Satán le interceptaba el camino. La ira de Nechele era un claro indicio de que los Cielos no estaban satisfechos de la conducta de Oyzer-Dovidl. Sintió el deseo de hablar con Nechele, de preguntarle de qué modo la había ofendido, de recordarle que el mundo sólo puede subsistir mediante la paz. Pero Oyzer-Dovidl sabía muy bien lo que ocurriría. Nechele le contestaría a gritos e insultándole. Nechele seguía moviendo paquetes con ropa de un lado para otro y murmuraba airada para sí. Cuando el gato intentó frotarse el costado contra los tobillos de Nechele, ésta le atizó una patada que mandó al gato, maullando, fuera de la estancia. No, más valía guardar silencio.
De repente, Oyzer-Dovidl se llevó las manos a la cabeza, ¡el día casi había terminado!
2
Oyzer-Dovidl fue a la sinagoga. Ser flagelado en la víspera del Yom Kippur no era habitual entre los hasidim, aunque sí era propio de los hombres piadosos. Pero Oyzer-Dovidl, después de las oraciones del atardecer, pidió a Getzl, el sacristán, que le azotara. Se tumbó en el atrio, igual que un muchacho. Getzl se le acercó con una correa en la mano y comenzó a propinarle los treinta y nueve azotes prescritos por la ley. Oyzer-Dovidl no sentía dolor. ¿Quién le tomaba el pelo? ¿El Creador del Universo? Sentía deseos de pedir a Getzl que le azotara con más fuerza, pero no se atrevía a ello. Gimió para sí: «¡Merezco ser azotado con barras de hierro!».
Mientras recibía los azotes, Oyzer-Dovidl hacía examen de conciencia. Había deseado a Nechele en días de impureza y sin apenas darse cuenta, la había tocado con delectación. Había escuchado atentamente los chismes que Nechele le contaba referentes a las cosas que ocurrían en el matadero de cerdos; había escuchado sus descripciones de mujeres desnudas en el baño ritual y en el río, ya que era en el río donde las más jóvenes se bañaban en verano. Nechele no dejaba de alardear ante él de lo firmes que eran sus pechos, de lo blanca que era su piel y de lo mucho que las otras mujeres la envidiaban. Incluso había insinuado que muchos hombres la miraban con deseo. Oyzer-Dovidl pensó: «En fin, ya se sabe, las mujeres son frívolas». Luego recordó una frase de la Gemara: «La mujer sólo siente celos del muslo de otra».
Después de la flagelación, Oyzer-Dovidl entregó al sacristán dieciocho groschen para la redención de su alma y se dirigió a su casa para celebrar la última comida, antes del ayuno. El sol llameaba a Occidente. Los mendigos formaban hileras a lo largo de las calles tras el platillo. Sentados en cajas, en troncos, en taburetes, mendigaban seres con todo género de lacras y deformidades: ciegos, mudos, sin manos, sin pies, uno que tenía la nariz carcomida y un orificio en vez de boca. Pese a que Oyzer-Dovidl se había llenado de monedas los bolsillos, pronto se quedó con los bolsillos vacíos. Y los mendigos seguían pidiendo, exigiendo, llamándole, exhibiendo sus deformidades y adelantando el platillo. Oyzer-Dovidl lamentó no haber cambiado un billete y se dirigió las siguientes palabras de reproche: «¿Por qué he de tener yo dinero cuando hay gente que vive en esa pobreza?». Pidió excusas a los mendigos y les prometió que volvería inmediatamente.
A toda prisa se dirigió a su casa. Se representó en la imaginación, igual que si la viera, la balanza en que se pesaban sus buenas y malas obras. En uno de los platillos se encontraba Satán amontonando pecados. En el otro se hallaba el Buen Ángel. Pero las plegarias, las páginas de la Gemara y el dinero dado en limosna no bastaban para compensar el peso en el otro platillo. El fiel de la balanza no se movía. En fin; aún podía arrepentirse. Precisamente ésta era la finalidad del Yom Kippur. Ahora estridentes gemidos estremecían el aire de la ciudad. En el patio de la sinagoga las mujeres imploraban protección para sus indefensos hijos. Los ojos de Oyzer-Dovidl se llenaron de lágrimas. No tenía hijos. Seguramente era un castigo de Dios. Y ésta era la razón del mal comportamiento de Nechele. Sí, quizás… Y también cabía la posibilidad de que el estéril fuese él y no Nechele.
Al entrar en su casa gritó:
—Nechele, ¿tienes dinero suelto?
—No.
La miró pasmado. Nechele, en pie, planchaba un vestido cuya tela humedecía arrojándole por entre los dientes agua que había embuchado. Oyzer-Dovidl pensó: «¿Se habrá vuelto loca, y que el Señor no lo permita? ¡Si es casi ya la hora de encender las velas!». Prendas de vestir cubrían las sillas y el banco. Cuantas ropas tenía Nechele estaban allí, esparcidas. Faldas, blusas, medias, se amontonaban en desorden. Sobre una mesilla destellaban las joyas. Oyzer-Dovidl se dijo: «Es todo despecho y rabia; quiere provocar una pelea antes de comenzar el Yom Kippur; esto es obra del Diablo; no lo consentiré». Oyzer-Dovidl preguntó:
—¿Qué hay para cenar? Es la última comida antes del ayuno.
—En la mesa encontrarás una torta.
Sobre la mesa Oyzer-Dovidl vio una jarra de miel, una manzana y media torta. Miró a Nechele, tenía el rostro tenso y húmedo. Nechele, que nunca derramaba una lágrima, estaba llorando. Oyzer-Dovidl murmuró: «Nunca llegaré a comprenderla». Aquella mujer era un enigma. Siempre había sido un enigma para Oyzer-Dovidl. Desde el día en que contrajo matrimonio con ella, Oyzer-Dovidl había deseado que Nechele le confiara los secretos de su corazón, pero al parecer lo tenía cerrado con siete llaves.
Sin embargo, hoy no era el día adecuado para pensar en estos asuntos. Se sentó a la mesa y comenzó a balancearse hacia delante y hacia atrás. Oyzer-Dovidl se sentía deprimido a menudo, pero aquel año, en la víspera del Yom Kippur, estaba mucho más deprimido de lo normal en él. Sabía que se avecinaban desdichas; en los cielos se había decretado algún castigo contra él. Una oleada de profunda melancolía le invadió. Sin poder dominarse, preguntó tartamudeando a Nechele:
—¿Se puede saber qué te ocurre?
Nechele no contestó.
—¿Qué daño te he hecho?
—Hazte a la idea de que he muerto.
—¿Qué? ¿Qué dices? ¡Eres lo que más quiero en el mundo!
—Serás más feliz con una mujer que pueda darte hijos.
Sólo faltaban tres cuartos de hora para el ocaso, pero las velas todavía no estaban en los candelabros y Oyzer-Dovidl tampoco vio la caja con arena en la que se colocaba el gran cirio conmemorativo. En años anteriores a estas horas Nechele se había puesto ya la capa de seda y el pañuelo festivo. Y el aire de la casa olía a pescado y a carne, a ricos pasteles, a manzanas cocidas con jengibre. Oyzer-Dovidl imploró: «¡Que no me falten las fuerzas para soportar el ayuno!». Pegó un mordisco a la manzana pero estaba tan ácida que no se podía comer. Terminó la porción de torta pasada y reseca. Sentía el estómago contraído, como cerrado, pero a pesar de ello, tragó once buches de agua, como precaución contra la sed.
Recitó las plegarias de la bendición y miró por la ventana. Un cielo de Yom Kippur cubría el mundo. Una masa de nubes, de un color amarillo sulfuroso en el centro y de un rojo purpúreo en los bordes, cambiaba constantemente de forma. Había instantes que parecía un río de fuego, y en el instante siguiente parecía una serpiente dorada. El cielo irradiaba un esplendor propio de otro mundo. De repente, la impaciencia dominó el ánimo de Oyzer-Dovidl. Nechele podía hacer lo que le diera la gana, pero él debía acudir a toda prisa a la casa de oración. Se quitó los zapatos, se puso las zapatillas, la blanca túnica de las fiestas, se cubrió la cabeza con un gorro de piel y se enroscó la faja a la cintura.
Con el chal de rezos y el libro de oraciones en la mano dijo a Nechele:
—¡Date prisa! Y pide a Dios un buen año.
Nechele murmuró una respuesta que Oyzer-Dovidl no oyó. Se fue, cerrando la puerta a su espalda, y murmuró: «Un enigma, un enigma».
Ante el matadero porcino había un carro con un caballo. El caballo comía avena del saco colgado en su cabeza. Un gorrión picoteaba entre el estiércol del caballo. Oyzer-Dovidl pensó: «Los gentiles ni siquiera saben que estamos en Yom Kippur». Sintió lástima por aquellas gentes que se habían entregado totalmente a la carne. Eran tan ciegos como sus caballos.
En las calles abundaban los hombres con gorros de piel y las mujeres con chales, pañuelos y bonetes. En todas las ventanas lacia la luz. Pese a que Oyzer-Dovidl, con el fin de evitar tentaciones, procuraba no mirar a las mujeres, no por ello dejaba de advertir las capas adornadas con cuentas, los vestidos con cola, las cadenas al cuello, los broches y los pendientes. En todas partes se oían gemidos de arrepentimiento. En los rostros se dibujaba el gesto de la risa y también el gesto del llanto, cuando las gentes se encontraban, se saludaban y se besaban. Jóvenes mujeres que habían perdido el marido o un hijo en el año anterior, corrían con los brazos extendidos al frente, chillando. Los enemigos que durante el año habían procurado no verse, hoy se echaban los unos en brazos de los otros y se reconciliaban.
La pequeña Casa de Oración estaba llena a rebosar cuando Oyzer-Dovidl entró en ella. Las lámparas y los cirios destellaban en el resplandor del ocaso. Los fieles recitaban entre sollozos la Plegaria de la Pureza. La Casa de Oración olía a cera, olía a la paja que se había esparcido en el suelo a fin de que los fieles pudieran postrarse sin mancharse las ropas, y también olía a algo indefinible, al penetrante, dulce y peculiar aroma del Yom Kippur. Cada hombre se lamentaba de diferente modo. Uno lo hacía en roncos sollozos, otro en gemidos de mujer. Un hombre joven suspiraba sin cesar, agitando los puños en el aire. Un viejo de blanca barba, doblado por la cintura como si llevara una pesada carga a la espalda, leía en voz alta el libro de rezos: «Oh, pecador, he copulado con bestias, con ganado y con aves…».
Oyzer-Dovidl fue a su lugar habitual, en el rincón del Sureste. Se puso el chal de rezos en la cabeza, tapándose el rostro, y quedó como en el interior de una tienda. Una vez más, imploró a Dios que no permitiera que Nechele encendiera las velas más tarde de lo prescrito. Se reprochó su comportamiento: «Hubiera debido hablar con ella, hubiera debido persuadirla con amistosas palabras». ¿Por qué estaría Nechele irritada con él? Oyzer-Dovidl se llevó una mano a la frente y se balanceó hacia delante y hacia atrás. Examinó su vivir, procuró averiguar cómo y cuándo había ofendido a Nechele. ¿Acaso había permitido que de sus labios saliera una mala palabra? ¿Había olvidado alabar algún plato guisado por Nechele? ¿Había permitido que de su lengua escapara algún reproche contra la familia de Nechele? Oyzer-Dovidl no recordaba haber cometido la más leve injusticia con Nechele. Pero la desafiante conducta de Nechele forzosamente debía tener alguna causa. Aquel enigma tenía una solución, sin la menor duda.
Oyzer-Dovidl comenzó a recitar la Plegaria de la Pureza. Pero uno de los notables había pronunciado ya las palabras del introito:
—Con el permiso del Todopoderoso…
Y el cantor comenzó a entonar el Kol Nidre. Oyzer-Dovidl pensó: «¡Dios mío! ¡Estoy seguro de que Nechele ha encendido las velas demasiado tarde!». Apoyó la cabeza en el muro. «Ignoro las razones, pero lo cierto es que Nechele ha perdido el dominio de sí misma, hubiera debido hacerla reflexionar, aconsejarla, dominarla». Recordó aquellas palabras de la Gemara: «Quien tiene el poder de evitar un pecado y no lo ejerce es castigado incluso antes que el propio pecador».
Los fieles estaban ya a mitad de la oración y recitaban las palabras «Tú conoces los secretos del corazón», cuando en las últimas filas se alzó un clamor de voces. A su espalda Oyzer-Dovidl oyó suspiros, murmullos, el sonido de los libros al ser cerrados y algunas risas. Se preguntó: «¿A qué puede deberse? ¿Por qué habrán interrumpido la oración?». Hizo un esfuerzo de voluntad para no volver la cabeza atrás. Posiblemente se trataba de algo que no le afectaba. Alguien le dio un golpecito en el hombro. Oyzer-Dovidl se volvió. Mendel, el Vago, estaba junto a él, en pie. El muchacho se tocaba con un gorro de campesino, iba calzado con altas y ceñidas botas y formaba parte de un grupo de descreídos que jamás entraba en la Casa de Oración, sino que se quedaban todos fuera, en el vestíbulo, corriendo y hablando en voz alta, mientras dentro los demás oraban. Oyzer-Dovidl se quitó de la cabeza el chal de oraciones:
—¿Qué?
—Tu mujer se ha fugado… Se ha fugado con Bolek, el hijo del matarife de cerdos.
—¿Qué dices?
—Que la hemos visto pasar por la plaza del mercado, en el carricoche de Bolek… Poco después del momento en que hay que encender las velas… Y han tomado la carretera de Lublin.
De repente, se hizo un gran silencio en la Casa de Oración. Sólo se oía el susurro de las mechas de las candelas y cirios. El cantor calló, y con la cabeza vuelta hacia atrás miraba a los fieles. Los hombres también guardaban silencio, vacía la mirada. Y los chicos se habían quedado con la boca abierta. De la zona reservada a las mujeres se levantó un extraño murmullo, un sonido mezcla de gemidos y risas mal contenidas.
Oyzer-Dovidl estaba en pie, de cara a los restantes fieles, con el rostro tan blanco como la túnica. Poco a poco, su mente comprendió: «Claro… ¡Ahora lo comprendo todo!». Uno de sus ojos parecía llorar, en tanto que el otro causaba la impresión de que riera. Después de aquella horrible noticia, ante él se abría el camino hacia la santidad. Todas las tentaciones habían desaparecido. Nada quedaba salvo amar a Dios y servirle hasta el postrer aliento. Oyzer-Dovidl volvió a cubrirse la cabeza con el chal de rezos, se volvió despacio hacia la pared y así se quedó, con la cabeza envuelta en el chal, hasta el momento de la oración final, al anochecer del día siguiente.
(Traducido del yiddish al inglés por Chana Faerstein y Elizabeth Pollet).