Hay golpes y golpes. Un golpe en la cabeza no es una tontería ni mucho menos. El cerebro es cosa delicada, de lo contrario ¿cómo iba a estar el alma alojada en el cerebro? ¿Por qué no en el hígado o, dicho sea con perdón, en las tripas? El alma se puede ver en los ojos. Los ojos son las ventanitas por las que el alma mira al exterior.
En nuestro pueblo teníamos un deshollinador al que llamábamos el Negro Yash. Todos los deshollinadores son negros —a fin de cuentas, ¿qué otra cosa pueden ser?—, pero Yash causaba la impresión de haber nacido negro. Tenía el cabello crespo y negro como el carbón. Negros eran sus ojos y no había modo de limpiar totalmente de hollín su piel. Sólo los dientes tenía blancos. Su padre había sido el deshollinador de la ciudad y Yash heredó el cargo. Pese a que ya era un hombre crecido y con todas las de la ley, Yash seguía soltero y vivía en compañía de su madre, Maciechowa.
Venía a casa una vez al mes. Iba descalzo y cada uno de sus pasos dejaba huella en el suelo. Mi madre, que en paz descanse, corría a recibirle en la puerta y no le dejaba pasar adentro. La ciudad le pagaba un sueldo, pero las amas de casa siempre le daban un groschen o una porción de pan cuando terminaba su trabajo, ya que así lo mandaba la costumbre. Pese a que jamás hizo daño a nadie, los niños le temían. Y mientras fue deshollinador jamás las llamas prendieron en las chimeneas. Los domingos, el deshollinador, como todos los gentiles, se lavaba e iba a la iglesia con su madre. Pero lavado parecía más negro que sin lavar. Quizás ésta fuera la razón de que no encontrara esposa.
Un lunes, lo recuerdo como si fuera ayer, Feitel, el aguador, vino a casa y nos dijo que Yash se había caído desde el tejado de la casa de Tevye Boruch. La casa propiedad de Tevye Boruch, situada en la plaza del mercado, tenía dos plantas. Todos lamentamos mucho el accidente del deshollinador. Yash siempre había trepado a los tejados con agilidad gatuna. Pero si el destino ha determinado que un hombre sufra un accidente, no hay modo de evitarlo. Y para colmo de males el destino había determinado que Yash se cayera desde el edificio más alto del pueblo. Feitel dijo que Yash había caído de cabeza, pero que no se había roto ningún hueso. Después de la caída le llevaron a su casa. Yash vivía en las afueras, cerca del bosque, en una vieja cabaña.
Durante un tiempo, nada supimos de Yash, ya que a fin de cuentas la suerte de un deshollinador a nadie importa. Si Yash no podía volver a trabajar, el ayuntamiento contrataría a otro deshollinador. Pero un día vino Feitel con un par de cubas de agua, suspendidas del palo que llevaba al hombro, y dijo a mi madre:
—Feige Braine, ¿ya sabe la gran noticia? Yash, el deshollinador, se ha convertido en uno de esos hombres que adivinan el pensamiento.
Mi madre se echó a reír y luego escupió:
—Supongo que lo dirás en broma…
—No, no es broma, Feige Braine. De ninguna manera. Yash está todavía en cama, con la cabeza vendada, y adivina los secretos de todos.
Mi madre dijo en son de burla:
—¿Te has vuelto loco, Feitel?
No tardó en llegar el momento en que todos hablaban del prodigio en el pueblo. El golpe que Yash se había propinado en la cabeza le había aflojado un tornillo del cerebro y ahora era vidente.
En el pueblo teníamos un maestro llamado Nochem Mecheles, quien dijo que Yash era un adivino. Se trataba de un caso increíble. Si un golpe en la cabeza bastaba para convertir a un hombre normal en un vidente, en la ciudad tendríamos cientos de videntes. Sin embargo, mucha gente había ido a casa de Yash y había comprobado por sí misma que era verdad lo que de él se decía. Un hombre metió la mano en el bolsillo, cogió un puñado de monedas y puso el puño ante Yash:
—Yash, ¿qué tengo en la mano?
Y Yash repuso:
—Tantas monedas de tres groschen y tantas de cuatro y tantas de seis kopecks.
Contaron las monedas y eran exactamente la cantidad dicha por Yash, hasta el último groschen. Otro hombre le preguntó:
—¿Qué hice la semana pasada en Lublin, tal día como hoy y en este momento?
Y Yash le dijo que había ido a la taberna con dos hombres más, a los que describió igual que si los estuviera viendo.
Cuando el médico y las autoridades del pueblo se enteraron del caso de Yash, acudieron corriendo a su casa. La cabaña de Maciechowa era muy pequeña y el techo era tan bajo que los sombreros de los visitantes lo rozaban. Comenzaron a interrogar a Yash y Yash contestó todas las preguntas sin equivocarse. El cura, alarmado, también fue; los campesinos comenzaban a decir que Yash era santo. Poco faltó para que los campesinos comenzaran a llevar a Yash en procesiones, como si fuera un icono. Pero el médico ordenó que Yash siguiera en cama. Por otra parte nadie había visto a Yash en la iglesia, salvo los domingos.
Pero he aquí que Yash estaba tumbado en su jergón, hablando como un ser normal y corriente, comiendo y bebiendo y jugando con el perro de su madre, pero nada se ocultaba a su mente. Sabía lo que la gente llevaba en los bolsillos de la chaqueta y en los del pantalón; sabía dónde éste había ocultado su dinero, cuánto gastó aquél en bebidas dos días atrás…
Cuando su madre se dio cuenta de la gran afluencia de visitantes, comenzó a hacerles pagar la entrada a un kopeck por cabeza. Tampoco era tonta la buena mujer. El médico mandó una carta a Lublin. El alcalde de la ciudad mandó —¿cómo se llama ahora?— eso, un informe, y a nuestro pueblo vinieron altos personajes de Zamosc y de Lublin. Se dijo que el propio gobernador había despachado un delegado. El alcalde se atemorizó ante las posibles consecuencias y ordenó la limpieza general de las calles del pueblo.
La plaza del mercado fue barrida con tal escrupulosidad que no se veía en el suelo ni una brizna de paja, ni una ramita. La fachada de la alcaldía fue apresuradamente encalada. Y todo ello, ¿gracias a quién? Gracias a Yash, el deshollinador. La posada de Gitel estaba atestada. ¿Quién hubiera soñado que allí se alojaran hombres de tanta importancia?
Los comisionados y los visitantes fueron a casa de Yash. Le formularon preguntas y las contestaciones que dio estremecieron de temor el corazón de los funcionarios y representantes. Sí, porque ¿quién sabe de cuántas cosas pueden ser culpables esas gentes? El visitante de mayor importancia —he olvidado su nombre— insistió en que Yash estaba loco y debía ser internado en un manicomio. Pero el médico de nuestro pueblo alegó que el paciente no podía viajar, ya que el movimiento podía matarle.
Corrieron rumores según los cuales el médico y el gobernador se las tuvieron muy tiesas, y que poco faltó para que se liaran a golpes. Pero nuestro médico también era funcionario, puesto que era el médico del distrito y formaba parte de la comisión de reclutamiento. Además, estaba dotado de una honradez inquebrantable —nadie le había podido sobornar jamás—, y no temía las consecuencias de la clarividencia de Yash. El caso es que el médico ganó la partida. Pero después el delegado comunicó a sus superiores que Yash estaba enajenado, y seguramente también redactó un escrito de quejas sobre el médico, ya que éste no tardó en ser trasladado a otro distrito.
Entretanto Yash se curó y volvió a limpiar chimeneas. Sin embargo conservó sus extraños poderes. Entraba en una casa para cobrar el groschen y el ama de la casa le preguntaba: «Yash, ¿qué hay en este cajón, ahí, a la izquierda?», o bien «¿Qué guardo en el puño?», o bien, «¿Qué cené anoche?». Y Yash lo adivinaba todo. A veces le preguntaban: «Yash, ¿cómo te las arreglas para adivinar esas cosas?». Yash encogía los hombros y contestaba: «Las sé, así, porque sí; todo es consecuencia del golpe en la cabeza». Y se ponía el dedo en la sien. A Yash hubieran podido llevarlo a las grandes ciudades y la gente hubiera comprado entradas para verle, pero ¿quién quiere tomarse tantas molestias?
En el pueblo teníamos varios ladrones. Robaban la colada puesta a secar y todo lo que podían. Pero ahora ya no podían robar. La víctima del robo visitaba a Yash y éste le decía el nombre del ladrón y el lugar en donde había escondido lo robado. Los campesinos de los pueblos cercanos se enteraron de la existencia de Yash y cuando a uno de ellos le robaban un caballo iba a ver a Yash para que le dijera dónde estaba el caballo. Varios ladrones habían sido ya encarcelados. Los demás ladrones cogieron ojeriza a Yash y dijeron abiertamente que era hombre marcado. Pero Yash sabía de antemano todos los planes de los ladrones. Iban a su cabaña para darle una paliza, pero Yash ya se había escondido en el granero de un vecino. Arrojaban piedras a Yash, pero Yash se echaba a un lado o se ponía a cubierto, incluso antes de que la piedra fuera lanzada al aire.
La gente perdía cosas —dinero, joyas— y Yash siempre adivinaba dónde se encontraba lo perdido. Y lo hacía así, sin esfuerzo, sin detenerse siquiera a pensar un poco. Si un niño se perdía, la madre acudía corriendo a Yash, quien la llevaba al lugar donde se encontraba el niño. Los ladrones decían que era el propio Yash quien había escondido al niño, pero nadie les creía. Yash no cobraba ni cinco por estos servicios. Su madre siempre pedía dinero, pero Yash era medio tonto. En su vida supo el valor de una moneda.
En el pueblo teníamos un rabino llamado Reb Arele. Había llegado procedente de una gran ciudad. El Gran Sábado antes de Pascua, el rabino predicó en la sinagoga. ¿Y saben de qué habló?, de Yash, el deshollinador. El rabino dijo que los incrédulos niegan que Moisés fuera profeta y afirman que todo debe ser acorde con la razón humana. Sin embargo, ¿cómo pudo Yash saber que Itte Chaye, la que confeccionaba los bollos salados en forma de aro, había perdido el anillo en el pozo? Y si Yash el deshollinador podía saber esas cosas ocultas, ¿cómo cabe dudar del poder de los santos? En nuestro pueblo había unos cuantos herejes, pero ni ellos supieron dar respuesta a la pregunta del rabino.
Entretanto, la fama de Yash había llegado hasta Varsovia y otras ciudades. En los periódicos se publicaban artículos sobre él.
Y de Varsovia llegó una comisión. Una vez más, el alcalde ordenó al pregonero que pregonara un bando ordenando la limpieza de patios y casas. Una vez más, la plaza del mercado quedó limpia como la plata. Después del Sukkoth, o sea la fiesta de los Tabernáculos, comenzaron las lluvias. En el pueblo sólo teníamos una calle que estuviera pavimentada, y ésta era la calle de la iglesia. En todas partes se colocaron tablas y troncos para que los señores de Varsovia no tuvieran que andar en el barro. Gitel, el posadero, preparó más camas. El pueblo entero andaba de cabeza. Yash era el único que seguía tan tranquilo. Todos los días hacía sus rondas, limpiando chimeneas. Era tan tonto que ni siquiera la visita de los funcionarios de Varsovia le inquietaba.
Y ahora escuchen lo que voy a decirles: la víspera del día en que debía llegar la comisión cayó una gran nevada, y luego bajó bruscamente la temperatura, dejándolo todo helado. En la noche anterior, la chimenea de Chaim, el panadero, soltó chispas e incluso alguna que otra llama. Chaim temió que la chimenea prendiera y mandó recado a Yash, quien acudió con su escoba y limpió la chimenea. Los hornos de los panaderos funcionan muchas horas, por lo que en el interior de la chimenea se forma gran cantidad de hollín. Cuando Yash descendía del tejado, resbaló y se volvió a caer. Se dio otro golpe en la cabeza, aunque no tan fuerte como el primero. Ni siquiera sangró. Yash se levantó y se fue a su casa.
Queridos amigos, al día siguiente, cuando la comisión llegó y comenzó a hacer preguntas a Yash, éste no contestó ni una. El primer golpe le había abierto algo en la cabeza que el segundo golpe había cerrado. Los señores de Varsovia le preguntaron cuánto dinero llevaban, qué habían hecho en el día anterior, qué habían comido la semana pasada en tal día como hoy, y Yash sonreía como un imbécil y contestaba: «No lo sé».
Los funcionarios se fueron furiosos. Reprendieron al jefe de la policía y al nuevo médico. Querían saber por qué les habían obligado a hacer un viaje tan largo para ver a aquel tontaina, a aquel desdichado que no era más que un vulgar deshollinador.
El jefe de la policía y demás autoridades del pueblo juraron que hacía solamente un par de días, Yash lo adivinaba todo. Pero los visitantes no hicieron el menor caso de estas alegaciones. Alguien les explicó que Yash se había caído de un tejado y se había golpeado de nuevo la cabeza, pero ya saben ustedes cómo es la gente. Sólo cree lo que ve. El jefe de la policía visitó a Yash y comenzó a atizarle puñetazos en la cabeza, a ver si así le aflojaba de nuevo aquel tornillo. Pero cuando la puertecilla en el cerebro se cierra ya no hay quien vuelva a abrirla.
La comisión regresó a Varsovia y allí desmintió la historia de Yash de punta a punta. Yash siguió limpiando chimeneas durante uno o dos años. Entonces vino una epidemia y Yash murió.
El cerebro tiene infinidad de puertecillas y cámaras. A veces basta un golpe en la cabeza para desbarajustar la sesera. De todos modos, lo más importante es el alma. Sin el alma la cabeza no sería más inteligente que los pies.
(Traducido del yiddish al inglés por Mirra Ginshurg).