Cuando su esposa murió, el profesor Vladislav Eibeschutz se quedó solo con sus libros y sus pájaros. Presentó la dimisión de su puesto de profesor de Historia en la Universidad de Varsovia, ya que no podía tolerar más las brutalidades de los estudiantes, pertenecientes a la asociación Orzel Polski. Los estudiantes acudían a clase con los gorros bordados en oro de la asociación, blandiendo bastones y siempre dispuestos a provocar peleas e incidentes. Por razones que el profesor Eibeschutz jamás pudo averiguar, la mayoría de ellos tenían la cara roja, granos en el cogote, narices achatadas y mandíbulas cuadradas, como si su común odio hacia los judíos les hubiera transformado en miembros de una sola familia. Incluso sus voces, exigiendo que los estudiantes judíos se sentaran en bancos exclusivamente destinados a ellos, tenían un sonido parecido.
Vladislav Eibeschutz se había jubilado con una pequeña pensión apenas suficiente para pagar el alquiler y la comida, pero ¿qué más necesita un anciano? Su criada medio ciega, Tekla, era una campesina polaca. El profesor hacía ya tiempo que había dejado de pagar el salario a la criada. Tekla guisaba para los dos aquellas sopas y caldos que pueden tomar los que carecen de dientes, en cuyo caso se encontraban el uno y la otra. Ninguno de los dos necesitaba comprarse ropas, ni siquiera zapatos. Conservaban trajes, vestidos y prendas de avejentada piel adquiridos en remotos tiempos, así como todas las ropas de la difunta señora Eibeschutz, y lo tenían todo cuidadosamente guardado y protegido con bolas de naftalina.
Con el paso de los años, la biblioteca del profesor había adquirido tal volumen que los libros cubrían todas las paredes, desde el suelo hasta el techo. Había libros y originales en los armarios roperos, en baúles, en el sótano y en las buhardillas. La señora Eibeschutz en sus tiempos intentaba de vez en cuando poner cierto orden en la casa, y los libros eran aireados y sacudidos para quitarles el polvo. Aquellos con las cubiertas o el lomo deteriorados eran reparados. Los originales sin utilidad perecían en las llamas de la cocina. Pero después de la muerte de la esposa del profesor nadie puso orden en el piso. El profesor ahora tenía unas diez o doce jaulas con pájaros, cotorras, periquitos y canarios. El profesor había amado siempre a los pájaros y las puertecillas de las jaulas estaban abiertas para que las aves pudieran volar libremente por la casa. Tekla se quejaba de que no podía limpiar la suciedad que los pájaros dejaban en las habitaciones de la casa, pero el profesor solía decirle: «Calla, tonta, calla, todo lo que procede de las criaturas del Señor es limpio».
Y, como si lo dicho no fuera bastante, el profesor daba de comer todos los días a las palomas de la calle. Todas las mañanas y todas las tardes, los vecinos veían al profesor salir de su casa con una bolsa de papel repleta de comida para las palomas. Era un hombre menudo y encorvado, con rala barba que había vuelto a pasar del blanco al amarillento, nariz ganchuda y boca de labios sumidos. Los gruesos cristales de sus gafas daban a sus ojos castaños, bajo las pobladas cejas, apariencias de ser mayores de lo que en verdad eran, así como cierto aire bizqueante. Iba siempre con el mismo sobretodo verdoso y unas botas con gomas a un lado de la caña, y puntera redondeada, de un tipo que ya no se fabricaba. Rebeldes mechones de pelo blanco escapaban por debajo del gorro pequeño y redondo. En el instante en que el profesor salía del portal a la calle, incluso antes de que comenzara a gritar datx, datx, datx (voz con la que se suele convocar a las palomas, de la misma manera que sip, sip, sip es para las gallinas), de todas partes salían bandadas de palomas que convergían sobre la persona del profesor. Las palomas habían esperado la aparición del profesor en los viejos tejados de tejas y en los árboles, alrededor del Hospital de enfermedades de la piel. La calle en que el profesor vivía comenzaba en el bulevar Nowy Swiat, y descendía en diagonal hasta el Vístula. En verano brotaba césped por entre las losas y adoquines de esta calle. Había poco tránsito. De vez en cuando pasaba un coche mortuorio para recoger el cadáver de alguien fallecido de sífilis o lupus en el cercano hospital, o un coche de la policía con prostitutas dentro, afectas de diversas enfermedades venéreas. En algunos patios todavía había bombas de agua accionadas a mano. Casi todos los vecinos eran viejos que rara vez salían de casa. Allí las palomas se hurtaban al ruido y ajetreo de la ciudad.
El profesor solía decir a Tekla que para él alimentar a las palomas era lo mismo que ir a la iglesia o a la sinagoga. Dios no tiene hambre de alabanzas, pero las palomas esperan el alimento desde que sale el sol. No hay mejor manera de servir al Creador que amar a sus criaturas.
Al profesor no sólo le producía placer dar alimento a las palomas, sino que de ellas derivaban provechosas enseñanzas. Cierta vez el profesor había leído una cita del Talmud en la que se comparaba a los judíos con las palomas, y no comprendió el significado de esta comparación hasta mucho más tarde. Las palomas carecen de armas en su lucha por sobrevivir. Se sustentan casi exclusivamente con los restos que la gente les da. Temen el ruido y huyen ante el más insignificante chucho. Ni siquiera ahuyentan a los gorriones que les roban la comida. El palomo, lo mismo que el judío, es feliz y prospera en la paz, el silencio, la quietud y la buena voluntad. Pero toda regla tiene su excepción. Entre las palomas, lo mismo que entre los judíos, hay también ejemplares belicosos que reniegan de su raza. Hay palomos que atacan a sus congéneres, que les dan picotazos y se comen el grano antes que los demás. El profesor Eibeschutz había dejado su cátedra no sólo por culpa de los estudiantes antisemitas, sino también por culpa de los estudiantes judíos comunistas que se servían de las persecuciones de los antisemitas para llevar el agua a su molino y hacer propaganda de sus ideas.
Durante los largos años que el profesor había estudiado, meditado, buscado en archivos y escrito artículos para las publicaciones especializadas, en momento alguno dejó de buscar también un significado, una filosofía de la Historia, una ley universal que pudiera explicar hacia dónde se dirige la Humanidad y cuál es el impulso que lleva al hombre al constante guerrear. Tiempo hubo en que el profesor se acercó a una interpretación materialista de los hechos históricos. Había admirado a Lucrecio, Diderot, Vogt, Feuerbach. Hasta creyó, durante un breve periodo, en Karl Marx. Pero esta etapa juvenil pronto quedó superada. Ahora el profesor se hallaba en el extremo opuesto. No era preciso ser creyente para ver el propósito o finalidad de la naturaleza, la verdad de eso que se ha dado en llamar teleología, tremendo tabú de los científicos. Sí, señor, en la naturaleza había un plan, pese a que muy a menudo nos parezca un caos. Todos nosotros somos necesarios, todos, judíos, cristianos, musulmanes, y Alejandro Magno y Carlomagno y Napoleón, e incluso un Hitler. Pero, ¿por qué y para qué? ¿Qué puede conseguir la Mente Divina al dejar que el gato se coma a la rata, el halcón mate conejos y la asociación polaca de estudiantes ataque a los judíos?
Últimamente el profesor casi había abandonado el estudio de la Historia. En su ancianidad llegó a la conclusión de que lo que realmente le interesaba era la biología y la zoología. Se había comprado varios libros que trataban de pájaros y otros animales. Pese a que padecía de glaucoma y casi había perdido la visión del ojo derecho, el profesor se compró un viejo microscopio de lance. Estudiaba sin finalidades profesionales. Leía para su propia edificación, de la misma manera que los muchachos piadosos estudian el Talmud, y el profesor estudiaba balanceando la cabeza hacia delante y hacia atrás y canturreando el texto, tal como hacen los estudiantes antes dichos. A veces se arrancaba un pelo de la barba, lo colocaba en la platina y lo examinaba al microscopio. Cada pelo tenía su complicado mecanismo. Una hoja, una piel de cebolla, un grumo de tierra sacado de los tiestos con flores de Tekla, revelaban bellezas y armonías que eran un goce para el espíritu. El profesor Eibeschutz sentado ante el microscopio examinaba esas maravillas, mientras los canarios cantaban, los periquitos emitían sus guturales sonidos, parloteaban y se daban el pico, y las cotorras charlaban llamándose las unas a las otras mono, chico, tragón, todo ello en el dialecto que se hablaba en el pueblo de Tekla. Resultaba un tanto difícil tener fe en la benevolencia del Señor, pero su Sabiduría resplandecía en cada brizna de hierba, en cada mosca, en cada flor, en cada mota de polvo.
Tekla entró. Era pequeña, con la cara marcada por la viruela y escaso cabello en el que se mezclaban el gris con el color de la paja. Iba con un marchito vestido y gastadas zapatillas. Encima de los salientes pómulos le brillaban unos ojillos oblicuos, verdes como los de un gato. Caminaba arrastrando un pie. Sufría dolores en todas las articulaciones, y trataba su dolencia con pomadas y ungüentos recomendados por curanderos. Iba a la iglesia y encendía velas en los altares de sus santos predilectos.
Y Tekla dijo:
—He hervido la leche.
—No quiero leche.
—¿Le añado un poco de café?
—No, Tekla, gracias. No quiero nada.
—Que se le secará el gaznate…
—¿Y quién ha dicho que el gaznate deba estar húmedo?
Tekla no replicó, pero tampoco se fue. Cuando la señora Eibeschutz yacía en su lecho de muerte, Tekla había jurado que ella se encargaría de cuidar al profesor. Al cabo de un rato, el profesor se levantó de la silla, en la que había un almohadón especial que le evitaba la irritación de las almorranas.
—¿Todavía estás aquí, Tekla? Eres tozuda igual que mi difunta esposa, que en paz descanse.
—Es la hora de la medicina.
—¿Qué medicina? Estúpida mujer, ¿no sabes que no hay corazón que lata eternamente?
El profesor dejó la lupa encima de una página del libro Pájaros de Polonia y fue a echar una ojeada a los suyos.
Alimentar a las palomas de la calle era puro y simple placer, pero cuidar de las docenas de pájaros que vivían en las jaulas abiertas y volaban por la casa libremente representaba un esfuerzo y una responsabilidad, y no sólo era un problema de limpieza para Tekla. No pasaba día sin que ocurriera una calamidad u otra. A veces un periquito quedaba atrapado detrás de los libros y era preciso rescatarlo. Los machos luchaban entre sí. Los huevos recién puestos por una hembra se cascaban. El profesor había separado a las diversas especies en distintas habitaciones, pero Tekla, siempre olvidadiza, dejaba una puerta entreabierta, con los consiguientes resultados. Era ya primavera y no se podía abrir las ventanas por culpa de los pájaros. Los excrementos de los pájaros daban al aire un hedor entre dulzón y rancio. Por lo general los pájaros duermen por la noche, pero a veces ocurría que una cotorra, interrumpido el sueño por alguna pajaril pesadilla, echaba a volar a oscuras y entonces era preciso encender las luces para que no se matara. Sin embargo, cuántas alegrías proporcionaban los pájaros al profesor Eibeschutz a cambio de los pocos granos que consumían… Uno de los periquitos había aprendido infinidad de palabras e incluso algunas frases. A veces se posaba en la calva del profesor, le mordisqueaba el lóbulo de la oreja, saltaba a la pata de las gafas del profesor, e incluso se posaba como un acróbata en su dedo índice mientras escribía. En el curso de los años de trato con pájaros, el profesor había llegado a la conclusión de que los pájaros son seres muy complicados, con individualidad y carácter claramente marcados. Después de haber observado durante años a un pájaro determinado, este pájaro todavía sorprendía al profesor con sus, gracias y excentricidades.
Al profesor le gustaba muy principalmente el que aquellos seres carecieran del sentido de la Historia. Para ellos lo pasado pasado estaba. Olvidaban inmediatamente todo género de aventuras. Sin embargo tampoco faltaban las excepciones. El profesor había sido testigo de la melancolía que terminó con la vida de un periquito, después de la muerte de su pareja. Entre sus pájaros había observado casos de enamoramiento, celos, inhibiciones e incluso de asesinato y suicidio. Era capaz de pasarse horas seguidas observándolos. Había una finalidad en los instintos que Dios les había dado, en la construcción de sus alas, en el modo en que empollaban los huevos, en la muda, en los cambios del color de su plumaje. ¿Y cómo funcionaba ese mecanismo pajaril? ¿Se debía todo a las leyes de la herencia? ¿Y qué eran los cromosomas y los genes?
Desde la muerte de su esposa el profesor tomó la costumbre de hablar a solas o de dirigirse a seres que ya llevaban tiempo muertos. A veces decía a Darwin: «No, Charles, tus teorías no resuelven el enigma. Ni las suyas, monsieur Lamarck».
Aquella tarde, después de tomar la medicina el profesor llenó la bolsa de papel con linaza, mijo y guisantes secos, y salió a dar de comer a sus palomas. Pese a que corría el mes de mayo, había llovido y del Vístula soplaba un viento frío. Ahora había dejado de llover y los rayos del sol cortaban las nubes como un hacha y pasaban por entre las hendiduras. Tan pronto el profesor apareció en la calle, de todas partes surgieron las palomas. Algunas, en sus prisas, golpeaban con las alas el sombrero del profesor y poco faltaba para que lo derribaran. El profesor pronto se dio cuenta de que no había traído comida bastante para aquella multitud de pájaros. Procuraba lanzar el grano de modo que quedara ampliamente esparcido y las palomas no tuvieran que luchar entre sí para comerlo, pero a pesar de ello las palomas pronto formaron una compacta e hirviente masa. Algunas se posaban sobre la espalda de otras, decididas a abrirse paso por la fuerza. La calle era demasiado estrecha para tanta paloma. El profesor musitó para sí: «Las pobrecillas tienen hambre». Sabía muy bien que el alimento que les suministraba no bastaba para resolver el problema. Cuanta más comida se les daba, más se reproducían. Había leído que en un lugar de Australia tan numerosas llegaron a ser las palomas que las techumbres de las casas se hundieron bajo su peso, Sin embargo, tampoco podía permitir el profesor que aquellos seres murieran de hambre.
El profesor volvió al patio de su casa, en donde tenía el saco con grano, y volvió a llenar la bolsa murmurando: «Supongo que esperarán». Cuando salió las palomas aún estaban allí. «Gracias a Dios que aún están», se dijo el profesor un tanto preocupado por los presupuestos religiosos que la frase revelaba. Comenzó a lanzar el grano pero le temblaba la mano, y el alimento caía demasiado cerca de él. Las palomas se posaban en sus hombros, aleteaban y le daban picotazos. Una osada paloma intentó posarse en el borde de la mismísima bolsa.
De repente, una piedra golpeó la frente del profesor. Durante un instante no supo qué había ocurrido. Luego recibió dos pedradas más. Una le dio en el codo y la otra en la parte lateral del cuello. Sin saber exactamente cómo, el profesor consiguió volver al refugio de su casa. Había leído a menudo en los periódicos que en los jardines de Sajonia y en los suburbios algunos judíos habían sido atacados por jóvenes brutos. Pero nunca le había ocurrido nada semejante. En aquellos momentos, el profesor no sabía qué le dolía más, el golpe en la frente o la vergüenza que experimentaba. Murmuró: «¡Tan bajo hemos llegado…!». Tekla seguramente vio lo ocurrido, a través de la ventana. Corrió hacia el profesor con los brazos abiertos y verde de rabia la cara. Tekla maldijo, silbando entre dientes y corrió a la cocina para empapar con agua fría una toalla. El profesor se había quitado el sombrero y se toqueteaba el chichón. Tekla le llevó al dormitorio, le quitó el abrigo y le obligó a tenderse en cama. Mientras atendía al profesor Tekla no dejaba de maldecir:
—¡Dios, castígales! ¡Padre celestial, dales su merecido! ¡Que ardan eternamente en los infiernos! ¡Que revienten, que les dé la peste negra!
—Basta, Tekla, basta.
—Si esa es nuestra Polonia, más valiera que ardiera por entero.
—En Polonia hay gente muy buena, Tekla.
—¡Chusma, rameras, perros leprosos!
Tekla salió, seguramente para avisar a la policía. El profesor oyó sus gritos y sus quejas dirigidas a los vecinos. AJ cabo de un rato todo era silencio. Al parecer Tekla no fue en busca de la policía, ya que al cabo de un rato el profesor la oyó regresar sola. Anduvo de un lado para otro en la cocina, murmurando para sí. El profesor cerró los ojos y pensó: «Tarde o temprano uno lo experimenta todo en la propia carne y, además, ¿acaso soy yo mejor que las otras víctimas? Así es la Historia, y precisamente a la Historia me he dedicado durante toda la vida».
Una palabra hebrea que había olvidado hacía ya muchos años le vino de repente a la memoria: reshayim, los malvados. Son los malvados quienes hacen la Historia.
El profesor se quedó pasmado unos instantes. En un segundo había hallado la solución que había buscado durante años. Lo mismo que la manzana que Newton vio caer del árbol, la piedra que un bruto le había lanzado reveló al profesor Eibeschutz una verdad de universal validez. Era exactamente tal como estaba escrito en el Antiguo Testamento. Cada generación tiene sus hombres sanguinarios y mendaces. Los malvados no pueden descansar. Sea en la guerra o sea en la revolución, sea cual fuere la bandera bajo la que luchan, cualquiera que sea su grito de guerra, la finalidad es siempre la misma: causar daño, causar dolor, derramar sangre. Una común finalidad unía a Alejandro de Macedonia y a Amílcar, a Gengis Kan y a Carlomagno, a Chmielnitzki y a Napoleón, a Robespierre y a Lenin. ¿Demasiado sencillo quizá? También el principio de la gravitación universal es sencillo, y precisamente por esto tardó tanto en hallarse.
Comenzaba el ocaso. Vladislav Eibeschutz comenzó a dormitar. Instantes antes de sumirse en un sueño profundo se dijo: «De todas maneras, no puede ser tan sencillo».
Al comenzar la noche Tekla fue en busca de hielo e hizo una compresa que aplicó al profesor. Tekla propuso llamar al médico, pero el profesor no se lo permitió. Se avergonzaría de lo ocurrido ante el médico y ante los vecinos. Tekla le preparó una sopa de sémola. Por lo general, antes de retirarse a su dormitorio el profesor inspeccionaba las jaulas, cambiaba el agua, añadía grano y ponía alguna hoja de verdura a los pájaros, al tiempo que les renovaba la arena del suelo. Aquella noche confió a Tekla estas tareas. Tekla había ya apagado las luces. Algunos periquitos en el dormitorio del profesor permanecían en sus jaulas. Otros se habían posado en el montante de la cortina. Pese al cansancio que experimentaba el profesor no podía dormir. Tenía hinchada la piel alrededor del ojo que conservaba la visión, y no podía apenas mover el párpado. Imploró a los poderes rectores del mundo que no le dejaran totalmente ciego. Y pensó que prefería morir a quedarse ciego.
Por fin se durmió y soñó en extrañas tierras, en lugares que jamás había visto, en valles, en jardines con grandes árboles y parterres con exóticas flores. En sueños se preguntó: «¿Dónde estoy? ¿En Italia? ¿En Persia? ¿En Afganistán?». La tierra se movía como si el profesor viajara en avión. Sin embargo no iba en avión. Parecía gravitar en el espacio. «¿Habré salido de la esfera de gravitación de la Tierra? ¿Cómo ha podido ocurrir? Aquí no hay atmósfera. Espero que no me asfixiaré».
Despertó y por unos instantes no supo dónde se encontraba. Tocó la compresa. Se preguntó: «¿Por qué llevo la cabeza vendada?». De repente lo recordó todo. «Sí, ciertamente, los malvados son quienes hacen la Historia. He descubierto la fórmula newtoniana de la Historia y tendré que volver a escribir todas mis obras». Bruscamente sintió un dolor en el costado izquierdo. Se quedó quieto, fija la atención en el latir del dolor en su pecho. Tenía unas píldoras para combatir sus ataques de angina de pecho, pero las guardaba en un cajón, en su cuarto de trabajo. Stephanie, su difunta esposa, le había dado una campanilla para llamar a Tekla en el caso de que se sintiera enfermo por la noche. Pero el profesor Eibeschutz prefería no usarla. Incluso dudaba si encender la lámpara en la mesilla de noche. El ruido y la luz asustaban a los pájaros. Tekla seguramente estaría fatigada después del trabajo del día y de tan desagradables sucesos. La agresión de los brutos había alterado a Tekla mucho más que al propio profesor, pensó éste. ¿Qué tenía Tekla, salvo aquellas horas de descanso? Tekla carecía de marido, de hijos, de parientes, de amigos. El profesor le había legado en su testamento todos sus bienes. Pero, ¿qué valían estos bienes? ¿Qué valor tenían sus originales inéditos? La nueva fórmula quizá…
Durante unos instantes, el profesor tuvo la impresión de que el dolor de las cuchilladas en el pecho remitía un poco. Pero luego sintió un desgarrón en el corazón, en el hombro, en el brazo, en el costillar. Alargó la mano hacia la campanilla, pero sus dedos quedaron lacios antes de alcanzarla. Nunca hubiera imaginado que fuera posible experimentar tanto dolor. Parecía que un puño estrujara su corazón. Se ahogaba y sus intentos de respirar se resolvían en estertores. Un pensamiento cruzó su mente: «¿Qué será de las palomas?».
A primera hora de la mañana, cuando Tekla entró en el aposento del profesor, apenas pudo reconocerle. La imagen que vio ya no era la del profesor, sino la de un grotesco muñeco. La piel tenía el amarillento color de la arcilla, el cuerpo estaba tieso como un hueso, con la boca abierta, la nariz desfigurada, la barba apuntando al techo, los párpados de un ojo cerrados y los del otro entreabiertos, como en una sonrisa de ultratumba. Una mano con dedos de cera reposaba en la almohada.
Tekla comenzó a chillar. Los vecinos vinieron corriendo. Alguien pidió una ambulancia, No tardaron en oír el sonido de la sirena, pero el interno que penetró en el dormitorio miró hacia la cama y sacudió la cabeza. Dijo:
—Nada podemos hacer por él.
Tekla gimió:
—Lo han asesinado, lo han asesinado… Le apedrearon. Así caigan todos muertos, así Dios fulmine a los asesinos, que caiga sobre ellos la negra maldición, que les dé el cólera… ¡Malvados criminales!
El médico le preguntó:
—¿A quién se refiere?
Tekla repuso:
—A nuestros matones polacos, a los brutos, a esas bestias, a los asesinos.
—Era judío, ¿no?
—Sí, era judío.
—En fin…
Casi olvidado mientras vivió, el profesor encontró la fama en su muerte. Llegaron comisiones de la Universidad de Varsovia, de la Universidad Libre, de la Sociedad de Historiadores y de diversas organizaciones, grupos, hermandades y sociedades. Las secciones de Historia de las universidades de Cracovia, Lemberg y Vilna remitieron telegramas anunciando que también mandaban representantes al entierro. La casa del profesor rebosaba flores. Profesores, escritores y estudiantes formaron una constantemente renovada guardia de honor alrededor de sus restos mortales. Y coma sea que el profesor era judío, la Sociedad Funeraria judía mandó a dos hombres para que recitaran salmos ante el difunto. Asustados, los pájaros volaban de una pared a otra, de una estantería repleta de libros a otra, intentaban posarse en lámparas, molduras del techo y cortinas. Tekla intentaba dirigirlos hacia sus jaulas, pero los pájaros huían de ella. Algunos desaparecieron por puertas y ventanas descuidadamente abiertas. Una de las cotorras chillaba una y otra vez la misma palabra en tono de alarma y advertencia. El teléfono sonaba sin cesar. Los representantes de la comunidad judía exigieron el pago por adelantado del precio de la tumba, y un comandante del ejército polaco, ex alumno del profesor, les amenazaba con nefastas consecuencias.
Al día siguiente por la mañana un coche funerario judío ascendió la calle camino de la casa del profesor, los caballos iban con negras gualdrapas y capuchones también negros, con orificios a la altura de los ojos. Cuando sacaron el féretro de la casa y el cortejo fúnebre comenzó a avanzar cuesta abajo, hacia la Avenida Tamki y el barrio viejo de la ciudad, bandadas de palomas echaron a volar por encima de los tejados. Y vinieron más y más palomas, y tantas eran las palomas que cubrieron el cielo en la estrecha cinta que las casas de la estrecha calle recortaban en él, de manera que la luz del día se oscureció como en un eclipse. Las palomas parecían detenerse, suspendidas en el aire, y así se estaban un instante, e inmediatamente seguían el cortejo trazando círculos en el cielo.
Los hombres de las comisiones y las delegaciones que caminaban lentamente tras el coche funerario, cubierto por los ramos atados con cintajos, miraban pasmados a lo alto. Los vecinos de la calle, los viejos y los enfermos que habían salido de sus casas para rendir un último homenaje al profesor, se santiguaban. Ante su vista estaba ocurriendo un milagro, igual que en los remotos tiempos bíblicos. Tekla alzó al cielo los brazos cubiertos por el negro chal y gritó:
—¡Jesús…!
Las bandadas de palomas escoltaron al féretro hasta que el cortejo desembocó en la calle Browarna. Mientras trazaban círculos, sus alas, ya bajo los rayos del sol, ya en la sombra de las nubes, eran ahora rojas como la sangre, oscuras como el plomo. Se advertía que las palomas no deseaban adelantar al cortejo, ni tampoco rezagarse. Cuando llegaron al cruce de Furmanska con Marienstadt, las palomas trazaron un último círculo y, después, en masa, se volvieron atrás, como un fantasma alado que hubiese querido acompañar a su benefactor hasta el lugar de su eterno descanso.
El día siguiente amaneció otoñal y triste. Bajas y tormentosas nubes cubrían el cielo. El humo de las chimeneas descendía, y la carbonilla iba a reposar sobre las techumbres de tejas. Caía una lluvia fina, de gotas punzantes como agujas. Por la nociré alguien pintó una esvástica en la puerta de la casa del profesor. Tekla salió a la calle con una bolsa de comida, pero sólo unas cuantas palomas volaron hacia ella. Dubitativas, picotearon la comida, mientras miraban alrededor, temerosas de ser atrapadas en el momento de contravenir una prohibición dictada por los seres alados. De las bocas de las cloacas salía un hedor a podredumbre, el acre hedor de la destrucción inminente.
(Traducido del yiddish al inglés por el autor y Elizabeth Shub).