El mentor

1

Cuando llegué a Israel en 1955 encontré a conocidos, de dos clases. Aquellos a quienes no había vuelto a ver desde que salí de Varsovia para dirigirme a los Estados Unidos en 1935. Y aquéllos a los que no había visto desde 1922, cuando salí de Jadow para ir a Varsovia. Los de Varsovia me conocieron cuando yo era un joven autor, miembro del Club de Escritores y de la sección yiddish del PEN Club. Los de Jadow me recordaban como a un adolescente que daba clases particulares de hebreo, mandaba versos a los semanarios, versos que eran rápidamente rechazados, se creía profundamente enamorado de una muchacha de dieciséis años y se entregaba a todo género de actividades bohemias. Los de Varsovia me llamaban por mi seudónimo literario. Los de Jadow me llamaban Itche, o bien Itche el del rabino, debido a que era el nieto del rabino.

En Tel Aviv los escritores en yiddish celebraron una reunión en mi honor y pronunciaron discursos. Todos mis conocidos juraron que había cambiado poco. Los de Jadow me formularon todos la misma irónica pregunta: «¿Y qué ha sido de tu cabellera roja?». Se reunieron en casa de un compatriota que se había enriquecido con una industria de cuero. Allí viví una curiosa experiencia: las antiguas criadas y cocheros me hablaron en correcto hebreo. Algunos de los que hablaban yiddish lo hacían con acento ruso o lituano, debido a que habían huido de Polonia durante la segunda guerra mundial y habían vivido años en Vilna, Bialystock, Jambul o Tashkent. Muchachas a las que yo había robado algún beso y que me llamaban Moreh —profesor— me hablaron de sus hijos ya casados y hasta de sus nietos. Los rostros y los cuerpos habían cambiado hasta ser casi ir reconocibles.

Poco a poco comencé a orientarme. Varias mujeres de Jadow me dijeron que jamás me habían olvidado. Mis compañeros de adolescencia me recordaron las locas bromas que yo solía gastar, las fantásticas historietas que contaba e incluso mis burlas de los viejos del pueblo. De entre mis viejos amigos de Jadow eran muchos los que faltaban. Habían perecido en los ghettos y campos de concentración o habían muerto en Rusia, de hambre, fiebres tifoideas y escorbuto. Algunos de los de Jadow habían perdido hijos en la guerra contra los árabes en 1948. Mis paisanos reían y suspiraban alternativamente. Prepararon un banquete en mi honor y una velada dedicada al recuerdo de los que no sobrevivieron.

Como sé que me llamaban Itche y que todos me hablaban con gran familiaridad, me sentí de nuevo joven entre aquella gente. Volví a hablar a tontas y a locas, conté todo género de chistes e historietas acerca de Berl, el tonto del pueblo, y de Reb Mordecai Meyer, el defensor de la moral en Jadow. Hablé ante aquellos hombres y mujeres de media edad como si todavía fueran muchachos y chicas. Y hasta intenté renovar viejos amores. Los de Jadow se reían de mí bonachones y decían: «¡Itche, tu siempre igual! ¡No has cambiado ni tanto así!».

Entre las gentes de Jadow que volví a ver estaba Freidl, a quien yo había dado clases, y que ahora era doctora en medicina. Tenía unos diez años menos que yo. Cuando yo contaba diecisiete, ella tenía ocho. Su padre, Avigdor Rosenbach, rico comerciante en maderas, pertenecía al grupo de los modernistas e ilustrados. En Israel, Freidl había adoptado la versión hebrea de su nombre y se llamaba Ditza. Antes de que yo saliera de Jadow, Freidl ya había adquirido fama de ser extremadamente lista. Hablaba el yiddish y el polaco, estudiaba francés con un profesor y piano con otro. Rápidamente aprendió el hebreo con las clases que yo le daba. Entonces era una muchachita con el cabello negro, piel blanca y ojos verdes, muy linda. Me atormentaba con todo género de preguntas cuya contestación yo ignoraba. A su manera infantil coqueteaba conmigo, y, al término de cada lección, tenía que darle un beso. Me prometió que se casaría conmigo cuando fuera mayor. Después, en Varsovia, me enteré de que Freidl había terminado con brillantes notas la enseñanza secundaria y que estudiaba medicina en la Sorbona. Alguien me dijo que Freidl hablaba ocho idiomas. Un lpuen día me dieron una extraña noticia: Freidl se había casado con un muchacho de Jadow, Tobías Stein, un chico de mi edad cuyo mayor empeño era trasladarse a Palestina. Pese a que el padre de Tobías era un rico comerciante, el muchacho aprendió el oficio de carpintero con la idea de dedicarse a la construcción en las nuevas poblaciones de Palestina. Era un chico moreno, con rizado cabello negro y ojos también negros, de expresión alegre. Vestía blusa con faja y se cubría con un gorro azul y blanco en el que llevaba bordada la Estrella de David, a fin de exteriorizar así su fervor sionista. No sólo aprendió carpintería, sino también el manejo del fusil, con el propósito de utilizarlo en defensa de las colonias judías de Palestina contra los ataques de los árabes. Conocía mejor que cualquiera de nosotros la geografía de Palestina, cantaba todas las canciones e himnos sionistas y recitaba poemas de Bialik. Después de haberme ido de Varsovia, Tobías recibió un certificado que le permitía entrar en Palestina, pero, al parecer, regresó a Europa, en donde estuvo el tiempo suficiente para contraer matrimonio con Freidl. Realmente, ignoraba los detalles de esta historia y tampoco me interesaba saberlos.

Años después de la segunda guerra mundial, supe que Freidl había tenido una hija con Tobías, y que la pareja se había separado. Freidl había hecho carrera en Israel en donde se dedicaba a la neurología, y había escrito una obra traducida a diversos idiomas. Se decía que tenía todo género de aventuras amorosas, y que, entre tantas, había tenido una con un alto jefe del Ejército británico. Tobías vivía en un remoto kibbutz. Todavía estaba enamorado de Freidl, y conservaba a la hija a su lado.

La llegada de Freidl, aquella noche, en casa del rico comerciante en cueros, produjo sensación entre los de Jadow. Freidl había rehuido asistir a sus reuniones y la consideraban mujer un tanto altanera. La mujer que entró en aquella estancia tenía más de cuarenta años, pero aparentaba muchos menos. Algo más alta que la talla media, delgada, con el negro cabello muy corto, tenía la piel todavía blanca y los ojos verdes. Inmediatamente reconocí a la Freidl de años atrás. Sólo la nariz había cambiado, convirtiéndose en una nariz de persona mayor y seria. Pese a que no llevaba gafas, advertí en su piel unas marcas indicativas de que se las había descabalgado de la nariz hacía unos instantes. Iba con un vestido de lana inglesa, una chalina y llevaba un bolso que parecía una cartera de hombre de negocios. En un dedo lucía un anillo con una gran esmeralda. De su persona emanaba un aire, de mujer de mundo, de energía y decisión. Me miró perpleja. Después, gritó: «Moreh!», y nos dimos un beso. Se me antojó que el olor de todos los hombres que se habían acostado con ella seguía aún pegado a su cuerpo. Después de las primeras frases me habló en yiddish en vez de hebreo. Al principio quedé un tanto inhibido, ya que yo, que le había enseñado el alfabeto hebreo, apenas podía seguir sus palabras en este idioma, que hablaba muy de prisa, con voz fuerte y el moderno acento sefardita. Me dijo que trabajaba también en la universidad de Jerusalén y que estaba vinculada a diversas universidades extranjeras, incluso norteamericanas. Los de Jadow se habían callado. Maravillados, escuchaban nuestra conversación. Le pregunté:

—¿Me permites que siga llamándote Freidl?

Repuso:

—Para ti siempre seré Freidl.

2

Después de la recepción varios amigos de los tiempos de Jadow quisieron acompañarme al hotel, pero Freidl dijo que había venido en automóvil y que me acompañaría ella. Nadie se atrevió a contradecirla. En el automóvil, Freidl me dijo:

—¿Tienes prisa? Hace una noche muy hermosa. Si te parece, podemos dar un paseo en el coche.

—Pues sí, será un placer.

Atravesamos la ciudad. Me parecía muy raro estar en un país judío, leer los letreros de las tiendas escritos en el hebreo recientemente creado, pasar por calles que tenían nombres de rabinos, de líderes sionistas, de escritores judíos. Durante el día había apretado de firme el calor y había visto mujeres cubriéndose el rostro con pañuelos para no inhalar la fina arena del desierto que el viento llevaba. El sol se había puesto, grande y rojo, y no redondo como suele ser, sino con una leve prolongación en la parte inferior, como un fruto con cola. Por lo general en Tel Aviv refresca tan pronto el sol se pone, pero aquella noche la brisa ardiente siguió soplando. Los vapores de la gasolina se mezclaban con el olor del reblandecido asfalto y con la humedad procedente de los campos, las colinas y los valles. Del mar llegaba un hedor a peces muertos y a basura de la ciudad. La luna estaba baja, de color rojo oscuro, con las facciones medio borradas, y tuve la impresión de que estaba cayendo sobre la tierra en el curso de una catástrofe cósmica. Las estrellas brillaban como lamparillas suspendidas de hilos invisibles. Tomamos la carretera de Jaffa. A mi derecha el mar lanzaba destellos plateados. Verdes sombras pasaban por su superficie. Freidl dijo:

—En noches como esta no puedo dormir. Me paso la noche paseando y fumando.

Sentía deseos de preguntarle por qué se había separado de Tobías, pero me di cuenta de que la pregunta debía formularse de otra manera, a saber: ¿por qué había contraído matrimonio con Tobías? Sin embargo decidí esperar a que fuera ella quien hablara. Pasamos ante casas de estilo árabe, con muchas cúpulas, como pechos de animales míticos. Algunas de estas casas tenían cortina de cuentas en vez de puerta. Freidl indicó una mezquita con el minarete, desde el que el almuecín llama a los fieles cinco veces al día. Al cabo de un rato comenzó a hablar:

—Fue todo una locura. Le recordaba tal como era en los tiempos de mi niñez, y su personalidad me dejó una fuerte impresión de carácter romántico. Pertenezco al tipo de mujer que se siente atraída por los hombres mayores que ella. Creo que a eso se le da un nombre en la jerga freudiana. La verdad es que también andaba medio enamorada de ti, pero me dijeron que te habías casado. Muy pronto me di cuenta de que los judíos nada tenían que hacer en la Diáspora. No era Hitler solamente quien estaba dispuesto a aniquilarnos, era el mundo entero. Estabas muy en lo cierto cuando escribiste que los judíos modernos son básicamente suicidas. El judío moderno no puede vivir sin el antisemitismo. Si no hubiera antisemitismo el judío moderno tendría que inventárselo. El judío ha de sangrar por la Humanidad, ha de combatir a los reaccionarios, ha de preocuparse por lo que pasa en China, por lo que pasa en Manchuria, en Rusia, por los intocables de la India, por los negros norteamericanos. Predica la revolución, y, al mismo tiempo, quiere para sí todos los privilegios del capitalismo. Intenta destruir el nacionalismo de los demás, pero, al mismo tiempo está orgulloso de pertenecer al Pueblo Elegido. ¿Cómo puede una tribu así existir en tierras extrañas, entre pueblos extraños? Quería venir a vivir aquí, entre esos a los que llamamos hermanas y hermanos, y aquí estaba Tobías, el idealista, el adelantado. La había visitado aquí varias veces, y estaba convencida de que le amaba. Pero en el mismo instante en que me encontré con él bajo el dosel matrimonial, en la ceremonia de la boda, me di cuenta de que cometía un error. Me había convencido a mí misma de que Tobías era un héroe, pero pronto vi que era un iluso charlatán, con el cerebro blando, sentimental como una solterona. Al principio, su hebreo me deslumbró, pero pronto me di cuenta de que decía banalidades. Repetía como un loro todos los textos de propaganda, todos los editoriales de los periódicos. Cantaba con gracia canciones populares, baratas. Y se enamoró de mí de un modo enfermizo, con un amor que realmente me agobiaba. Nada hay peor que ser amada por un tonto. El tonto enamorado te convierte en un ser frígido y avergonzado del propio sexo. A su lado me convertí en una mujer, cruel y retorcida. Inmediatamente quise terminar aquello, pero entonces vino nuestra Riña. Un hijo es un hijo. Riña heredó todos los rasgos de mi familia, no de la de Tobías. Pero él la conserva en su poder como prenda. Ha conseguido que Riña sea mi enemiga, hasta el punto de que se enfrenta conmigo en todo. Tampoco me gusta el régimen de kibbutz. Tiene todos los defectos del comunismo y todos los del capitalismo. ¿En qué clase de mujer se convertirá Riña allí? Será una campesina a medio educar. ¿Fumas?

—No.

—Me han dicho que tampoco comes carne.

—Es cierto.

—¿Por qué? La naturaleza carece de compasión. En cuanto a la naturaleza hace referencia, somos como gusanos. Tú mismo me enseñaste la Biblia, y mi padre me llenó la cabeza con el relato de los milagros que Dios ha hecho en beneficio de los judíos. Pero después de lo que le ha ocurrido al pueblo de Israel, hay que ser totalmente estúpido para creer en Dios y en todos los cuentos anejos. Es más, creer en un Dios de bondad es la peor traición que se puede hacer a las víctimas. Un rabino norteamericano nos visitó, y en sus sermones afirmaba que los seis millones de judíos se encuentran todos en el Paraíso atracándose de carne del Leviatán y estudiando la Torá con los ángeles. No es necesario ser psicólogo para comprender qué se pretende compensar mediante esas creencias. En Jerusalén hay un grupo que se dedica, más o menos, a la investigación espiritista. Durante un tiempo el asunto me interesó y asistí a varias sesiones. Es todo impostura, todo cuento. Cuando no engañan a los demás, se engañan a sí mismos. Sin un cerebro que funcione, no hay pensamiento. Y si hay un más allá, este más allá es la mayor crueldad que quepa imaginar. ¿Por qué las almas han de recordar toda la mezquindad de su existencia? ¿Por qué ha de ser maravilloso que el alma de mi padre siga viviendo y recordando cómo su socio le estafó y robó, cómo ardió su casa, cómo mi hermana Mirele murió de parto y, luego, recordar los ghettos, los campos de concentración y los hornos de los nazis? Si en la naturaleza hay un ápice de justicia, esta justicia estriba en la desaparición del espíritu cuando el cuerpo muere. Y no comprendo que haya gente que opine lo contrario.

—Si se piensa de esta manera que tú dices, no hay razón alguna para no ser nazi.

—No, no es ésta la cuestión, no es asunto de razón de ser. Los nazis son enemigos de la raza humana, por lo que el resto del mundo debiera tener derecho a exterminarlos como a piojos.

—¿Y qué dices de los débiles? ¿Qué derechos tiene el débil?

—Los débiles tienen el derecho a unirse y así adquirir fortaleza.

—¿Y por qué no gozar de todos los privilegios y de todas las injusticias para con los demás, en tanto los débiles, sigan siendo débiles?

—Ya los gozamos. El hecho de que en estos instantes vayamos en automóvil en vez de arrastrar trotando un carrito en el que va otro semejante, o en vez de estar en un campo de arroz con agua hasta las rodillas por seis piastras al día, es en sí mismo un privilegio y, hasta cierto punto, una injusticia. En fin, dejemos ya esta conversación, no conduce a nada. Tú mismo no crees en nada.

—Alguien hay que se ocupa de este mundo.

—¿Quién? ¡Qué tontería! ¡Pura tontería…!

—¿Y las estrellas?

Freidl levantó la vista un instante:

—Las estrellas son estrellas.

Guardamos silencio. La carretera pasaba por entre campos y huertos, o quizá fueran naranjales. Estaba demasiado oscuro para distinguirlo. De vez en cuando, una luz temblaba a lo lejos. No le pregunté adonde nos dirigíamos. Ya había recorrido el país a lo largo y a lo ancho, y mi curiosidad estaba satisfecha. Llevábamos media hora sin cruzarnos con otro automóvil. Un silencio de medianoche cubría la tierra. El viento había dejado de soplar. El sonido del motor iba acompañado del canto de los grillos, del croar de las ranas, del murmullo de miríadas de insectos que vivían en Tierra Santa y buscaban alimento, protección, pareja.

Friedl dijo:

—Si tienes sueño doy media vuelta y volvemos. A mí nada hay que me guste tanto como ir en automóvil de noche.

Sentí deseos de pedir a Friedl que me hablara de sus aventuras amorosas, pero me abstuve. Sabía que son muchos los que gustan de hacer confesiones, pero que no toleran que alguien les invite a decir la verdad al impulso de la pura y simple curiosidad. No sé cómo ocurrió, pero lo cierto es que Friedl volvió a hablar:

—¿Qué podía impedírmelo? No le amaba, e incluso en el caso de amarle me hubiera gustado probar con otros. Tuve aventuras antes de mis tiempos con él, durante mis tiempos con él y después. Hubo en mi vida cierto hombre en el curso de eso que se llama la luna de miel. Reconozco que hay mujeres que han nacido para tener un solo hombre y que hasta hay hombres que han nacido para una sola mujer, pero yo no pertenezco a esta especie. Pienso como Maupassant: más vale tener dos amantes que una, y tres que dos. Como es natural, he rechazado a más de un hombre, pero nunca lo he hecho por razones de moralidad. Comparto la opinión de madame Kollontai. Mi cuerpo me pertenece, es propiedad privada mía. No sé exactamente lo que es el amor y creo que nunca lo sabré. Cada cual lo entiende a su manera. Mis pacientes me han contado infinidad de historias. Pero nada hay que explique el comportamiento humano. No hay razones, sólo hay formas de comportamiento. Últimamente, me afilié a la escuela de la psicología Gestalt debido a que no busca motivaciones. Un gato caza ratas. Una abeja elabora miel. Stalin ansiaba el poder. Los judíos modernos también ansían el poder, aunque no directamente sino a través de trabajar entre las bambalinas. Los judíos son críticos natos. Sienten la necesidad de despedazar las cosas. Aquí, en Israel, los judíos no pueden despreciarlo todo y esto les enfurece. Como puedes ver soy una hedonista total. Pero siempre hay inhibiciones que no nos permiten gozar de las cosas. Quizá no lo creas, pero mi hija es la principal preocupación de mi vida. Todos los días me digo cien veces que un hijo no es más que un óvulo accidentalmente fertilizado y que los sentimientos de amor y de lealtad que se sienten hacia el hijo no son más que ciego instinto o cualquier otra cosa de este tipo. El odio de mi hija, sus quejas y reproches, me hacen desdichada. Y esta situación empeora de día en día. Sin cesar oigo, oigo literalmente, las réplicas que mi hija me da, sus reprensiones, sus intentos de vengar todo el daño que imagina he causado a su padre. Quería que fuera a estudiar al extranjero, pero la chica se niega a aceptar nada de mí. No contesta mis cartas. Cuando llamo por teléfono, y no es fácil ni mucho menos conseguir comunicación con un kibbutz, me cuelga el aparato. Sólo hay una solución, volver a vivir con Tobías, pero la sola idea me da vómito. Nunca he conseguido averiguar cómo se las ha arreglado Tobías para engendrar tanto odio hacia mí en nuestra hija. En realidad, esta tarea se ha convertido en la esencia de su vivir. Aparentemente, Tobías es dulce como la sacarina, pero por dentro es todo amargura. Dice cosas que pasman por su estupidez, pero al mismo tiempo me aterrorizan. Los memos tienen cierta fuerza misteriosa. Viven hondamente enraizados en el caos primigenio. Eres el único hombre a quien he confesado esto. Perdí a mis hermanos y para mí eres como un hermano mayor. Treinta y tres años son muchos años, y sin embargo te recordaba perfectamente. Muchas veces he tenido deseos de escribirte. Pero escribir cartas es un trabajo imposible para mí. ¿Tienes sueño quizá?

—No.

—¿Cómo es que no tienes sueño? Ya es muy tarde.

—La historia de esta tierra me impide dormir.

—¿Recuerdos del Padre Abraham?

—De los profetas.

—Cuando vine por primera vez, pensé que sería incapaz de ir al retrete en Jerusalén. Era demasiado sagrado todo. Pero una se acostumbra pronto. ¿Aceptas pasarte la noche entera viajando en automóvil?

—Sí, pero ¿adonde vamos?

—Bueno, no te burles de mí, pero la verdad es que quiero llevarte al kibbutz de mi hija. He dejado de visitarla. Juré, y fue un juramento profano, ya que no puedo hacer juramentos santos, que no volvería a visitarla jamás. Siempre que iba al kibbutz mi hija me trataba con abierta hostilidad. Está poseída por el odio hacia mí. Se niega a sentarse conmigo en el comedor. Me ha escupido en la cara. Y el motivo de que quiera llevarte allá estriba en que a Tobías le gustará verte. Según parece, Tobías y tú erais uña y carne. Lee todo lo que escribes. Riña también ha oído hablar mucho de ti. Alardea de que eres amigo de su padre. Aquí todavía, se tiene cierto respeto a los escritores. En este sentido, Israel es un poco como Jadow. Bueno, en fin, el caso es que no puedo dormir y he dejado de tomar somníferos y se me ha ocurrido la idea de ver a mi hija. Luego regresaremos y a las diez de la mañana estarás en tu hotel. Yo debo ir a la clínica, pero tú nada tienes que hacer, puedes cerrar los postigos y dormir hasta que te dé la gana.

—De acuerdo.

—¿Te estoy explotando, verdad? Sí, ya sé que estoy cediendo a una debilidad, pero incluso los fuertes tienen debilidades. Llegaremos al kibbutz al amanecer. Allí tienen una escuela de secundaria y Riña está en el último curso. También trabaja. Decidió trabajar en el establo sólo para irritarme. Se dedica a ordeñar las vacas y a limpiar de estiércol el establo. Siempre hay alguna especialidad en que todos somos geniales, y mi hija es genial en hacerme la Pascua.

—¿De qué clase de kibbutz se trata?

Freidl me dijo un nombre. Le pregunté:

—¿Es bastante izquierdista el kibbutz ése, no?

—Sí, todos son de izquierdas allí. Mi marido y mi hija también, claro. Su dios es Borokhov. Fueron todos allá con la idea de predicar la revolución de la Torá, directamente desde Sión. Los entusiasmos de los otros habitantes del kibbutz se han enfriado un poco, pero para mi marido y mi hija Lenin sigue siendo un nuevo Moisés. No es más que una cuestión puramente personal. Piensan así porque yo me río de su manera de pensar. La chica es muy guapa, una verdadera belleza, y, además, inteligente. Si estuviera en América, Hollywood ya la hubiera contratado, pero aquí trabaja en una cuadra.

—¿Sale con chicos?

—Sí, pero no se trata de nada serio. Algún día se casará con cualquier palurdo y esto será el fin de su vida amorosa.

—Te dará nietos.

—Éste es un asunto que me deja totalmente indiferente.

—¿Quién es tu actual amante?

Freidl guardó silencio unos instantes. Al fin dijo:

—Pues sí, tengo un amante ahora. Es un abogado, casado y con hijos. Cuando le necesito, le llamo y viene; cuando no le necesito se va. De todos modos, Tobías no accedería a concederme el divorcio. Y cumplidos ya los cuarenta años, la época del deseo intenso ha pasado para mí. Hubo un tiempo en que mi trabajo me apasionaba. Ahora ni siquiera el trabajo me entusiasma. Me gustaría escribir una novela, pero nadie hay interesado en que lo haga. Además, ahora me he quedado sin idioma. El hebreo no es mi lengua materna. Y aquí escribir en yiddish es absurdo. Sé muy bien el francés, pero hace años que no lo utilizo. Y el inglés también lo conozco, pero no lo suficiente para escribir literatura. De todos modos, no te preocupes que no voy a hacerte la competencia. Anda, ponte cómodo e intenta dormir.

—Te aseguro que no tengo sueño.

—Si hubieras venido hace algunos años, seguramente hubiera iniciado una aventura contigo, pero desde hace algún tiempo tengo la impresión de que es ya demasiado tarde para todo, para cualquier cosa. Quizá sea el principio de la menopausia o presagios de muerte. Esa hija me ha dejado sin capacidad de goce y alegría.

—Debieras ir a un psicoanalista.

—¿Qué? No creo en el psicoanálisis. De nada me serviría. Durante toda mi vida he tenido una neurosis principal y varias pequeñas neurosis a las que llamo «las candidatas». Cuando la neurosis principal desaparece, una de las candidatas ocupa su lugar. Y así se van alternando, igual que los políticos. Una ocupa el poder durante unos años y luego lo traspasa a otra. A veces, ocurre algo así como una revolución en las altas esferas. Esta neurosis provocada por mi hija es relativamente nueva, pero no muy nueva. Ha crecido como un cáncer y siento que sigue creciendo.

—¿Qué quieres de tu hija?

—Que me quiera.

—¿Y qué sacarías de ello?

—Esto es lo que no sé.

Me recliné en el asiento y comencé a dormitar.

3

No dormía ni estaba en vela. Soñaba, y entre sueños levanté un párpado y vi que la luna había desaparecido. La noche negra reposaba con todo su peso sobre la tierra y recordé las tinieblas del principio de la creación, antes de que Dios dijera: «¡Hágase la luz!». Los insectos se habían callado. Freidl conducía a mucha velocidad y yo tenía la extraña sensación de que nos deslizábamos cuesta abajo, hacia un abismo. El resplandor de su cigarrillo se desplazaba a la derecha, a la izquierda, hacia arriba y abajo. Parecía comunicar con alguien mediante una clave ígnea. Pensé que uno nunca sabe quién será su ángel de la muerte. Ésta es la Freidl de Jadow. Volví a dormirme y vi escarpadas montañas y sombríos gigantes. Los gigantes intentaban tender un puente entre cumbre y cumbre. Hablaban en una lengua antigua con voces tonantes y alargaban los brazos hasta el horizonte. Abajo, discurrían las aguas rugientes y espumeantes, arrastrando peñascos. Me pregunté: «¿Será éste acaso el río Sambation? Si así es, no se trata de una leyenda». Abrí los ojos y vi que el sol asomaba detrás de una colina, asomaba difuso y bíblico, derramando una luz que no era la del día ni la de la noche. En mi duermevela, esta escena guardaba una extraña relación con la bendición de los sacerdotes a los judíos, bendición que no se puede contemplar sin quedarse ciego. Volví a dormitar.

Freidl me despertó. Habíamos llegado al kibbutz. A la media luz del alba vi cactus relucientes de rocío, parterres y barracones con la puerta abierta de los que salían hombres y mujeres a medio vestir. Todos tenían la piel tostada por el sol, casi negra. Algunos llevaban toallas, pastillas de jabón, cepillos para los dientes… Freidl me dijo:

—Has dormido como un rey.

Me cogió del brazo y así recorrimos un estrecho sendero cubierto de hierba alta y húmeda. Llamó a una puerta. Al cabo de unos instantes, al ver que nadie la abría, llamó con más fuerza. Oí una voz bronca y Freidl contestó. Abrióse la puerta y apareció un hombre, revuelto el cabello negro entreverado de blanco, desnudos los pies y con la camisa desabrochada, dejando al descubierto el pecho velludo. Un lado de su rostro estaba más arrugado que el otro, estaba rojo y carnoso, como irritado. Se sostenía los pantalones con una mano. Me pregunté: «¿Es posible que este hombre sea Tobías?». Tenía los hombros anchos, fuerte la nariz y en el cuello venas hinchadas.

Freidl le dijo:

—Perdona que te haya despertado. Te he traído un visitante.

Comenzaba a encontrar cierto parecido entre aquel hombre de edad madura y el Tobías de Jadow. Pero el hombre parpadeaba medio dormido y no me reconocía. Freidl sonrió:

—Éste es Itche, el del rabino de Jadow.

Tobías repitió:

—Itche.

Y se quedó perplejo, con la mano en los pantalones desabrochados. Al cabo de unos instantes me abrazó con el brazo libre. Nos besamos y su barba me pinchó como si fuera de alambre.

Freidl dijo:

—Quiero ver a Riña. Será sólo un momento. Debemos regresar inmediatamente.

Dubitativamente, con una voz sin inflexiones, Tobías dijo:

—Riña no está en casa.

Freidl se envaró:

—¿Dónde está pues?

—No está en casa.

—¿Dónde está?

—Con una amiga.

—¿Quién es esa amiga? Estás mintiendo.

Marido y mujer comenzaron a discutir en hebreo. Oí que Tobías decía:

—Está con su mentor.

—¿Con su mentor? ¿A estas horas?

Tobías repitió:

—Con su mentor.

—¿Estás loco o crees que estoy loca yo?

Como si hablara para sus adentros, Tobías dijo:

—Duerme allí.

Pese a que el sol daba matices purpúreos al rostro de Freidl, advertí que palidecía. Le temblaban los labios. En su cara se dibujó una expresión airada y ofendida. Dijo:

—¿Una muchacha de dieciséis años duerme con un chico? Ahora, quieres humillarme en presencia de Itche, ¿no es eso?

—La chica lo aprendió de su madre.

Bajo las cejas hirsutas, sus pupilas miraban frías y penetrantes. En ellas incluso vi una expresión de mofa. Retrocedí un par de pasos. Con la mano Tobías me indicó que esperase. Sonrió y por primera vez reconocí plenamente al Tobías de Jadow. Entró en el barracón.

Freidl le dirigió un insulto. Se volvió hacia mí y dijo:

—Está loco. Es un degenerado y un loco.

Esperamos quietos, separados. Tobías no se dio prisa. El rostro de Freidl había quedado cuajado y viejo. Dijo:

—Es todo maldad. Para injuriarme está convirtiendo a mi hija en una ramera. Pues bien, se terminó, no tengo hija, para mí es como si no existiera.

—Quizá no sea verdad.

—Vamos a verlo.

Freidl me tomó la delantera y yo la seguí. El rocío me había mojado calzado y calcetines. Pasamos ante un camión al que unos hombres a torso desnudo cargaban jaulas con pollos vivos. Los pollos, medio dormidos, emitían sonidos parecidos al cloqueo. Nos acercamos a un edificio que parecía en parte granero y en parte torre vigía. En lo alto de la techumbre había una veleta en forma de gallo. Allí vivía el mentor. Una escalera de mano conducía a la entrada. Freidl gritó:

—¡Riña!

Había lanzado el grito con voz aguda y estremecida por temblores de llanto. Gritó muchas veces el nombre, pero nadie apareció en la ventana abierta. Freidl me dirigió una mirada de soslayo con la que parecía preguntarme: «¿Subo?».

Sentí frío. Las rodillas me temblaban. Todo parecía sin base ni sustancia, como una de esas pesadillas que se desvanecen tan pronto uno despierta. De buena gana hubiera dicho a Freidl que de nada servía estar allí, en pie, y que lo mejor que podíamos hacer era irnos, pero en aquel momento vi el rostro de una muchacha. Pasó como una sombra. Freidl forzosamente tuvo que verlo. Se había quedado con la boca abierta. Ya no era la doctora que con tanta inteligencia había hablado durante la noche, sino una escandalizada madre judía. Parecía que quisiera gritar, pero guardaba silencio. Ahora, el sol estaba ya en lo alto y hasta nosotros llegaba una neblina procedente de qué sé yo dónde. Dije:

—Vayámonos Freidl. Es absurdo quedarse ahí.

—Sí, tienes razón.

Temía que Freidl me llevara de nuevo a casa de Tobías y allí provocara una pelea con él. Pero no. Me llevaba hacia otro lugar. Caminaba tan de prisa que apenas podía seguirla. Pasamos ante el desierto comedor comunitario. Estaba iluminado con colgantes bombillas desnudas. Una muchacha ponía papeles en las estrechas mesas. Un muchacho fregaba el piso de losas con una bayeta. El aire olía a desinfectante. No tardamos en llegar al lugar en que Freidl había dejado el automóvil. Hacía frío. Estaba temblando. Me subí el cuello de la chaqueta. Gracias a Dios no tengo hijas, pensé. Por oriente flotaba una nube alargada, como un gran lecho cubierto de ascuas. Pasó un vuelo de pájaros lanzando gritos. Pasamos junto a un rebaño de corderos que parecían pacer en un terreno arenoso y estéril. Pese a que dudaba mucho de la existencia de Dios, de su Misericordia y de su Providencia, a mi mente acudían párrafos de la Biblia. Las palabras de Isaías anunciando la ira de Dios: «Nación pecadora, pueblo penetrado de iniquidad, semilla de malvados… Se han apartado del Señor. Han provocado al Santo Espíritu de Israel…». Sentía la necesidad de demostrar a Freidl que aplicaba dos escalas de valores distintas, una a sí misma y la otra a los demás, pero me constaba que las contradicciones de Freidl eran también mis contradicciones. Los poderes que rigen la Historia nos habían devuelto a la tierra de nuestros antepasados, pero nosotros poco habíamos tardado en profanarla con nuestra abominable conducta. El sol ya daba calor y había adquirido un color amarillo sulfuroso. Despedía chispas y llamas menudas, como si fuera una antorcha. Producía una luz sombría y triste, como en los momentos de eclipse. Del desierto llegaba un viento seco que transportaba fina arena. El rostro de Freidl estaba ceniciento y demacrado. Y en aquel momento vi que se parecía a su madre, Deborah Ita.

Nos detuvimos en una gasolinera con un letrero en hebreo, y Freidl me dijo:

—Y ahora, ¿qué podemos hacer, adónde podemos ir? Si este muchacho es un mentor todo está perdido. ¡He quedado curada, curada para siempre!

(Traducido del yiddish al inglés por el autor y Evelyn Torton Beck).