El autoservicio

1

Pese a que he llegado a ese punto en que gran parte de mis ingresos se me va en el pago de los impuestos, todavía conservo la costumbre de comer en restaurantes automáticos cuando estoy solo. Me gusta coger la bandeja con el cuchillo, el tenedor y la cuchara de hojalata, la servilleta de papel a un lado y escoger en el mostrador los platos que prefiero. Además, en los autoservicios de mi barrio encuentro a paisanos polacos, así como a todo género de escritores principiantes y de lectores en yiddish. Tan pronto me siento a una mesa se acercan, me saludan con un «¡Hola, Aaron!» y comenzamos a hablar de literatura yiddish, del Holocausto, del Estado de Israel y, a menudo, también hablamos de conocidos que estaban en el restaurante, comiendo pastel de arroz y ciruelas cocidas, la última vez que yo estuve, y que ahora se encuentran ya en la tumba. Como sea que rara vez leo el periódico, me entero tardíamente de estas noticias. Cada vez que esto ocurre me llevo un sobresalto. Sin embargo, a mi edad uno debe acostumbrarse a semejantes realidades. La comida se me queda atascada en la garganta. Confusos, nos miramos los unos a los otros y con la mirada nos preguntamos: ¿Quién será el siguiente? Pero no tardamos en volver a masticar. Con frecuencia recuerdo una escena que vi en una película sobre África. Un león ataca a una punta de cebras y mata a una. Las aterradas cebras huyen a todo correr, pero poco después se paran y vuelven a pacer. ¿Acaso se les ofrece otra posibilidad?

No puedo estar mucho tiempo en compañía de esos lectores de yiddish debido a que siempre ando muy ocupado. A veces estoy escribiendo una novela, un relato breve, un artículo. Otras debo dar una conferencia, ya hoy, ya mañana. Mi agenda está atestada de compromisos para las próximas semanas e incluso meses. Puede muy bien ocurrir que una hora después de salir del restaurante automático me encuentre en el tren, camino de Chicago, o a bordo de un avión, rumbo a California. Pero mientras estoy en el restaurante conversamos en nuestra lengua materna y me entero de intrigas y mezquindades que, desde el punto de vista moral, más me valdría ignorar. Todos, cada cual a su manera, intentan conseguir cuantos honores, dinero y prestigio puedan. Aquellas muertes nada nos enseñan. La vejez no nos purifica. Ni siquiera a las puertas del infierno sentimos arrepentimiento.

He vivido en este barrio más de treinta años, o sea, tantos como viví en Polonia. Conozco todas las manzanas y todas las casas. En el curso de las últimas décadas poco se ha construido aquí, en la parte alta de Broadway, y me gusta forjarme la ilusión de haber echado raíces en esta zona de la ciudad. He hablado en casi todas las sinagogas del barrio. En muchas tiendas me conocen, y también soy conocido en los restaurantes vegetarianos. En las calles de los alrededores, viven mujeres con las que he tenido aventuras. Incluso las palomas me conocen. Tan pronto salgo a la calle con la bolsa de papel repleta, echan a volar hacia mí, y algunas lo hacen desde varias manzanas. Esta zona está delimitada por la calle Noventa y seis y la calle Setenta y dos, por Central Park y por Riverside Drive. Casi todos los días, en el recorrido que hago al salir del restaurante, paso ante la funeraria que espera nuestro momento y el momento de nuestras ambiciones e ilusiones. A veces se me antoja que esta funeraria es como un restaurante automático en el que uno recibe un rápido elogio o un Kaddish para el camino hacia la eternidad.

En el restaurante casi siempre trato con hombres, solterones como yo, aspirantes a escritor, maestros de escuela jubilados, algunos individuos con dudosos títulos de doctor, un rabino sin fieles, un pintor de temas judíos, unos cuantos traductores, todos ellos inmigrantes procedentes de Polonia y Rusia. En pocos casos conozco sus nombres. A veces uno deja de acudir y yo concluyo que seguramente ha pasado a mejor vida. Pero de repente reaparece y dice que ha intentado establecerse en Los Ángeles o en Tel Aviv. Vuelve a comer su pastel de arroz y a endulzar con sacarina su café. El individuo está más arrugado, pero cuenta las mismas historias y dibuja los mismos gestos y ademanes. Incluso cabe la posibilidad de que un buen día extraiga un papel del bolsillo y me lea un poema del que es autor.

En los años cincuenta en nuestro grupo apareció una mujer mucho más joven que todos nosotros. Tendría poco más de treinta años. Era baja, delgada, con rostro aniñado, cabello castaño que llevaba recogido en un moño, nariz corta y hoyuelos en las mejillas. Tenía pupilas ambarinas o, mejor dicho, de un color indefinido. Vestía con discreción europea. Hablaba el polaco, el ruso y un yiddish de frases hechas, para emplear en familia. Había estado en campos de concentración rusos y también en campamentos situados en Alemania, antes de lograr el visado de entrada en los Estados Unidos. Todos los hombres la mimaban. No le permitían pagar la cuenta. Galantemente le traían el café, junto con una porción de pastel de queso. Escuchaban con atención sus palabras, sus chistes, sus bromas. Aquella muchacha no había perdido la alegría a pesar de los sufrimientos de la guerra. Me presentaron. Se llamaba Esther. Yo ignoraba si era soltera, divorciada o viuda. Me dijo que trabajaba en un taller en donde se dedicaba a clasificar botones. Aquella mujer lozana y joven no encajaba en nuestro grupo de hombres mayores y con la vida frustrada ya. También resultaba extraño que no hubiera encontrado un empleo más interesante que el de seleccionar y clasificar botones en un taller de Nueva Jersey. Pero, a pesar de todo, pocas preguntas le formulé. Me dijo que había leído mis obras cuando aún se encontraba en Polonia y después en los campamentos de Alemania, terminada ya la guerra. Dijo:

—Usted es mi escritor.

Tan pronto pronunció estas palabras, imaginé que me había enamorado de ella. Estábamos solos en la mesa (el otro individuo que nos acompañaba había ido al teléfono) y yo le dije:

—Por estas palabras se merece usted un beso.

—¿Pues a qué espera?

Y me dio un beso y un mordisquito. Dije:

—Es usted toda fuego, querida.

—Sí, fuego de la Gehena.

Pocos días después me invitó a su casa. Vivía en una calle situada entre Broadway y Riverside Drive, en compañía de su padre, quien tenía ambas piernas amputadas e iba en sillón dé ruedas. Las piernas se le habían congelado en Siberia. En el invierno de 1944 intentó huir de uno de los campos de esclavos de Stalin. Tenía aspecto de fortaleza, con espesa cabellera blanca, rostro rubicundo y ojos de enérgico mirar. Hablaba de un modo avasallador, con juvenil jactancia y acompañando sus palabras con grandes carcajadas. Había nacido en Rusia, pero vivió largos años en Varsovia, Lódz y Vilna. En los primeros años treinta ingresó en el Partido Comunista y poco después ocupó un cargo en él. En 1939 huyó a Rusia junto con su hija. Su esposa y los restantes hijos quedaron en la Varsovia ocupada por Hitler. En Rusia alguien le denunció acusándole de trotskista y fue enviado a una mina de oro, al Norte. La G.P.U. enviaba allí a los denunciados, lo que significaba prácticamente la muerte. Ni siquiera los más robustos podían soportar más de un año el hambre y el frío. Eran condenados a destierro sin que se hubiera dictado sentencia. Juntamente morían los sionistas, los bundistas, los miembros del Partido Socialista polaco, los nacionalistas ucranianos y los simples refugiados, debido a la escasez de mano de obra. A menudo morían de escorbuto y beriberi. Boris Merkin, el padre de Esther, hablaba de este asunto como si se tratara de una gigantesca broma. Calificaba de forajidos, bandoleros y malas lenguas a los stalinistas. Me aseguraba que si no hubiera sido por los Estados Unidos, Hitler hubiera invadido la totalidad de Rusia. Contaba los métodos usados por los prisioneros para engañar a sus guardianes y conseguir una porción de pan o una ración extra de sopa aguada, así como los diversos sistemas de matar piojos. Esther, un día, le chilló:

—¡Padre, basta ya!

—¿Qué pasa? ¿Acaso cuento mentiras?

—Es que hasta del kreplach… se cansa una, ¿comprendes?

—Hija, son cosas que tú misma hiciste.

Cuando Esther se fue a la cocina a preparar el té, su padre me dijo que la muchacha se había casado en Rusia con un judío polaco que se alistó voluntario en el Ejército Rojo y qué murió en acción. Aquí, en Nueva York, la cortejaba un refugiado, en otros tiempos contrabandista en Alemania, y que había montado un taller de encuademación con el que había ganado una fortuna. Boris Merkin me dijo:

—Convénzala de que se case con ese hombre, También yo saldría beneficiado.

—Quizá no esté enamorada de él.

—El amor no existe. Déme un cigarrillo. En el campo de concentración se montaban los unos encima de los otros igual que gusanos.

2

Había invitado a Esther a cenar, pero me llamó por teléfono y me dijo que tenía la gripe, por lo que debía guardar cama. Pocos días después ocurrieron unos hechos que me obligaron a trasladarme a Israel. En el viaje de regreso me detuve en París y Londres. Quise escribir a Esther, pero había perdido sus señas. Cuando volví a Nueva York intenté llamarla por teléfono, pero en el listín no figuraba ninguna Esther Merkin, ni ningún Boris Merkin. Seguramente vivían realquilados. Las semanas pasaron sin que Esther acudiera al restaurante. Pregunté por ella a los habituales y nadie supo darme cuenta de su paradero. Pensé para mis adentros: «Seguramente se ha casado con el encuadernador». Una noche, fui al autoservicio con el presentimiento de que la encontraría. Pero al llegar vi que el muro del edificio estaba renegrido y las ventanas condenadas con tablas. Un incendio había destruido el restaurante. Sin duda alguna los viejos solterones se reunían en otro autoservicio. Sí, pero ¿en cuál? Soy incapaz de buscar. Además, bastantes complicaciones tenía ya sin Esther.

Transcurrió el verano y llegó el invierno. Un día, a última hora, pasé ante el restaurante y vi luces, un mostrador, clientes. Los propietarios lo habían construido de nuevo. Entré, cogí una bandeja y vi a Esther sentada a una mesa, sola, leyendo un periódico en yiddish. No me vio. La estuve observando un rato. Se cubría con una especie de fez de piel, propio de hombre, y llevaba una chaqueta adornada con un marchito cuello de piel. ¿Era posible que aquella gripe hubiera sido preludio de una enfermedad grave? Me acerqué a su mesa y le dije:

—¿Qué tal? ¿Qué novedades hay en el mundo de los botones?

Se sobresaltó y luego esbozó una sonrisa. Después, en fingido pasmo, exclamó:

—¡Veo que todavía ocurren milagros!

—¿Dónde se ha metido, Esther?

—¿Y usted? Pensaba que aún estaría fuera del país.

—¿Qué se ha hecho de nuestros queridos cafeterianiks?

—Ahora van a otro restaurante automático de la calle Cincuenta y siete y la Octava Avenida. Éste lo volvieron a abrir ayer.

—¿Me permite que le traiga un café?

—Tomo demasiado café, pero en fin, acepto.

Fui en busca del café y cogí también un pastel de huevo, de los grandes. Mientras estaba en el mostrador volví la cabeza y la miré. Esther se había quitado su masculino gorro y se había ordenado el cabello con las manos. Dobló el periódico, lo cual indicaba que se disponía a conversar. Se levantó e inclinó la otra silla hacia delante, de modo que el respaldo quedó apoyado en el borde de la mesa, para indicar que estaba ocupada. Cuando me senté, dijo:

—Se fue usted sin despedirse. Y yo me quedé aquí y poco faltó para que me encontrara ante las áureas puertas del Paraíso.

—¿Qué pasó?

—Bueno, pues que la gripe degeneró en pulmonía. Me dieron penicilina y yo soy uno de esos seres que no la toleran. Me salió una erupción que me cubrió todo el cuerpo. Mi padre tampoco se encuentra demasiado bien.

—¿Qué le pasa a su padre?

—Tiene la presión alta. Le dio un ataque de apoplejía y se quedó con la boca torcida.

—Lo siento, lo siento mucho… ¿Sigue trabajando en lo de los botones?

—Sí, sigo con los botones. Por lo menos no tengo que usar la cabeza, con las manos basta. Y entretanto pienso.

—¿Y en qué piensa?

—En mil cosas. Las demás empleadas son puertorriqueñas. Se pasan todo el día hablando en castellano.

—¿Quién cuida de su padre?

—¿Quién? Nadie. Llego a casa al atardecer y preparo la cena. Mi padre sólo tiene un deseo. Quiere que me case, por mi propio bien y también en beneficio de sí mismo. Pero soy incapaz de casarme con un hombre al que no quiero.

—¿Y qué es el amor, para usted?

—¿Usted me lo pregunta? Es usted quien escribe novelas de amor y no yo. De todos modos, usted es un hombre, por lo que supongo que no sabe lo que es el amor en realidad. Para usted, una mujer es un objeto, una mercancía. Para mí, el hombre que dice tonterías o que sonríe como un imbécil es un ser repelente. Prefiero morir a vivir con un hombre así. Y el hombre que anda saltando de una mujer a otra tampoco es para mí. No quiero compartir con nadie a un hombre.

—Mucho temo que se acercan tiempos en que todos tendremos que aceptar ese compartir.

—Pues yo no sirvo para eso.

—¿Cómo era su marido?

—¿Cómo se ha enterado de que estuve casada? Mi padre se lo dijo, claro. En cuanto salgo del cuarto de estar se va de la lengua. Mi marido era un hombre con convicciones y dispuesto a morir por ellas. No era exactamente mi tipo, pero le respetaba y le amaba. Quería morir y murió como un héroe. No creo que pueda decir más. Esto es todo.

—¿Y los otros?

—No hubo otros. Los hombres me perseguían. Cuando hay guerra, la gente se porta así. Usted nunca lo sabrá. La gente pierde totalmente la decencia. Una vez, en el camastro junto al mío, una madre yacía con un hombre y la hija con otro. Todos se portaban como bestias, peor que bestias. Y en esta situación yo soñaba con el amor. Ahora incluso he dejado de soñar. Los hombres que vienen aquí son terriblemente aburridos. Además, casi todos ellos están medio locos. Uno pretendió leerme un poema de cuarenta páginas. Por poco me desmayo.

—Sería incapaz de leerle ni media página de cuanto he escrito.

—Sí, ya me han dicho sus costumbres.

—Efectivamente, así es. Ande, tómese el café.

—Además, usted ni siquiera intenta frecuentar mi trato. Casi todos los hombres que vienen aquí se pegan como moscas y no hay modo de quitárselos de encima. En Rusia, la gente sufría, pero allí no había tantos locos como en Nueva York. La casa en que vivo es un auténtico manicomio. Todos mis vecinos andan mal de la cabeza. Se acusan los unos a los otros de toda clase de maldades. Cantan, gritan, rompen platos. No hace mucho, una vecina se tiró por la ventana y se rompió la cabeza contra el pavimento. Sostenía relaciones con un muchacho veinte años más joven que ella. En Rusia, el mayor problema era librarse de los piojos. Aquí, una vive rodeada de locura.

Tomamos café y compartimos el pastelillo de huevo. Esther dejó la taza en la mesa:

—Me parece increíble que esté sentada a esta mesa con usted. Leo todos sus artículos, sea cual fuere el seudónimo con que los firma, entre los muchos que usa. Cuenta tantas cosas de usted mismo, que tengo la impresión de conocerle desde hace qué sé yo los años, Y a pesar de esto sigue usted siendo un enigma pera mí.

—Los hombres y las mujeres nunca pueden comprenderse recíprocamente.

—Es cierto. Ni a mi padre puedo comprender. A veces me parece un extraño. Creo que le queda poco tiempo de vida.

—¿Tan enfermo está?

—No es sólo la enfermedad, es todo en conjunto. Ha perdido la voluntad de vivir. ¿A santo de qué vivir, sin piernas, sin amigos, sin familia? Han muerto todos. Se pasa el día sentado, leyendo el periódico. Se comporta como si lo que ocurre en el mundo le interesara. Ha perdido sus ideales, pero aún tiene esperanzas de que se produzca una revolución justa. ¿Y qué ayuda puede ser para él una revolución? En cuanto a mí, le diré que nunca he puesto la menor esperanza en partido o movimiento alguno. ¿Qué esperanzas podemos tener cuando todo termina con la muerte?

—La esperanza es, en sí misma, la demostración de que la muerte no existe.

—Sí, ya sé que a menudo escribe sobre esta teoría. Para mí, el único consuelo es la muerte. ¿Qué hacen los muertos? ¿Siguen tomando café y comiendo dulces? ¿Siguen leyendo los periódicos? Una vida después de la muerte no sería más que una broma pesada.

3

Algunos cafeterianiks de antaño volvieron al autoservicio reconstruido y también vinieron nuevos clientes, todos ellos europeos. Se entregaban a largas discusiones en yiddish, polaco, ruso e incluso hebreo. Algunos, procedentes de Hungría, hablaban en una mezcla de alemán, húngaro y yiddish germanizante, pero de repente abandonaban tal mezcolanza y comenzaban a hablar en puro yiddish de Galitzia. Pedían que les dieran el té en vaso y al sorberlo sostenían entre los dientes un terrón de azúcar. Muchos de ellos eran lectores de mis obras. Se presentaban a mí y me reprochaban infinidad de errores literarios: en mis escritos había contradicciones, me extendía demasiado en las descripciones de escenas sexuales, describía a los judíos de tal manera que daba armas a los antisemitas para atacarlos. Me contaban sus experiencias en los ghettos, en los campos de concentración nazis, en Rusia. Uno señalaba a otro y decía: «¿Ve usted aquel tipo que está allá? Pues en Rusia se convirtió de la noche a la mañana al stalinismo y denunciaba a sus amigos y compañeros; en cambio aquí, en Norteamérica, es antibolchevique». Aquel de quien se hablaba parecía darse cuenta de ello, ya que tan pronto mi confidente se iba, el otro cogía su taza de café y su pastel de arroz, se sentaba a mi mesa y me decía: «No crea usted ni media palabra de lo que le han dicho, esa gente se inventa mentiras de todo género constantemente; por otra parte, ¿qué podía uno hacer en un país en el que uno tenía siempre la soga al cuello?; uno tenía que adaptarse a las circunstancias si quería sobrevivir y no acabar muriendo en cualquier punto del Kazajstán; para conseguir un plato de sopa o dormir bajo techo, uno tenía que vender el alma al diablo».

Había una mesa a la que se sentaba un grupo de refugiados que ignoraba totalmente mi existencia. No sentían el menor interés por la literatura o el periodismo, y sólo se ocupaban de negocios. En Alemania se habían dedicado al contrabando. También en Norteamérica parecían metidos en asuntos turbios. Hablaban en susurros, se guiñaban el ojo entre sí, contaban dinero, escribían largas columnas de números. Alguien indicó a uno de ellos y dijo:

—Ése tenía una tienda en Auschwitz.

—¿Una tienda?

—Sí, y que Dios nos perdone. Escondía la mercancía en la paja en que dormía. Vendía ahora una patata podrida, ahora una porción de jabón, una cuchara de hojalata, un poco de tocino… Ni allí dejó de negociar. Luego, en Alemania, se dedicó al contrabando en gran escala, hasta el punto de que en cierta ocasión le confiscaron cuarenta mil dólares.

A veces pasaba meses sin ir al autoservicio. Transcurrió un año o quizá dos (quizá fueron tres o cuatro; he perdido la cuenta), sin que Esther acudiera. Varias veces pregunté por ella. Alguien dijo que iba al autoservicio de la calle Cuarenta y dos; a otro le habían dicho que se había casado. Varios cafeterianiks murieron. Los demás comenzaban a echar raíces en los Estados Unidos, se volvieron a casar, abrieron negocios, incluso tuvieron hijos otra vez. Luego, les llegaba el cáncer o el ataque cardíaco. Se decía que estas enfermedades eran secuelas de los años pasados bajo la férula de Hitler y Stalin.

Un día entré en el autoservicio y vi a Esther. Estaba sentada sola, a una mesa. Era la misma Esther. Hasta llevaba el mismo gorro de piel, pero un mechón de cabello gris le caía sobre la frente. Por raro que parezca, el gorro de piel también se había avejentado y estaba grisáceo. Los restantes cafeterianiks no mostraban el menor interés por Esther o quizá no la conocían. El paso del tiempo había dejado sus huellas en el rostro de Esther. Había sombras bajo sus ojos. Su mirada ya no era clara. Alrededor de la boca se le había formado una expresión indicativa de algo que podía ser amargura o desengaño. La saludé. Contestó con una sonrisa que se desvaneció en seguida. Le pregunté:

—¿Qué es de su vida?

—Pues ya lo ve, sigo viva.

—¿Puedo sentarme?

—Sí, claro, por favor.

—¿Puedo traerle una taza de café?

—No. Bueno, sí.

Advertí que fumaba y que el periódico que leía no era aquel que publicaba mis colaboraciones, sino un competidor. Esther se había pasado al enemigo. Volví a la mesa con un café para Esther y un plato de ciruelas cocidas para mí, remedio contra el estreñimiento. Me senté:

—¿Dónde se ha metido durante ese tiempo? He preguntado varias veces por usted.

—¿De verdad? Gracias, se lo agradezco.

—¿Y qué ha pasado?

—Nada bueno.

Me miró. Comprendí que veía en mí lo mismo que yo veía en ella, es decir, la lenta decadencia de la carne. Dijo:

—No tiene usted cabello y sin embargo es usted cano.

Guardamos silencio un instante. Luego dije:

—¿Y su padre…?

Pero en el mismo momento en que pronuncié estas palabras supe que el padre de Esther había muerto. Esther dijo:

—Murió hace ya casi un año.

—¿Sigue usted seleccionando botones?

—No. Ahora soy operaría en un taller de modistería.

—¿Y se puede saber qué novedades ha habido en su vida privada?

—Sí, claro. Nada, absolutamente nada. Quizá no lo crea, pero mientras estaba aquí, sentada, pensaba en usted. La verdad es que he caído en algo así como una trampa. Realmente, no sabría explicárselo. Y he pensado que quizás usted pudiera aconsejarme. ¿Tiene usted todavía la paciencia de escuchar los problemas de gente sin importancia como yo? Bueno, no, le aseguro que no he pretendido molestarle con esas palabras. Incluso dudaba de que me recordase. Bueno, en resumen, resulta que trabajo, sí, pero de día en día me es más difícil. Padezco artritis. Tengo la sensación de que los huesos se me van a quebrar en cualquier instante. Cuando me despierto por la mañana no puedo sentarme en la cama. Un médico me dice que se trata de una vértebra, otros intentan curarme los nervios. Uno me hace una radiografía y me dice que tengo un tumor. Éste quería que pasara unas semanas en un hospital pero, francamente, no tengo demasiadas ganas de operarme. De repente, en mi vida apareció un abogadillo. También es refugiado y está relacionado con el gobierno de Alemania. Como sabe, ahora los alemanes están pagando indemnizaciones. Cierto es qué huí a Rusia, pero no por ello dejo de ser una víctima más de los nazis. Además, los alemanes no saben con toda exactitud mi biografía. Podría conseguir una indemnización de unos cuantos dólares y, además, una pensión. Ahora bien, a este fin, lo de la vértebra desplazada no me sirve, porque me ocurrió después, después de los campos de concentración. Este abogado dice que el único medio de que puedo valerme es convencer a los alemanes de que soy una ruina física. Es la triste verdad, pero ¿cómo demostrarlo? Los médicos alemanes, los neurólogos, los psiquiatras, exigen pruebas. Todo debe estar de acuerdo con lo que dicen los libros que tratan de la materia. El abogado quiere hacerme pasar por desequilibrada. Como es natural, el abogado ese se lleva el veinte por ciento, o quizá más, de la indemnización. ¿Por qué necesitará ese hombre tanto dinero? Tiene más de setenta años y es soltero. Intentó acostarse conmigo y todo lo que usted quiera. Pero, ¿cómo puedo fingir que soy una desequilibrada cuando realmente lo soy? El asunto me subleva y mucho temo que acabará por dejarme loca como una cabra. Me repugna tener que fingir. Pero el abogado insiste sin cesar. No puedo dormir siquiera. Cuando el despertador suena por la mañana, despierto en el mismo estado de hundimiento en que despertaba en Rusia, cuando tenía que ir al bosque a aserrar troncos, a las cuatro de la mañana. Naturalmente, tomo píldoras para dormir. Sin ellas no podría dormir ni un segundo. Y ésta es, más o menos, mi situación.

—¿Y por qué no se casa? Todavía es atractiva.

—Sí, claro, el problema de siempre. No tengo con quien casarme. Es demasiado tarde. Si supiera cómo me encuentro no me habría dicho eso.

4

Pasaron unas semanas. Nevó, después vino la lluvia y a continuación las heladas. Estaba en pie ante la ventana de mi casa, contemplando Broadway. Los transeúntes avanzaban a resbalones. Los automóviles rodaban despacio. Más allá de los tejados, el cielo de color violeta resplandecía, sin luna, sin estrellas, y, pese a que eran las ocho de la noche, la luz y la vaciedad me parecían las que anuncian el alba. Las tiendas estaban desiertas. Por un instante, tuve la sensación de encontrarme en Varsovia. Sonó el teléfono y me apresuré a contestar la llamada, tal como hacía diez, veinte, treinta años atrás, todavía con la esperanza de recibir las buenas noticias que una llamada telefónica nos puede dar. Dije «¿Diga?», pero nadie habló, y entonces tuve miedo de que algún poder maligno intentara obstaculizar la comunicación de las buenas noticias en el último instante. Luego oí un tartamudeo. Una voz femenina musitó mi nombre.

—Sí, soy yo.

—Perdone que le moleste. Me llamo Esther. Nos encontramos en el autoservicio hace unas semanas.

Exclamé:

—¡Esther!

—No sé como he podido reunir valor suficiente para llamarle. Necesito hablar de una cosa con usted. Si tiene usted tiempo, claro. Y perdone mi atrevimiento.

—Ningún atrevimiento, Esther. ¿Por qué no viene a casa?

—Con mucho gusto, siempre que no le interrumpa, claro. En el restaurante no se puede conversar con tranquilidad. Hay mucho ruido y la gente escucha lo que hablan los demás. He de contarle un secreto, algo que sólo a usted puedo confiar.

—Pues venga inmediatamente.

Di mis señas a Esther. Luego intenté poner un poco de orden en mi piso, pero me di cuenta de que era imposible. En las mesas y en las sillas había cartas y originales. En los rincones se amontonaban libros y revistas. Abrí los armarios y fui arrojando dentro cuanto encontré, chaquetas, pantalones, camisas, zapatos, zapatillas. Cogí un sobre y vi con sorpresa que no lo había abierto. Lo abrí y dentro encontré un cheque. En voz alta dije:

—¿Qué diablos me pasa? ¿Habré perdido el juicio?

Intenté leer la carta que acompañaba al cheque, pero no pude encontrar las gafas. También la estilográfica había desaparecido. En fin… ¿Y dónde estaban las llaves? Oí el sonido de un timbre pero no pude determinar si era el de la puerta o el del teléfono. Abrí la puerta y vi a Esther. Seguramente volvía a nevar porque Esther llevaba ribetes de nieve en el sombrero y en los hombros del abrigo. La invité a entrar y mi vecina, la divorciada, quien me espía sin el menor disimulo ni vergüenza, abrió la puerta y examinó detenidamente a Esther. Sólo Dios sabe lo que pretende mi vecina con sus investigaciones.

Esther se quitó las botas de caucho y puso el abrigo sobre el mueble que contenía la Enciclopedia Británica. Quité del diván unos cuantos originales para hacer sitio a Esther y le dije:

—Realmente, tengo la casa hecha un caos.

—No se preocupe, da igual.

Me senté en un sillón con el asiento sembrado de calcetines y pañuelos. Durante un rato hablamos del tiempo y de lo peligroso que era Nueva York de noche, e incluso al atardecer. Entonces Esther dijo:

—¿Recuerda que le hablé de mi abogado y que debía ir a un psiquiatra a fin de cobrar una indemnización de los alemanes?

—Sí, lo recuerdo.

—Pues no se lo conté todo. Era demasiado difícil. Incluso a mí me parece increíble. Por favor, no me interrumpa. No estoy bien, es más, casi podría decir que estoy enferma. Sin embargo, puedo distinguir perfectamente lo real de lo ilusorio. Llevo noches sin dormir y no he hecho más que preguntarme si debía acudir a usted o no. Decidí que no. Pero esta noche he pensado que si no podía confiarle lo que me ocurre no podría hablar con nadie del asunto. Leo sus obras y me consta que usted sabe que hay grandes misterios…

Esther había hablado entre tartamudeos y con largas pausas. Por un instante sus ojos sonrieron, pero inmediatamente quedaron tristes y con expresión vaga. Le dije:

—Puede confiar en mí. Cuéntemelo todo.

—Temo que me creerá loca.

—Le juro que no lo haré.

Esther se mordió el labio inferior y dijo:

—Quiero que sepa que he visto a Hitler.

Pese a que estaba dispuesto a escuchar algo insólito, se me formó un nudo en la garganta:

—¿Cuándo… y dónde…?

—¿Lo ve? ¡Ya tiene usted miedo! Ocurrió hace más de tres años, casi cuatro. Le vi aquí, en Broadway.

—¿En la calle?

—En el autoservicio.

Hice un esfuerzo para tragarme el nudo en la garganta, y por fin dije:

—Probablemente era alguien que se le parecía.

—Esperaba que dijera eso. Pero recuerde que ha prometido escucharme. ¿Se acuerda del incendio del autoservicio?

—Ciertamente.

—Pues lo del incendio está relacionado con lo que le he dicho. Veo que no me cree. Más valdría no seguir, pero, en fin, ocurrió de la siguiente manera. Aquella noche no dormí. Por lo general, cuando padezco insomnio me levanto y hago té o intento leer un libro, pero en esa ocasión un extraño poder me obligó a vestirme y a salir a la calle. No puedo explicarle cómo me atreví a pasear por Broadway a tan altas horas de la noche. Quizás eran las dos o las tres. Llegué al autoservicio, y pensé que quizás estaría abierto toda la noche. Intenté echar una ojeada al interior, pero las cortinas estaban corridas. Dentro había un pálido resplandor. Empujé la puerta giratoria, cedió, y entré. Entonces vi una escena que no olvidaré en el resto de mis días. Las mesas habían sido juntadas y alrededor se sentaban unos hombres vestidos de blanco, como médicos o enfermeros, y todos llevaban la esvástica en la manga.

Hitler presidía la reunión. Le ruego que siga escuchándome. Incluso las palabras de los desequilibrados merecen atención. Hablaban en alemán. No me vieron. Todos mantenían la vista fija en el Führer. Se hizo un gran silencio y Hitler comenzó a hablar. ¡Aquella abominable voz que tantas veces escuché por la radio…! No comprendí exactamente lo que decía porque el terror me lo impedía. De repente, uno de sus sicarios miró hacia atrás y se levantó de un salto. Todavía no sé cómo conseguí salir viva del trance. Corrí con todas mis fuerzas, a pesar de que me temblaba todo el cuerpo. Cuando llegué a casa me dije: «Esther la cabeza no te funciona bien». Aquella noche pensé que me moría. Al día siguiente, en vez de ir directamente al trabajo, pasé por el autoservicio para ver si seguía allí. Lo que vi la noche anterior me hacía dudar de mis sentidos. Llegué y vi que el establecimiento se había incendiado. Entonces comprendí que el incendio estaba relacionado con lo que había visto. Aquella gente quiso borrar todo rastro de su presencia. Ésta era la realidad pura y simple. Sí, no tenía yo razón alguna para inventarme cosas tan raras.

Quedamos los dos en silencio. Después dije:

—Fue una visión.

—¿Qué quiere decir con eso?

—El pasado no desaparece, no se pierde. Una imagen de años atrás quedó presente de un modo u otro en la cuarta dimensión y llegó a usted en aquel preciso instante.

—Que yo sepa, Hitler nunca vistió bata blanca.

—Quizá sí.

—Entonces, ¿por qué ardió el autoservicio precisamente aquella noche?

—Cabe la posibilidad de que el fuego evocara la visión.

—No había fuego cuando vi a Hitler. No sé, pero también pensé que me daría usted una explicación de este tipo. Si aquello fue una visión, el que ahora esté sentada aquí, conversando con usted, también es una visión.

—Sólo pudo ser una visión. Incluso en el caso de que Hitler viviera y estuviese escondido en los Estados Unidos, difícilmente se reuniría con sus fieles en un autoservicio de Broadway. Además, el propietario es judío.

—Le vi tan claramente como le estoy viendo a usted.

—Tuvo un vislumbre de algo ocurrido en el pasado.

—Bueno, quizás. Ahora bien, desde entonces no he tenido un instante de reposo. No hago más que pensar en lo que vi. Y si mi destino es enloquecer, esto será la causa de mi locura.

Sonó el teléfono y el sonido del timbre me obligó a levantarme de un salto. Era uno que había equivocado el número. Volví a sentarme:

—¿Y qué dice el psiquiatra al que el abogado le mandó? ¿No se lo ha contado? Cuénteselo y verá cómo el gobierno alemán le da una indemnización total.

Esther me miró de soslayo, de un modo poco amistoso:

—Ya sé lo que ha querido decirme. Pero no, no he caído tan bajo todavía.

5

Temí que Esther volviera a llamarme por teléfono e incluso hice vagos proyectos de cambiar el número. Pero pasaron las semanas y los meses y no volví a ver a Esther ni a oír de ella. Dejé de ir al restaurante. Pero pensaba a menudo en Esther. ¿Cómo es posible que el cerebro elabore semejantes pesadillas? ¿Qué ocurre en el interior de esa especie de tuétano que llevamos dentro del cráneo? ¿Y qué seguridad tengo de que no me pase algo semejante? ¿Cómo puedo estar seguro de que la especie humana, en su integridad, no terminará así? Más de una vez he coqueteado con la idea de que la Humanidad padece esquizofrenia. Lo mismo que el átomo, el homo sapiens también se ha escindido. En lo referente a la tecnología, el cerebro humano sigue funcionando, pero en todo lo demás ha comenzado a degenerar. Están todos locos: los comunistas, los fascistas, los propagandistas de la democracia, los escritores, los pintores, los clérigos y los ateos, Y pronto se desintegrará también la tecnología. Los edificios se derrumbarán, las centrales eléctricas dejarán de generar electricidad. Los generales arrojarán bombas atómicas sobre sus propios países. Revolucionarios dementes recorrerán las calles gritando fantásticas frases. A menudo he pensado que todo lo dicho comenzará en Nueva York. Esta metrópolis tiene todos los síntomas de una mente enloquecida.

Pero como sea que la locura todavía no lo domina todo, uno debe comportarse como si aún hubiera orden, siguiendo el principio «como si», formulado por Vaihinger. Seguí escribiendo. Entregué originales al editor. Di conferencias. Cuatro veces al año envié cheques a las autoridades federales y del Estado. Lo que quedó, después de mis gastos, lo ingresé en el banco. Un empleado del banco escribía unos numeritos en mi cuenta y esto significaba que gozaba de cierta protección. Alguien publicó unas cuantas líneas en un semanario o en un diario, y esto significó que mi valía como escritor estaba en alza. Con pasmo advertí que todos mis desvelos acababan convertidos en papel. Mi piso no era más que una formidable papelera. De día en día, este papel se iba secando más y más, y se ponía más amarillento. Por la noche me despertaba sobresaltado, temeroso de que tanto papel ardiera. No pasaba una hora sin que oyera las sirenas de los bomberos.

Un año después de haber visto a Esther por última vez, me dispuse a ir a Toronto para dar una conferencia acerca del yiddish en la segunda mitad del siglo XIX. Metí unas camisas en la maleta, así como papeles de diversa naturaleza, entre los que había uno que me convertía en ciudadano de los Estados Unidos. Llevaba en el bolsillo el suficiente papel moneda para pagar el taxi en su trayecto hasta la Gran Central. Pero al parecer todos los taxis de la ciudad estaban ya ocupados. Y los que no iban ocupados se negaron a detenerse. ¿Sería que los conductores no me veían? ¿Me había transformado repentinamente en uno de esos seres que ven pero que no pueden ser vistos? Opté por el metro. Cuando me dirigía a la estación vi a Esther. No iba sola, sino con un hombre al que yo había conocido años atrás, poco después de mi llegada a los Estados Unidos. Era un hombre que frecuentaba el autoservicio de East Broadway. Allí se sentaba a una mesa, expresaba opiniones, criticaba y despotricaba. Era un hombre menudo, con mejillas hundidas, del color del ladrillo, y ojos saltones. Los nuevos escritores le irritaban. Por otra parte, quitaba importancia a los escritores de tiempos pasados. Liaba los cigarrillos que fumaba y dejaba caer la ceniza en los platos en que había comido. Casi veinte años habían transcurrido desde que le vi por última vez.

Y he aquí que ahora reaparecía del brazo de Esther. Nunca había visto a Esther con tan buen aspecto. Llevaba abrigo y sombrero nuevos. Me sonrió y me dirigió un saludo inclinando la cabeza. Sentí deseos de abordarla pero miré la hora y vi que tenía el tiempo justo. Por pelos cogí el tren. En mi compartimiento encontré la cama ya hecha. Me desnudé y me acosté.

A mitad de la noche me desperté. El vagón en que iba estaba siendo enganchado a otro convoy y poco faltó para que me cayera de la cama. No pude dormir más y me esforcé en recordar el nombre de aquel hombrecillo al que había visto en compañía de Esther. Pero no pude conseguirlo. Lo que sí recordé fue que aquel hombre, incluso treinta años atrás, estaba muy lejos de ser joven. Llegó a los Estados Unidos en 1905, después de la frustrada revolución de este año en Rusia. En Europa tenía cierto prestigio como orador y figura pública. ¿Qué edad tendría ahora? Según mis cálculos, poco le faltaba para los noventa, o quizá los hubiese cumplido ya. ¿Cómo era posible que Esther tuviera relaciones con un hombre tan viejo? Pero hoy aquel hombre no aparentaba la edad que yo le había calculado, ni mucho menos. Cuanto más pensaba en el asunto, en la oscuridad de mi compartimiento, más raro me parecía aquel encuentro. ¿Acaso los cadáveres paseaban por Broadway? Si así fuera, ello significaría que también Esther había muerto. Levanté la persiana de la ventanilla y miré afuera, a la noche negra, impenetrable, sin luna. Unas cuantas estrellas corrieron a la par que el tren durante un rato, y luego desaparecieron. Surgió una fábrica iluminada. Vi máquinas en su interior, pero no vi obreros. Luego la oscuridad se tragó la fábrica y otro grupo de estrellas comenzó a acompañar al tren. Giraba yo con la tierra alrededor de su eje. Trazaba círculos juntamente con la tierra, alrededor del sol, y nos movíamos hacia una constelación cuyo nombre había olvidado. ¿Existe la muerte? ¿O acaso es la vida lo que no existe?

Pensé en lo que me dijo Esther referente a Hitler en el autoservicio. Me había parecido una solemne tontería, pero ahora comencé a analizar la ocurrencia. Si el espacio y el tiempo no son más que formas de percepción, como afirma Kant, y la calidad, la cantidad y la causalidad únicamente son categorías del pensamiento, ¿por qué no iba Hitler a celebrar una conferencia con unos cuantos nazis en un restaurante automático de Broadway? Esther no habló como una loca. Había visto una porción de realidad que la celestial censura prohíbe por lo general. Había tenido un vislumbre de algo situado detrás del telón de los fenómenos. Lamenté no haberle pedido más detalles.

En Toronto tuve poco tiempo de seguir meditando sobre este tema, pero cuando estuve de regreso en Nueva York fui al restaurante para efectuar investigaciones por mi cuenta. Sólo encontré a un conocido. Se trataba de un rabino que había caído en el escepticismo, abandonando su ministerio. Le pregunté por Esther y a su vez me preguntó:

—¿Aquella mujer pequeña y linda que solía venir aquí?

—Ésa.

—Me dijeron que se había suicidado.

—¿Cuándo…? ¿Cómo…?

—No lo sé. Quizá no estemos hablando de la misma persona.

Pese a que le hice innumerables preguntas y a que le describí una y mil veces a Esther, no conseguí nada concreto. Al parecer una mujer joven que solía acudir al restaurante un día abrió la llave del gas y puso fin a su vida. Esto fue cuanto el rabino me dijo.

Decidí no descansar hasta saber de cierto qué había sido de Esther y también de aquel hombre, mitad escritor, mitad político, a quien conocí en East Broadway. Pero comenzó a acumularse el trabajo. El autoservicio cerró. La vecindad había cambiado. Y luego pasaron los años sin que volviera a ver a Esther. Sí, por Broadway pasean cadáveres. Pero, ¿por qué Esther eligió a aquel otro cadáver? Incluso en el presente mundo hubiera podido encontrar mejor partido.

(Traducido del yiddish al inglés por el autor y Dorothea Straus).