1
Fuera nevaba intensamente. Hacia el atardecer, la nieve caída se heló. Del Vístula soplaba viento helado, pero en la Casa de Estudio el horno de arcilla ardía y daba calor. Unos mendigos asaban patatas en el fuego. Los muchachos que estudiaban por la noche habían puesto el extremo de sus fajas entre las páginas, a modo de punto, y escuchaban las historias que allí se contaban. Se decía que personas y cosas habían desaparecido últimamente, y Zalman, el vidriero, levantó el dedo índice, manchado de nicotina, para indicar que tenía algo que contar. Su tupida barba parecía de sucio algodón, sus cejas eran hirsutas y sus ojos pequeños y oscuros como los del jabalí. Antes de comenzar su relate, Zalman murmuró y gruñó, como un viejo reloj que se dispone a dar la hora. Dijo:
—La gente desaparece, se esfuma. No todos somos como el profeta Eliseo, que fue transportado a los cielos en una carroza de fuego. En el pueblo de Palkes, no muy lejos de Radoshitz, un campesino estaba arando con un buey. Detrás iba su hijo, sembrando cebada que sacaba de un saco. Y el muchacho levantó la vista y vio que su padre y el buey habían desaparecido. Comenzó a llamarlos, a lanzar grandes gritos, pero nadie contestó. Su padre había desaparecido en pleno campo. Y no se ha vuelto a saber de él.
Levi Yitzchock aventuró:
—Quizás había un agujero en la tierra y se cayó en el agujero.
—No había agujero que ojos humanos pudieran ver. Y si había agujero, ¿cómo es que el buey no cayó primero? El buey iba delante.
—¿Quieres decir que los demonios se lo llevaron?
—No lo sé.
Meir, el eunuco, dijo:
—Quizá se fugó con una mujer.
—Tonterías… Un hombre de setenta años, quizá más… Los campesinos nunca huyen de su tierra y su cabaña. Y si un campesino quiere una mujer, se la lleva al granero.
Juicioso, Levi Yitzchock afirmó:
—En este caso se lo llevó el Maligno.
Zalman, el vidriero, dijo:
—¿Y por qué a él precisamente? ¿Un hombre de paz, Woj-ciech Kucek, que así se llamaba? Antes de la Fiesta de los Tabernáculos salía a recoger ramas para cubrir el tabernáculo. Mi propio padre comerciaba con él. Son cosas que ocurren realmente. Cerca de Blonia vivía un hombre que se llamaba Reb Zelig, el alguacil. Tenía una tienda y un cobertizo en donde guardaba leña, lino, patatas y sogas viejas. También tenía un trineo allí. Y un día se levantó y el cobertizo no estaba. No podía creer lo que sus ojos veían. Si por la noche hubiera soplado el viento o hubiera habido tormenta o una inundación… Pero no fue así porque ocurrió después de Pentecostés, cuando los días son tranquilos y las noches silenciosas. Al principio pensó que había perdido el juicio. Llamó a su mujer y a sus hijos. Salieron corriendo. «¿Dónde está el cobertizo?». No había cobertizo. En donde antes se levantaba, la tierra estaba lisa, con la hierba crecida, sin traviesas ni porciones de madera, sin rastro de los cimientos. Nada. Ahora bien, si las criaturas de la noche quieren apoderarse de un hombre será que alguna razón tienen para ello, pero ¿para qué van a querer un cobertizo? ¿Y cómo puede crecer la hierba de la noche a la mañana? Cuando las gentes de Blonia lo supieron, acudieron a todo correr, como si hubiera incendio. Hasta los niños de cheder fueron allá corriendo. Todos conocían a Zelig, el alguacil. Los sábados, después de comer el pastel, cuando los aprendices del sastre y del zapatero salían a dar un paseo, pasaban siempre ante el cobertizo.
Y cuando llovía solían cobijarse allí. Zelig jamás cerraba la puerta con llave, sólo la cerraba con un pasador colocado en la parte de afuera. En Blonia no había ladrones. En aquel entonces yo vivía en casa de mi suegro. Y como sea que todas las gentes de la ciudad iban corriendo allá, a ver el lugar en donde antes se había levantado el cobertizo, yo también fui corriendo. Y llegó el amo, Jablowski, y también llegaron los funcionarios rusos. Se quedaron todos quietos, mirándose, como si se hubieran convertido en estatuas. La gente se pellizcaba las mejillas para asegurarse de que no se trataba de un sueño. A grandes gritos, Jablowski dijo: «O me he vuelto loco o los judíos quieren jugarme una mala partida». En los pueblecitos pequeños como aquél, todos los habitantes conocen todas las casas, todas las callejas, todas las tiendas y almacenes. Jablowski, el amo, volvió a gritar: «¡Brujería a plena luz del día!».
Y blandió el látigo. Iba, el amo, con un gran perro que comenzó a aullar. «Si el cobertizo no aparece, y si no vuelve a estar donde siempre estuvo, y quiero que ocurra ahora, inmediatamente, os mataré a todos a latigazos». El amo había olvidado que los siervos habían sido ya liberados. Zelig procuró defenderse: «Excelencia, ¿acaso tengo yo la culpa?». El jefe de la policía estaba al lado del amo, con la boca abierta. Llevaba largos mostachos, tan largos que casi le llegaban a los hombros. El doctor Chalczynski, médico del pueblo, también estaba allí. Era un hombre raro. Pese a ser gentil sabía hablar en yiddish. Nunca iba a la iglesia. Era amigo de los ilustrados y modernistas como Falik, el farmacéutico, Baruch, el amanuense, y Bentze Kaminer. Todas las noches se reunían y se estaban hasta la una, sentados alrededor del samovar, jugando a las cartas y burlándose de todo y de todos. Las esposas de estos judíos modernistas no se cubrían la cabellera. Aquella mañana, Falik estaba detrás del mostrador, dedicado a pesar hierbas medicinales. Llegó un muchacho, le contó lo ocurrido y Falik se burló de él diciéndole: «Si estás loco que te encierren en un manicomio, muchacho». Pero llegaron otros y todos le contaron lo que habían visto con sus propios ojos, y, con santos juramentos, afirmaron que era verdad. Pero Falik les dijo: «¿Y qué otros cuentos vais a contarme ahora? ¿A lo mejor resulta que el rabino quedó embarazado y dio a luz a una ternera, verdad?». Sin embargo Falik cerró la botica y fue a echar una ojeada. Allí encontró a los otros escépticos. Entonces Falik dijo a los gentiles: «Queridos amigos, los cobertizos no tienen piernas y no pueden andar; forzosamente ha de haber una razón que explique lo ocurrido; busquémosla». De modo y manera que todos comenzaron a buscar el cobertizo. Caminaron durante medio día, yendo a todos lados, pero no encontraron rastro del cobertizo. Un cobertizo grande, construido con troncos gruesos, se había desvanecido en el aire como una pompa de jabón. Pero los comerciantes tienen que atender a sus negocios y las madres a sus hijos. El amo fue a la taberna y se emborrachó; cualquier excusa valía para que comenzara a beber y a beber. Estaba que rabiaba contra los judíos, y decía: «No es más que una sucia trampa de los judíos, no es más que uno de sus engaños». Pero el doctor Chalczynski no quiso apartarse de la casa de Zelig. Siguió con sus investigaciones, midiéndolo todo, olisqueando el aire… Al principio el doctor gastaba bromas a todos, pero después se quedó entristecido y serio. El doctor dijo a Falik: «Si es posible que esas cosas ocurran, ¿qué clase de médico soy yo?, ¿y qué clase de boticario eres tú, Falik?». El boticario repuso: «Aquí hay algún engaño, una trampa…». Falik pidió una azada. Quería cavar. Pero Zelig le dijo: «Guardaba la azada en el cobertizo y ha desaparecido». Al día siguiente todos los modernistas fueron allá con azadas. Cavaron hasta hacer un hoyo de seis pies de profundidad. Sólo encontraron raíces y piedras. El cobertizo no se había hundido en la tierra. Y así pasaron dos semanas. Las gentes sencillas tenían otros asuntos de que ocuparse. Nosotros, los jóvenes que íbamos a la Casa de Estudio, hablábamos del asunto, pero, a pesar de lo mucho que cavilamos, sólo pudimos llegar a una conclusión: había sido obra de demonios burlones. ¿Acaso no nos dice la Biblia que incluso una casa puede coger lepra? Los Malignos son capaces de cualquier cosa. Pero el doctor Chalczynski, Falik, el boticario y todos los demás escépticos siguieron buscando y haciendo preguntas y más preguntas. El doctor tenía un faetón de dos caballos y Falik tenía una britska. Recorrieron millas y millas en busca del cobertizo perdido. Preguntaron a los campesinos, pero nadie sabía nada. Por la noche los modernistas ya no jugaban a naipes, sino que pensaban. Si un cobertizo se puede disolver como la nieve, quizá sí que Dios existiera. El doctor Chalczynski visitó al rabino. No acudió al sacerdote debido a que el doctor había hablado mal de la iglesia y malas lenguas lo habían comunicado al cura. Por eso el cura y el médico eran enemigos. El doctor se pasó varias horas seguidas en la casa de estudio del rabino y le preguntó: «¿Consta en la Torá algo parecido a lo que ha ocurrido aquí? ¿Puede ser castigo de algún pecado?». El rabino no supo que contestarle y sólo le dijo: «Para Dios todo es posible». Bueno, el caso es que pasaron dos semanas más. Y un día, a primera hora de la mañana, Zelig salió de su casa y vio el cobertizo. Y al verlo se puso como loco, dando gritos y atizándose golpes en la cabeza. Todos los familiares de Zelig salieron de la casa, descalzos y medio desnudos. Y allí estaba el cobertizo, como si nada hubiera ocurrido. Alguien fue a Blonia para dar la noticia. Y otra vez toda la población quedó muy impresionada. De todas partes acudía la gente corriendo. Unos reían y otros lloraban. El amo, Jablowski, montó a caballo y acudió al galope. El cobertizo estaba donde siempre había estado. Entraron. Todo estaba igual que antes. El único cambio consistió en que las patatas habían comenzado a echar tallos, como hacen a fines de verano. Jablowski, el amo, gritó: «¿Conque una nueva broma, no? ¡Os voy a romper la crisma a todos! ¡Os echaré del pueblo y os perseguiré hasta el fin del mundo!». Ya había bebido más de la cuenta. Golpeó el cobertizo y le atizó patadas. El doctor Chalczynski estaba blanco como el yeso. Falik, el boticario, se rascaba la cabeza, y su mujer gemía como si se encontrara en un entierro. Falik la reprendió: «¿Por qué lloras? Hoy no es el Yom Kippur, el día del arrepentimiento». Y su mujer contestó: «Para mí hoy es el Yom Kippur, sí». ¿Para qué continuar? En fin, la esposa del boticario se convirtió en una mujer devota, comenzó a bendecir las velas del sábado, se cortó el cabello y se puso peluca, e iba constantemente a visitar ál rabino para hacerle preguntas. Pero Falik siguió en sus trece. Decía: «Por el solo hecho de que un cobertizo juegue al escondite no voy a convertirme en hasidim». Levantaba la vista al cielo y blasfemaba: «Si Dios existe que me castigue en este instante, que mande un rayo que me aniquile». El boticario y su mujer comenzaron a tener peleas. La mujer cocía el pastel del sábado todos los sábados y el boticario quería comer chuletas de cerdo todos los sábados. El doctor Chalczynski perdió totalmente el juicio. Le llamaban para que visitara a los enfermos y apenas se los miraba. Y cuando recetaba una medicina el enfermo empeoraba. El jefe de la policía ordenó que se abriese el suelo del cobertizo a ver qué había debajo. Pues bien, debajo no había rastros de hierba, ni signos de que allí se hubiera cavado un hoyo. La tierra estaba polvorienta, yerma y con gusanos. Todo parecía haber sido un engaño. Pero, ¿cómo es posible engañar a todo un pueblo? Las noticias de lo ocurrido corrieron por toda Polonia. Las gentes venían de Gombin y de Lowicz para ver el cobertizo portentoso. Los campesinos decían que Zelig era un mago y su mujer una bruja. En aquel entonces yo había regresado ya a Radoshitz. Más tarde me dijeron que el boticario y su mujer se habían divorciado. La mujer casó con un notable de Sochaczew. Falik fue a vivir a Varsovia y se convirtió al cristianismo. Una noche el doctor Chalczynski salió del pueblo sin despedirse de nadie y dejando todos sus libros e instrumental. Y esto es todo. Pero no, he olvidado lo más importante. El cobertizo ardió. En la noche de la Fiesta de Exaltación de la Ley, mientras Zelig y su familia dormían, la criada vio que fuera había luz, como si fuera de día y no de noche. El cobertizo ardía como una antorcha. Zelig y sus hijos intentaron apagar el fuego, pero no hay quien pueda apagar el fuego de la Gehena. En media hora del cobertizo sólo quedaron cenizas y brasas. Aquella noche no cayeron rayos y en el cobertizo nada había que pudiera producir fuego.
Levi Yitzchock preguntó:
—¿Significa esto que todo fue obra de los Poderes de las Tinieblas?
Y Zalman le contestó con otra pregunta:
—¿Qué tenían los Poderes de las Tinieblas contra el cobertizo?
2
Levi Yitzchock se quitó las gafas de cristales azules que hasta de noche llevaba puestas. Pese a que era un hombre viejo, aún quedaban en su barba mechones rubios. En el puente de la fiariz tenía una profunda cicatriz. Bajo sus ojos enramados, con párpados sin pestañas y deformados por la hinchazón, colgaban dobles bolsas de piel marchita. Limpió los cristales de las gafas con un sucio pañuelo, y, entre gruñidos, dijo:
—En estos tiempos Dios oculta su rostro. Cuando ocurre un milagro siempre se encuentra una explicación natural. En mis tiempos en todas partes había milagros. Mi padre, que el Señor le haya dado la Paz, era hasidim fiel al rabino de Kapelnitza. En los viejos tiempos, el rabino Dan tuvo gran número de seguidores. Dé todos modos, los hasidim eran hombres elegidos, hombres famosos por sus buenas acciones. Pero los hijos del rabino Dan murieron antes que él y a nadie dejó para que le sucediera. Su esposa se murió de un ahogo durante la comida del sábado; una de sus hijas se ahogó en un pozo; su hijo, Levi Yitzchock, cuyo nombre me dieron mis padres, murió como fulminado en el momento en que bendecía las ramas de palmera y los limones. Durante toda su vida luchó el rabino Dan contra los demonios. Y como los demonios no pudieron destruirle porque no tenían poder para ello, se vengaron en los miembros de la familia del rabino Dan. Después, los viejos hasidim fueron muriendo uno tras otro y los jóvenes se pasaron a Kotzk o a Gur. La Casa de Estudio se convirtió en una ruina. El horno del baño ritual se averió y no hubo quien lo arreglara. En el huerto del rabino pululaban los gatos garduños, las ratas y los erizos. Las hormigas formaban las colinas del hormiguero y por todas partes crecía la cizaña y la mala hierba. Tiempo hubo en que él rabino tenía cuatro sacristanes. En mis tiempos sólo le quedaba uno llamado Izie, viejo de ochenta años, ciego de un ojo y borracho como una cuba. El rabino Dan ayunó desde su juventud, pero, de viejo, casi dejó de comer del todo. Sólo comía un poco de pan para poder bendecir la comida. Sus seguidores eran todos viejos que apenas se tenían en pie. En los Días del Temor unas cuantas docenas de hasidim peregrinaban a la casa del rabino, pero en los restantes días del año apenas había allí los fieles suficientes para llegar al número prescrito para orar. El rabino dejó de recitar la Torá. Mi padre era uno de los miembros del íntimo círculo del rabino y, siendo yo muchacho, me llevó a Kapelnitza. La primera vez que vi al rabino quedé aterrado. Era un hombre menudo, encorvado, encogido, con unas barbas que le llegaban hasta las ingles. Sus ojos no se podían ver. Cuando el rabino quería mirar a alguien tenía que levantarse un párpado, cogiéndolo con el índice y el pulgar. Mi padre me presentó al rabino, quien alargó la mano hacia mí, una mano seca como el pergamino y ardiente como el fuego. Sólo dijo «Nu», y nunca olvidaré aquel «Nu». Era, su voz, voz de las profundidades, que no voz de este mundo. Todos los días se temía que el rabino muriera. Pero los años pasaban y el rabino no se moría. Los muros de la Casa de Estudio se pusieron negros como una chimenea. Los ratones mordisqueaban los libros. Una lechuza hizo su nido en la techumbre y se pasaba la noche lanzando gritos. Durante una temporada hubo muchas muertes en Kapelnitza y después pareció que el Ángel de la Muerte hubiera olvidado el lugar. Los fieles se movían como sombras y una vieja les preparaba sopa en un gran puchero y les remendaba las ropas. Cuando fui a Kapelnitza con mi padre para la celebración del último Rosh Hashana, el Año Nuevo, eran muy pocos los que allí encontramos. Los viejos estaban sentados, cubiertos con chales de preces hechos unos zorros, y con ropas llenas de agujeros. Uno oraba, el otro dormitaba… El rabino se encontraba en un rincón, sumido en absoluto silencio. El hombre que tenía la misión de tocar el cuerno del carnero se había quedado sin aliento y en vez de producir un fuerte mugido, del cuerno sólo sacaba un gemido, como el de un animal moribundo. Dije a mi padre: «No vuelvas a llevarme a un sitio así». Por lo general mi padre se quedaba durante los Diez Días del Arrepentimiento y el Yom Kippur. Pero en esta pasión nos fuimos antes del Rosh Hashana. En el carro, de regreso, mi padre me dijo: «Dudo mucho que el santo rabino dure hasta la Fiesta de los Tabernáculos; ya es más del otro mundo que de éste». Sin embargo el rabino vivió hasta la Hanukkah, la fiesta de la reedificación del Templo. Por la Hanukkah recibimos un telegrama en que nos comunicaban su muerte. Yo no quería ir al entierro, pero mi padre arguyo que no se puede hacer caso omiso de la muerte de los santos y que no había otro rabino Dan hasta el Día de la Resurrección de los Muertos. Esperábamos que iría mucha gente al entierro porque es propio de la naturaleza humana olvidarse de los santos mientras viven y rendirles todos los honores en su muerte. Pero había caído una gran nevada y no se podía llegar a Kapelnitza en carro o en trineo. Nosotros llegamos, sí, pero con grandes sufrimientos y dificultades. Yo estaba allí cuando enterraron al rabino. La tierra se había helado. Un hombre moribundo recitó el Kaddish u oración de los muertos. Seguía nevando intensamente y todos los que allí estaban, llorando la muerte del rabino, quedaron blancos de nieve. El entierro se celebró el viernes y por esto no pudimos regresar. Nos quedamos en Kapelnitza a celebrar el sábado. Pensé que no se daría la comida del sábado en la Casa de Estudio, pero alguien había preparado los platos. Por vez primera en sesenta años la silla del rabino estaba vacía. Los viejos intentaron cantar, pero de sus gargantas sólo salieron estertores. Uno de ellos recitó unas cuantas frases del difunto rabino, pero apenas le oímos; además, casi todos los viejos eran sordos. Así transcurrieron la cena del viernes y el almuerzo del sábado. En Kapelnitza la comida de más solemnidad y la más reverenciada era la tercera, que comenzaba al anochecer. Las gentes del pueblo hacía ya rato que habían encendido las velas, habían recitado la oración de la Despedida, y leído el capítulo que se lee en el sábado, cuando en la Casa de Estudio aún reinaba la oscuridad y se entonaba Hijos de la Mansión. A esta hora el rabino solía revelar misterios de misterios. Ahora bien, ¿qué puede hacer un muchacho en la fiesta del sábado, especialmente en invierno? Me quedé en la Casa de Estudio. Muy de prisa se entró la noche. Los ancianos masticaban pan seco con arenques y cantaban con voz lúgubre, fija la vista en la vacía silla del rabino, en la cabecera de la mesa. Yo estaba quieto, sentado en la oscuridad, dominado por una extraña angustia. No dejaba de pensar en el rabino. Su santo cuerpo estaba ya en la tumba, pero ¿dónde estaría su alma? Probablemente se encontraba ya en el Paraíso, en el Trono de la Gloria, en la Mansión del Mesías. Por primera vez se me ocurrió que no siempre sería joven. Fuera, el cielo se despejó y vi la luna nueva del mes de Taveth.[2] Las estrellas brillaban. En la Casa de Estudio reinaba una oscuridad sólo rota por el débil resplandor que llegaba de fuera. No hay palabras que puedan expresar cómo era aquel cántico de los ancianos. Con roncas voces entonaban variaciones de un solo tema. Cada suspiro, cada acento transportaba a las más altas esferas. Los cuerpos no pueden cantar así. Era un murmullo de almas dirigido al Señor del Universo. ¿Hasta cuándo, oh Dios, durarán las tinieblas de Egipto? ¿Hasta cuándo, Señor, las sagradas chispas seguirán presas en la esterilidad de lo oscuro? ¡Da fin, oh Dios, a tanto sufrimiento, da fin a la mezquindad y a las materiales vanidades! Era yo muy joven, pero quedé traspuesto. Miré hacia la puerta y vi que el rabino entraba. Tan pasmado quedé que ni miedo tuve. Le reconocí: la misma imagen, la misma forma, la misma barba. Como flotando se dirigió a la silla vacía y se sentó en ella. Durante largo tiempo reinó un terrible silencio, un silencio como nunca había experimentado y como nunca he experimentado desde aquel día. Entonces volvieron a elevarse los cánticos, primero en tono bajo y luego más, alto. Era tal como está escrito: «Todos mis huesos hablarán». Había en el cántico una alegría capaz de dar muerte al alma. Quienes no hayan oído aquel canto jamás sabrán cómo son los judíos, ni qué es el espíritu. Temí desmayarme de exaltación y grité: «¡Padre!». Si no lo hubiera hecho, no estaría hoy aquí, sentado.
Zalman, el vidriero, preguntó:
—¿Tenías miedo, no?
—El rabino se desvaneció inmediatamente. Los ancianos parecieron despertar. Izie encendió una vela. Mi padre me sacó de allí y me frotó con nieve las sienes. Mi padre estaba blanco como un cadáver. Cuando recobré el habla, le pregunté: «Padre, ¿has visto?». Y me contestó: «Calla, calla». Sentí miedo de volver a la Casa de Estudio y mi padre me llevó a la posada. Casi me llevó en volandas. Recitó la oración del momento, la Havdala, me frotó con vino los párpados y me dio a oler especias. Creo que olvidé las oraciones que hay que rezar antes del sueño, ya que quedé dormido casi inmediatamente. Aquella noche murieron tres de los ancianos de la Casa de Estudio. Por Pascua todos habían muerto. Mi padre nunca quiso hablarme de aquel sábado. No, no lo hizo hasta el día de mi matrimonio, antes de que comenzara la ceremonia. Entonces me dijo que sí, que también él había visto al rabino.
Meir, el eunuco, se llevó las manos al desnudo mentón, allí donde hubiera debido nacerle la barba, y preguntó:
—¿Y qué hay de insólito en lo que acabas de contar? Lo mismo ocurrió en el caso del rabino Jehudah. Después de morir volvía a su casa todos los viernes por la noche para bendecir el vino. El Talmud lo dice.
—Sin embargo, en nuestros tiempos…
—¿Cómo son esos tiempos nuestros? El Señor sigue siendo el mismo. Para Él no hay cambios. Y si ahora ocurren menos milagros, nosotros tenemos la culpa, y no Él.
Zalman preguntó:
—¿Y qué fue de la casa del rabino?
—Se desmoronó. Parece que se había mantenido en pie por obra del espíritu del rabino. En el momento en que el rabino fue convocado para que acudiera a la Sabiduría en lo Alto, los muros comenzaron a cuartearse, la techumbre se desintegró y la casa quedó en ruinas.
Meir, el eunuco, preguntó:
—¿Y quién mantiene el mundo en pie sino la Palabra del Todopoderoso? Si retira su Palabra la creación volverá al caos primigenio.
3
Meir, el eunuco, se levantó y comenzó a pasear por la estancia. Pese a su joroba, era alto, y aun cuando tenía suaves mejillas había en su rostro los rasgos de la masculinidad, alta la frente, con nariz aguileña y el vivo mirar de los estudiosos. Tocó el horno y seguramente se quemó, ya que se sopló la palma de la mano. Meir, el eunuco, era de aquellos seres de quienes el Talmud dice que son «a veces cuerdos y otras locos». En los períodos de luna llena se portaba como un loco. Hablaba solo, se frotaba las manos, reía y retorcía en muecas sus facciones. Cuando la luna menguaba sus pensamientos volvían al orden. Ahora se sentó y comenzó a hablar:
—Ver fantasmas no es totalmente normal. Mi madre murió cuando yo contaba cinco años, pero desde entonces siempre que estoy en peligro oigo su voz. Me advierte. Me dice: «¡Meir!».
Y entonces sé que debo ponerme en guardia. La muerte no existe. ¿Cómo puede existir la muerte cuando todo forma parte de la Cabeza de Dios? El alma nunca muere y el cuerpo nunca está realmente vivo. Pero algo hay entre ambos, algo que no es totalmente materia, ni es totalmente forma. Quizá no debiera hablar de este asunto, pero ya que hemos tocado estos temas me gustaría que supierais la verdad. Tal como he dicho mi madre murió cuando yo tenía cinco años. Mi padre no volvió a casarse. Era guardabosques y estaba más tiempo en el bosque que en casa. Teníamos una criada llamada Shifrah cuya hermana vivía en el pueblo con sus hijos. Cuando mi padre salía de viaje Shifrah se pasaba casi el día entero en el pueblo, con su hermana. Nadie cuidaba de mí. Cuando quería estudiar, estudiaba; y si quería holgar, nadie me reprendía. En casa teníamos biblioteca. Las cuatro paredes de la estancia estaban cubiertas de libros, desde el suelo hasta el techo. No me faltaba el dinero y siempre compraba libros que me mandaban desde Lublin e incluso desde Varsovia. También compraba libros a los vendedores ambulantes. A los dieciséis años ya había leído los treinta y seis libros del Talmud. Entonces comencé a sentirme atraído por la Cábala. Sabía muy bien aquel precepto que ordena que nadie debe asomarse a estos misterios antes de cumplir los treinta años. Sin embargo pronto encontré circunstancias atenuantes. Comencé a penetrar en el Zohar, el Viñedo, el Árbol de la Vida, los Tractos de los Rasidim… De la Cábala intelectual a la Cábala mágica sólo hay un paso. Y de esta última uno puede pasar muy fácilmente a los encantamientos y la brujería. Sin embargo había leído no sé dónde que el Sanedrín debía estudiar encantamientos y brujería.
Y yo sentía deseos de hacerme invisible, de dar pasos de siete leguas, de hacer brotar vino de los muros. Entonces a nuestro pueblo llegó un viejo. Había nacido en Babilonia y había recorrido todo el mundo, obrando milagros. Si alguien le cogía la mano y le ponía los dedos sobre un escrito, este viejo leía con los dedos. Decía que las letras se le aparecían en la Visión. También curaba a los enfermos. En nuestro pueblo curó a un epiléptico. Pidió que le trajeran un gallo vivo. Pronunció unas palabras mágicas y al gallo le dio un ataque de epilepsia. Quienes no hayan visto a un gallo estremeciéndose y retorciéndose en un ataque, nunca sabrán el poder de lo sobrenatural. Ahora bien, hay poderes sobrenaturales santos y poderes sobrenaturales que no son santos. Sí, y el poder de las tinieblas es como un mono, ya que imita el poder de la luz. Los rabinos de Polonia advirtieron que condenarían a cuantos tuvieron tratos con aquel hombre que practicaba la magia negra. Pero si uno tiene un hijo único que cada dos por tres padece un ataque en plena calle y echa espuma por la boca y se da de cabezazos contra el suelo, uno se olvida de las advertencias de los rabinos. Aquel judío de Babilonia sólo curaba a los ricos. Y pedía que le pagaran en monedas de oro. ¿Para qué necesitaba tanto dinero si comía menos que una mosca y su mujer se había divorciado de él? Esa clase de gente nunca tiene hijos. Era dueño de una casa en Lublin y en esta casa bailaban los demonios, incluso de día. Lo recuerdo como si lo estuviera viendo: alto, flaco, con un fez en la cabeza igual que un turco, largo abrigo a rayas rojas y blancas y sandalias en los pies desnudos. La piel de la cara se le pelaba como la de un leproso y tenía las mejillas hundidas. La rala barba blanca estaba siempre revuelta, como si el viento la agitara sin cesar. Tenía los ojos mal dispuestos, el uno más alto que el otro, y en ellos asomaba siempre el mismísimo Samael. Hablaba mitad en arameo, mitad en yiddish. Cuando el judío de Babilonia llegó a nuestro pueblo, inmediatamente fui a la posada en que se alojaba. Le hablé de manera directa y sencilla: «Quiero ser tu discípulo».
Y él me dijo: «Joven, ¿por qué ir al lugar de los enfermos cuando se goza de buena salud? Mírame. Yo soy de aquellos que han contemplado los abismos y han padecido las consecuencias. Los Malignos no me dan un instante de reposo, tanto en el sueño como en la vigilia». Mientras el judío de Babilonia hablaba, yo oía unos extraños golpes que no sonaban dentro ni fuera de la estancia. Era como si un picamadera hubiera penetrado en el interior de la silla en que el judío de Babilonia se sentaba, o quizá se trataba de aquel ser con pico de cobre que picoteó el cerebro de Tito el Malvado. Pregunté: «¿Qué es este ruido?». Y el judío de Babilonia repuso: «El espacio rebosa almas desnudas que por toda fortuna tienen ilusiones y exigencias. Ahora, mientras converso contigo, veo a Alejandro de Macedonia con sus legiones. Los muertos no saben que están muertos, de la misma manera que los vivos no saben que están vivos. Napoleón blande aún su espada». Estuve con él tres horas. Nunca he conocido a hombre tan sabio. Me confesó que era la reencarnación del Rey Salomón. Cuando comprendió que no podría desembarazarse de mí7 dijo: «Meir, te he advertido, pero en méritos de tu insistencia te daré un pergamino con unas palabras que te permitirán convertirte en maestro de ti mismo». Me citó unas palabras de la Misná: «Sé maestro de ti mismo». Al día siguiente se fue de nuestro pueblo. Se perdió para siempre en las Cuarenta y Nueve Puertas de la Profanación. Posiblemente habíase desposado con Lilith, la diablesa de Babilonia que habita en las ruinas. Comencé a estudiar el pergamino, y quedé con el alma rebosante de santos nombres o, al menos, así me lo pareció. Tardaría un año en explicaros el contenido de aquel pequeño pergamino. En primer lugar tuve que ayunar durante siete días y siete noches. Luego venía una lista de encantamientos, meditaciones y todo género de actos mágicos. Los errores en las letras son asunto grave. Un error en una letra, en el acento de una vocal, basta para destruir la Tierra. Enciendes una vela de cera, quemas incienso, pronuncias un nombre sagrado y un nuevo ser comienza a desarrollarse ante tu vista, lo mismo que el embrión en la matriz de la madre. No basta con pronunciar el nombre. En la Cábala los pensamientos son objetos. La más leve imperfección puede dar resultados totalmente opuestos a los pretendidos. Los Poderes del Mal no cejan ni un instante en su empeño de apoderarse de las cosas sagradas. ¿Qué ocurrió en Egipto? Los magos imitaban cuanto Moisés hacía. Pero Moisés era Moisés y Meir era sólo un muchacho que aún no había cumplido los dieciocho años. Todos los días cometía un error con nefastas consecuencias. Era la medianoche, el mundo dormía. Yo me encontraba en pie ante la ventana de mi buhardilla, dispuesto a leer el Shema y acostarme. De repente se produjo una gran conmoción, oí silbidos, viento y un revuelo. La mesa comenzó a bailar, miles de voces de mujer aullaban, las paredes se estremecían y el edificio se balanceaba como un buque en la mar. Dije una palabra para calmar la tormenta. E inmediatamente surgieron monstruos y seres deformes con el rostro contorsionado en mil muecas, riendo, gritando y luchando. En resumen, había olvidado la cola de la letra «jud», y en vez de invocar a un ángel, tal como los invocaba el santo Joseph Karu, había invocado a un ser deforme. Durante un instante vi una cabeza sin cuerpo y luego un cuerpo sin cabeza. Vi piernas que caminaban solas y penetraban en la pared. Un hocico con barba de chivo pronunciaba un sermón. El hocico hablaba como un conocedor de la Cábala, pero de repente comenzó a parlotear en rima burda, como el gracioso contratado para alegrar las bodas, salpicando sus palabras con obscenidades y blasfemias. También yo hablaba un extraño lenguaje. Más tarde, cuando me puse a escribir, mi escritura no se podía leer reflejada en el espejo. A la sazón mi padre estaba en la feria de Leipzig y la criada se hallaba enferma en casa de su hermana. Me encontraba solo. Pero, ¿hasta cuándo conseguiría mantener en secreto lo que pasaba en casa? Cierto es que en el pergamino constaban las instrucciones precisas para destruir a los seres no deseados, pero en la Cábala mágica es más difícil borrar que crear. Mi deforme duende comenzó a tener largas discusiones conmigo, discusiones en las que no decía más que insensateces provocadas por el despecho. Cuando yo quería dormir el duende me despertaba. Me tiraba de las crenchas. Me hacía cosquillas en las plantas de los pies, me lamía el cuerpo y pedía que me casara con él. Una noche, estando yo medio dormido, el duende se metió en mi cama e intentó que tuviera relaciones carnales con él. A punto estaba de caer en aquella trampa, cuando, sin duda alguna, mis antepasados, temerosos de Dios, intercedieron por mí. Salté de la cama y expulsé al duende. Me vestí, envolví las filacterias, cogí el Libro de la Creación y salí del pueblo. Mi padre era seguidor del rabino de Partzev. No tardé en encontrar un coche que me llevara allí. A la sazón, el rabino no era el que hoy reside en Partzev sino su abuelo, el rabino Kathirel. Durante todo el trayecto, el duende que yo había creado intentó hacerme caer en sus redes utilizando buenas y malas palabras. Pero además del Libro de la Creación llevaba conmigo un paquete de talismanes colgado del cuello. Conseguí llegar a la yeshiva del rabino y allí estuve durante veinte años, hasta que el duende pereció.
Meir, el eunuco, guardó silencio.
Zalman, el vidriero, sacudió la cabeza:
—¿Y no te atormentó mientras estabas en Partzev?
—En Partzev las Huestes del Maligno carecían de poder.
—¿Y qué pretenden esas Huestes?
—Los seres menores que forman parte de ellas sólo hacen el ridículo. Pero los mayores intentan gobernar el Cielo.
—¿Y lo permitirá Dios?
—Lucha con ellos.
—Entonces, ¿por qué los creó?
—A fin de que haya libre albedrío.
Se hizo el silencio y el reloj dio las doce. Más allá del cristal helado de la ventana lucía la luna en tres cuartos. Meir, el eunuco, comenzó a pellizcarse el desnudo mentón con las puntas de dos dedos, como si pretendiera arrancarse un vello. Dijo:
—Aquel día el judío de Babilonia me dijo algo que no olvidaré hasta que exhale mi último aliento.
Levi Yitzchock se quitó las gafas:
—¿Qué te dijo?
—En el instante en que la Infinita Luz menguó comenzando la creación^ nació la locura. Todos los demonios están locos. Ni siquiera los ángeles son completamente cuerdos. El mundo de la materia y de los actos es un manicomio.
Zalman, el vidriero, preguntó:
—¿Y las piedras?
Meir, el eunuco, soltó una carcajada, y comenzó a hablar en voz masculina que, luego, se transformó en femenino falsete:
—¡Interesante pregunta! Pues sí, con la excepción de Dios y las piedras, todo es locura.
(Traducido del yiddish al inglés por el autor y Dorothea Straus).