1
Todos los socios del Club de Escritores de Varsovia conocían al doctor Mark Beeber, hombre alto, de anchos hombros, con espesa cabellera negra que ya le griseaba en las sienes. Sus ojos castaños, brillantes bajo las hirsutas cejas, siempre me recordaron las cerezas arrugadas que se ponen en algunos cócteles. Se cubría la cabeza con un profesoral sombrero de terciopelo y anchas alas vueltas. Tenía fama de bohemio, pese a que pertenecía a una rica familia hasidim. Antes de la primera guerra mundial estudió filosofía en Suiza. Llevaba años sin trabajar y vivía en una habitación alquilada, en un barrio de gentiles.
Los socios del Club de escritores se maravillaban de que el doctor Beeber pudiera vivir sin ganar ni cinco. Algunos creían que gozaba de unas pequeñas rentas de la mermada herencia de su padre (Mendel Beeber, el padre, siendo ya viejo, casó con una muchacha de diecinueve años que le dio once hijos). Otros decían que el doctor Beeber era un gigoló mantenido por ancianas señoras. Algunos miembros sabían de buena tinta que el doctor Beeber cenaba cada noche en una casa distinta, como un estudiante de yeshiva. Parientes y viejos amigos le invitaban a cenar y, a veces, a pasar unos días en sus fincas de recreo, entre Varsovia y Otwock. Ocasionalmente, el Club de Escritores le encargaba sustituyera a algún periodista o corrector de pruebas que estaba de vacaciones.
Fuesen cuales fueran sus medios de vida, lo cierto es que Mark Beeber estaba siempre de buen humor y rebosante de ansias de vivir. A pesar de su pobreza, fumaba excelentes cigarros. Si bien no cabe negar que llevaba ropas un tanto viejas, también es cierto que eran de lana inglesa. Se pasaba horas y horas relatando historias y anécdotas de sus tiempos en Suiza. Había conocido personalmente a todas las personalidades destacadas de su tiempo, a Lenin, Kropotkin, Bergson, Kuno Fischer, Wundt, Georg Kaiser…
Y entre las personas por él tratadas tampoco faltaban príncipes de reales casas y varios pretendientes a diversos tronos. Había jugado a la ruleta en Montecarlo. Durante sus tiempos de estudiante bebió innumerables jarras de cerveza en compañía de junkers prusianos, y en una ocasión fue padrino de uno de ellos en un duelo. El doctor Beeber era un epicúreo en teoría y práctica. Los socios del Club de Escritores ponían en tela de juicio que tuviera realmente título de doctor. En su vida había escrito tesis alguna. Sin embargo, conocía bien todos los movimientos filosóficos alemanes. A pesar de considerarse un epicúreo, tenía en muy alto concepto a David Hume, Kant y Schopenhauer. Me prestó dos libros escritos por sendos amigos suyos, el profesor Messer y el profesor Bauch, ambos kantianos. Advertí que estos libros llevaban el sello de la biblioteca de la universidad de Berna.
A pesar de que Mark Beeber tenía veintitantos años más que yo, éramos amigos. Yo le trataba de usted y él me tuteaba. Solía llamarme Tsutsik, o sea «Cachorro». Siempre me decía:
—Sigue escribiendo Tsutsik, sigue escribiendo. Yo lo intenté, pero nunca he tenido paciencia para estarme sentado y quieto. Además, en cuanto cojo la pluma suena el teléfono. No, no me gusta perder el tiempo garrapateando palabras. ¿Quién necesita tantos libros? Se escribe demasiado. Cuando tengo comida, como; cuando tengo schnapps, bebo. Las mujeres nunca faltan. Son un artículo que dista mucho de escasear.
Me constaba que no mentía al decir estas palabras. Tenía un especial talento para conocer divorciadas, viudas, solteronas y mujeres que, simplemente, buscaban aventuras amorosas. En el Club de Escritores le llamaban constantemente por teléfono. Las mujeres románticas y charlatanas le fatigaban. Buscaba el trato de esas mujeres que, dicho sea con sus palabras, no necesitan «prólogo y epílogo».
En aquellos tiempos mis ingresos comenzaron a aumentar. Traduje al yiddish La montaña mágica de Mann y otras novelas alemanas. De vez en cuando invitaba a almorzar al doctor Beeber, quien solía pedir vino, una comida de siete platos y, además, se comía cuantos panecillos había en el cesto. Entre plato y plato, fumando el puro a grandes bocanadas, me contaba innumerables anécdotas. Había viajado mucho y vivido en casi todas las capitales de Europa. Además del yiddish, dominaba el alemán, el ruso, el francés y el italiano. También conocía el hebreo. De chico había estudiado en la yeshiva. Durante cierto tiempo practicó el deporte de la escalada, lo que le permitió contarme sus excursiones en los Alpes. Sus relatos siempre le llevaban a la misma conclusión: todo era vanidad, todos los filósofos estaban equivocados y todos los ideales eran estúpidos e hipócritas. El hombre no es más que un astuto mono. Sin embargo hay que pagar el alquiler… Ahí estaba el problema.
Al paso de los años comencé a encontrarle de mal humor cada vez más a menudo. Entonces me contaba sus problemas. Se estaba haciendo viejo y había desaprovechado todas las oportunidades. Se sentía enfermo y cansado. Un médico le había dicho que se le estaba formando grasa en el corazón y le prohibió fumar, beber y comer platos grasos. También le había advertido que no debía abusar del sexo. El doctor Beeber decía que necesitaba descanso espiritual. Pero, ¿cómo se puede descansar cuando todos los amaneceres nos plantean el problema de sobrevivir durante el día? Lo que más temía era la ancianidad. ¿Qué haría cuando tuviera el cabello totalmente blanco? ¿Quién cuidaría de él entonces? Y si enfermaba, ¿quién le cuidaría? Yacería olvidado en un hospital. Habíase apartado de su familia y la familia había prescindido de él. Ahora, ni siquiera reconocería a sus hermanas y hermanos si se cruzara con ellos en la calle.
El cabello del doctor Beeber encanecía más y más, y sus ropas parecían más viejas de día en día. Más de una vez vi que las cintas de sus calzoncillos largos le colgaban encima de los zapatos. Comenzó a fumar apestosos cigarros baratos. Al comer se manchaba la chaqueta. Sus anécdotas y sus chistes eran viejos y repetidos. Si no buscaba pronto un apaño aquel hombre se desmoronaría. Un día le dije que todavía había casamenteros en Varsovia.
Me dirigió una mirada de picardía, echó una bocanada de humo y dijo:
—Calla, calla, Tsutsik. Aún no he caído tan bajo.
Pasé unas semanas de descanso en un pueblo cerca del Báltico. Cuando volví me dijeron que el doctor Beeber se había casado. El día siguiente el doctor Beeber me llamó por teléfono. Nunca había hablado con él por teléfono, por lo que, al principio, apenas reconocí su voz. Me dijo:
—Tsutsik, te he estado buscando. Seguí tu consejo. Estás hablando con un respetable ciudadano de Varsovia.
—Mazel tov! Ya me habían dado la buena noticia. Creo sinceramente que ha adoptado usted la mejor solución.
—Fue muy rápido. Alguien nos puso en contacto y todo se desarrolló a gran velocidad. No aguanto las comedias largas. Además, el Talmud prohíbe hablar demasiado con una mujer, lo cual significa que la mujer debe limitarse a decir sí y no. Mi esposa es mujer burguesa pero encantadora. Tiene títulos de estudios superiores a los míos, es bachiller. Y de ninguna manera se puede decir que sea fea, ni mucho menos, no señor. Además, está profundamente enamorada de mí. ¿Qué más se puede pedir, a mi edad, en mi situación? Ahora tengo un hogar, en fin… todo. Me resulta increíble creer que haya vivido tantos años de un modo tan bohemio. Seguramente tengo una constitución de hierro. Un momento, Saltsche quiere hablarte. Ya sabe quién eres, yo se lo he dicho. Además le di a leer uno de tus relatos. Le entusiasmó. Un momento.
Una voz femenina, con el característico acento yiddish-polaco, dijo:
—Tsutsik… ¿Puedo llamarte Tsutsik, verdad? Me parece un nombre maravilloso. Te llamaré Tsutsik y tu llámame Saltsche. Mark me ha hablado mucho de ti y sus amigos serán siempre mis amigos. Queríamos que asistieras a nuestra boda, pero estabas fuera de Varsovia, qué lástima… Leí tu relato, ¡es maravilloso! ¿Tienes algún compromiso para esta noche?
—Pues no.
—En este caso te esperamos a cenar. No, no quiero que digas que no. Mark no hace más que hablar de ti. Me ha contado todas tus bromas. Mark tiene fe en tu talento de escritor. ¿A qué hora vendrás? Preferiría que fuese temprano. Tenemos un piso muy grande y cómodo, de manera que si después de la cena se nos pasan las horas hasta muy tarde, puedes quedarte a dormir en la habitación de invitados. Mark siempre dice, en broma, claro, que quiere adoptarte.
A las seis de la tarde, después de afeitarme e ir a la barbería a que me cortaran el pelo, me puse mi mejor traje y mi corbata favorita. Compré un ramo de rosas y alquilé un droshky. Los Beeber vivían en un barrio de cristianos y de judíos ricos. Subí en ascensor. En la ancha puerta de caoba una placa de cobre anunciaba «Dr. Mark Beeber». Una doncella gentil abrió la puerta. Beeber y su mujer salieron a recibirme. Saltsche era una mujer de cuarenta y tantos años, menuda, redonda, morena, con el pecho alto y grandes ojos negros, unos ojos judíos, tristes y alegres al mismo tiempo, tan antiguos como el exilio del Pueblo de Israel. Extendió los brazos como si se dispusiera a abrazarme y dijo a la doncella que pusiera las flores en un jarrón. Alrededor del grueso cuello llevaba un collar de perlas y en su mano izquierda brillaba un diamante.
El doctor Beeber vestía una chaqueta de fantasía, del tipo smoking, y calzaba zapatillas. Se había rejuvenecido. Habían desaparecido las arrugas de su rostro, así como las bolsas debajo de los ojos e incluso el cabello gris. En boquilla de ámbar humeaba el cigarro. Sus ojos, bajo las cejas hirsutas, chispeaban burlones y joviales. Dijo:
—Saltsche, éste es mi amigo Tsutsik.
—¿Puedo darle un beso?
—¡No faltaría más!
Entré en una sala de estar discretamente amueblada, con alfombras, sillones, un diván, candelabros y cuadros. Poco después pasábamos al comedor. Allí había un gran aparador acristalado, repleto de plata y porcelana. El doctor Beeber se había casado con una mujer rica. Levantó una ceja y dijo sonriente:
—¿Te das cuenta? ¡He traicionado a la pobreza!
Saltsche dijo:
—No comprendo por qué se alaba tanto la pobreza y el sufrimiento. Un hombre como Mark debe trabajar en sus libros y no estar pudriéndose en una buhardilla. Cuando vi el lugar en que vivía, por poco me desmayo. No le permití que trajera nada, absolutamente nada, de lo que allí tenía, salvo sus originales. ¿Cómo es posible que un hombre tan brillante haya vivido tan descuidado? ¡Los hombres no tienen compasión de sí mismos! Si Mark no se hubiera casado, en estos momentos no sé qué habría sido de él. Tú, Tsutsik, todavía eres joven, pero no debes olvidar la lección de Mark. Hay que casarse y sentar la cabeza. No esperes tanto como Mark. No se puede hacer labor de creación con el estómago vacío. Por fin Mark vive con disciplina. Está en su estudio hasta la hora de comer. Nadie le interrumpe. Ni siquiera le aviso cuando le llaman por teléfono. Sus parientes, antes, no querían ni oír hablar de él. Pero de repente sus hermanas, hermanos, primos, todos, han resucitado. Sin embargo pueden esperar un poco… Ya llegará el momento en que les tratemos. Un amigo de veras es el que sigue siéndolo en los malos momentos y no esos que esperan que la suerte cambie. En consecuencia, Tsutsik…
—Bueno, Saltsche, basta, basta… Anda, di a la cocinera que traiga los suculentos platos que nos ha preparado.
—¿Ya? No te preocupes tanto, Mark. Tsutsik no se morirá de inanición.
Saltsche agitó una campanilla de cristal y apareció una cocinera con delantal y cofia. Para tener cocinera además de doncella hay que ser rico. ¡Qué cena, Señor…! Salmón ahumado, pescado con salsa agridulce, sardinas, fiambres, caviar… El doctor Beeber comió con deleite. Me indicó la bandeja de los quesos y me dijo sus nombres y procedencia. Después vació la copa de vino. Dijo:
—Saltsche me tiene encerrado de nueve a dos todos los días. He releído algunos de mis antiguos originales y me he quedado pasmado. Es increíble lo que escribía años atrás. Lo había olvidado ya. Todo se olvida y ahora resulta que no domino el alemán como antaño. Por otra parte, el hebreo no me sirve porque carece de terminología filosófica moderna.
—¿Por qué no escribe en yiddish?
—¿Para quién? ¿Para los muchachos de yeshiva? En fin, ya me las arreglaré de un modo u otro. En realidad no puedo creer en nada. Incluso me falta esa chispa de fe imprescindible para ser escéptico.
Saltsche terció:
—No comiences a buscar excusas. Tú sigue, sigue escribiendo y verás como todos los problemas se solucionan por sí mismos. Es increíble, los ignorantes y los carentes de personalidad alcanzan la fama y un hombre con el talento de Mark desprecia su trabajo. Leo el alemán, lo comprendo. Y todas y cada una de las frases que Mark escribe son profundas. Es un genio, realmente un genio.
El doctor Beeber preguntó:
—¿Hay kreplach, verdad?
—Espera un poco En seguida nos traen los kreplach. Come, Tsutfeik. Por favor, disculpa que te llame Tsutsik, pero es un nombre con tanto ángel… Mi padre, que en paz descanse, llamaba así a mi hermano. Los dos están ya en el otro mundo.
Y Saltsche se enjugó una lágrima con un pañuelo de encaje.
2
Por el modo en que me trataron aquella noche presumí que los Beeber me invitarían a menudo. Y quizá comería, dormiría y trabajaría en su casa. Pero pasaron semanas y meses sin que les volviera a ver. Varias veces el doctor Beeber y Saltsche me llamaron por teléfono para invitarme a cenar, pero o bien estaba ocupado o bien no tenía ganas de cenar fuerte y retirarme tarde. El doctor Beeber dejó de hacer acto de presencia en el Club de Escritores.
Y comenzaron a correr voces diciendo que el doctor Beeber se había convertido en un hombre altanero.
Un día el doctor Beeber me llamó y me dijo:
—Tsutsik, ¿te has olvidado de mí?
—No, doctor Beeber. No le he olvidado y nunca le olvidaré. ¿Cómo está?
Tartamudeó, lanzó un suspiro y dijo:
—Todos me envidian. La gente cree que he tenido mucha suerte. Según parece, se murmura de mí en el Club de Escritores, pero lo cierto es que no soy feliz. Comienzo a arrepentirme del paso que di.
—¿Qué ocurre? ¿Es que se lleva mal con su esposa?
—No, nada de eso. Demasiado bien nos llevamos. Pero, ¿de qué me sirve? Mi mujer intenta convertirme en un inmortal. Pero, ¿para qué publicar otro libro? ¿Es que hay alguien que espere un libro mío? Precisamente hoy he encontrado un ensayo que escribí hace años sobre Schleiermacher. ¿A quién le importa Schleiermacher? Hasta la hora del almuerzo mi mujer me tiene encerrado. Después de comer, debo tenderme y reposar durante una hora para hacer la digestión. La cocinera es la Octava Maravilla del Mundo. Prepara unos platos irresistibles. Y me atiborro hasta quedar casi paralizado. Luego la cena es otro festín. Después de cenar a Saltsche le gusta salir, ir a algún sitio, al cine, al teatro, a la ópera. Tiene un sinfín de parientes que nos visitan y a quienes debemos devolver la visita. Por otra parte mi familia también ha resucitado. Vienen y se pasan la noche diciendo memeces. Creo que ya te dije que Saltsche era doncella cuando me casé con ella, sí, una virgen kosher. Y ahora quiere recuperar el tiempo perdido. No, esto no va conmigo, nada de lo que acabo de decirte va conmigo. Deseo vivir una aventura, una aventura de cualquier clase. Mi mujer no me permite contestar el teléfono porque teme que me roben tiempo que he de dedicar a mis meditaciones.
En este punto el doctor Beeber emitió un sonido que era carcajada y gruñido a un tiempo. Le dije:
—No se preocupé, ya verá como todo se arregla.
—¿Sí? ¿Cómo? Todos los días debo dar cuenta del trabajo realizado. Mi mujer lee todo lo que escribo. Ya ha entrado en relación con un editor y qué sé yo la de gestiones que ha hecho. Cuando una mujer comienza a dirigir la vida de un hombre este hombre puede considerarse perdido. Vivo tan esclavizado que he comenzado una aventurilla con la sirvienta.
—Vaya con tiento.
—Tsutsik: ¡tenemos que vernos!
Paso el invierno y llegó el verano. Una vez más me fui de vacaciones, esta vez a Zakopane, en la montaña. Regresé en agosto. Tan pronto entré en el Club de Escritores alguien me dijo:
—¿Ya sabes la última del doctor Beeber?
—¿Qué ha pasado?
—Perdió cuarenta mil zlotys en el casino de Zoppot.
—¿Cuarenta mil…?
—De su mujer. Todo el dinero que su mujer tenía en metálico. Tenían cuenta corriente en común, y el doctor Beeber se fue a Zoppot y lo perdió todo.
—¿Y dónde estaba ella?
—No sé todos los detalles.
Llamé por teléfono al doctor Beeber, pero nadie contestó. Uno o dos días después, mientras iba por la calle Przejazd, vi que el doctor Beeber venía hacia mí. Iba encorvado, pálido y crapuloso, y con grandes ojeras. Antes no llevaba bastón, pero hoy sí y me pareció que cojeaba. Alzó las hirsutas cejas y me miró con triste mirada, en silencioso reproche, como si nos hubiéramos citado y yo hubiese llegado tarde. Le dije:
—¿Es posible? Francamente, no le hubiera reconocido.
—Tsutsik, te he estado buscando. ¿Dónde diablos te has metido? Me encuentro en un apuro gordo. ¿Ya sabes lo que me pasó?
—Sí, algo he oído.
—Bueno, seguramente enloquecí o algo parecido. No sé… Comienzo a creer que soy un hombre marcado por el destino. La culpa fue del aburrimiento. Fue ella, ella quien me arrastró a Zoppot, con todos mis originales, alquiló una villa y qué sé yo… De repente mi mujer tuvo que venir a Varsovia porque su cuñado había caído gravemente enfermo. Bueno, en realidad, se murió. Y durante la ausencia de mi mujer fui al casino, sólo para ver el juego, observar… Pero el casino es algo como las arenas movedizas, en cuanto pones el pie allí comienzas a hundirte. Mi mujer me había dado un talonario de cheques y el banco tenía una agencia en Zoppot. En fin, ¿para qué seguir…? Lo perdí todo, hasta el último zloty.
—¿Dónde está Saltsche?
—Me echó de casa, así, lisa y llanamente. Sus familiares querían encerrarme en un manicomio.
—Pues creo que es lo que se merece.
—Tsutsik, estoy sin un chavo. Ni cama donde dormir tengo. Según la ley, mi mujer no podía expulsarme del hogar conyugal, pero ¿quién quiere recurrir a la policía en este país? Tiene un primo abogado que me amenazó con la cárcel. ¿Puedo dormir en tu casa?
—Sólo tengo una cama.
—¿Puedes prestarme unos zlotys, al menos?
—¿Y cómo permitió usted que le limpiaran cuarenta mil zlotys?
—Cuarenta y tres mil. Pues no lo sé. Antes creía que me conocía bien a mí mismo, pero ahora estoy convencido de que no es así. Toda la moderna psicología no vale un pimiento. Seguramente me poseyó un dibbuk, un demonio. Ahora comprendo porque escribes relatos de demonios. No, no son leyendas folklóricas, son una gran verdad. Oye, dame diez zlotys al menos.
—No los tengo. Pero esta noche puede usted pasarla en mi casa.
—¿Sí? ¿Sales de viaje quizá…? Bueno, gracias. Llevo dos días y dos noches sin dormir y sin comer. Dame tres zlotys para comprar cigarros. Además, no puedo ir solo a tu casa… Tienes que presentarme a la portera o creerá que soy un ladrón. Cuando uno tiene el santo de espaldas puede ocurrirle cualquier cosa.
—Vayamos a tomar un café.
—¿Un café? ¡Si apenas puedo andar…! Bueno, de acuerdo. Siempre supe que acabaría así. Era demasiado bueno para que durara. Todo parece una broma pesada de Asmodeo o quien sea que rija este mundo. ¿Qué puedo hacer ahora? Antes solía tener la habilidad de ir tirando sin dinero, pero ahora hasta esto he perdido. No sé cómo volver a empezar. Si tuviera el valor suficiente para ello te aseguro que me suicidaría.
—Quizás haya posibilidades de reconciliación con su esposa.
—Inténtalo. Te tiene en muy alto concepto. Bueno, la verdad es que la vida que llevaba casi me aniquiló. ¿Es que hay alguien en el mundo capaz de estar veinticuatro horas al día en compañía de una mujer? Estaba habituado a vivir solo. Un soltero puede tener las queridas a pares y seguir siendo independiente. Tsutsik, no te cases jamás. Huye del matrimonio como de la peste. A no ser que quieras tener hijos.
—No quiero.
—Schopenhauer llevaba razón. Todo se debe a esa ciega voluntad de prolongar la tragedia humana. Afortunadamente mi mujer ya era vieja para concebir. Nunca he querido engendrar generaciones de tenderos, porteros, cocheros y rameras. Me gustaría vivir bien unos cuantos años más, y, luego, adiós muy buenas. Pero ahora, ¿qué puedo hacer? Quizá me encierren en un asilo de ancianos. También me queda el recurso de cometer un delito, para que me encierren en presidio. Sí, pero ¿qué delito puedo cometer, como no sea pegarle fuego al castillo de Belvedere?
Tomamos café mientras el doctor Beeber musitaba y murmuraba entre gruñidos. Se enjugó la frente con un sucio pañuelo. El traje que llevaba estaba mugriento. Sin haberse lavado ni afeitado, allí estaba, con un ojo medio cerrado y el otro muy abierto. Llevaba las uñas negras. Del bolsillo extrajo una colilla de puro, la encendió y echó una bocanada de humo apestoso.
Le pregunté:
—¿Y por qué atrae tanto el juego?
—¿Qué? Pues me parece que se debe a que uno mientras juega se encuentra en manos de los poderes que rigen el universo. Tanto si lo crees como si no, uno intenta hipnotizar la bolita y mandarla adonde más le conviene a uno. Libras una guerra contra las leyes físicas, pero las leyes físicas se ríen de ti y de tus órdenes. Llevaba ganando mil quinientos zlotys. Y de repente todo se fue al traste. Tú crees en la suerte, ¿verdad?
—Creo en todas las supersticiones.
—Estás en lo cierto. El racionalismo es la peor enfermedad de la especie humana. La razón terminará invirtiendo la evolución. El homo sapiens llegará a ser tan sabio que no sabrá engendrar, comer, ni ir al retrete. Incluso tendrá que aprender a morirse.
El doctor Beeber se rio y luego soltó un sarcástico «ja», dejando al descubierto sus renegridos dientes. Dijo:
—Lo que realmente me da miedo es que Saltsche decida perdonarme.
(Traducido del yiddish al inglés por el autor y Elaine Gottlieh).