Visitantes en una noche invernal

1

La estufa estaba encendida. La colgante lámpara de petróleo difundía un brillante resplandor en la estancia. La nevada había comenzado tres días atrás, y seguía nevando. Almohadas de nieve cubrían nuestro balcón. A la cabecera de la mesa se sentaba mi padre, vestido con una túnica de terciopelo negro, debajo de la que asomaba una amarillenta prenda terminada en flecos. Se cubría la cabeza con un bonetillo. Su frente alta resplandecía como un espejo. Yo le miraba con amor y también con pasmo. ¿Por qué razón era aquel hombre mi padre? ¿Qué hubiera ocurrido si mi padre hubiese sido otro hombre? ¿Hubiera yo sido el mismo Isaac? Le miraba como si le viera por primera vez. La causa de estos desvaríos radicaba en cierta información que mi madre me había dado el día anterior, según la cual el casamentero de la comunidad judía de mi madre había intentado casarla con un joven de Lublin. Si mi madre hubiera contraído matrimonio con este joven, ¿hubiese sido realmente mi madre? Estos planteamientos me parecían un lío indescifrable.

Mi padre era hombre de piel blanca, con crenchas oscuras y barba de un castaño rojizo como el color del tabaco. Tenía la nariz corta y los ojos azules. Entonces se me ocurrió una extraña idea. Pensé que mi padre se parecía al zar, cuyo retrato colgaba en nuestro cheder. Pero el zar era un hombre brutal, en tanto que mi padre era un rabino muy piadoso. Lo cierto es que aquella noche los más locos pensamientos atestaban mi cabeza. Si la gente supiera lo que pensaba me encerrarían en presidio. Mis padres me repudiarían. Sería excomulgado tal como lo fue el filósofo Spinoza, de quien nuestro padre habló en la cena de celebración del Purim, o sea en conmemoración de la derrota de Haman, quien planeaba asesinar al pueblo de Israel. Aquel hereje, Spinoza, había negado la existencia de Dios, afirmando que el mundo no fue creado sino que había existido eternamente.

Sobre la mesa, ante sí, mi padre tenía un libro abierto, y encima de las páginas puso el extremo de su ancha faja, para indicar que interrumpía el estudio por unos instantes solamente. A la derecha tenía un vaso de té mediado. Y, a la izquierda, la larga pipa. Ante él se sentaba mi madre. El rostro de mi padre era casi circular, en tanto que el de mi madre era de contorno, nariz y mentón angulosos. Incluso la mirada de sus ojos grises era cortante. Llevaba peluca rubia, pero yo sabía que su cabello natural, bajo la peluca, era rojo, como el mío. Tenía las mejillas hundidas y los labios delgados. Y yo siempre temía que adivinara mis pensamientos.

A la derecha de mi padre se sentaba Abraham, el matarife ritual, moreno como un gitano, con barba redondeada, densa como un cepillo. Malas lenguas aseguraban que Abraham se recortaba la barba. Abraham tenía una gran barriga, cuello recio y de líneas verticales, nariz ancha y labios carnosos. Pronunciaba rotundamente las erres y hablaba con insólita rapidez. Abraham creía que nadie le trataba debidamente, que era víctima de todos, y, de un modo muy especial, de su tercera esposa, Zevtel. Pese a que teóricamente se dirigía a mi padre, como era su obligación, Abraham no dejaba de lanzar miradas a mi madre. En sus ojos oscuros, hundidos entre párpados hinchados y azulencos, destellaba la ira. Según me habían dicho, todos los matarifes nacían bajo el signo de Marte, y si no hubieran estudiado la profesión de matarife serían todos asesinos. Imaginaba a Abraham, con un hacha en la mano, oculto en un denso bosque, acechando el paso de los comerciantes que se dirigían a Leipzig, Danzig o Lentshno. Y Abraham los atacaba, les quitaba sus bolsas de oro y les cortaba la cabeza. Y cuando los comerciantes le suplicaban que no les diera muerte, Abraham respondía: «Los crrrriminales no perrrrdonamos».

Pero ahí estaba Abraham, quejándose como un doctrino del comportamiento de su esposa. Abraham decía:

—Me paso el día entero en pie, sacrificando animales, y, como es natural, por la noche quiero descansar, pero entonces es cuando comienza la tortura. Parece que mi mujer me haya declarado la guerra. Su madre era igual. Me enteré cuando estuve en Zelochow. La madre de mi esposa enterró a tres maridos, a pesar de que está prohibido casarse con mujer que sea tres veces viuda. Sí, pero ahora, mi suegra tiene un cuarto marido. Zevtel tuvo también dos maridos antes de casarse conmigo. Sí, yo soy el tercero. Y los otros dos se divorciaron de ella. El primero era un joven muy dulce, fino como la seda y sobrino del rabino de Zychlin. ¿Qué podía mi mujer echar en cara a semejante hombre? Pero mi mujer se enamoró del otro, del segundo, según me dijeron, que era un inculto cochero. Mi mujer se portó con tan poca vergüenza que escandalizó a todo el pueblo.

Mi padre dijo:

—Que el Señor se apiade de todos nosotros.

Avanzó la mano derecha hacia el vaso de té, mientras se acariciaba la barba con la otra mano.

Pese a que yo era aún un muchacho, me constaba que mi padre sabía muy poco de materias como aquella de que le había hablado el matarife Abraham. Mi padre lo juzgaba todo según la ley. Había cosas prohibidas y cosas permitidas, y basta. Para mi padre no había ninguna diferencia entre tocar una palmatoria en la fiesta del Sábado y el comportamiento deshonesto. Mi padre fue educado en el estudio de la Torá, la oración, y los aforismos de rabinos milagreros. Su verdadera pasión era visitar las aulas de los rabinos y conversar con hasidims acerca de milagros, pero siempre que anunciaba un viaje, mi madre le recordaba que era preciso pagar el alquiler, la educación de los hijos, y que también teníamos que comer. Ir vagabundeando por ahí para visitar rabinos no da dinero para vivir.

Mi madre preguntó a Abraham:

—Entonces, ¿por qué se casó con ella?

Abraham se mordió el gordo labio inferior:

—La verdad no siempre se ve a primera vista. Mi mujer allanó todos los obstáculos, me causó la impresión de que casarme con ella era fácil y agradable. Cuando quiere es dulce como la miel. Cuando murió mi Luba me sentí perdido. ¿Qué puede hacer un hombre solo en este mundo? Las comidas de los restaurantes me destrozaban el estómago. Me dijeron que el padre de mi actual mujer era un hombre con estudios. Y, por otra parte, con Luba, que en paz descanse, no tuve hijos. Luba padecía una enfermedad de mujeres y tuvieron que quitarle la matriz. Además, siempre he querido tener un hijo que rezara el Kaddish a mi muerte. El casamentero me propuso a Zevtel, y Zevtel me habló con mucha dulzura. Según ella, el sobrino del rabino de Zychliner estaba medio loco y era un soñador que ignoraba la realidad de la vida. Cuando Zevtel le llevaba la comida a la casa de estudio, su marido no la reconocía y la tomaba por una criada. Estaba siempre en las nubes, y, en realidad, no había dejado de ser un colegial, sí porque hay hombres que son así. De todos modos, aquel muchacho no servía para marido de Zevtel. Me di cuenta después. Disculpen mis palabras, pero la verdad es que Zevtel es una mujer que necesita un macho de veras. No quiero hablar mal de nadie, y no olvido que aquí, en el Arca, hay un Santo Rollo, pero podría contarles cosas que les pondrían los pelos de punta. En cuanto a su segundo marido, Zevtel me dijo que era un comerciante en granos y hombre importante en su comunidad, pero Zevtel se llevaba muy mal con sus hijastras. La verdad es que no tuve tiempo de estudiar un poco todo lo que Zevtel me dijo. Pensé que es normal que la gente se divorcie. Incluso los rabinos se divorcian. Pero tan pronto nos casamos, Zevtel comenzó a mostrarse tal cual realmente era. Comenzó a decir que quería que yo fuera matarife oficial de una comunidad. No, no le bastaba con que fuera matarife extraoficial en Varsovia. Y yo le dije: «¿Qué importa eso si igual me gano la vida?». Los matarifes de la ciudad tienen muchas ventajas, y el cargo pasa de padres a hijos. Todos han nacido en Varsovia, y el que llega de provincias siempre será un extraño para ellos. Además, el matarife de ciudad gana mucho y vive bien. El rabino de Gur, que es quien apoya a los matarifes de Varsovia, es un santo, sin duda alguna, pero también es un hombre muy poderoso. Los seguidores del rabino de Gur encuentran todas las puertas abiertas. Y si uno no está de parte del rabino de Gur, todo son persecuciones. Dicen que el rabino de Gur tiene tratos con los poderes celestiales, pero también es verdad que sabe muy bien lo que pasa en la tierra.

Mi padre dejó sobre la mesa el vaso de té:

—¿Qué dices, Reb Abraham?[1] El rabino de Gur es un santo. Ama a todos los judíos.

—Sí, es cierto, pero incluso Moisés tuvo que emplear triquiñuelas. Bueno, da igual, el caso es que mi mujer comenzó a visitar a todos los notables para buscar influencias. Se compró una peluca que sólo le cubría la mitad de la cabeza y no se cortó el pelo. Y comenzó a peinarse el cabello natural mezclándolo con el de la peluca. Un día, llego y veo que mi mujer está delante del espejo, rizándose el cabello con unas tenacillas. Y yo que voy y le digo: «¿Qué significa eso?». Y ella que me contesta: «No te preocupes, es cosa mía». En resumen, se estaba preparando para ir a visitar a un notable, a fin de que influyera en mi favor, y quería deslumbrarle. Yo estallé y le dije: «¡No quiero ser matarife de una comunidad, y no quiero que te pongas guapa para ir a ver a esa gente!». Me contestó de una manera que parecía que yo fuera su peor enemigo en vez de ser su marido.

Mi padre cogió la pipa:

—El Talmud dice: El hombre no puede vivir dentro de un cesto en compañía de una víbora.

—¡Como si no lo supiera! Y no he contado ni la milésima parte de lo que me pasa con mi mujer. En Zelochow supe la verdad. Aquel comerciante en granos del que mi mujer se enamoró, y que fue su segundo marido, no era un comerciante en granos sino un vulgar carretero que transportaba mercancías. Y de vez en cuando aceptaba pasajeros en su carro. Y una vez llevó a Zevtel a Sochaczew. El carretero era hombre mal hablado, y decía cosas que hubieran ruborizado a un cosaco. A Zevtel le gustó aquel hombre, y se negó a su marido, en fin, que se negó a ser suya, y ya saben ustedes lo que quiero decir.

Mi madre sacudió tristemente la cabeza. Mi padre dijo:

—En este caso el marido se puede divorciar sin contraer obligación alguna.

—Sí, pero es que Zevtel ya se las había arreglado para quitar un montón de dinero al primer marido. Pero entonces comenzó a sentir celos. El carretero llevaba siempre el carro lleno de mujeres, era un sinvergüenza, un verdadero animal. Siempre iba con la botella de vodka en el bolsillo interior de la chaqueta, y, como si tal cosa, se comía un plato de trigo sarraceno con mollejas de gallina, así de grande, que no hubiera cabido en un barreño. Dejaba a Zevtel en el pueblo, triste y sola, y regresaba para la fiesta del sábado, y, a veces, ni eso. Ahora, fue ella quien pidió el divorcio, y el carretero pidió que Zevtel le pagara una indemnización por divorciarse, amenazándola con irse a América y dejarla en la situación de esposa abandonada si no pagaba. Entonces Zevtel tuvo que dar a su segundo marido lo que le había quitado al primero, y, además, tuvo que vender sus joyas.

Mi madre dijo:

—Una desenfrenada. ¿Y por qué sigue con ella?

—Se niega a divorciarse. El único remedio que me queda es obtener la autorización de cien rabinos.

Mi padre fijó la vista en el libro:

—El rabino Zadock, de Lublin, bendita sea su memoria, tuvo una mujer perversa igual que ésta. La esposa del rabino Zadock estrechó la mano de un funcionario. Cuando el rabino Zadock lo supo, inmediatamente quiso divorciarse de ella, pero ella se negó a concederle el divorcio. Entonces, el rabino Zadock tuvo que visitar cien pueblos y ciudades para conseguir cien firmas.

Abraham preguntó:

—¿Y todo por estrechar la mano de un funcionario?

Mi padre repuso:

—Es un acto de ligereza. Tan pronto se da un paso alejándose del judaísmo, uno comienza a hundirse en las Cuarenta y nueve Puertas de la Profanación.

Mi madre preguntó:

—¿Y no es posible que el funcionario ruso tendiera la mano y que la esposa del rabino Zadock no se atreviera a rechazarla?

Juiciosamente, mi padre observó:

—Sólo al Todopoderoso debemos temer.

2

Había silencio. Oía el sonido de la mecha al absorber petróleo. Fuera, caía nieve seca y soplaba el viento. Mi padre alargó la mano para coger la bolsa de tabaco y se dio cuenta de que estaba vacía. Me miró y, en un tono que era interrogación y súplica al mismo tiempo, me dijo:

—Itchele, me he quedado sin tabaco.

Mi madre se irguió:

—¿No pretenderás que el niño salga con ese frío? Además, todas las tiendas están ya cerradas.

—Si no fumo al levantarme, no puedo estudiar, y tampoco puedo prepararme para las oraciones matutinas.

Abraham observó:

—Quizás Eli tenga todavía abierta la tienda.

Tuve la impresión de que Abraham quería desembarazarse de mi presencia por abrigar la intención de revelar secretos que un muchacho no puede oír. Pero, de todos modos, sentía deseos de salir a la calle. Lo único que me asustaba era la oscuridad de la escalera. Dije:

—Iré a ver.

Mi padre dijo:

—Dale veinte groschens.

Mi madre frunció el ceño, pero cedió. Mi padre era un fumador empedernido. Todas las mañanas se fumaba una pipa, bebía varios vasos de té flojo y escribía comentarios en unos papeles largos y estrechos. Los sábados, al atardecer, esperaba impaciente que aparecieran tres estrellas en el firmamento. Mi madre me puso un grueso abrigo y me enroscó una bufanda al cuello. Cuando comencé a bajar la escalera, mi madre dejó abierta la puerta de la cocina, porque sabía que la oscuridad me daba miedo. ¿Cómo no iba yo a tener miedo cuando me constaba que el mundo rebosaba demonios y espíritus malignos? Recordaba a la niña Jochebed, hija de nuestros vecinos, que murió el año anterior. Y en una casa de Bilgoray había un fantasma que rompía los cristales de las ventanas y lanzaba los platos al aire. Y también recordaba a aquel muchacho a quien un espíritu maligno llevó al castillo de Asmodeo, en donde le obligó a contraer matrimonio con un ser de la corte de Satán. Afortunadamente, vivíamos en una segunda planta. Pero el vestíbulo de la casa también estaba oscuro. Allí se aposentaba a menudo un hombre cuya cara parecía desollada. En vez de nariz tenía un montoncito de yeso negro. Nunca llegué a saber quién era aquel ser que esperaba allí horas y horas, en el frío y la oscuridad. Lo más probable era que se tratara de alguien relacionado con los espíritus inmundos.

Pero tan pronto crucé el portalón, todo me pareció alegre. El cielo, a pesar de hallarse sin luna y estrellas, resplandecía con una luz amarillenta, como si detrás de las nubes hubiera celestiales lámparas encendidas, creadas adrede para iluminar aquella noche. Las farolas de gas lucían gorros de nieve, blanca escarcha cubría sus cristales, y la luz que los atravesaba tenía los colores del arco iris. Todas las luces tenían una estela de niebla. La nieve cubría la pobreza de la calle Krochmalna que ahora parecía rica. Tuve la impresión de que Varsovia habíase desplazado, penetrando por misteriosos medios en el interior de Rusia, tal vez hasta Siberia, en donde, según decía mi hermano Joshua, el invierno es una larguísima noche y osos blancos viajan sobre islotes de hielo. Ahora, la parte del arroyo junto a las bocas de las cloacas se había convertido en pista de patinaje para los muchachos de la calle. Algunas tiendas estaban cerradas, el hielo enmarcaba los escaparates cuya superficie quedaba cubierta de escarcha en forma de ramas de palmera, como las que se utilizan en la Fiesta de los Tabernáculos. En otras tiendas, aún abiertas, los clientes entraban por la puerta trasera. Los establecimientos de comestibles finos estaban brillantemente iluminados. Largas salchichas colgaban del techo. Detrás del mostrador, Chayele cortaba salchichas, hígados, pecho de ternera, roast beef… Allí vendían pretzels, los pastelillos salados en forma de nudo abierto, y también salchichas de Frankfurt calientes y con mostaza. Una pareja, sentada a una mesilla, cenaba tardíamente. Pensé que seguramente eran novios, ya que sólo los novios cenaban a última hora en una tienda de comestibles finos. El hombre iba vestido mitad a la antigua, mitad a la moderna, con una gabardina corta, un gorro pequeño, rígido cuello de cartón y pecherín de papel. El cabello que sobresalía del gorro era suave y reluciente de brillantina. Sabía quien era. Se llamaba Pesach, y estaba especializado en el trabajo de colocar, cosiéndola hábilmente, la parte superior del cuero de las botas, en el calzado viejo. Los sábados por la mañana solía acudir a la casa de oración, pero después de la comida del mediodía llevaba a su novia al cine o al Teatro Yiddish, en donde representaban Shulamith, Chasia la huérfana, El príncipe Chardas… Sabía todo lo anterior porque me lo habían dicho mis compañeros de juegos en el patio. También conocía bien a la novia, Feigele. Hacía apenas un año jugaba con las otras niñas, en el patio, a tirar al blanco con nueces. También destacaba en el juego del diábolo. Pero de repente le salió novio y se convirtió en una chica mayor. Se enrolló el negro cabello, y comenzó a andar por ahí luciendo moño. Mi padre ofició en la fiesta de compromiso matrimonial, y de ella me trajo una porción de pastel. Esta noche llevaba un vestido verde, con adornos de piel. Sostenía elegantemente la salchicha de Frankfurt, con el dedo meñique arqueado en el aire, y se la iba comiendo a mordisquitos. Les estuve mirando un rato y sentía grandes deseos de gritar. ¡Feigele! ¡Pesach!, pero refrené este impulso. Los otros chicos podían comportarse libremente, pero yo era el hijo del rabino. Si no me portaba bien, suscitaría murmuraciones y me denunciarían a mi padre.

Mayor interés despertó en mí el café de Chaim. Allí había muchas parejas, todas ellas emancipadas, y en modo alguno hasidim. Aquel café era frecuentado por ladrones y «huelguistas», siendo estos últimos los muchachos y chicas que pocos años atrás arrojaron bombas, exigiendo que el zar promulgara mía constitución. No sabía yo de qué clase de constitución se trataba, pero sí sabía que el Miércoles Sangriento gran número de jóvenes como aquellos cayeron bajo las balas. Sin embargo muchos sobrevivieron, y algunos de éstos fueron encarcelados y después puestos en libertad. Aquellos jóvenes iban al café de Chaim, comían panecillos con arenque, bebían café con achicoria, a veces comían pastel de queso y leían los periódicos en yiddish. Procuraban estar al corriente de las huelgas en Rusia y en otros países extranjeros. Los huelguistas se diferenciaban de los ladrones por sus ropas. Iban con camisas sin cuello, cerradas con pequeños gemelos. No llevaban las viseras de las gorras tan echadas hacia abajo como los ladrones. Las chicas iban muy modestamente ataviadas, y con el cabello recogido mediante peinetas. Los ladrones se sentaban a una gran mesa circular, y las mujeres que les acompañaban vestían de verano en pleno invierno, con ropas rojas y amarillas y algunas hasta floreadas. Yo tenía la impresión de que las caras de aquellas mujeres llevaban manchones de sopa de borsch, con remolacha. Y sus ojos rodeados de tizne negro, brillaban de un modo extraño. Mi madre decía que aquellos pecadores no sólo habían perdido este mundo, sino también el venidero.

De vez en cuando, mi padre me mandaba a aquel café para que citara a algún chico o chica de comparecencia en su sala de justicia para testificar. Mi padre no tenía sacristán, y yo actuaba como tal. Cuando entraba, todos se burlaban de mí. Los obreros me señalaban con el dedo y se burlaban de mis rojas crenchas. En cierta ocasión, uno de ellos me preguntó: «¿Estudias el Talmud, verdad? ¿A qué te dedicarás, a enseñar el Talmud, a intermediario en negocios o a buhonero?». Luego, añadió: «Di a tu padre que esos tiempos se acabaron ya». Los ladrones me llamaban «vago», «doctrino», «beato»… Las mujeres solían defenderme, diciendo: «¡Dejad en paz al chico!». Una vez, una de ellas incluso me besó. Yo escupí y salí corriendo entre las carcajadas de todos.

La tienda de Eli estaba aún abierta. Compré un paquete de tabaco. Allí también vendían libretas y cuadernos, lápices, gomas de borrar, plumas… Pero estos artículos eran para los chicos ricos, no para mí, ya que mis padres me daban un penique al día, y a veces ni eso.

No volví a casa inmediatamente. Cogí un puñado de nieve y lo lamí. A pesar de ser invierno, tuve la impresión de oír más allá de la nieve el canto de los grillos. O quizá fuera el cascabeleo de las colleras de los caballos que arrastraban trineos en la calle Hierro, allí donde las farolas me parecían haber empequeñecido, y en donde un tranvía eléctrico me parecía del tamaño de un juguete. Nunca me atreví a llegar solo hasta allá. De regreso, cuando ya estaba cerca de casa, vi a mi hermana, Hindele, y a mi hermano Joshua. Me alegró en gran manera darme cuenta de que no tendría que subir solo la escalera. Ver a mi hermana y a mi hermano juntos, en la calle, era insólito debido, en primer lugar, a que no se consideraba correcto que un joven hasidim fuera por la calle con una muchacha, incluso en el caso de que fuera su hermana, y, en segundo lugar, a que Hindele y Joshua no se llevaban bien. Parecía que se hubieran encontrado por casualidad, Joshua de regreso de la casa de estudio de Krel, en la calle Gnoyna, y Hindele de vuelta de casa de su amiga Leah. A Hindele también le daba miedo subir la escalera a oscuras. Corrí hacia ellos, gritando:

—¡Hindele! ¡Joshua!

Joshua me reprendió:

—¡Gritas como un loco! No estamos sordos.

Hindele me preguntó:

—¿Qué haces en la calle a esas horas?

Iba vestida como una señora, luda un sombrero prendido al pelo con agujas adornadas con piedras de bisutería, una piel al cuello con la cabecita de un animal en un extremo, y manguito. Ya había celebrado su compromiso matrimonial, y preparaba su ajuar. Joshua iba con gabardina larga y una gorra pequeña. También llevaba crenchas, aunque recortadas. Joshua se había convertido en un joven judío «ilustrado», o, como decía mi padre, «contaminado». Joshua se negaba a estudiar el Talmud, leía libros profanos y se oponía a la existencia del oficio de casamentero. Casi todos los días mi padre discutía con él. Joshua afirmaba que los judíos de Polonia vivían como asiáticos. Se burlaba de sus crenchas, de sus gabardinas hasta los pies… ¿Hasta cuándo estudiarían las leyes a aplicar a un huevo empollado en día de descanso obligatorio? Mi hermano aseguraba que Europa había despertado de su sueño, pero que los judíos polacos seguían viviendo en plena Edad Media. Utilizaba palabras modernas que yo no comprendía. Cuando escuchaba las discusiones de mi hermano con mi padre, siempre me ponía, en mi fuero interno, de parte de Joshua. Ansiaba cortarme las largas crenchas, vestir chaqueta corta, estudiar el polaco, el ruso, el alemán, aprender la mecánica de una locomotora, aprender a construir un teléfono, un telégrafo, un globo, un barco. Nunca osaba intervenir en aquellas discusiones, pero me constaba que los hombres con gabardina larga y las mujeres con peluca y bonete tenían prohibida la entrada en los jardines de Sajonia. Mi padre me prometía constantemente que, cuando el Mesías llegara, los que hubieran estudiado la Torá se salvarían, y los incrédulos perecerían. Pero, ¿cuándo llegaría el Mesías? Quizá nunca.

Mi hermana Hindele también había abandonado la religión. Ahora bien, tanto ella como Joshua eran mayores, en tanto que yo todavía era un niño. Entre Joshua y yo mis padres tuvieron dos hijas que murieron de la escarlatina.

Hindele y Joshua me cogieron de una y otra mano y me llevaron hacia el portal de casa y la oscura escalera. Ahora, ni el mismísimo Satán me daba miedo. Joshua dijo a mi hermana:

—Fíjate en lo oscura que está la escalera. En las casas de otras calles hay lámparas de gas en la escalera. Aquí todo son tinieblas espirituales y materiales.

Mi hermana repuso:

—El casero ahorra hasta el último céntimo para comprar petróleo.

Entramos en la cocina. Abraham, el matarife, se iba. Por un instante su barriga nos impidió la entrada.

3

Aquella noche no hubo discusiones. Mi padre escribía sus comentarios. Mi madre, Hindele, Joshua y yo nos quedamos en la cocina. Mi madre preparaba grasa de pato para la Hanukkah, las fiestas conmemorando la reedificación del Templo. Joshua contaba cosas de América. Allí había una banda de ladrones que se llamaba la Mano Negra. Y estos ladrones no robaban coladas tendidas a secar, como los ladrones de la calle Krochmalna, sino que robaban a los millonarios. Utilizaban el chantaje para conseguir dinero. La policía temía a la Mano Negra. Joshua contaba eso dirigiéndose a mi madre, pero de vez en cuando me miraba. Le constaba que escuchaba ávidamente sus palabras. Mi hermana también le escuchaba sin dejar de volver las páginas de un periódico en yiddish. Leía la novela por entregas. Mi madre y mi hermano también solían echar una ojeada a las páginas de la novela. De repente, mi hermana dijo:

—¡Dios mío! ¡La condesa Luisa se ha fugado!

Mi madre le preguntó:

—¿Cómo se las ha arreglado?

—Por la ventana.

—Pero estaba en un quinto piso…

—El osado Max la ha ayudado con una escalera de cuerda.

—¡Hay que ver qué cosas se les ocurren a los escritores!

Mi hermano explicó:

—Desde luego, esa novela es auténtica basura, pero Tolstoi fue un gran escritor. Los editores ofrecen hasta un cuarto de millón de rublos por sus originales.

Mi madre dijo:

—Bueno, pues en París había un cuadro valorado en veinte millones de francos. Y cuando lo robaron todos los franceses reaccionaron como si se les hubiera muerto un pariente próximo. Por fin, cuando encontraron el cuadro, la gente se abrazaba y besaba en la calle.

Tras una pausa, mi madre añadió:

—No, desde luego, los locos no faltan…

Mi hermano afirmó con la cabeza, y dijo:

—La Mona Lisa. ¿Y por qué les has llamado locos? Esto es arte. A Leonardo da Vinci le costó muchos años de trabajo pintar ese cuadro. Y ningún artista, anterior o posterior, ha sabido representar una sonrisa igual.

Mi madre alegó:

—¿Y es que a alguien le importa el modo de sonreír de una mujer? Esto no es más que idolatría. En la antigüedad los malvados adoraban ídolos. Y ahora a los ídolos les llaman Arte. Se puede sonreír muy bien sin dejar por eso de ser una perdida.

—¿Qué quieres, mamá? ¿Quieres que los franceses vayan a ver en peregrinación al rabino de Gur y recojan las migas que caen de su mesa? En Europa la gente quiere belleza, y no la Torá de un viejo herniado que recita salmos.

—¡Bah…! ¡Qué modo de hablar! Es muy posible que Dios prefiera a un herniado que a mil hermosas shiksas. El Todopoderoso ama los corazones que sufren y no una nariz bien modelada.

—¿Y cómo sabes qué es lo que el Todopoderoso ama?

Mi hermana terció:

—Mamá, ahora en París las mujeres llevan pantalones.

Mientras cubría la cazuela con la tapa mi madre observó:

—Tiempo llegará en que caminarán con la cabeza abajo y los pies arriba. La gula, la embriaguez y la lujuria les aburren ya y tienen que inventar cosas nuevas.

Todas las palabras quedaban grabadas en mi mente: la condesa Luisa, Mona Lisa, París, Arte, Tolstói, Leonardo da Vinci… Ignoraba el significado de estas palabras, pero comprendía que eran esenciales en aquella discusión. Fuera cual fuese el tipo de conversación que se sostuviera en casa, siempre terminaba centrándose en el tema de la Torá y el mundo, los judíos y los otros pueblos.

Poco después, mi hermano cogía una gramática rusa, y comenzaba a estudiar: imia sushchesívitelnoye, itnia prilegatelnoye, glagol (nombre, adjetivo, verbo). Joshua se parecía a nuestra madre, pero era alto y de aspecto viril. Sabía que los casamenteros le habían ofrecido una novia con una dote de mil rublos, más seis años de pensión completa en casa de los suegros. Pero Joshua no aceptó. Decía que únicamente se casaría por amor.

Hindele extrajo del bolso unas muestras de seda, terciopelo y satén. Iba a casarse con un joven de Antwerp. Hindele había sido elegida por el padre del novio, el predicador Reb Gedalya quien proporcionaba futuras esposas a sus hijos, pese a que éstos habían dejado Polonia. Hindele tenía ojos grandes y brillantes, y piel rosada. Su cabello era castaño. Las mujeres de la vecindad decían que Hindele era como un rosal en flor, y que así el Mal Ojo jamás se posaría en ella. Pero nosotros sabíamos la verdad. Hindele estaba mal de los nervios. Tan pronto reía como se echaba a llorar. Un día cubría de besos a nuestra madre y el día siguiente la acusaba de odiarla y de querer quitársela de encima, mandándola al exilio. Un día se mostraba devota y el día siguiente blasfemaba. Se desmayaba a menudo. E incluso intentó arrojarse por una ventana.

Para conmigo y para con mi hermano menor, Moshe (quien estaba dormido en el dormitorio), Hindele siempre se portó bondadosamente. Nos compraba caramelos. Nos contaba cuentos referentes a un hombre loco con un ojo en la frente, o sobre una isla de locos, o sobre un joven que un día encontró un cabello dorado y fue a Madagascar en busca de la dueña del cabello.

Mientras Hindele examinaba las muestras, aproveché la pausa para decir:

—Hindele, cuéntame un cuento.

En el mismo momento en que terminaba de pronunciar estas palabras, oí pesados pasos en las escaleras, profundos jadeos y un gran suspiro. Entonces llamaron a la puerta. Mi madre dijo:

—¿Quién será?

Hindele le recomendó:

—Mamá, no abras.

Hindele siempre tenía miedo. Estaba convencida de que en Varsovia no había más que asesinos y hombres que iban de un lado para otro en coche, seducían muchachas y se las llevaban a Buenos Aires para venderlas como esclavas. Incluso sospechaba que su futuro suegro se dedicaba a estas actividades y que Reb Gedalya se dejaba crecer las crenchas y la larga barba blanca con el solo objeto de disimular.

Mi madre abrió la puerta y vimos a una vieja vestida con ropas del tiempo del rey Sobieski. Un sombrero de alta copa, con gran número de coloridos cintajos le cubría la cabeza, de sus hombros colgaba una capa de terciopelo adornada con cuentas, y su vestido era de larga y ancha falda con cola, dobleces y frunces. Lucía largos pendientes. Su rostro arrugado parecía hecho de retales cosidos, como ciertas colchas. En una mano llevaba una maleta con cierres de cobre y bolsillos cosidos en la parte exterior, y ea la otra mano llevaba un fardo envuelto en un gran pañuelo floreado. Pensé que seguramente se trataba de mi abuela Tamerl.

La vieja miró alrededor con ojillos de sonriente expresión y preguntó:

—¿Vive aquí Pinchos Mendel?

En mi vida había oído nombrar a mi padre por sus primeros nombres. Mi madre miró pasmada a la vieja y repuso:

—Sí, es aquí. Pase, por favor.

Con voz fuerte y dulce la mujer dijo:

—¡Desdichada de mí! ¿Se puede saber por qué vivís en un piso tan alto?

Montoncitos de nieve se desprendieron de sus zapatos, de los que sólo se veían las puntas. La vieja dijo en son de queja:

—Esa Varsovia no es una ciudad… ¡Es todo un país! La gente va por las calles corriendo como si se les quemara la casa, y que el Señor no lo permita. El tren ha llegado antes de la hora de las oraciones de la media tarde, pero hasta ahora no he podido encontrar vuestra casa, a pesar de que he preguntado mil veces cómo llegar a esta calle.

Dirigiéndose a mi madre dijo:

—Seguramente tú eres Bathsheba. Y éstos son tus hijos.

Hizo el movimiento de escupir, para ahuyentar al Mal Ojo, y prosiguió:

—Se parecen a su abuela Tamerl. ¿Y dónde está Pinchos Mendel?

Mi madre le indicó una silla:

—Por favor, siéntese, deje la maleta y entre un poco en calor.

—No tengo frío, pero me gustaría lavarme las manos antes de las oraciones de la tarde.

No hablaba como solían las mujeres, sino como un hombre, y un hombre docto además. Mi hermano levantó la vista de la gramática rusa y le dirigió una mirada entre pasmada y burlona. Mi hermana estaba con la boca abierta. La vieja dejó la maleta en el suelo y gritó:

—¡Hijos míos, os he traído pasteles! ¡Los he hecho yo misma!

Desató el pañuelo floreado y vi que contenía gran número de pastelillos. Olían a canela, almendras, clavo y otras especias cuyos nombres ignoraba pero que mi olfato reconocía. En pleno invierno, a nuestra cocina había llegado el Purim, la fiesta conmemorando la derrota de Hamán, que se celebra a primeros de marzo. La silla que mi madre había ofrecido a la vieja era demasiado estrecha para que la falda no rebosara del asiento por todos lados. Mi madre la ayudó a quitarse la capa, pero, debajo, la vieja llevaba otra capa. Iba envuelta en sedas y más sedas, terciopelos, lazos y lacitos, cuentas y adornos. Pese a que no estábamos en fiestas, alrededor del cuello llevaba una gruesa cadena de oro y un collar de perlas. Entonces mi hermano murmuró:

—¡La gran matriarca Sarah!

Mi padre entró en la cocina. La vieja exclamó:

—¡Pinchos Mendel! ¡Tú eres Pinchos Mendel!

Mi padre no la miró, ya que no se consideraba correcto mirar a las mujeres, pero se detuvo y preguntó:

—¿Quién es usted?

—¿Que quién soy? ¡Tu tía Itte Fruma!

El rostro de mi padre se iluminó:

—¡Itte Fruma!

Si se hubiera tratado de un hombre, mi padre hubiera sabido encontrar la frase oportuna, que hubiera sido «La paz sea contigo» o «Bendita sea tu llegada», pero ¿qué frase de bienvenida podía dirigir a una mujer? Después de una pausa, mi padre preguntó con su habitual inocencia:

—¿Y por qué has venido a Varsovia?

—Es una historia muy larga. Me he quedado sin casa.

—¿Se te quemó la casa, y que el Señor no lo permita?

—No. Alguien la dio en dote a su hija.

—¿Qué quieres decir con eso?

—En nuestro pueblo vive un tal Shachno Beiles. Hemos sido vecinos durante muchos años. Las hijas de este pobre hombre son muy feas. La más joven había cumplido ya los treinta y aún estaba Por casar. ¿Y cómo puede dar dote a sus hijas un hombre pobre? En resumen, prometió a un posible pretendiente mi casa como dote de su hija. Me enteré después de la boda. El novio vino a verme y me mostró las capitulaciones matrimoniales en las que se decía que mi casa era su casa. No quise poner en evidencia a Shachno Beiles, ni que sufriera la consiguiente vergüenza. No, porque, en cierto modo, es hombre docto en Escrituras, y lo hizo porque se encontraba en apuros. Si yo hubiera dicho al yerno de Shachno Beiles que su suegro le había engañado, igual abandonaba a su esposa. Pensé que ya soy vieja y que los recién casados comenzaban a vivir. ¿Cuánto tiempo podía yo vivir en aquella casa? No tengo herederos a quien dejarla, salvo tú, Pinchos Mendeh Pero tú vives en Varsovia, por lo que para nada necesitas una casa en Tomashov. Además, tú no eres hombre de mundo. Para sacar algún provecho de aquella casa hay que ser astuto. Hay que arreglar el tejado y hacer muchas reparaciones. Los gastos de ir y venir se te comerían todos los beneficios. En fin, que renuncié a la casa. De todos modos, día llegará en que de todo tendremos que prescindir. Nada podemos llevarnos al cielo, salvo las buenas obras. En consecuencia, hice mi hatillo y aquí estoy.

Mi madre la miraba con una mezcla de simpatía y risa contenida. Vi que Hindele estaba a punto de ahogarse de tanto contener la risa. En el rostro de mi hermano había un gesto de desagrado ante una situación ridícula. Sin pronunciar palabra, movía los labios, y yo sabía que los labios decían: Asia… asiáticos… El único que no parecía sorprendido era mi padre, quien dijo:

—En fin, pues sí, lo comprendo. ¿Y dónde vivirás?

Tía Itte Fruma repuso:

—Aquí.

4

Mi madre habló con toda franqueza a mi padre. Si tía Itte Fruma se quedaba a vivir en nuestra casa, mi madre me cogería y cogería a mi hermano Moshe, y nos llevaría a casa de su padre, en Bilgoray. Mi hermano Joshua anunció que se iba de casa el día siguiente. Mi hermana Hindele rio, lloró y dijo que devolvería el contrato de esponsales y se iría a América. Estas conversaciones las tuvimos mientras tía Itte Fruma no estaba en casa. Tenía otro pariente en Varsovia y había salido para visitarle. Mi padre cedió su cama a la tía y durmió en un banco en el estudio.

Tía Itte Fruma dormía poco. Se comportaba como un viejo hasidim entregado a la vida de estudio. Rezaba tres veces al día. Se levantaba a media noche y lamentaba la destrucción del Templo. Sólo comía carne el sábado, los restantes días de la semana ni la probaba; ayunaba el lunes y el jueves. Jamás habíamos oído decir que una vieja acudiera al baño ritual, ya que estaba destinado a las mujeres jóvenes a fin de que se purificaran en beneficio de sus maridos, pero tía Itte Fruma iba al baño ritual. Joshua, que tenía tendencia a burlarse del prójimo, nos aseguró que tía Itte Fruma llevaba la prenda interior con flecos que sólo los hombres usaban. Parecía verosímil. Sí, pero también era cierto que nuestra bisabuela Hinde Esther, en cuyo honor mi padre dio el nombre de Hindele a mi hermana, verdaderamente usaba esa prenda interior, e iba en peregrinación a visitar al rabino de Belz. El marido de esta mujer, Isaac, en cuyo honor así me llamo yo, visitaba, por su parte, al rabino de Tshernoble. En nuestra familia todo era posible. La falda con cola de tía Itte Fruma ocupaba la mitad de la estancia en que solíamos reunimos. Pasaba por las puertas con grandes dificultades. Se sonaba la nariz con un tipo de pañuelo que sólo usaban los rabinos. Aspiraba rapé que llevaba en una cajita de hueso. Paso que daba, paso en que producía algún estropicio. Rompió platos, volcó un tintero* derribó una lámpara de petróleo. En nuestro hogar todo estaba revuelto. Advertimos que tía Itte Fruma llevaba puestas cuantas prendas tenía en este mundo. La maleta, que dejó abierta, sólo contenía un gigantesco libro de oraciones y algunas joyas.

Mi madre solía preguntarse en voz alta, ante nosotros:

—¿Y dónde está su ropa interior? ¿Habrá perdido el juicio esa mujer?

Mi hermano Joshua decía:

—Chochea.

Ahora Joshua dormía en casa de un amigo. Hacía ya tiempo que quería irse de casa. Proyectaba llevar ropas modernas y dedicarse a la pintura.

Cuando tía Itte Fruma llevaba ya tres días en casa, tuvo una conversación con mi hermana. Hindele le dijo que tenía novio y se disponía a casarse, y entonces tía Itte Fruma se quitó la pesada cadena de oro que llevaba al cuello y se la dio a Hindele. Mi hermana no quiso aceptarla, pero tía Itte Fruma insistió diciendo:

—¿Para qué necesito una cadena? No voy a llevármela a la tumba.

Mi hermana nos mostró la cadena. Tenía un cierre antiguo, del tipo que los joyeros ya no hacían. La cadena casi pesaba medio kilo. Hindele la llevó a un joyero, quien le dijo que era de oro de catorce quilates.

Nuestros vecinos y las gentes de nuestra calle pronto se enteraron de la existencia de nuestra extraña visitante. Mujeres devotas y gentes dedicadas a las obras de caridad comenzaron a venir a casa para hablar con tía Itte Fruma, quien les contaba gran número de milagros operados por santos rabinos. Tía Itte Fruma salpicaba su yiddish con expresiones en hebreo. Recomendaba remedios mágicos contra los dolores de cabeza, las opresiones en el corazón, los zumbidos en los oídos, los catarros… Sentada en nuestra cocina, recibía las visitas como la dueña de un castillo. No le quedaba ni un diente. Sólo comía, cuando comía, sopa de sémola y sopa de zanahorias, en las que mojaba pan, Mi madre hablaba en voz mesurada, pero tía Itte Fruma hablaba con una voz que se oía en todas las habitaciones del piso.

A mí, la visita de tía Itte Fruma me produjo grandes satisfacciones. Me comí todos los dulces que trajo. Y oí decir a mi madre que la tía nos llevaría a Moshe y a mí a Bilgoray, lo que significaba viajar en tren, ver campos y bosques, y no ir al cheder, la escuela primaria. Los relatos de la tía me fascinaban. Hablaba de los treinta y seis santos ocultos, de demonios estudiantes de doctrina, de apariciones, de espíritus burlones, de hombres transformados en lobos, de fantasmas y trasgos… Con sus propios ojos había visto a la famosa virgen de Krashnik poseída por un espíritu maligno. Tía Itte Fruma había hablado con este espíritu y nos relató la conversación. Cuando tía Itte Fruma preguntó al espíritu maligno por qué había entrado en el cuerpo de la muchacha, el espíritu maligno repuso: «¡Otra vez llega un entrometido! ¡Más valdrá que haga mi hatillo y me vuelva por donde he venido!». Además, el espíritu llamó hipócrita, vanidosa y falsaria a tía Itte Fruma. También le dijo que tenía un lunar en el pecho izquierdo, lo cual era verdad.

Las mujeres de la calle Krochmalna escuchaban atentas estos relatos, suspiraban, se sonaban las narices y sacudían la cabeza. Venían con obsequios para la tía, tales como un pedazo de pastel de miel, una manzana asada, o un plato de ciruelas cocidas. Y la tía nos daba, a nosotros, los chicos de la casa, estas ofrendas. Yo le besaba la mano y ella me daba un pellizco en la mejilla.

Un día me dijo:

—Tu bisabuelo, que se llamaba Isaac, igual que tú, hubiera podido ser rabino, pero no quiso. Se pasaba el día entero estudiando, y tu bisabuela, Hinde Esther, era quien mantenía a la familia. Les conocí muy bien a los dos. Tu bisabuela tenía una lencería, pero, entre cliente y cliente, leía La herencia del ciervo. En cierta ocasión, un comerciante de Lublin entró en la tienda, y vio un chal turco que le gustó mucho, y lo compró para regalarlo a su esposa. Dio a tu bisabuela un billete de cinco rublos, y tu bisabuela le devolvió el cambio. Pocas horas después tu bisabuela se dio cuenta de que se había equivocado al dar el cambio al comerciante, y que, de resultas del error, ella había ganado seis chavos. Inmediatamente cerró la tienda y fue a la posada en busca del comerciante. Pero no lo encontró porque ya se había ido. Tu bisabuela no sabía las señas de aquel hombre, sólo sabía que era de Lublin.

Y Hinde Esther sabía muy bien la ley que dice que quien tome algo que no le pertenezca, siquiera sea un chavo, el arrepentimiento no bastará para salvarle. Hay que encontrar a la persona perjudicada y devolverle lo que es suyo, incluso si para ello hay que cruzar los mares. Tu pía bisabuela —que desde el cielo interceda por todos nosotros—, abandonó su negocio y se fue a Lublin en busca del comerciante. Durante una semana y media le buscó por todas las sinagogas, casas de estudio, posadas y tiendas, hasta que lo encontró, y le devolvió los seis chavos. Le costó mucho dinero, además de tener que mantener cerrada la lencería. Pero tu bisabuela era así.

Un día, tía Itte Fruma salió de casa para pasar la noche en casa del otro pariente que tenía en Varsovia. Mi padre volvió a su cama y yo dormí con él. Muy avanzada ya la noche, me desperté y oí que mi padre hablaba. Pero no estaba allí, a mi lado. Su voz parecía provenir de la cama de mi madre, que estaba colocada a continuación de la de mi padre, pies con pies. Me dije que aquello era muy raro. ¿Sería posible que mi padre hubiera pasado a la cama de mi madre? ¿Era capaz mi padre, el rabino, de caer tan bajo? Contuve el aliento. Oí que mi padre decía:

—Es una santa y considero un privilegio que viva bajo nuestro techo.

Mi madre repuso:

—Demasiado santa. Si ese hombre dio en dote la casa propiedad de tía Itte Fruma, es un estafador. No está escrito en libro alguno que se deba permitir que la hija de un estafador se quede con la casa de uno, de modo que uno se convierta luego en una carga para otros. Perdona que te lo diga, pero esto no es más que locura.

—Escrito está que más vale arder en un horno que ser causa de la vergüenza del prójimo. En el pueblo, todos hubieran sabido lo que ese hombre había hecho y habría sido objeto de desprecio. Además, quizá su yerno hubiera huido.

Sentía deseos de gritar «¡Papá!», pero un instinto secreto me aconsejó callar. Cerré los ojos, y volví a sumirme en el sueño.

El día siguiente, tía Itte Fruma volvió a casa y nos dijo que se mudaba. Viviría con el otro pariente, quien también estaba emparentado con nosotros. Era familiar del difunto marido de tía Itte Fruma. Tenía el oficio de relojero y sus hijos estaban ya casados. Vivía en un amplio piso en la calle Prosta.

Allí vivió tía Itte Fruma durante un año y medio. Nos visitaba a menudo y siempre venía con un hatillo repleto de golosinas del sábado, nueces y pasas. Con mi padre, hablaba de temas contenidos en la Torá. Nos contó infinidad de historias de nuestros abuelos, bisabuelos, tíos abuelos y tías abuelas. Por la rama de mi padre, tenía yo familia en Hungría y en Galitzia. Mi hermano Joshua cogió afecto a la tía, y, sin que ella lo supiera le hizo un retrato. La boda de mi hermana Hindele se celebró en Berlín. Tía Itte Fruma le hizo un regalo de bodas. Mi madre lamentó haber hablado mal de ella, y ahora reconocía que tía Itte Fruma era una santa, como aquellas mujeres de antaño.

Un día, me dijeron que tía Itte Fruma había muerto. Poco le faltaba para llegar a los noventa años. Pese a que sólo había vivido unos dieciocho meses en Varsovia, una multitud acudió a su entierro. La comunidad de notables le cedió una tumba en el lugar destinado a enterrar a los ciudadanos distinguidos. Dejó en herencia a mi madre el grueso libro de rezos, con tapas de madera y cierre de latón. A menudo hojeé este libro. Había en él plegarias y lamentaciones que no se encuentran en los otros libros de rezos. Había oraciones para los días de ayuno en memoria de los mártires de los tiempos de Chmielnitzki, de los tiempos de Gonta, de las persecuciones en Praga, en Frankfurt e incluso en Francia. El tiempo había amarilleado las páginas, en las que había manchas de cera de velas y cirios y rastros de lágrimas. Dios sabe cuántas abuelas y tías abuelas lo habían usado. Tenía el aroma de los Dios del Temor, olía a las sales que se emplean en el Yom Kippur, el Día de la Expiación, y me recordó los edictos de los gentiles y los milagros de Dios para proteger a su pueblo en sus pruebas. Algunas súplicas y fórmulas litúrgicas estaban traducidas al yiddish germanizante, con una letra que parecía en parte impresa y en parte manuscrita.

Una mañana oí que mi padre decía:

—Renunció a una casa en Tomashov y se construyó una mansión en el Paraíso.

Le pregunté:

—¿La visitaremos allí algún día?

—¿Quién sabe? Si lo merecemos sí.

De repente mi madre se enfadó:

—¡Anda con el niño! ¡Lávate la cara y vete corriendo al cheder! ¡Y deja de hacer preguntas tontas!

(Traducido por el autor y Dorothea Straus).