25

Fue Tecla, cuando entró a limpiar la cocina, la que descubrió la gran humareda y el café derramado. Mao ladraba en el umbral del desastre. La vieja sirvienta pudo ver a Forest vagando por el fondo del jardín, junto al cobertizo, pero no pensó que el culpable fuera él (un hombre con su cabeza), sino su sobrina, esa loca olvidadiza. Limpió todo, farfullando entre dientes, preparó más café, completó el desayuno y lo llevó en una bandeja a la mesa bajo los pinos.

Forest, sentado en el césped, la espalda recostada en el Lotófago y el bastón cruzado en sus rodillas, no contestó al saludo de Tecla, ni siquiera la miró. Durante una hora, no se movió de allí ni cambió de postura. No se había afeitado y las gafas le colgaban a un lado de la cara, la patilla enganchada en la oreja.

Más tarde, al oír que Mariana se llamaba a sí misma desde algún lugar de la casa, se incorporó apoyándose en el bastón y aguzó el oído. ¿Había llegado la hora del desdoblamiento? La voz era idéntica, quizá más pastosa. Avanzó como un sonámbulo hasta el centro del jardín y acertó a ver en la galería, más allá de las ramas bajas del eucalipto, a una mujer alta que depositaba una pequeña maleta en el suelo. Llevaba un traje sastre gris, pálidas medias rosadas y un pañuelo en la cabeza.

En seguida apareció en la escalinata del jardín, distraída y lenta, con una elegancia inestable sobre los altos tacones, las caderas como armarios, las manos ocupadísimas. Fue hasta él quitándose el pañuelo y agitando la corta melena de ritmo juvenil, pero de color ceniza.

—Luys, sinvergüenza, cómo estás. Ya está bien, después de tanto tiempo, tener que venir yo…

—Hola, Mariana.

Se besaron en la mejilla bajo los despojos deshilachados del columpio.

—Tienes mala cara —dijo ella—, seguro que trabajas demasiado. ¿Qué te ha pasado en el ojo?

—Nada. ¿Ya has visto a tu hija?

—Está en el baño. —Sus ojos grises vagaban por el jardín—. Cómo ha cambiado esto, Dios mío.

—¿Has desayunado? ¿Quieres un café?

Se sentaron a la mesa y Mariana comentó de nuevo su mal aspecto. Sabía cruzar las piernas con la misma gracia calmosa de antes, pero sus piernas ya no eran las mismas.

—Deberías escribir menos y tomar más el sol —dijo mientras su cuñado le servía el café—. Bueno, ¿qué tal se ha portado esa salvaje? Me prometió que trabajaría…

—Ningún problema. ¿Te la vas a llevar?

—Pues claro. Está ganduleando por ahí desde el mes de abril. Es una fresca, ya te habrás dado cuenta.

—No opino como tú, cuñada. Una jovencita ilustrada, eso es tu hija.

¿Por qué llevará esas horribles medias color carne sobre la carne?, pensó Forest mientras aventuraba algo sobre el talento algo quisquilloso de su sobrina que su cuñada pasó por alto: ella juzgaba severamente a su hija y a la juventud actual. Forest hizo un distraído comentario a los achaques de la edad: cómo se sentía de viejo y hasta qué punto ya no entendía nada ni veía nada. Y explicó, con un pasmo renovado en las pupilas miopes, que incluso había confundido las nalgas de su sobrina con otra cosa. No dejaba de tener gracia, añadió cabeceando tristemente: primera vez que sus ojos veían en esta púdica playa un trasero al aire, y él sin enterarse.

Mariana Monteys se echó a reír:

—Siempre serás el mismo —dijo—. En realidad, nunca te has enterado de nada, pobre Luys.

—¿A qué te refieres? —Sintió de pronto la necesidad de precipitarse a ello, fuese lo que fuese y como quiera que se llamase—. A ver, di… Háblame de Sole. ¿Cómo ocurrió? Fue una embolia cerebral, ¿verdad?

—Sí, murió de eso, pero… Creí que te lo contarían tus hijos.

Él no había vuelto a ver a ninguno de sus hijos y que el diablo se los llevara, pero no dijo eso:

—Sabes que no nos hablamos.

—Cuando Sole te abandonó, hace seis años, quise decírtelo, pero ni siquiera entonces ella me lo permitió. Te odiaba mucho, Luys.

Forest se enderezó lentamente en la silla, las manos crispadas sobre el puño del bastón, y dijo:

—Nunca padeció estenosis mitral. —Probó a negar otra vez, sin convicción—: Nunca. Fue una simple treta literaria.

—Hum —hizo su cuñada, y decidió pasar por alto esta observación extravagante, tal vez irónica—. Nunca quiso que lo supieras. No es lo mismo, Luys. No estoy familiarizada con esos tecnicismos médicos, sólo sé que todo fue consecuencia de un proceso reumático que ya le venía de niña. No lo supo hasta el año cuarenta y uno, poco antes de casarse contigo. Nos prohibió a todos decírtelo, incluso al viejo doctor Godoy, ¿te acuerdas? Ella esperaba superarlo con el tiempo, entonces no era grave; lo fue años después, pero siempre consiguió ocultártelo.

—Para ahorrarme un sufrimiento Livingstone, supongo —dijo él con un resto de dudoso sarcasmo.

—Vaya, no pareces sorprenderte.

Así pues, el asesoramiento fue correcto: fatiga, manos frías, hinchazón de las extremidades, cianosis y alguna expectoración sanguinolenta que puede dar lugar a confundirlo con un proceso de tuberculosis…

—Quiero decir —añadió Forest como en sueños— que lo hizo por el amor que me tenía.

—Durante muchos años, sí —dijo su cuñada—. Luego, porque te despreciaba. Bueno, todo esto debe resultarte muy duro. Pero no me digas que ignorabas cuánto llegó a odiarte.

—Lo sabía.

—Su mayor placer era hablar de tu absoluta ignorancia de todo…

Con cierta brusquedad, Forest la interrumpió:

—Dime una cosa, Mari. ¿Tú sabías… tú crees que entre Sole y Chema, hace años, pudo haber algo realmente…?

—Dios mío, Luys, ¿no crees que es un poco tarde para hablar de eso? —Hizo una pausa para beber el resto de su café y añadió—: Admitirás que sería muy deprimente verte hacer una escena a tus años.

—Por favor, Mari.

—En fin, qué importa ya. Todo el mundo lo sabía menos tú. Fue en el invierno del cuarenta y ocho, creo recordar… Tú estabas de viaje. Supongo que no vendrás ahora con lamentaciones, es agua pasada.

—Agua pasada.

—Y me consta que sólo fue una vez.

—Te consta —aún pudo decir él.

—Hablemos de otra cosa, querido. ¿Cómo van tus memorias? ¿Es verdad que has conseguido que te ayude la loca de mi hija? ¡Me parece un milagro!

Pero él, dispuesto a apurar la pócima hasta la última gota, dijo:

—A propósito, pienso dedicarte el libro.

—No me parece prudente.

—¿Por qué no? Sales mucho y con una actuación decisiva…

—Me lo temía —dijo Mariana—. Sin embargo, espero que en una cosa por lo menos hayas sido discreto.

Forest bajó los ojos y, con mano progresivamente temblorosa, dejó la taza en la mesa. Oyó claramente cómo algo se rasgaba en su memoria. El papel pintado con que había cubierto las paredes se caía a jirones, pero debajo asomaba el mismo papel.

—¿Discreto en qué, cuñada?

—No te hagas el inocente. Ya hace más de veinte años, cómo pasa el tiempo. A veces pienso en ello como si se tratara de un sueño; yo estaba casi alcoholizada entonces, vivía hecha un lío, llena de dudas… Tus consejos me ayudaron mucho aquella noche, aunque luego pasara lo que pasó.

—Lo que pasó, sí. ¿Recuerdas…?

Una risita descontrolada, fugazmente juvenil, sacudió a Mariana Monteys. Luego recuperó aquella agraviada pesadez de los párpados y las caderas: claro está que recordaba, aunque vagamente, los leños encendidos en el hogar, aquella pobre infeliz durmiendo en la cama de arriba, el albornoz manchado de ceniza y de vino, la luna del armario abriéndose… La tonta aquella no estaba en la cama en que debía estar, añadió, tú creías que yo era ella y susurrabas en mi oído esas cosas que se dicen a las putas, estabas tan borracho, y yo no supe reaccionar, te necesitaba, te dejé hacer…

Forest se aferraba con ambas manos a los brazos de la silla, pero su cara ya no reflejaba ninguna crispación. La lenta relación de aquellos espectrales incidentes, de aquellos espejismos cumplidos, que su cuñada ahora parecía extraer de la nada, ya no podía sorprenderle.

—Siempre te he agradecido —añadió Mariana— que nunca me hablaras de ello, que nunca hicieras el menor comentario sobre esa noche. —Y mirándose distraídamente las uñas—: Lo mismo espero del libro. Si no por mí, hazlo al menos por ella.

—Por ella —repitió Forest—. Te refieres a Sole, claro.

—Me refiero a Mariana.

Veintitrés años, deslenguada hija del desencanto y de la impostura, de las argucias de la memoria trashumante. Sí, maldito seas, maldito seas. Entonces, Forest se echó a reír, paladeando aún la cereza prohibida de la muchacha: en cierto modo, había engendrado a su hija en su propia hija.

Cuando paró de reír, todavía tuvo fuerzas para estirar el cuello y facilitar el último tajo:

—¿Estás insinuando que Mariana es mi hija?

Ella dijo sin mirarle:

—Me propuse hace años que eso no le importara jamás a nadie. Ni siquiera a ti.

Le chispeaba el lagrimal, anegados los ojos de una dudosa felicidad, relajada, acolchada en sus derramadas nalgas. Mariana Monteys, las mejores caderas del Imperio, ¡ay!

Forest se levantó como un autómata. Golpeando la palma de la mano con el puño del bastón, alegó necesitar una copa y se encaminó hacia la casa. En realidad iba a su cuarto de trabajo. Quedaba una posibilidad, se dijo, una sola.

Al cruzar la sala de estar vio a Mariana hija echada de bruces en el diván, con una toalla en la cabeza mojada. Sus soberbios brazos colgaban hasta el suelo como malignas serpientes muertas. Nunca la había visto tan drogada. Por entre la maraña de cabellos, unos ojos grises, en medio de la vorágine de penas, se abrieron despacio para mirarle, y unos labios secos se distendieron: la descarada sonrisa refrendaba, creyó entender él, una decisión que no debía postergar.

Arriba, en su estudio, abrió todos los cajones de la vieja cómoda. Cuando introdujo la mano en el último, ya no le quedaba sangre en las venas. Tanteó a ciegas la confusión de objetos olvidados y remotos, perdidos en medio de una adjetivación rebuscada y torturante, un texto masacrado. Sintió en la nuca la mirada socarrona de algo, experimentó la certeza de que, una vez más, la dudosa realidad del presente venía a enturbiar, a degradar la realidad indiscutible del pasado. Los dedos casi insensibles tocaron primero el bulto al fondo del cajón, la fantasmal camisa azul roída por los ratones, luego reconocieron las terribles formas del arma.

Durante el interminable trayecto de la Astra hasta la sien, Luys Forest evocó fugazmente el doméstico origen del primer extravío, vio nuevamente a Mao viniendo hacia él por el jardín, con su trote alegre y llevando en la boca la otra vida… Durante una fracción de segundo aún alentó una débil esperanza al recordar, con diabólica precisión, un hecho real en medio de tantos espejismos: muchos años atrás él había quitado realmente el cargador, pensando en los niños, y luego había arrojado la pistola al pantano de Foix, de verdad, el cargador cuando menos sí lo tiró, mi hijo el mayor lo vio, en serio, el chico fue testigo, aún se acordaría, de verdad…

Pero en aquel laberinto de refugios ruinosos donde se había extraviado, la laboriosa ficción ya no podía hacerle la menor concesión a la veleidosa realidad, ya no era capaz de respetarla ni confirmarla por más tiempo. Y allí estaba esperándole la convocada, puntual y solitaria bala camino de su cerebro…

Giró lentamente de espaldas a la cómoda de su madre y mientras giraba vio con el rabillo del ojo a su padre sentado en el balconcillo con los pies en la palangana de agua salada, con sus oscuras manos que olían a brea desabotonándose la camisa, la barbilla en el pecho, dejándose morir; tras él, el mar era una extensa lámina de hojalata, las pequeñas olas blancas se sucedían pero no parecían avanzar, quietas como falanges en línea de combate. Se le nublaron los ojos mientras resbalaba hasta el suelo, y rindió el pesado brazo, sollozando.

Media hora después, las dos Marianas subieron a buscarle y le encontraron arrodillado en el suelo del estudio, llorando como un niño sobre unos harapos azules y la vieja pistola, un enredo de herrumbre y de moho. Efectivamente, había una bala en la recámara. Pero el arma estaba encasquillada y no se disparó.