23

Era la una de la madrugada cuando, al levantarse del escritorio, le pareció oír que se acercaba por encima del mar un vasto rumor intermitente, racheado. Saliendo del cuarto, en mitad del pasillo, se paró súbitamente al no recordar por qué se había levantado de la mesa, en busca de qué. Tenía un vaso vacío en la mano, así que dedujo que iba por whisky, pero también la bragueta abierta. ¿Iba a mear? Mao se le acercó con su peculiar ritmo nocturno, un paso blando, gateado; venía de la terraza y estaba empapado. En ese momento, un apagón dejó la casa a oscuras y Forest giró instintivamente sobre los talones.

Si quería bajar a examinar los fusibles, debía orientarse hacia la escalera, así que avanzó en dirección a la terraza, tanteando las paredes forradas de libros, pero casi en seguida, cambiando de opinión, volvió sobre sus pasos con la idea de regresar al estudio, asomarse al balconcillo abierto sobre el paseo y ver si la avería era general. En uno de sus giros (que le parecían vertiginosos) perdió una sandalia, tanteó el suelo con el pie y la recuperó. Ahora no tenía más que caminar en línea recta hasta topar con la barandilla.

Fuera, la noche era una compacta negrura, no se veía nada. Dejó el vaso en equilibrio sobre el repecho de la barandilla y, con los dedos engarfiados en el hierro, mantuvo los brazos estirados, sin asomar apenas el cuerpo para no mojarse. La tormenta arreciaba, el fragor de la lluvia parecía venir de todos los rincones del mundo, incluso de abajo. Pero a ratos paraba, bruscamente. ¿Eran gotas o granizo lo que caía arremolinándose, ebrio en medio del viento, o era la diminuta flor de nieve? Mucho más allá, en la playa invisible y desierta que ningún relámpago alumbraba, todo se le representaba claramente en la conciencia, y era de pronto hermoso y a la vez repelente. Oía la marejada rompiendo incesante contra los acantilados de la isla perdida: una figura vulgar y doméstica, extraviada en la memoria infantil, sin pólvora de futuro. Desde este soleado balcón de sus remotas lecturas adolescentes, los ojos hoy abyectos sólo podían alcanzar a ver por encima del mar, como los de Ahab desde la proa del Pequod, el espectro destructor de sí mismo. La arena bebía ahora, con audible avidez, la lluvia negra y las lenguas espumeantes de las olas que venían a tenderse bajo los toldos plegados, y podía sentirse la sed expectante e infinita del mar, podía adivinarse el viento que se organizaba a lo lejos en alguna parte del mar abierto, disponiendo secretamente en la tiniebla las olas en formación, enrolladas las crestas y brillando los dientes de rabiosa sal, y por un momento, al relacionar aquel solitario tumulto ensordecedor y aquella fuerza infinita con los hombres dormidos que yacían como muertos en sus camas, alrededor de él y tan lejanos, experimentó el riesgo de la tierra de nadie entre la luz y la tiniebla, se sintió de nuevo en libertad en un escenario que ya no existía, que los demás ignoraban o habían olvidado, y del que por tanto él podía disponer a su antojo, trastocar las coordenadas, invertir los puntos de referencia. No se sentía indefenso aquí, ni desorientado, no era como cuando salía a pasear por la playa al atardecer, cabizbajo y sintiendo en la espalda las miradas de todos, presentes y ausentes, vivos y muertos, con su memoria precediéndole siempre como una prolongación artificiosa de sí mismo, como si de una prótesis se tratara, más que de una memoria…

Al volverse, en la oscuridad, algo viscoso y frío rozó su frente, como el ala de un pájaro muerto. Los dedos identificaron, por encima de la cabeza, las doradas braguitas de su sobrina colgadas de un alambre… Entonces comprendió, de golpe, que no estaba donde creía estar; que no podía hallarse aferrado a la barandilla del balcón ni frente a una invisible tormenta en el mar, sino que estaba apoyado en la barandilla de la terraza sobre el jardín, en la parte trasera de la casa; no le llegaba pues, desde la oscuridad envolvente, ningún rumor de lluvia, ni eran olas levantándose aquellos grumos negros, sino el tumulto de copas de pinos zarandeadas por el viento, el mistral que formaba borrascas. Y, por supuesto, era flor de nieve lo que giraba y caía blandamente ante sus ojos. Al revolverse en la oscuridad del pasillo, tanteando la sandalia, se había desorientado.

Presintió allá abajo, entre la hierba, la enorme pupila helada y sin párpado escrutando su desconcierto.

De nuevo en su cuarto, cuando volvió la luz, sintió en la mano un frío resbaladizo y un tintineo alegre, y vio en ella el vaso con hielo y una medida razonable de whisky, su medida de la noche. ¿Había bajado a la cocina, y sólo las había soñado, a la mar irrecuperable, a su isla perdida y a su libertad?

Se desnudó y se enfundó el batín precipitadamente. Cuando empezó a llover de verdad, poco después, con fuerza y al sesgo, bajó a cerrar la puerta de la entrada. Había cambiado el viento y se oía más prolongado, sordo y uniforme el estruendo de las olas en la rompiente. Mao dormía en el diván.

Mariana leía y escuchaba música en su cuarto, echada en la cama.

—Está lloviendo, tío.

—Eso parece.

—Santo cielo, ¿qué te pasa? ¿Has tenido una aparición?

—Quién sabe.

Se sentó al borde del lecho, las manos colgando entre las rodillas. Mariana llevaba una camiseta-telaraña, el collar de perro en el cuello y unos shorts azules deshilachados. Entre el pelo le colgaban unas trenzas delgadísimas y grasientas. Dejó el libro sobre la cama, pero no conectó el magnetófono.

—Estás pálido. ¿Te sientes mal?

Él no contestó. Mariana observó su nuca abatida y sus manos yertas, y una velada tristeza pasó por sus ojos.

—Mamá me encargó vigilar tus depresiones de viudo. ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Quieres un whisky…?

Su mirada, turbia pero resuelta, casi bizca entre la constelación de pecas, no se apartaba ahora del perfil de su tío. Se arrodilló en la cama y puso la mano en su hombro.

—¿Qué le pasa a mi valiente quincallero, eh? —Deslizó la mano entre las solapas del batín, los dedos jugando con la mata canosa del pecho—. ¿El trabajo no va bien?

—Va como va. ¿Qué dice tu madre en la carta? ¿Cuándo viene?

—El viernes.

Ya tenía el porro en los labios. Cuando él le acercó lumbre, ella ya había sacado las cerillas de su mugrienta bolsa de flecos colgada en la cabecera de la cama. Forest observó, por entre la maraña del pelo rizado y las trencillas, la veneración de los párpados ante la inminencia de la llama. Ciertamente, sus manos sucias resultaban hermosas manejando la gran caja de cerillas y cobijando el fuego al mismo tiempo, una diabólica economía de gestos alrededor de un fulgor rojo-violeta, pero él no atendía a ese fuego, sino al otro. La telaraña adherida a los senos, el tintineo de los brazaletes, las adorables pecas espolvoreadas entre los ojos grises… Una ráfaga de lluvia arremetió contra los cristales.

—Una noche de perros, tío.

—Sí.

Absurdamente cogió el pie de su sobrina para hacerle cosquillas. Sabía perfectamente lo que iba a pasar y quiso demorar lo irremediable haciendo el imbécil un rato. Oía ya el ronroneo gatuno de sus bronquios cuando, vaciándose en un largo suspiro de cariño, ella deslizó la mano entre los faldones del batín.

—Es inútil, hija. Tengo cistitis…

—Te la voy a chupar, tío, lo voy a hacer. Tú no pienses en nada.

Pero la puerta del armario de luna se abrió sola, y él sintió ganas de reír. Al cabo de un rato, la cosa no prosperaba. Lo único que podía hacer era acariciar con un gesto rotativo, maníaco, la nuca de la muchacha. Fue precisamente al levantar ella un instante la cabeza para quitarse con los dedos un pelito prendido en la comisura de los labios, cuando Forest, al ver sus ojos risueños y confiados, sintió una oleada de ternura estimulando la sangre. Pensaba todavía en el retórico embuste de la hiedra, allá al fondo del falso jardín, en los jirones del columpio pudriéndose al sol, en la bufanda y en el neceser con madejas y específicos, y sobre todo en el mágico, intemporal almendro en flor; pero aquel delicadísimo gesto de los dedos retirando el pelito de la boca, aquella mirada bizca que casi pedía disculpas por la interrupción, pudieron más que todo. Mariana sonrió:

—¿Lo ves, fascista renegado?

—Repite eso. Repite eso.

Ella lo repitió, y él se dijo, echándose de espaldas en la cama, relajándose por fin: y más que habrás de oír, y más que habrás de ver; paletadas de tierra que arrojarán sobre tus sueños muertos, sobre tus ya podridas primaveras y tus apagados luceros. Tuvo una erección recelosa, de algún modo no relacionada con el acto físico, todavía, sino con el intento de imaginarlo. Y sintió en la boca la lengua de la muchacha con sabor a cuchillo, como una ostra. Pero fue, tal como había supuesto, un choque violento, ganas de hacerse daño. Replegada la telaraña, el pezón se encabritó entre los dientes. Mariana terminó montada a la jineta, acoplándose despacio, mirándole a los ojos, vigilando los desfallecimientos de la sangre y de la imaginación.

Más tarde, antes de dormirse, alguna idea divertida liberó de pronto su risa, ahogada por la almohada.

—¿Por qué ha pasado todo tan rápido, tío?

Yacía boca abajo. La miel clara desplegada sobre las nalgas era lo único que alteraba la blancura de tiza de su cuerpo. Se durmió de pronto, como solía hacer cuando había fumado. Vaya, pensó Forest apoyándose en un codo, ¿cómo es que aún lleva puesta esa prenda obsesiva? ¿No se la había quitado con los shorts…?

Deslizó la mano bajo la tela, y la mano sintió los glúteos enhiestos y duros, pero no la tela. Repitió el gesto, los dedos porfiando en la piel como si quisieran penetrarla, pero fue inútil, Mariana no llevaba ninguna braga. Sin embargo, la forma inconfundible seguía allí, adherida a las nalgas como una piel.

Encendió la luz del techo y recuperó las gafas. Se inclinó sobre el triángulo dorado y vio, por fin, que no era más que piel tostada por el sol. Parecían pintadas. De nuevo sintió que la conciencia se salía de su órbita, que su eje se desplazaba. Revolviendo la mesa en busca de cigarrillos, vio las fotos de Elmyr y su carta. La leyó:

Ibiza, agosto 1976

Querida Mariana:

Después de liquidar unos trabajos para publicidad, aquí estoy otra vez pensando en las musarañas, que es en lo único que vale la pena pensar. Bueno, quizá acepte hacer un reportaje sobre las depravadas formas de vida de los grandes hoteles…

He escrito a Flora contándole mis desventuras en Calafell. Y tú, ¿cuándo volverás? Escríbeme en seguida.

¿Qué tal te va con ese cegato del tío Luys? Espero que no te hayas enfadado con él después de lo que pasó. No es mala persona, sólo necesita graduarse las gafas y no fiarse de las apariencias.

Ahí van las fotos suyas que me pediste. También te mando las que te hice en el concurso de bluejeans. ¿Sabes que se están poniendo de moda tus braguitas de sol? Ah, se me olvidaba. Hay una foto, entre las que le hice a tu tío, que es para el simpático David y su perro Centella. Se la regalas al chico con un beso de mi parte. Los demás besos son para ti, con el cariño de

ELMYR

Eran fotos de un desfile de modas informal, estrafalario. Sobre un fondo de casas encaladas y comparsería ibicenca (abuelas enlutadas y embozadas, un complemento estético concebido por la mente criminal de algún publicitario) Mariana desfilaba, entre otras muchachas, con un piratesco pañuelo en la frente, camiseta a rayas y las perneras de unos bluejeans, muy ceñidas, enfundadas hasta las ingles y cortadas a tijera a partir de ahí pero salvando la cremallera, que tapaba el sexo. Los baños de sol dejarían el trasero como un negativo de fotografía: bronceado el triángulo, y el resto en blanco.

Las bragas de oro no habían existido jamás.