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Sobre la mesa de mármol, las cinco piezas del Tangram, formando nada, apenas se veían bajo la invasión de enloquecidas hormigas. Quería ir al baño, pero Tecla lo estaba limpiando, por lo que decidió mear en el césped.

Mientras lo hacía, Mao vino trotando hacia él desde el cobertizo con un pincel cruzado entre los dientes. Forest lo acarició, le quitó el pincel y lo estuvo mirando un rato, vaciando la vejiga. Luego se abrochó, caminó hasta el cobertizo y entró seguido del perro.

En un rincón, bajo el polvo y las telarañas, había un amontonamiento de hamacas rotas, oxidadas bicicletas de niño, viejas ropas deportivas, pértigas y remos torcidos, una paleta de pintor con las heces amarillentas de algún atardecer y tubos resecos. Forest cogió uno y lo examinó. Desde alguna antecámara del tiempo, del azar o de la burla ajena, volvía otra vez aquel extravío de los sentidos, la mascarada inmemorial, la quizá verdadera intriga del sueño.

Habría jurado que vio la tela, sujeta con cuatro listones, antes incluso de apartar los trastos que la ocultaban. Era una pintura amazacotada donde predominaba el verde llameante y el amarillo, orlada de rojo sangre y con trazos imprecisos bajo el polvo. Después de frotar con la mano apareció una versión invernal y familiar del jardín. Forest sintió un retroceso en la sangre. La perspectiva era imposible: el indudable emplazamiento del caballete —el cuarto de invitados, en la planta baja— ofrecía el marco natural y romántico de rojas buganvillas, pero debería haber impedido la visión del fondo del jardín, la tapia encalada y la hiedra, las rinconadas de lirios azules, los geranios y el rosal deshojado; sin embargo, según era habitual en la onírica paleta de Tey, esos ornamentos estaban en el cuadro, en un plano convencional, más allá de los pinos y del esplendoroso almendro en flor, debajo del cual, sentada en su mecedora y con el neceser malva de las medicinas junto a sus pies, Soledad tejía una bufanda azulgrana, Con pupila de loco, Forest captó la fecha en un ángulo inferior (Octubre 48) y el relamido realismo con que estaban reproducidos los dos objetos que jamás existieron —como no fuese en otra vida: la bufanda y el neceser— con respecto a los reales. Por lo demás, quienquiera que hubiese pintado ese cuadro, había misteriosamente respetado su error al describirlo: también aquí el almendro había florecido en octubre, y esa floración caprichosa era precisamente lo más notable y verosímil del lienzo.

Soltó el cuadro como si le quemara las manos. Salió del cobertizo con dos tubos de pintura y se acuclilló sobre el césped recuperando con premura, como para librarse de los óleos fosilizados, la botella de cerveza que antes se dejó. Sintió en la espalda el ojo pintado en el bote, agazapado entre la hierba, y pensó, momentáneamente aliviado, en otra broma de Elmyr, que podía haber leído… Pero unos tubos tan resecos. No. Entonces, al pensar en los elementos del cuadro uno por uno, recordó el neceser.

Mariana entraba en este momento por el portalón trasero con la bicicleta, la bolsa del pan y el periódico. Vio a su tío en cuclillas, la botella de cerveza volcada a sus pies, vaciándose. Forest no se movía; recortado sobre el brillante verde, su perfil parecía husmear corrupciones. Al pasar, Mariana le preguntó a qué estaba jugando, pero él no contestó.

Poco después, sentada en el diván de la sala, mientras revisaba el correo (había una carta de su madre) le vio vagar por el comedor, descalzo y con las gafas en lo alto de la frente. En la rinconera, cuya puerta inferior estaba abierta, se agachó para sacar primero una desfondada caja de madera, llena de cordeles y anzuelos de pesca, y luego un neceser malva descosido y mohoso. Le vio abrirlo con el ceño arrugado, como si percibiera en su interior algún efluvio vengativo.

Contenía un par de madejas polvorientas y una labor de ganchillo sin terminar, una bufanda, y todas las mismas medicinas recetadas apenas dos meses antes —pero vistas a través de un vértigo de casi treinta y cinco años, pensó él— por el viejo doctor Pla: Eufilina, Digitoxina, Bellergal, Novurit…

—¿Te divierte este juego, sobrina?

—¿A qué te refieres?

Su tío se incorporó con el neceser en las manos. Hizo resbalar sus gafas sobre la nariz y leyó un folleto que sacó de una cajita. No creía en absoluto en lo que iba a decir, pero aun así lo dijo:

—¿Crees que tu amiguita podría haber pintado el cuadro, antes de irse, basándose en la descripción que hice de él…?

—¿El cuadro? Nunca leyó nada tuyo.

—Pero tú podías habérselo contado.

—¿Qué te ocurre, tío?

—Ajá. Podías haberlo hecho por divertirte a mi costa. Ajá.

—Hostia, ya me tienes preocupada, historiador del carajo. ¿Qué demonios te pasa?

—Nada. —Se aferró a una posibilidad—. Confío en tus mentiras.

—¿Qué mentiras? ¿Te encuentras mal, tío? ¿Qué es lo que te preocupa…? Bueno, no me mires así.

—No pasa nada, creo. Voy… me voy a trabajar un rato.