Tumbado en la cama, con los oídos indefensos —no encontró los tapones de cera—, había ya escogido para la contraportada del libro su foto preferida de perfil más liberal (un aire casi inglés de exiliado con cátedra en alguna universidad californiana: atuendo sport, pipa, cabellos al viento y un fondo de playa solitaria) y ahora corregía la tercera versión del texto que acompañaría a la foto:
Basándose en la idea wildeana según la cual arrepentirse de algo es modificar el pasado, el autor confiesa en esta autobiografía un ayer imperecedero. Vuelve sobre sus pasos —explicando sin rodeos, si viene al caso, alguna impetuosa zancada juvenil, insolente e irreflexiva— sorteando las trampas que los «archivos oficiales» de la memoria suelen tenderle siempre al historiador comprometido. El camino que el viejo cronista se propone hoy desandar se va estrechando, limitando, el paisaje cambia. Nunca quiso Luys Forest narrar escuetamente los hechos por temor a verlos desmentidos: inventó, porque la invención sobrevive siempre a la dudosa realidad que dictan los políticos. El hombre que durante tantos años escamoteó, saqueó y falsificó (él mismo no ha tenido reparo en confesarlo públicamente) las luchas del pasado en la memoria popular, el patrimonio común de la verdad, reivindica en su último libro la forma, el tono y los gestos de la tradición oral, desdeñando la engañosa autoridad del documento.
Su caso no es, como el de muchos hoy, un sprint oportunista hacia la titulación democrática. Al contrario que sus antiguos camaradas de plata fúnebre, que él llama vergonzantes lotófagos —comedores de la flor del olvido—, el autor pretende en esta obra magistral registrar los inundados sótanos de la memoria y al mismo tiempo…
Alguien, un embrutecido mocoso de los muchos que rondaban la terraza de L’Espineta, martirizó sus tímpanos con el trueno infernal de su motocicleta. Serían las dos de la tarde. Casi en seguida, una voz vagamente familiar y metálica, como resonando dentro del aparato de televisión, le llegó desde la planta baja: Mariana habría olvidado apagar el maldito cacharro una vez más. Se levantó, se enfundó el batín y bajó.
Aquella inercia retórica de la frase sin concluir, el obsesivo engranaje del párrafo que exigía ser formado aquí y ahora, guió sus pasos de sonámbulo hasta la cocina, donde descubrió que allí no tenía nada que hacer, y luego a escoger el bastón para el paseo, pero no quería dar ningún paseo, no había bajado para eso… Por fin vio el televisor parpadeando en el hueco de la escalera.
Ese día él y Mariana habían quedado en comer juntos en el jardín. Mariana, desde la mesa ya servida bajo el pino, acababa de verle cruzar la sala de estar hacia el aparato, y pensó que lo apagaría y vendría a comer. Pero después de varios minutos, todo seguía igual.
—¡Tío, ¿vienes o qué?! ¡Tiíto…!
Ninguna respuesta. Se levantó y fue en su busca. Le encontró sentado en la butaca frente al televisor. En la pantalla se veía el perfil de una mujer cincuentona, a contraluz: una iluminación pensada para proteger su identidad. Era una ex prostituta anónima entrevistada en un programa-encuesta, y exigía en nombre de su gremio el reconocimiento de ciertos derechos, control sanitario, asistencia sindical y jurídica, un poco más de respeto… La emisión era en catalán, para el circuito regional.
—¿Eso te interesa, tío? —dijo Mariana—. Oye… ¿qué te pasa?
Vio el asombro en sus ojos. Hundido en la butaca, miraba fijamente la inconfundible silueta de nariz aguileña y labios ya desarmados. Dijo en un susurro:
—Es Lali Vera. Qué espanto, Dios mío, qué espanto…
Luego reaccionó para pedirle a Mariana el listín de teléfonos. Con el dedo atabalado marcó el número de los estudios Miramar.
—Oiga, quisiera hablar —dijo con una repentina afonía— con esta mujer que está en la pantalla…
—No puede ser —le respondió una voz eficiente y vernácula—. No está aquí.
—Qué dice, hombre. La estoy viendo.
—La está viendo aquí pero ella no está aquí. Está en el aire.
—Usted está loco. Usted es un cretino.
—¡Que no es en directo, collons! —Irritado y vengativo, el funcionario se pasó al catalán con armas y bagaje—: A veure si m’entén: això es va gravar fa un mes, ruc!
Así pues, también esto era un espejismo. Anonadado, Forest consiguió decir, en un correcto catalán:
—Ah.
Y colgó.