—Igual que en tus viejos libracos.
—¿No te convence?
—Las imágenes tienen vida, pero la historia parece falsa. La quincalla de tu prosa, tío. Hay textos y pretextos. Toma.
Le devolvió los folios mecanografiados, segunda versión corregida y aumentada, sin paréntesis, y añadió:
—Pero vale, hombre, te has ganado tu whisky.
Sentado al borde de la cama, Forest se ladeó sobre una nalga, gimiendo:
—Tengo almorranas. Quizá debería pasarme al alcohol blanco.
—Bebe leche.
—Puede que la leche tenga alcohol, sobrina, pero desde luego no es blanca.
Riendo, Mariana se ataba el collar de perro en el muslo, concienzudamente. Hoy llevaba una vaporosa blusa color limón, trenzas, la boina y una pupa enigmática en el labio inferior. Entraba por la ventana abierta un suave aroma a carne asada. La noche era húmeda y sofocante.
Desde mediados de agosto, las sesiones se habían hecho menos frecuentes pero más largas. Forest comprendía que, a pesar de los crecientes obstáculos (Mariana se ausentaba con frecuencia, o estaba amodorrada o demasiado excitada para hablar, y casi nunca sola), estas charlas convenían a sus fatigados nervios y a su trabajo, operaban en él como modificador del pasado, como si en verdad nada fuese irrevocable: había que confiar siempre en la reinversión de la historia. Dijo con cierta brusquedad:
—Los necesito para mañana. —Agitó los folios y los dejó sobre la mesa. Tenían nuevas enmiendas y Mariana debería pasarlos otra vez en limpio—. Y hazme el favor de no incordiar más entre paréntesis o no acabaremos nunca.
—Dime una cosa. ¿Qué sentido tiene contar ese estúpido enredo de camas que precipitó, esto sí que tiene gracia, la boda de mamá? Conste que yo no sabía nada, pero ¿qué te propones, aparte de entretener al lector?
—¿Te parece poco?
—Se diría que mi futuro papi, cuando le llamaste por teléfono, ya sabía lo que pasó aquella noche loca. ¿Cómo pudo enterarse?
A través de la ventana abierta llegaban apagadas risas en el jardín. Forest irguió la cabeza:
—¿Quién anda por ahí?
—Amigos. ¿Cómo pudo enterarse, tío?
—Jamás me importó ese detalle.
Se había levantado y miraba por la ventana. Distinguió al fondo del jardín un parpadeo de torsos lampiños alrededor de una menguante fogata y una botella pasando de mano en mano. Junto al portalón abierto a la calle había dos motos gigantescas.
—Me pregunto por qué sólo atraes a tipos chiflados, motorizados y neuras. Diles que aquí no quiero motos.
—No hacen nada malo. Hemos asado unas chuletas y hemos jugado con Mao. Luego nos iremos a fumar al Sanatorio abandonado, es un sitio estupendo. La otra noche, Silvia nos juró que veía el gran dormitorio lleno de niños escrofulosos que de pronto habían sanado y eran guapísimos y felices…
—Fantasmas. No sabéis convocar otra cosa.
—También tú lo haces, tío, así que estamos igual. Sigamos con mi papi. ¿Realmente era un personaje tan diabólico?
—Era un hombre práctico. De todos modos, su maldita artimaña no hizo sino retrasar lo que tenía que ocurrir. Cuando murió de cáncer, en 1959, la familia vendió las acciones y yo me libré de mi compromiso.
—Cambiemos de rollo. Ahora podríamos hablar un poco del lado periodístico, notarial, de tu oficio. ¿De verdad aún piensas que reflejabas la realidad del país en tus crónicas y artículos?
—Nunca me propuse perpetrar eso que dices.
—No seas puñetero, tío, va. Se te consideraba el más testimonial, un lince de las actualidades…
—Y eso qué es. Mira, cuando volví de Roma, esta primavera, compré en el aeropuerto ese bodrio de revista de actualidades que dirige tu madre, y en la que a veces tú escribes, y no entendí nada. Traía sandeces sobre gente popular que yo no conozco, pero no es eso lo irritante; lo irritante es que la revista parte del supuesto imbécil de que yo conozco a esa gente.
—No ves televisión, apenas lees diarios, no estás al día.
—Ni ganas.
—Es tu problema.
—He ahí una expresión anglosajona detestable y nada apropiada en tu linda boca latina…
—¿Crees que tu vieja picha sería más apropiada?
—Modera tu lenguaje y sigamos.
—Bueno. Tu obra parece tener dos vertientes muy diferenciadas. De un lado, la crónica de la posguerra. Es la que te dio prestigio y dinero pero a mí no me gusta, está llena de loas triunfalistas, de basura ideológica y de embustes.
—Vale.
—En cambio, tus libros de relatos y tus novelas, que tuvieron menos aceptación, me encantan. Es extraño: cuando pretendes ser testimonial no resultas verosímil, no te creo, y cuando inventas descaradamente, digamos cuando mientes sin red, consigues reflejar la verdad.
—Sigue.
—Hasta hace unos quince años gozaste de una notable vigencia. Luego llegó el desprestigio y el olvido. Algunos estudiosos, dejando de lado tu militancia política, ven hoy en dos o tres de tus libros un estilo narrativo de primer orden. ¿Qué opinas tú?
Forest se rascó apaciblemente la nuca.
—Mi estilo proviene de faenar de niño en la barca de mi padre: me enseñaron, simplemente, que hay un lugar para cada cosa. Y oye, yo nunca he querido ser testimonial, ni siquiera en estas memorias.
—No te entiendo.
—Recuerdo con más precisión al hombre que hubiese querido ser que al que he sido. No intento reflejar la vida, sino rectificarla.
—Conozco ese rollo. Otra cosa, pico de oro: no hay evolución en tu lenguaje: no has hecho nada por destruirlo: demolerlo: aniquilarlo: incluso diría que plagias: el tono que empleas siempre me suena.
—Ah, eso… No hay buena literatura sin resonancias. En cuanto a la dichosa destrucción del lenguaje, su función crítica y otras basuras teorizantes y panfletarias de vanguardistas y doctrinarios, permíteme, sobrina, que me sonría por debajo de la próstata. Detesto las virguerías ortográficas, estilísticas y sintácticas. Qué quieres, yo todavía me tomo la cavernícola molestia de reemplazar una coma por un punto y una coma. ¡Qué manía esa, de querer destruir el lenguaje! Bastante destruido está ya el pobre. Y además que por este camino, los logros del escritor siempre serán comparables a lo que consigue un presentador de televisión o un ejecutivo tecnócrata informando a su Consejo espontáneamente y sin el menor esfuerzo. Ellos siempre irán más lejos… Pero salgamos de la cocina del escritor, que siempre huele mal y está llena de humo. Hablemos de otra cosa, me estoy deprimiendo.
Mariana buscó entre las sábanas un abultado sobre marrón.
—Elmyr me ha escrito desde Ibiza.
—¿Qué dice?
—Está bien. Me envía tus fotos. Mira.
Forest se vio, en colores y enfocado desde diversos ángulos, caminando por la playa con el bastón, las gafas oscuras y los cabellos al viento, escrutando un horizonte de hojalata. Se gustó particularmente en un gran primer plano frontal, con el doble reflejo del mar, repetido e idéntico, en los cristales mercuriales de las gafas.
Había otra, en blanco y negro pero ampliada, cuya visión le trastornó. Era el pequeño David en bañador, aquel día que lo presentó a Mariana, captado con una orden muda en la boca y sujetando con la manita crispada la correa del enorme pastor alemán… que estaba allí, erguido sobre las patas traseras, ladrando a su inventor.
—Peroooo… —empezó Forest con la boca abierta. Inicialmente fue el pasmo, pero casi en el acto una luxación maxilar le impidió cerrarla—: ¡Oooeegg!
—¿Qué te pasa, tío?
Miraba a su sobrina boquiabierto, interrogándola con los ojos. Ella le atenazó las mandíbulas con ambas manos y dio un fuerte tirón.
—Ya está. —Señaló la foto—. Divertida, ¿no? Es un regalo de Elmyrito para David. Mira el dorso, está dedicada.
Para David y Centella, con amor, de esta otra loba del deseo. Forest examinó la asombrosa transparencia, las junturas de lo real y lo soñado, el cosido del tiempo y el espacio. Era por supuesto un vulgar truco fotográfico, una alquimia de laboratorio.
—Está muy bien hecho —pudo decir por fin—. Pero no deberías dársela al chico. Puede que él no vea a su perro exactamente así.
Mariana aún se reía. Forest se tumbó de espaldas en la cama, vencido por una fatiga repentina. Ella dijo:
—No pensé que te haría tanto efecto.
—Estoy gagá, sobrina. Lleno de temores y manías.
—No, estás deprimido. —La muchacha se arrodilló a su lado, mimosa, y miró su boca con tristeza—. ¿Quieres que te haga una paja?
Forest veía descender sobre él sus ojos francos, muy abiertos y límpidos entre un firmamento de pecas, mechones ya sueltos de las trenzas y alegres destellos de sudor. Mariana insistió con dulzura:
—Me gustaría ayudarte, tío.
—Cállate, perdularia.
—Tonto, viejo lunático, carroza. Creí que eras más inteligente.
Le miraba fijo, con una sonrisa escueta, suficiente y leal. El memorialista palmeó, compungido, la rodilla de su sobrina.
—Ser inteligente, a mi edad, no consiste en saber lo que se quiere y conseguirlo, sino en renunciar a lo que te conceden demasiado tarde…
—No es demasiado tarde.
—Sigamos con el interrogatorio, si quieres.
—Esto no marcha, tío.
Se apartó. El muchacho del mono azul se asomó a la puerta, le hizo una seña a Mariana y desapareció. Entonces entró por la ventana un estruendo de motocicletas.
—Tus amiguitos —suspiró Forest—. Han hecho falta tres generaciones para obtener cretinos de esta especie. En eso, por lo menos, yo no he colaborado con el régimen. ¿No tenías que irte con ellos?
—Luego.
Forest se había levantado y ahora no sabía para qué. Decidió ir al baño, dijo ahora vuelvo y salió.
Al abrir la puerta encontró al tipo sentado en la taza del water con el mono a los pies, el casco de motorista en la cabeza y los ojitos de rata fuera de las órbitas, gimiendo. Sostenía con la mano un poco alzada un trozo larguísimo de rosado papel higiénico, y, como si de pronto no supiera en qué emplearlo, borrachísimo bajo la severa mirada del dueño de la casa, optó finalmente por sonarse las narices con él. En tono afable, Forest le invitó a irse inmediatamente, por supuesto después de limpiarse decorosamente lo demás.
Regresó al cuarto de Mariana.
El resto de la sesión la dedicaron a sus licencias poéticas. Forest terminó por confesar otra que ella ya sospechaba:
—Está bien, sí —admitió—. Fue un niño quien disparó contra el emblema en la pared. Recuerdo muy bien al chaval… Le faltaba el sosiego en la mirada porque debía pasar hambre o porque habría visto algunos horrores de la guerra. Su padre era estañador de ollas y cacerolas, paragüero, un vagabundo. El chico iba descalzo y semidesnudo, y tenía la cabeza rapada… Le veo siempre, en el recuerdo, con su negra barriguita hinchada y doblando la espalda hacia atrás, tensando el arco para disparar sus flechas improvisadas con varillas de paraguas. Las clavaba en la proa de las barcas varadas, en puertas y ventanas…
—Asombroso, tío.
—El qué.
—Esa descripción tan minuciosa de algo que nunca ocurrió.
Forest la miraba entre perplejo y malhumorado.
—¿Qué diablos te pasa ahora? Acabo de admitir que nunca disparé contra el emblema del partido, que lo inventé para hacer resaltar mi primera crisis de conciencia…
—¿Estás seguro?
—Basta, sobrina. Pasemos la hoja.
—Como quieras. Sólo un par de preguntas más… ¿Qué hiciste con tu vieja pistola de escuadrista? ¿Aún la tienes?
—Me libré de ella hace muchos años. Era una Astra del nueve largo.
Mientras evocaba aquel peso negro en la mano, aquella fría densidad de la muerte, se vio a sí mismo sobre el pantano de Foix un día que llevó a sus hijos de excursión, en el verano del 56. El día anterior había pillado al pequeño Xavier con el arma y se asustó. Primero decidió enterrarla en el jardín, recordó, luego pensó en regalarla a su cuñado Juan, y finalmente optó por tirarla al pantano… Pero aquel gesto remoto se le antojaba hoy de una solemnidad pueril, y ya había empezado a retocarlo, a sombrearlo suavemente, hasta que surgió la imagen embrionaria:
—Me olvidé de ella, simplemente —dijo con una voz neutra—. Sí, la olvidé para siempre en el fondo de un cajón de una vieja cómoda, envuelta precisamente en mi camisa azul, que los ratones ya habrán convertido en polvo… Un final ejemplar, ¿no te parece? De eso hará treinta años o más, no pienses que mi asco es de ayer. Por cierto, mañana redactaré el lance, y ya te prevengo que le pondré un poco de énfasis: un tratamiento especial, una forma de símbolo, por ejemplo escogeré otro cajón en otra cómoda, la de mi madre donde solía meter mi ropa de niño, y con tu permiso pondré una bala en la recámara de la pistola, un plazo fijo y una promesa formal: si dentro de equis tiempo no he repudiado públicamente todo esto, esa bala será para mí. ¿Qué? ¿No te gusta?
Refrenó una risa excesivamente nerviosa. Mariana apagó el magnetófono.
—Vale. Ahora vete, tío. Me voy a masturbar, luego tomaré un aneurol cosecha del setenta y uno y a dormir.
—¿No vas a salir?
—Ya no.
—Pues buenas noches.
—Espera un poco… ¿Quieres ver cómo me corro?
Forest escrutó la dulzura corrupta de sus ojos claros, la extraña serenidad del mentón y de los pómulos, aquella maravillosa e inalterable falta de impostura.
—Buenas noches, sobrina.