19

Capítulo XXXVIII

El lector atento a cierta quincalla de la prosa recordará tal vez una respingona grupa que, ceñida en elástica tela roja y salpicada de agujas de pino, luego de balancearse en el columpio de los niños, alegró las postrimerías del crispado capítulo XXIII. Esta muchacha tiene todo un porvenir detrás de sí, profeticé ya entonces. Sin embargo, jamás he conocido a una mujer tan frontalmente dispuesta a casarse como fuera y con quien fuera. Creo que debo añadir algo sobre Lali Vera.

Coincidí con ella y las demás chicas de los Coros y Danzas a finales de 1949, viajando a bordo del Monte Ayala en una gira artística por Sudamérica. Oficialmente yo fui como corresponsal de un diario de Madrid, pero en realidad me regalé unas vacaciones. (Lástima que no evoques aquí, siquiera de pasada, las exaltadas crónicas de Indias que enviaste al periódico, tío, aquellas loas cinceladas y patrióticas a las danzas de «nuestras españolitas» con sus trajes regionales). Durante el viaje de ida, la vistosa granadina había coqueteado a fondo con un conocido periodista de pluma artillera y lenguaje cuartelario, que todavía hoy dispara desde El Alcázar.

Enfundadas en ceñidos trajes de faralaes, las encabritadas nalgas causaron luego estragos en Buenos Aires, Panamá y Santo Domingo. Y en el viaje de regreso, poco antes de atracar en Bilbao, fue sorprendida en los lavabos en brazos de un joven oficial al servicio de la naviera Aznar, con el cual se casó a los cuatro meses. A partir de entonces, ni mi mujer ni yo volvimos a saber de la bailarina ultramarina.

Cuatro años después, la noche del 7 de abril de 1953, me tropiezo casualmente con esa joya forrada de terciopelo barato en un pequeño y espeso bar de Sitges, frente al que paro el coche, camino de Calafell, para tomarme un café y una aspirina. Nada más entrar reconozco la firme grupa dirigiéndose al extremo del mostrador: no menos respingona, pero con un balanceo más pausado, más profesional. Por lo demás, ya no era nuestra Lali; sin fuego en el pelo, con una vaga suciedad en la piel, un descaro. Pero todo eso no viene a cuento…

Estoy rememorando una cadena de circunstancias que al final retrasarían la dimisión de mi cargo en la Sociedad, y cuyo primer eslabón es éste: Lali Vera efusivamente colgada de mi cuello junto a la barra de aquel bar, frotando su vientre contra mí con una parsimonia de experta, ansiosa y separada del marido y oye, tú, qué guapo estás y no podías llegar en mejor momento… Un tipo la ha dejado aquí tirada, no tiene dinero ni dónde dormir. Llueve a cántaros y ya no hay tren para Barcelona. Accedo a llevarla conmigo a Calafell (Sole y los niños están en Pamplona) si promete irse mañana temprano, antes de que aparezca Tecla por la casa.

En el coche recuesta la cabeza en mi hombro y me cuenta sus desdichas conyugales y sus primeros pasos en el fulaneo. El olor malsano de sus cabellos teñidos me marea y me exaspera.

Ya en casa, se desprende de la gabardina mientras yo enciendo el fuego.

—Puedo devolverte el favor, si quieres…

Desde el delicado promontorio de su nariz aguileña, cuando sonríe, algo emprende el vuelo, todavía.

—Acuéstate, es muy tarde.

—¿Te espero?

—No. Tengo bastante trabajo.

Con severa parsimonia desenrosco el capuchón de la estilográfica, abro la carpeta y empiezo a revisar el capítulo final de Mi casa en sus espejos. Desmonto una larga frase oxidada y pruebo a montarla al revés: ya no chirría, pero ya no dice lo mismo.

A los pocos minutos, Lali vuelve a la sala para rogarme que por favor la deje dormir arriba en mi dormitorio. Ya descalza y lleva un albornoz blanco que ha encontrado por ahí.

—Tengo miedo en ese cuarto.

Fuera, la lluvia arrecia y está tronando. Le he asignado el cuarto de huéspedes de la planta baja, con ventana al jardín. Dice que los relámpagos la aterran. Se queda un rato junto al fuego, sin saber qué hacer, y luego se va. No tardo en oír sus pies desnudos en el cuarto de baño de arriba, los estertores de una cañería y el agua en la bañera. Más tarde, en medio de la maldita frase descompuesta, seguramente ya inservible, Lali aparece de nuevo al pie de la escalera con los cabellos chorreando y el albornoz semiabierto. Espero que ahora, después del baño reconfortante, se irá a su cama. Pero no se mueve de allí, mirándome.

—Maldición, qué pasa ahora.

—Sé bueno, déjame dormir en tu cuarto.

—No.

En tal caso, podría al menos ofrecerle una copa; promete no molestar. Adelanta un poco la pierna en reposo, pero unos centímetros más o menos de piel no van a cambiar las cosas. Se me ocurre mezclar un somnífero en el vino. Bebe nerviosa, se le derrama la copa, pero no interrumpe mi trabajo. Dejo la frase como estaba, con su herrumbre y su perfume. Antes de irse definitivamente, Lali suplica por última vez que la deje acostarse arriba en mi cama. Medito un instante la respuesta, y en ese momento, quizá un poco después —no recuerdo si tuve tiempo de insistir en mi negativa—, se abre la puerta vidriera y mi cuñada Mariana se precipita sobre mí cojeando y riéndose, empapada de lluvia, con rasguños en las rodillas y una botella de Rioja en la mano. Tras ella, con una expresión visiblemente contrariada, Germán Barrachina, que se excusa.

—Le dije que estarías trabajando, se lo dije.

—Adelante… ¿Te has caído, cuñada?

—A ver, dónde hay un sacacorchos.

Tras comprobar, aliviado, que Lali se retiró a su habitación con tiempo —un milagro que no la vieran—, atiendo a Mariana, que saca unas copas de la rinconera mientras balbucea que están de paso hacia Salou, donde «este imbécil piensa declarárseme por fin». Germán intenta sujetarla.

—Mari, por favor…

—Cállate, mamarracho.

Las medias caídas, un zapato sin tacón, las greñas goteando en su cara. Lleva un vestido negro con tirantes, muy escotado, y sus hermosos hombros picudos lucen esa pátina casi abyecta del bronce sin pulir que ya era entonces, secretamente, la base erótica de mis heroínas de ficción. Está muy borracha y Germán la increpa. Todos mis temores, que recuerdo haber expuesto a Germán cuando Chema la abandonó, se están confirmando: su insensata manera de beber, sus noches disolutas, sus aventuras fugaces y deprimentes… El único hombre capaz de sujetarla, de ejercer sobre ella una influencia benéfica, es precisamente el astuto abogado; sin él estaría perdida y Mari lo sabe. Está muy enamorada de Germán Barrachina (No tanto. A mamá, según ella misma me ha confesado, lo que le excitaba de ese señor era algo plebeyo o canallesco que sugería su apellido) y ésta es precisamente la causa de sus terribles depresiones. Germán mantiene con mi cuñada una relación desganada, sujeta a estímulos eróticos más que sentimentales; la quiere a su modo y es paciente con ella, pero guardando las distancias. Es un círculo vicioso: las prevenciones y la indecisión de Germán descontrolan a Mariana, y el descontrol de ella es la causa de la indecisión de Germán.

—¿A qué esperas, hombre? —bromeo con él en voz baja—. Cásate, no podéis seguir así.

—Con lo que gano ahora, no tiene ni para vermuts.

—Eres un cínico. A propósito, tenemos que hablar de dinero. Supongo que la Sociedad me concederá una indemnización…

—¿Sigues pensando en retirarte? Ni se te ocurra. Ahora te necesito más que nunca.

—Pues lo siento, chico. La próxima junta general será la última para mí. Necesito más tiempo para escribir…

—Cuentos. Dispones de todo el tiempo. En fin, vamos a discutirlo.

Mi respuesta es digna de mis principios más azules:

—Te he expuesto una decisión tomada, no una propuesta a discutir.

Está lívido. Yo sé que acaba de jugar fuerte, promoviendo una ampliación de capital muy necesaria y muy comprometida para él y para la Sociedad, y que mis gestiones en Madrid son vitales. No permitirá que ahora le deje en la estacada.

—No puedes hacerme eso, Luys…

—Claro que puede —interviene Mariana—. No todo el mundo piensa sólo en enriquecerse, como tú.

Y añade una extravangancia, algo así como el dinero es el condón de tu vida, si no recuerdo mal. El abogado se revuelve furioso, y por enésima vez yo seré testigo de una escena que me sé de memoria: perdido el control de los nervios, Germán amenaza con dejarla plantada, ella le invita a hacerlo y él lo hace, sin despedirse siquiera de mí, dando un portazo.

En realidad, se va más enfadado conmigo que con ella. (Es curioso, tío, que mamá recuerde esta pelea relacionándola sólo con su deseo habitual y premeditado de mamarse, y tú en cambio con tus eternos problemas de conciencia. ¿Tal vez no fue ni una cosa ni otra?). No hice nada por evitarlo. Me habría convenido más que mi cuñada se fuera con él, en vez de quedarse a beber y a contarme sus penas durante horas. ¿Por qué no me quiere este cabrito, Luys?, pregunta machaconamente. Después del vino pasamos al coñac. Mari hace desfilar ante mis ojos el gran desbarajuste de su vida, sus amantes ocasionales y bobos, sus peleas con su hermana y con Germán, sus abortos y sus maltratadas rodillas.

En esta época mi cuñada tiene 35 años y es una mujer de notable belleza y talento, con una vocación sentimental peligrosa pero admirable y en permanente conflicto con la educación recibida. En otra parte ya he apuntado la naturaleza reprimida de mis antiguos afectos hacia ella, y no es mi intención insistir aquí y ahora. Más allá del alcohol y la excitación verbal, del desorden mental de nuestras camas y de la propia estima, abortos incluidos, lo que esta noche ella busca y necesita es un hombro amigo donde recostar la cabeza. (Esta propensión tuya a combinar el espasmo lírico con los abortos de mamá me tiene intrigada, tío. Tenemos que hablar de eso).

Le prometo a mi cuñada que instaré a Germán para que se case, le convenceré, le obligaré… Me abraza y luego se levanta, tambaleándose, para irse a dormir.

—Yo me quedo un rato —tartajeo—. Es que estaba corrigiendo…

La veo irse hacia el cuarto de invitados y, con un resto de lucidez, consigo balbucear si no le importaría dormir en mi habitación de arriba. Se vuelve, entre asombrada y divertida, y me pregunta por qué. Le digo que no tema nada, que yo dormiré aquí abajo. Aun así, evidentemente ella no comprende. Puesto que la cosa no tiene remedio, confieso la verdad:

—Hay una fulana en ese cuarto, y los demás no están disponibles.

Riendo agita el dedo conminatorio ante mi nariz. De acuerdo, sinvergüenza, me voy arriba, dice, y dando media vuelta por detrás del diván enfila las escaleras con la botella en la mano.

Aún hoy juraría que no se volvió ni una sola vez, que no volví realmente a verla esa noche fatídica, bajo ninguna forma corporal o soñada que mis ojos pudieran captar o siquiera presentir. Y sin embargo, las ávidas pupilas habrían de retener para siempre una imagen de Mariana al pie de la escalera, descalza, con el blanco albornoz manchado de vino y de ceniza. Y con ella recuerdo el silencio de la casa y el rumor del mar meciendo mi creciente resaca. Ignoro qué tiempo ha pasado y si me he dormido. Veo a Mariana agachada ante el fuego del hogar, la copa de coñac otra vez en su mano y caído el cordón del albornoz. Cuelga de sus labios un cigarrillo sin encender mientras hurga los rescoldos con las tenazas. Desde mi modorra de entonces distingo todavía la rodilla en tierra, la pálida cara interna del muslo y la expresión concentrada de su rostro al soplar la brasa antes de encender el pitillo, para luego, de pronto, volverse a mí y dejar caer su risa repentina, como un látigo.

Cuando intento reaccionar —tienes cerillas en la mesilla de noche, creo que le dije— ya no está allí. Horas después, supongo —sólo hay cenizas en el hogar—, también yo decido acostarme, pero en qué lamentable estado. Al final de una sucesión espasmódica de disparates —entre los cuales desnudarme en la cocina y meter los zapatos y la ropa en la nevera no fue el más grave— que al cabo de casi veinticinco años no consigo aún ver ordenados ni siquiera mediante el artificio de este ritmo mediocre, llego a la habitación donde Lali duerme profundamente. La ventana del jardín está entornada y fuera sigue lloviendo. Con una desesperada premura tanteo a oscuras el lecho, aparto la sábana y hundo la cabeza entre los muslos calientes y yertos…

¿Debo contar ese loco empeño de borracho por someter una voluntad drogada y un cuerpo sumiso? Por suerte para ella, el somnífero ha sido eficaz. Gime débilmente bajo mis estúpidas arremetidas, manoteando en el aire y agitando la cabeza como en un mal sueño, incapaz de reacción, paralizada por la sorpresa o tal vez la indiferencia: ya era una profesional. Pero aun en el caso improbable de saber que tiene encima a un borracho irresponsable, Lali no está en condiciones de comprender que semejante excitación es estimulada por una mente que se halla, en realidad, en otra habitación y en otra cama, con otra mujer y devorada por otra fiebre: arriba, de rodillas ante un fantasma. Porque el objeto de mi impulso inicial no era un cuerpo, sino una idea. El alcohol y aquel esplendoroso desorden de las noches de mi cuñada, ese año de su vida particularmente fértil, libre y desenfrenado, harían el resto…

El memorialista suspendió los dos índices sobre el teclado. Alto ahí, no te embales, se dijo: sería una buena pifia, desde el estricto punto de vista narrativo, no concentrar la atención del lector en lo que ha sido y es el móvil secreto: justificarme. ¿Por qué, después de haberlo planeado y meditado tanto, soy tan descuidado y perezoso respecto al objetivo que me propuse con estos injertos ficticios? ¿Por qué, en cambio, me afano hasta la náusea y la tortura en conseguir dotar de alguna realidad estas invenciones? ¿No será que empieza a interesarme menos la justificación pública del ayer infamante que la mera posibilidad de reinvertir la historia, lograr que el río del pasado —turbio o cristalino, a quién puede ya importarle— remonte el curso hasta su fuente y me devuelva todo aquello a lo que renuncié un día o me fue arrebatado…?

Sólo así podía explicarse, pensaba, la insistencia de algunas imágenes —precisamente aquellas que nunca alcanzaron a tener vida y se habían quedado en deseos, a pesar de lo cual se movían en la memoria como peces en el agua— en brillar más que otras. Al respecto, pensaba en Lali Vera: ¿qué le había impulsado a escoger a la ex afiliada a la S. F. para suplantar a una prostituta anónima que una noche se cruzó casualmente en su vida, y cuyo rostro ya no recordaba y menos su nombre? No era la trivial estrategia de combinar figuraciones según azarosas exigencias narrativas lo que le llevaba a estos laberintos; era cierta relación desleal y obsesiva con pretéritos estados del ser que él ya había desechado por considerarlos fuera del tiempo y del espacio, biográficamente hablando, y que ofrecían por eso una mayor impunidad.

Tachó las interferencias burlonas de Mariana y le dio a esta primera parte el visto bueno. No todo era enmascaramiento; aunque había tenido que prostituir a la pizpireta de Lali Vera y separarla del marido, en todo lo demás, en su empeño inútil por acostarse en su cama, en la inesperada visita de Germán y de Mari y en la estimulante velada que luego pasó a solas con su cuñada, incluido el disparatado peregrinaje de borracho hasta la cama de la fulana, había respetado escrupulosamente la verdad. Pero ya el párrafo siguiente alumbraría la imagen submarina y la correspondiente estrategia para acomodar ciertas emociones.

Forest acababa de anotar al margen del folio, a mano: No me equivoqué de habitación, pero el resultado fue el mismo, cuando, furioso consigo mismo, aplastó en el cenicero el cigarrillo recién encendido al descubrir otro idéntico que ardía en el borde chamuscado de la mesa: ¿cuándo aprenderé a no buscar aquello que ya tengo?

Entre dos llamaradas de vida ficticia, el abismo de la realidad se abrió ante él: no conseguía evocar en absoluto lo que hizo en aquella cama. En medio de los relieves cada vez más trabajados del deseo (excesos de borracho que podría haber cometido con la fulana, pero pensando en su cuñada) ya no distinguía las formas del recuerdo. ¿Se durmió en seguida, después de babear su impotencia en aquella entrepierna inhóspita? ¿O por el contrario llegó a penetrarla y alcanzó de algún modo, por la vía que fuese, una vaga variedad de orgasmo? Nunca lo sabría. Pensaba más bien que no, que ni siquiera llegó a tocarla… En cualquier caso, intuía la necesidad retórica de precisar una actividad sexual, por infame que fuese, con el fin de sugerir la cópula, un hecho demasiado brutal para darlo a palo seco. Sabía que el modo más apropiado de tratar una escena tan significativa y peligrosa era el de reavivar los detalles ambientales, resaltar el conjunto. Barajó al respecto unas cuantas situaciones de repertorio y concluyó la segunda versión alterando, por supuesto, el desenlace.

Quedaban por corregir los tres últimos folios del capítulo, todavía no puestos en limpio por su sobrina:

«Debía de ser muy tarde cuando por fin la solté y me tendí a su lado. Dormí unas horas o unos minutos, no lo sé. Hay en esta habitación que da al jardín un viejo armario de luna cuya puerta tiene la costumbre de abrirse sola, con un prolongado chirrido; Al despertarme, ha dejado de llover, entra una leve claridad por la ventana y también una mariposa blanca que revolotea sobre mi cabeza. En la luna del armario, girando despacio, veo pasar las sábanas revueltas y la colcha, dos cuerpos y el otro vuelo espectral de la mariposa. Un rostro, al que poco a poco se asoma el pavor, gira en la luna mirándome con fijeza, es el mío, luego desaparece para dar paso a una espalda desnuda y una cabellera negra.

»Ella se da la vuelta dormida, abrazada a la almohada. Pero no es Lali Vera. El corazón me da un vuelco, brinco de la cama, maldigo mi suerte en voz baja y corro a refugiarme en el dormitorio del primer piso, donde, como era de prever, la ex bailarina duerme furtiva y sosegadamente.

»Sentado en el borde del lecho, con las manos entre las rodillas, temblando pero paulatinamente muerto de risa, reconstruyo lo sucedido: sin yo sospecharlo, Lali se había salido con la suya, acostándose en mi cama; allí se la había encontrado Mariana al subir a acostarse, por lo que volvió a bajar para pasar al cuarto de invitados, según su primera intención; se paró un momento para encender un cigarrillo en el hogar y reírse de la situación en mis narices, advertirme de mi error, pero yo estaba demasiado borracho para darme cuenta.

»El resto no merece comentario, excepto que en el transcurso de los años ni mi cuñada ni yo hemos hecho nunca la menor referencia a ese enredo. Juraría que Mari, habituada como estaba en esa época a su mala conciencia, cargó el incidente, si es que recordaba algo de él, que lo dudo —yacía abandonada a un sueño profundo, y nunca he estado seguro de su grado de lucidez—, en la extensa cuenta de sus disparates personales, y luego lo olvidaría.

»Sospecho ahora, incómodo, que este ritmo vodevilesco no es quizá el más apropiado para contar lo que en definitiva me proponía contar; y fue que durante toda la semana siguiente, en Barcelona, no hubo forma de encontrar a mi cuñada: nunca paraba en casa, en la revista donde trabajaba no sabían nada, sus amigas no la veían. Finalmente, una noche, alguien la vio muy borracha en una taberna del barrio chino, en compañía poco recomendable, y se tomó la molestia de llamarme a casa.

»Media hora después la encuentro de bruces en un mostrador apestoso, en un estado físico que renuncio a describir aquí. Ahuyento a los moscones sin necesidad de emplearme a fondo —un par de chulos desnutridos y un viejo policía bluf— pero Mariana se niega a acompañarme a casa. Decido llamar por teléfono a Germán.

»—Mari lleva una semana bebiendo, está hundida.

»—Sé perfectamente cómo está.

»—Se está matando, Germán.

»Le suplico que venga inmediatamente. Su respuesta la habría previsto todo el mundo excepto un imbécil como yo:

»—Haré más que eso, creo que ya me toca. Me casaré con ella.

»—Una idea magnífica.

»—A propósito, tenemos que hablar de tu problema —dice fríamente, y después de una pausa mordaz, en medio de la cual imagino su fácil sonrisa, aquella impostura dental, añade—: Mejor dicho, no tenemos nada que hablar. ¿Me entiendes, cuñado? No por ahora.

»Yo guardo silencio unos segundos.

»—Ya.

»—Eso puede esperar. Ella no. ¿Estás de acuerdo?

»Otra pausa y añade:

»—Dejemos de lado la cuestión de si eres o no un depravado inofensivo y soñador, es un tema para tus menopáusicas admiradoras del Ateneo y del Salón Rosa. Pero desde luego no volveré a dejarte solo con Mariana… ¿No es eso lo que querías?

»—Ya.

»—Piénsalo y verás que nos conviene a todos. Voy por Mariana.

»—Está en el…

»—Sé muy bien dónde está. Hasta pronto, cuñado.

»En el transcurso de los años he llegado a convencerme de que Barrachina ya había decidido de todos modos casarse con ella, y desde mucho tiempo atrás. Lo hizo cuando la embarazó, y fue un buen marido y un celoso amante. Pero de todo eso hablaremos en el próximo capítulo».