17

Mariana consultaba libros de su tío en los estantes del pasillo, en el primer piso. Había redactado una nota bibliográfica con vistas al reportaje y la estaba completando con las fechas de publicación. Forest trabajaba en su cuarto con la puerta entornada.

Cuando terminó sus apuntes, Mariana quiso aprovechar la ocasión para espiar un rato los hábitos del escritor en su madriguera. No fue una experiencia muy estimulante. Le vio encorvado y como desvalido, en una inmovilidad senil junto al resplandor amarillo de la lámpara (¿por qué necesitaba luz de día?) releyendo una y otra vez el mismo texto, atisbando alguna grieta en un párrafo. De vez en cuando distendía la nuca leonina y los recios hombros, se hurgaba la oreja con el capuchón del bolígrafo o con la mano sonámbula se rascaba la entrepierna bajo los faldones abiertos del batín. En medio del silencio, algunos folios estrujados gemían y se movían en la rebosante papelera.

Ya había imaginado ella alguna vez aquel abrupto ritual del solitario, las subterráneas servidumbres del oficio (esa urgente anotación improvisada en el borde recortado de un periódico, olvidada luego en un bolsillo, reencontrada, descifrada, trasladada al bloc de notas en espera de destino para ser un día desechada y finalmente arrojada a la papelera), la súbita manera de levantarse del escritorio para ir, con un atosigamiento incongruente, a vaciar el cenicero en el tiesto de geranios del balcón, ponerse a limpiar con el pañuelo las gafas de sol que ahora no necesitaba, pasear por el cuarto golpeando el aire con la pipa apagada —haciéndose de pronto a un lado como si esquivara una presencia invisible— o rescatar el vaso de whisky olvidado en un estante para olvidarlo seguidamente en otro, o bien, como ahora, hurgar entre las colillas del tiesto y escoger cuidadosamente la más larga cuando, según observó Mariana, llevaba prendido en la oreja un cigarrillo sin encender.

Cuando se disponía a entrar, le vio sacar algo del bolsillo del batín y observarlo en la palma de la mano con ojos de maníaco. Lo dejó sobre la mesa y se sentó. Eran unas pastillas.

—Hola —dijo Mariana empujando la puerta—. Quisiera que le echaras un vistazo a esto, tío, a ver qué te parece… —Agitaba un folio mecanografiado en la mano. Al llegar a él se acodó en sus hombros y le quitó las gafas, jugando—. ¿Son para ver de cerca o de lejos?

—Para ambas cosas. Trae acá.

—Sé que no te gusta que suba, pero un pequeño descanso te irá bien. Tienes mala cara.

—No es para menos. —Señaló las pastillas—. Mira esto y explícate, a ver…

—Lo juro solemnemente, tío: no tengo nada que ver.

—La verdad, empiezan a sacarme de quicio tus bromas, tengo mucho trabajo…

Mariana se puso a patalear, impaciente:

—Ya está bien, oye, no jodas más. No entiendo nada. ¿Qué hay de raro en que aparezcan por ahí, en una casa donde no se ha hecho una limpieza a fondo desde hace años, cuatro medicinas de la tía? ¿Y por qué habría de ser una broma, qué gracia tendría eso?

Forest no contestó. Mariana se inclinó sobre él por la espalda, zalamera, rodeándole con los brazos desnudos.

—Estás cansado, tío. Te propongo una pausa y lees esto, ¿vale?

Recostado en el sillón de mimbre, sintiendo en la oreja el aliento silvestre de la muchacha, Forest cogió el papel que ella le tendía y leyó:

Publica en 1938 su primer volumen de relatos, Diario de un Junker. Reeditado en 1940 y en 1971, este libro, un testimonio objetivo y realista, significó una revelación para la crítica (actualmente su autor lo considera lo más deleznable de su producción). Las novelas cortas Espejo en el mar (1942) y Cartas del Alcázar (crónica imaginaria de unos hechos reales, 1943) revelan un progresivo decantamiento hacia la ficción. Obtuvieron éxito popular.

Rutas Imperiales fue escrito en 1941, pero no se publicó hasta 1948; se trata de ensayos histórico-filosóficos, aunque el autor gusta definirlos como «simples ejercicios de mala prosa poética».

Reivindicaciones de la Hispanidad, escrito en colaboración con José María Atienza y publicado unos años antes, ni siquiera se encuentra en la biblioteca personal del autor… Un libro de poemas (El fulgor y la espada, 1944), hoy completamente olvidado, y más libros de relatos: Nido de ametralladoras (1945), Pueblos redimidos (crónicas del Baix Penedés, 1939-49), Rosario de reencuentros (recuerdos y lecturas de la infancia, 1948) y la novela Mi casa en sus espejos (1954), posiblemente su obra más interesante y representativa, aunque no gustó ni a la crítica ni al público. Hasta aproximadamente 1958 publica regularmente en diarios y revistas especializadas extensos trabajos, dudosamente históricos, sobre la vida cotidiana en la España de la posguerra, convirtiéndose en el cronista oficial del régimen. Viaja con frecuencia a Hispanoamérica para dar conferencias. En 1964, en medio de la indiferencia general, aparece su último libro, Ficciones privadas (relatos), un repliegue a la fabulación más desaforada y febril. La crítica fue implacable con él.

—No está completo —dijo Forest—. Faltan España como deseo y Sumario de traiciones, publicadas en el 47.

—Pensé que te hacía un favor olvidando esas paridas.

—No necesito favores. Pero haz como quieras.

Más tarde coincidieron en la cocina, ella haciéndose un té y él rebuscando en la nevera. Había jamón dulce, y Mariana se ofreció a prepararle un bocadillo de pan con tomate. A regañadientes, su tío aceptó, y también una copa de rosado frío que se sirvió él mismo de una botella que le pasó Mariana. El cielo sobre el jardín era gris y compacto. Con sonrisa enigmática, Mariana anunció a su tío que estaba coleccionando una serie de curiosos rumores que circulaban por el pueblo a costa de él; el cabrón del farmacéutico, algunos viejos pescadores y la propia Tecla se los habían proporcionado.

Distraído, Forest tardó un poco en darse cuenta de qué le estaban hablando.

—… y deja ya de morderte las uñas, tío, porque no pienso contarte ninguno de esos chismes, por ahora —decía ella de espaldas, mientras salaba el pan ya untado—. Sólo te diré que afectan confusamente a tu juventud militante, a tu brillante matrimonio y a tu sufrida manera de ganar mucho dinero…

—¿De qué me estás hablando, sobrina?

—De tu pueblo.

—Ya estuve allí y no me interesa.

—Pues aunque no te guste, tendremos que recurrir a la chismografía. Además no te creo. Todos los escritores tenéis un gusto innoble y particular por todo tipo de chafarderías, no lo niegues.

—No lo niego.

—¿Y las que se refieren a ti no te interesan?

—Ya nadie se ocupa de mí, mujer, estoy lo que se dice pasado de moda.

—¿Cómo te explicas que persistan estos rumores después de tanto tiempo?

—En un país frustrado, la gente tiende a evocar cosas que no han sucedido.

Bebió un sorbo de vino, se atragantó, dejó la copa.

—Pues es curioso —dijo ella—. Algunos bulos parecen borradores o primeras versiones de lo que luego has escrito tú. Me gustaría dedicarle al tema una sesión completa, si no te importa. Toma.

Le daba el bocadillo, pero él ya salía de la cocina con las manos en la espalda, abstraído.

—Tío… Parece que vayas flipado, ¿qué te pasa? Coge esto.

—Oh, gracias. —Se paró a observar la leve hinchazón rosada del labio superior de su sobrina, un estigma pueril de la niñez que aún anidaba en la boca dura y grande. Vestigios de una conciencia sumergida le aconsejaban declinar la invitación—: No, no me interesa el tema ni lo que puedan decir de mí en el pueblo. Me tiene sin cuidado.

—Eh, que olvidas el vino.

—Me has puesto vinagre. Todo está patas arriba en esta casa.

Aguardó con impaciencia el atardecer para dar su paseo con Mao. Era a primeros de agosto, domingo, y aunque el cielo estaba completamente encapotado, la playa era un hormiguero, una barbarie de coches atascados en la arena y de familias alrededor de inestables mesitas plegables, chillones transistores, neveras portátiles, bronceadores cancerígenos y otras valiosas pertenencias. Bajo los toldos listados yacían oscuros cuerpos rebozados en arena y sigilosas aguas fecales. En la rompiente flotaba a la deriva, mecida por las olas, acurrucada, una gaviota herida o moribunda. La hostigaban con una caña dos niños medio epilépticos, comandados por su padre desde el volante de un coche que casi había introducido en el mar, el cretino de playa.

Al pasar por delante de la terraza de L’Espineta vio a Mariana con su pandilla noctámbula, pero no la saludó. Algunos pescadores jubilados, sentados en el muro bajo del paseo, siguieron con sus ojos de agua, en un lento movimiento circular que la costumbre o el tedio había lubricado de sarcasmo, las altas y fornidas espaldas del historiador alejándose al borde de la rompiente. Ya habían agotado hacía años los comentarios socarrones sobre el vecino ilustre; para ellos no era más que un remoto hijo del pueblo que se había marchado un día para ir a enriquecerse en algún oscuro repliegue de la historia oficial, hoy casi un forastero, un paseante solitario vestido pulcramente con una descolorida camisa caqui, el pañuelo de seda al cuello, las gafas negras y el bastón de fresno. Forest les ignoraba o simulaba hacerlo. Con los tapones de cera en los oídos, iba con una arrogancia tensa en la nuca felina, una despectiva elocuencia, como si caminara entre estatuas derribadas y símbolos rotos.

El extraño desconcierto de Mao, que no quería seguirle y le ladraba, algo en la luz pizarrosa que flotaba sin dirección y una voz atiplada de mujer llamando a una niña (un nombre delicuescente y obsesivo, este verano: Vanesa) para almorzar, le clavaron en seco sobre la arena antes de llegar al Sanatorio al comprender que aquello no era el atardecer, que tenía el reloj parado desde ayer, el ayer mismo y probablemente también el pulso. Serían apenas las tres de la tarde.

Y descubría ahora también, perplejo —repentinamente rota la extraña envoltura invernal de sus vivencias—, que en torno a él, el verano estaba en su apogeo.

Regresó a casa cabizbajo y aprensivo, con amagos de taquicardia y cojeando más allá de la propia estima, decidido a suspender los paseos hasta el otoño.