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Capítulo XXXVII

El 17 de octubre de 1948, jueves, me traslado en tren a Calafell, anticipándome a Sole y a los niños, con la intención de corregir sosegadamente las pruebas de Rosario de reencuentros (Madrid, 1948). El día anterior había regresado de una corta estancia en Buenos Aires, donde fui invitado a participar en un soporífero ciclo de conferencias sobre Hispanidad y Literatura (No comprendo cómo desaprovechas una ocasión tan buena para despolitizar tu actividad cultural, tío: la verdadera razón de que fueras volando a agravar con tu rollo aquel sopor hispanista y lelo era, hoy puedes decirlo, una dama uruguaya de finas prosas y caderas), y nada más llegar pasé por la oficina de la Delegación a despachar unos asuntos.

Mi estado de ánimo, por esas fechas, no puede ser peor. La famosa adhesión inquebrantable, cuyo recuerdo todavía hoy parece irritar a muchos, pendía de un hilo. En la oficina, Tey, más belicoso y empistolado que nunca, con una ensangrentada cruz de esparadrapo en la frente —le había rozado una bala: andaba colaborando con sus amigos policías, por el placer del peligro, en arriesgadas misiones contra la oleada de atracos a bancos que asolaba la ciudad aquellos meses—, me advirtió que mi último libro tenía problemas con Censura. La gota que desbordaría el vaso fue una violenta discusión que sostuve por teléfono con el nuevo delegado de los servicios de Orientación Bibliográfica y con sus lacayos censores, que pretendían, efectivamente, eliminar dos capítulos enteros del libro.

Ocurre poco antes de mi partida a Calafell, mientras Soledad me prepara una maleta con ropa; me ha oído blasfemar y desbarrar por teléfono, y de pronto aparece en el umbral de la biblioteca, pálida, visiblemente contrariada, como si mis insultos fuesen para ella. Ha medido, por fin, la intensidad de mi desilusión y de mi rabia. Sin más preámbulos, le expongo la ya impostergable necesidad de dimitir y acabar de una vez con la comedia. «No hablas en serio, no harás tal cosa», dice en un susurro. «No te metas en eso». Al colgar el teléfono, después de mentar a la madre del nuevo delegado, casi lo rompo. Sole me dice: «Lo tenías decidido, estabas esperando una tontería como ésta, el simple error de un funcionario…». «¡No es un simple error! ¡Es la mierda que nos llega al cuello, ¿no te das cuenta?!».

Me sigue hasta el dormitorio, demudada, mirándome como a un desconocido. Habla de la sagrada memoria de su padre y de su hermano, de todo aquello que jamás debe ser profanado, y luego, despacio, empieza a insultarme en voz baja. No doy mi brazo a torcer. «Tómalo con calma, cariño, porque esta vez estoy decidido». Temiendo todavía por su salud, corto la discusión, agarro la maleta y la trinchera y salgo del piso con un portazo.

No iba errada al decir que me sirve de pretexto el exceso de celo de un funcionario corto de miras —días después, yo mismo resolvería la cuestión poniendo el grito en el cielo, es decir, hablando con Madrid—, pero en ese momento el asunto me deprime, confirmando funestos presagios y reavivando mis sofocadas ansias liberales. ¿Qué derecho tienen estos hijos de puta a enmendarme la plana, a mí, que por ellos he llegado a enmendar la historia contemporánea del país?

Y es dos horas después, en Calafell y en nuestro dormitorio, tras haberme cambiado y ya dispuesto a bajar a encender la chimenea, cuando una aturdida serie de casualidades (unas botas de montar de hombre sucias de barro junto a la cama, un crucigrama resuelto con dos tipos de letra, y unas diminutas estrellas de sangre en el borde de la bañera) me hunde en el estremecedor presentimiento de lo que habría de constituir la única infidelidad de Sole en casi treinta años de matrimonio.

Ahorraré al lector los triviales pormenores de una sospecha que poco después, con la ayuda casual e involuntaria de Tecla, vería confirmada. Se trata de un recuerdo embarazoso, quizá no tanto para mí —han pasado tantos años, hemos cometido tantos errores— como para sus protagonistas, hoy difuntos e indefensos. Pero he de referirme a ello porque de lo contrario no se entendería mi nueva claudicación.

Al día siguiente, después de una noche fatídica (encima, olvidé en Barcelona mis gafas y mi pipa favorita), llamo por teléfono a Soledad. La he sacado del baño. Su voz denota aún la decepción, el disgusto que le causé. Sí, está haciendo la maleta, pero no para venir a reunirse conmigo y pasar juntos el fin de semana con los niños y tal vez con Mariana. Nada de eso. Veo sus amplios camisones sobre la cama, su severa ropa interior, sus ligas estrictas… Alarmado, le exijo una explicación de lo sucedido en Calafell durante mi ausencia. Una pausa larga. «¿Podrás soportarlo?», dice finalmente con su voz resabiada y nasal, de señorita del Ensanche. Veo su albornoz entreabierto, los cortos y gruesos muslos chorreando agua. Entonces admite los hechos, para en seguida añadir fríamente, contra todo pronóstico, que lo mejor que podemos hacer es separarnos…

Yo no había previsto eso en absoluto. Veo su mano pequeña e hinchada frotando la pelvis con los faldones del albornoz, abriéndose de piernas, veo todas sus medicinas en el neceser malva abierto sobre la cama… Pues sí, ya que lo preguntas, hay otro hombre en su vida, sí, está o cree estar enamorada, no señor, no ocurrió durante ningún fin de semana premeditado, qué poco me conoces, Luys, una sola vez y fue un «día corriente de entre semana», qué importa si le conoces o no, en todo caso no es por ese hombre que ella quiere dejarle, o no solamente por eso, cabezota, que toda la culpa es de él, que ella nunca necesitó a otro hombre hasta que él empezó a cambiar, a alejarse de ella y de todo lo que les había unido y por lo que tanto habían luchado, cómo se puede traicionar así un ideal y una vida y un amor (Lenguaje de telenovela, tío, ojo), así que ahora ya lo sabía todo…

Le pido que deje de llorar y que reflexione, que piense en los niños y en su madre, le ordeno venir inmediatamente para discutir el asunto con calma, pero me cuelga sin responder.

Por la tarde se presenta con los niños y una respuesta muy meditada, que me expondrá sentada en una silla frente al fuego y cogiéndose una rodilla con las manos; la contemplación del pánfilo movimiento de sus dedos regordetes al entrecruzarse me producía siempre, aún no sé por qué, sequedad en la nariz. Pero es la idea de que pueda abandonarme lo que me obsesiona y me asusta. Resumo la interminable conversación, con su tanda de mutuos reproches —pero también de imprevistos y solícitos intermedios: yo le recuerdo su píldora de las ocho y le traigo un vaso de agua, ella me ha traído las gafas olvidadas en casa—, para no fatigar: Soledad se aviene a que todo siga igual que antes, renunciando a ese hombre, a cambio de que yo no vuelva a ofenderla con esa idea insufrible de renunciar a nuestras esencias.

Hoy sé que difícilmente puede justificarse una decisión motivada por avatares tan domésticos, tan contradictorios incluso, pero lo cierto es que acepté. Mi afecto por Soledad era el único perfume, la única flor en el vasto páramo de mi vida emocional. No soportaba la idea de perder a mi mujer. (Creo que esta última frase deberías suprimirla, tío, es francamente desvergonzada).

En cuanto al adulterio, considero que no se ofende a la memoria de los difuntos revelando excesos de amor, pero tampoco creo necesario ser más explícito respecto a ese «día de entre semana», que por cierto siempre imaginé gris y enfangado, bronco, probablemente barrido por el mistral…

—Tampoco a mí me convence, Mao —dijo Forest recostando la fatigada espalda en el sillón—. Y lo que es peor: no me divierte nada.

Una rauda avispa entró en el balcón abierto, dibujó una espiral ascendente sobre su cabeza, cruzó el cuarto planeando y salió al pasillo, perseguida por el perro.

Mientras con una mano se subía las gafas a la frente, Forest arrancó el folio de la Underwood y lo dejó a un lado, trazó un círculo rojo en torno a un párrafo, puso otro folio en la máquina, ajustó el rodillo y esperó. Al encender un cigarrillo, sus ojos de plomo descubrieron otro recién encendido en el cenicero: humeaba tranquilamente, incólume y ajeno. Sintió crecer en el pecho la doble ola de un acceso de tos.

Sonriendo por debajo de la nariz, tuvo que admitirse a sí mismo que no era verdad que no quisiera ser más explícito en todo lo referente al fantasmal adulterio: ciertos inconfesables deseos se habían ya convertido en imágenes roqueñas de la memoria expoliadora (y locamente juguetona, por una vez: gateando desnuda en la cama, enhiesto el culo de porcelana y con la boina roja encasquetada hasta las cejas, Soledad Monteys jadea cantando Montañas nevadas mientras remonta unas peludas piernas masculinas), pero en el severo marco de una autobiografía no cabían esos recreativos sueños de revancha conyugal…

Después de trabajar intensamente toda la mañana en el nuevo injerto, lo único que Forest tenía ante sí era un montón de chatarra retórica. La coartada moral, poco convincente aún, yacía sepultada en el denso encofrado teórico destinado a sostener todo el edificio narrativo, que se había derrumbado. Paradójicamente, en medio de las ruinas se alzaba, intacta y obsesiva, la imagen de Soledad Monteys sentada en la mecedora negra bajo el almendro florido, una soleada mañana de invierno, poco antes del adulterio apócrifo, en el instante en que vuelve la cabeza y sonríe a José María Tey, parado ante su caballete y azotando con el pincel sus botas altas de montar sucias de barro: destellos de una antigua y sumergida memoria que ahora regurgitaba gestos y voces de aquel día, la proximidad del mistral y un desconcierto en el jardín, un extravío de los senderos semiborrados en el césped y el rosal deshojado… Hablo de cosas que nadie recuerda ni podría desmentir. Hace muchos años, en mi niñez, estos senderos estaban cubiertos de arena y en ellos yo trazaba arabescos.

Maquillando retrospectivamente esos gestos y voces regurgitadas, decidió que el amante sin rostro podía y debía tener un rostro —naturalmente difunto— y ese rostro sería el de Tey. ¿Acaso Sole y él no habían sido novios antes de la guerra? Un detallito sin importancia, pero que hacía la cosa endiabladamente verosímil.

Por cierto, tenía repletos los archivos de la memoria visual con imágenes de la pareja en esta casa y podía utilizarlas impunemente a modo de premoniciones, estratégicamente agazapadas en el texto, por ejemplo sus largas caminatas por la playa al atardecer cogidos del brazo, sus imprevistas excursiones a las colinas próximas en busca de espárragos, sus paseos a caballo hasta Bellvei o L’Arboç por el viejo camino de la Cubertera, entonces sin asfaltar (¡las botas enfangadas!) o las veladas invernales al calor del hogar haciéndose semiconfidencias, intercambiando patatas asadas y un sentimental hormigueo del tiempo en las miradas, rescoldos de aquel noviazgo que la guerra convirtió en cenizas. Recordaba haber visto alguna vez sus cabezas muy juntas sobre la carpeta de Chema con patrones para bordados, su mano en la nuca de ella, verificando quizá una seda caliente… Y les veía, sobre todo, sentados al borde de la cama y vestidos de azul, llegados de alguna recepción oficial, una noche de un 18 de julio en que ella hizo subir a Tey al dormitorio para mostrarle la suntuosa colcha de ganchillo hecha por alguna de sus muchachas, y proponerle —le gustaban esos juegos— que adivinara el diseño con los ojos cerrados, mediante el tacto; veía los dedos de la mano grande y morena avanzando cautelosos sobre la colcha, reconociendo la exultante trama de hilo (estrellas, flechas y rosas) hasta tropezar, de pronto, con las robustas rodillas de Soledad, que asomaban, súbitamente encendidas, bajo la falda plisada…

Aunque el mórbido conjunto estaba fraudulentamente manipulado, las partes que lo componían eran reales. Sin embargo, el atrevido visitador del pasado se paró en el umbral conteniendo las ganas de entrar y una risita sardónica: habría dado cualquier cosa por alumbrar algún desenfreno sobre aquella cama, otorgando al improvisado amante ciertas prerrogativas con las que él soñó alguna vez liberar un reprimido pus marital, oscuramente vengativo (por ejemplo una impetuosa penetración trasera de Sole Monteys, con el aliciente insustituible de la boina roja y gran revuelo de faldas azules, insignias y bordados, para luego obligarla a un ejercicio de succión bucal, también con boina, estimulando una erección inquebrantable), pero de nuevo ahuyentó a los traviesos duendecillos privados y se aplicó en la invención del cuadro.

Porque la prueba irrefutable del adulterio sería un cuadro al óleo representando a Soledad en el jardín. Tey lo habría pintado aquel mismo día, suspendiendo el trabajo poco antes —a juzgar por la incontenible explosión de tonos ardientes— de consumar el incidente, y dejando después el cuadro sin terminar. Excitaban siempre a Forest estas combinaciones secretas y, al cabo, compensatorias: en algún enmohecido bolsillo de la memoria, tintineaban de pronto las llaves de la lógica. Por ejemplo, la cruz de esparadrapo que él había visto el día anterior en la frente de Tey, acabaría por revelar (según se le haría saber más adelante al indefenso lector) la cita secreta con Sole en la casa de Calafell: no habría sido la bala perdida de ningún atracador anarco-sindicalista la causante de aquella herida, sino la alcachofa de la ducha de esta casa y precisamente aquel «día entre semana»; vieja y mal enroscada, decidió Forest, se habría desprendido con la presión del agua, golpeando la todavía ardorosa frente del amante, y eso explicaría las estrellitas de sangre en el borde de la bañera que Tecla no acertaría a limpiar del todo y que él habría de descubrir…

Mediante un cóctel de intuiciones parecido a éste, surgió la idea del cuadro. Lo había concebido, en un principio, como simple elemento narrativo destinado a reforzar el clima y la verosimilitud de la intriga, pero al describirlo no resistió la tentación de usarlo como vehículo de escarnio: siempre le había fastidiado la pomposa pintura de Tey.

Imaginó un vómito de enloquecidos verdes y ocres en una perspectiva imposible del jardín, como si el pintor hubiese emplazado el caballete en el cuarto de invitados, el que ahora ocupaba Mariana, y cuya ventana ofrecía un marco natural y romántico de rojas buganvillas. Ese emplazamiento ideal impedía la visión del fondo del jardín, con la tapia encalada y la hiedra, los lirios azules y los geranios, y sin embargo, según era habitual y exasperante en Tey, esos ornamentos estaban en el cuadro, en un plano convencional y nítido, relamido, más allá del almendro en flor bajo el cual, sentida en la mecedora y junto al neceser malva de las medicinas, Soledad tejía una bufanda azulgrana.

Forest prevenía al lector del dudoso placer de contemplar en este cuadro algunas auténticas hojas de buganvilla (recordó que Tey, hacia esa época, empezó a practicar irritantes formas de camelo, entre ellas la de pegar hojitas de verdad en medio de la hojarasca ficticia, aleccionado sin duda por un conocido crítico de arte, un solemne majadero) así como fibras de lana, miel de abeja, colillas y otras bobaliconas muestras de su escaso talento, incapaz de reflejar la verdad y la vida.

Sin embargo, tal vez para atenuar un poco la severidad de ese criterio, y al mismo tiempo para reforzar su propia teoría, no escatimó elogios al describir el almendro —que cobijaba a la falsa adúltera con su auténtica labor de ganchillo— pintado con el vigor de la humildad, y cuyas ramas profusamente floridas, una explosión ingenua de nata y fresa, conseguían, por alguna extraña razón, ser lo más verosímil del cuadro.

Media hora después, el memorialista coctelero bajó con una cerveza y salió al jardín silbando una alegre tonadilla. Se sentía satisfecho. Desde la ventana del cuarto de Mariana le llegó el trajín elocuente de Tecla, su escoba golpeando muebles. Era poco más del mediodía y el sol caía a plomo. Sobre el césped mojado, junto a la toalla de su sobrina, la manga de riego se retorcía como una serpiente, echando por la boca un hilo de agua. Forest fue a cerrar del todo la llave de paso y luego se paró bajo el almendro, la mano apoyada en el tronco. Intentando verlo como si fuera entonces, estuvo mirando la tapia donde el espectro de la hiedra tejía su tiempo antiguo, la rinconada de lirios azules y pútridos, que sobrevivían también ellos a los claros días, la cuerda deshilachada del viejo columpio colgando del pino y el botecito que agonizaba en la hierba… Alguna vez, casi cincuenta años atrás, la mirada azul de su padre debió enternecerse al pintar para él ese bote, para que fuese a costear y a pescar en los remotos domingos en calma… Una hoja de radiante verde, bastante rápida, cayó del almendro ante los ojos de Forest. Y de pronto su mano dejó de sentir la rugosidad caliente del tronco, tuvo la sensación de apoyarse en el vacío.

En aquel paisaje ideal, algo no encajaba, algo no estaba en su sitio. Alzó los ojos y vio sobre él las tupidas ramas verdes, y cayó entonces en la cuenta. ¡Qué tontería!: los almendros no florecen en octubre, sino en febrero, de modo que el esplendoroso y artístico estallido de luz que tan benévolamente había otorgado al cuadro de Tey, supuestamente pintado a primeros de octubre del 48, era un error garrafal.

Dispuesto a respetar, cuando menos, las leyes de la naturaleza, pensó en subir al estudio y rectificar la fecha o la descripción del almendro; pero luego, sonriendo irónicamente, optó por dejarlo como estaba. ¿Acaso el estilo intemporal y romántico del pobre Chema no fue siempre el de pintar las cosas no como son, sino como a uno le gustaría que fuesen?

En ese momento, al volverse, vio al perro que salía de la casa y trotaba hacia él con una nueva presa en los dientes. Se paró a unos cinco metros, escondió el rabo y le miró con sus mohínos ojos amarillos. Antes de llegar hasta él y quitarle aquello de la boca, Forest ya había captado la condición nociva, el pálpito de la amenaza. Era una rosada cajita de cartón, desvencijada y salpicada de ancestrales cagadas de mosca, con el rótulo Digitoxina en letras verdes. Contenía 40 píldoras de 0,1 mg. Mostraba también, en deslucidos caracteres que habían sido rojos, el nombre de una farmacia de Barcelona y la fecha, 7-10-48.

Su apariencia insignificante le confundió aún más que el hallazgo en sí; la misteriosa dilatación de los ámbitos del pasado, esa floración furtiva de la memoria —incluso cuando, como en este caso, era una memoria a la inversa: ¿serían otra vez específicos que tomaba su padre poco antes de morir?— había aumentado en su conciencia el tamaño y avivado los colores de aquellas pildoras diminutas, endurecidas y negruzcas, que ahora sostenía, atónito, en la palma de la mano.