15

—Bueno, ¿qué tenemos de emocionante para esta noche?

—Pregunta.

—Me gustaría conocer algunos detalles a propósito de relaciones extraconyugales. Adulterios, abortos, blenorragias, posturas preferidas en la cama… Tío, si has de poner esa cara de ganso cada vez que hago una pregunta ingenua, y, después de todo, halagadora, dada la escasa fama de tu picha, lo dejamos.

Con la mente todavía embotada, miope y medio sordo, Forest se sentó en la cama con aire resignado.

—No perderé el tiempo —dijo— exponiendo los pormenores de una actividad que considero aburrida, y en la que nunca pretendí brillar de manera especial.

—¿Es verdad que la tía te abandonó porque en veinticinco años de matrimonio sólo se corrió contigo tres veces?

—Lo considero más que suficiente. ¿No podrías parar esta música aberrante?

Era una versión moderna y esquizofrénica de un dulce clásico sacrificado, electrocutado, irreconocible. Mariana terminó de liar y ensalivar el pitillo con la mezcla, pulsó el magnetófono, quitó la cassette y puso la cinta para grabar. Su tío oyó un carraspeo en la sombra y un chirrido de arena bajo un zapato.

Un joven alto, de lacios cabellos grasientos y grandes manos dormidas, se desenroscó como una serpiente en el rincón más oscuro del cuarto, cogió una camisa rosa y se deslizó hacia el jardín por la galería.

—Lo siento —dijo Forest—. Podías haber avisado.

—Pensé que dormía. Se tomó un valium, tuvo un mal viaje.

—No me gusta que les hagas entrar y salir por la puerta trasera…

—Es que éste deja siempre la moto en el jardín. —Acomodó la almohada en su espalda y añadió—: Bueno, qué me cuentas. ¿Terminaste por hoy con tu melindroso descargo de conciencia, arriba en tu guarida?

—Lo malo de los jóvenes —suspiró su tío— es que no sabéis perdonar. Servía a la causa que creía justa con las armas, eso fue todo. ¿Tienes un cigarrillo normal?

—Con las armas y con la pluma, tío. No sólo disparaste contra la libertad, también la enterraste en versos y novelas, pesadísimas por cierto. Llevas prendido en la oreja un cigarrillo sin encender y otro en los dedos, o sea que estás tú bien hoy, vaya…

Entre la tupida maraña de pecas y pelo rizado, sus ojos brillaban. Forest admiró una vez más la extraña seriedad del mentón y la potestad de los pómulos hinchados, consonantes con los senos divergentes que tensaban la camiseta-telaraña.

—Me comes el coco, tío —añadió ella riéndose—. ¿Qué hacemos…? ¿Quieres que te sirva una copa antes de empezar, o quieres hablar, o sólo mirarme, o prefieres por fin que te haga una paja?

Su risa bronquítica acabó en tos. Aparentando indiferencia, Forest se levantó para servirse un trago. Desde la mesa dijo, sin volverse:

—Déjame ver tus quemaduras.

—Estoy curada. ¿Has trabajado mucho hoy? Dios sabe con qué tenebrosas ideas de venganza escribes tu vida. Me das miedo, pobre unidad de destino.

—Querida niña de lengua viperina, a mí sólo me interesa evocar la juventud perdida…

—Eres un cínico. Y a propósito de tu juventud. Tu amigo el farmacéutico, tu compinche en viejas alcaldadas y denuncias, no quiere venderme más anfetaminas. ¿Por qué no le hablas y le metes en cintura?

—Lo haré.

Se oyó el estruendo de la moto al fondo del jardín, saliendo a la calle por la puerta trasera. Mariana dijo:

—Estarás contento. Me has dejado con las ganas…

—Droga, ruido y sexo —entonó Forest—. No consigo ver en esa trinidad moderna más que tristeza y aburrimiento. En fin, me iré para que vuelva tu amigo.

—No. Siéntate. ¿De verdad no te gustaría hoy hablar de tu vida sentimental? Se dice que nunca has tenido amantes.

—Nunca —bostezó él—. Pero sentimientos sí.

—¿No cuentas en tus memorias ninguna infidelidad o pasión tormentosa?

—Prácticamente ninguna… Son vivencias marginales, que no aportarían nada al libro porque miran hacia otro lado, que diría Stevenson. Además, apenas me acuerdo.

—Voy a hacerte una confesión —susurró Mariana inclinándose sobre su hombro—. No hace muchos años, yo aún creía que había cantidad de mujeres hermosas en tu vida. Entonces yo era muy romántica, tío, y me gustaba soñar que tú eras un sifilítico y que debido a eso, cuando se presentara la ocasión, sólo podrías metérmela entre las piernas pero te corrías igual y luego dulcemente te dormías en mis brazos y había un intenso olor venéreo que me envolvía y me hacía muy muy feliz…

—Caray, un sueño bien candoroso.

—No te hagas el listo, va, las cosas como sean…

—Las cosas no son como son, sobrina, sino como se recuerdan.

—Eso lo dijo Valle-Inclán.

—¿Seguro? También pudo haberlo dicho De Gaulle.

—Vaya corte. Hay que ver cómo os expresáis los antiguos, qué labia. Y hablando de eso, de la cocina del escritor y sus guisotes lingüísticos… Esta semana he estado leyendo uno de tus viejos libracos testimoniales sobre la guerra, y en una de las crónicas, todas triunfalistas y falsas, claro, hay una imagen bellísima que vuelve una y otra vez a lo largo del relato: la imagen de un paracaidista que flota en la noche, un piloto acribillado con su paracaídas y colgado en las ramas de un pino, perdido en la sierra. Describes su lenta agonía, solo, desangrándose, ¿recuerdas?, y dices que, antes de morir, al sentirse columpiado como cuando era niño, tiene de pronto la sensación de haber estado allí alguna otra vez, de haber habitado aquel ámbito de silencio. Luego esta visión se le aparece al narrador muchas veces, incluso en la paz del hogar, en alguna recepción oficial y en manifestaciones populares de adhesión. Nunca volverás a escribir nada mejor, tío…

—Es muy posible.

—Sin embargo, es mentira. Sí, señor, es un camelo. Porque en vuestra dichosa guerra no combatieron fuerzas paracaidistas, y tú lo sabes.

—Conforme. Es la única imagen no real en todo el libro.

—La pregunta es: ¿utilizas en tus memorias un artilugio parecido?

—Ya te lo dije. La furgoneta que me persigue bajo la lluvia, que me atropelló en el 48 y que años después acabó con Tey por error… Bueno, en realidad al pobre Chema lo pilló un humilde seiscientos.

—¿Y por qué haces esto? ¿Qué sentido tiene?

—Una licencia poética.

—Ya. ¿Hay otras chorraditas poéticas en las memorias?

Forest se levantó y empezó a pasear, excitado por algo.

—Te habrás dado cuenta —dijo— que esta pequeña falacia sostiene retrospectivamente la otra, la que me permite enmascarar una vivencia real que hoy quisiera olvidar: la causa de mi cojera. Fue, efectivamente, una heroica herida de guerra. Pero yo prefería que fuese por atropello: tengo derecho a rectificar mi vida.

—¡Pues claro! —palmeó Mariana—. ¿Cómo no se me ocurrió antes? Primero quisiste camuflar la cosa con una tonta caída en las letrinas, y luego con la furgoneta asesina. Ajá —sentada sobre sus piernas cruzadas, saltaba en la cama, divertida—. Eso quiere decir que nadie te persiguió nunca, que nadie te apuntó jamás con una escopeta de caza, que nadie entre los tuyos te odiaba por… supuestas disidencias que hoy te beneficiarían.

—No vayas tan lejos. No deseo justificarme. Sólo escribir bien.

—Diabólico, el memorialista.

Se tapó la cabeza con la sábana, riendo. Forest, que ahora volvía junto a ella, se paró un instante para frotarse la pierna herida y cambió luego el paso y el ritmo como si le atenazara un dolor, acentuando la cojera (una desinteresada actuación, en realidad, puro amor al arte, dado que ni su sobrina ni nadie podía verle en aquel momento) hasta alcanzar el borde de la cama y sentarse de nuevo.

—Espero que sepas respetar mi pequeño secreto, en tu entrevista.

—Bueno. Pasemos a otra cosa —dijo Mariana apartando la sábana—. Hablemos del fanfarrón de Tey, como pintor y como ex novio de la tía… ¿Nunca tuviste celos? ¿Venía mucho por esta casa?

—Precisamente, rastreando en mi diario he descubierto que los veranos que Chema pasó aquí son más de los que pensaba. Cuando mi madre y mi hermana Rosa, ya casada, se fueron a vivir a L’Arboç, tuve la casa cerrada un año. Ya entonces Tey me pedía la llave y venía a pintar los fines de semana. A veces venía con tu madre, cuando sus relaciones aún eran estables. Ayudó mucho a Sole cuando ella decidió reformar la casa, y después se convirtió en un invitado frecuente. Solía pintar sus dramáticas marinas en el jardín, nunca en la playa, sólo una vez pintó este mar y tampoco era este mar… Cuando no pintaba, diseñaba patrones para bordados que luego regalaba a Sole para sus hacendosas chicas de la S. F., o redactaba jugadas de ajedrez para un semanario o un diario, no me acuerdo.

—El retrato que te hizo en 1945, y que está en casa de mamá, no es bueno, pero tiene una rara cualidad: cada día que pasa te pareces más a él.

Forest se removió incómodo, agitando el contenido del vaso. Un rayo de luz que provenía del farol del jardín encendía la roja buganvilla de la ventana.

—Es un cuadro malísimo, insufrible. Ahí —Forest señaló la pared— estuvo colgado durante años un horrible retrato de tu madre.

—Lo encontré tirado en el cobertizo.

—Mi buen amigo era un pintor detestable, un farsante. Le veo todavía ahí fuera, bajo aquel pino, con botas altas y espuelas, perfilando en la tela la mecedora negra donde se sentaba tu madre… ¿O era Soledad? —Se esforzó en configurar algo que de pronto intuía esencial, era en el jardín, voces y gestos como en el agua, imágenes que apenas ya si tenían color dentro de la pecera de la memoria—. Sí, era un día que Tey acababa de llegar de un paseo a caballo con tu madre, pero era a Soledad a quien pintaba… Eso creo. Fue antes o después de mi viaje a Buenos Aires.

—Esto se está poniendo demasiado técnico, tío. Aclárate. ¿Quieres un porro? Te ayudará a recordar.

Mostraba una repentina flojera en el cuello y los párpados rendidos. Forest se levantó, en parte por esquivar el humo perfumado con que ella le envolvía ahora.

—Lo dejaremos para mañana, hija.

Mariana daba cabezadas. Todavía dijo:

—Por cierto, no hemos vuelto a hablar de tu crisis de conciencia, de tu renuncia siempre aplazada… ¿Cuándo lo intentaste de nuevo…?

Forest ordenaba los folios sobre la mesa. Al volverse, ella ya estaba dormida. Tenía la cabeza caída sobre el hombro y el pitillo humeaba entre sus dedos, en el regazo. Forest se lo quitó con sumo cuidado, lo aplastó en el cenicero, apagó la luz de la mesilla y salió del cuarto.