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Chema con su capa negra y botas de montar, frente al caballete emplazado bajo los pinos, pintando la parte trasera de la casa. Otoño del 46. En la tela se distingue el viejo eucalipto, un banco de pino y el lavadero (que desapareció al construirse la galería), lo que constituye, en la onírica paleta de Tey, una rara concesión al realismo. Solía pintar, en este jardín, árboles que no estaban en este jardín, preferentemente abetos, sauces llorones y palmeras.

Ese es el único cuadro de Tey que conservo, colgado en mi estudio de Barcelona. En él se representa el portal abierto de la casa de Calafell y toda la planta baja invadida por la arena hasta el fondo, formando suaves dunas sembradas de estrellas de mar, conchas y viscosas algas peinadas por la marea. Visión fantástica de casa de pescadores penetrada por el mar, como una prolongación desolada del mar (con aciertos notables, como las pértigas y viejos timones inservibles que emergen parcialmente de la arena como restos de una memoria naufragada), esa curiosa pintura es fruto de un sueño o de una nostalgia; recuerdo una conversación con Tey acerca de cómo fueron o podían haber sido estas casas en tiempo de mi abuelo, cuando la arena llegaba hasta los porches.

Soledad y Chema montando a caballo con la Giralda de L’Arboç al fondo, en una de sus excursiones a ese pueblo para visitar a mi hermana y a mi cuñado. Obsérvese la voluntad de estilo del jinete en su blanca montura, la erizada solemnidad de los hombros, los guantes negros y las solapas alzadas de la cazadora.

Capítulo XXIV

Ahora es, me aseguran, guardaespaldas de un jerarca local. Nunca le veo: hablo de oídas. El peso de su vida y de su afán secreto ya no lo sostiene ninguna imagen fundamental. Cuando la fantasmada celeste de sus jefes con sus pendones y luceros empezaba a pudrirse en inútiles oficinas y recepciones, él casi había terminado de pudrirse al sol, en la calle, en las tabernas y en los burdeles. Él nos anticipó la decadencia física y moral que en este 1976 agobia el Edén Azul. ¿Por qué le tocó vivir tanta ignominia? Así se templó aquel espíritu insensato.

Los ultrajes del tiempo, la combustión del espeso Veterano, los ideales sanguíneos, la detestable pintura, las reinventadas anécdotas, el bulto en el bolsillo del pantalón, el abusivo jaque mate, los muslos insomnes de una gitana y el abandono del tenebroso fijapelo (Te prevengo, tío: con esta manía de lanzarte cada dos por tres en busca del ruido y la furia, acabarás de morros en el diccionario de sinónimos como un Gironella cualquiera) junto con un progresivo aplastamiento de la nariz, una enternecedora desfachatez de púgil —una expresión insólita en él— alteraron finalmente su atractivo y su particular manera de explotarlo, y, en consecuencia, su círculo de amistades.

En el apogeo de su vida aventurera, José María Tey frecuenta un bar de policías de la calle Mallorca, juega excelentemente al ajedrez, redacta una sección de crucigramas en un periódico local y publica un curioso librito sobre los Castellers del Penedés, interesante pero de lenguaje inadecuado —esos castillos humanos, que él admiraba tanto, no se hacen ni se deshacen, sino que se cargan y se descargan—. Tenía, por lo demás, sobrado talento para muchas cosas; por ejemplo titulaba genialmente espectrales novelas góticas que nunca habría de escribir, y recuerdo ahora un título que revela una asombrosa perspicacia: Los horrores conyugales de Zaragoza.

En cuanto a su afición pictórica, desde el 59 no volvió a exponer.

Alguien le vio un día lluvioso en un autobús atestado: había enflaquecido, llevaba bajo el sobaco una mugrienta cartera de mano llena de recibos y lucía caspa y ceniza en las solapas. Es el veintitantos de marzo o abril, no recuerdo bien, del 69. A propósito de ese comentario alarmante, Soledad me sugiere localizarle y ver qué se puede hacer. No tendrá dinero ni recursos, ni amigos ni esperanzas. A través de la ventana, veo caer la lluvia sobre la Vía Augusta. En la esquina gira una furgoneta de reparto de cierto coñac, con las ruedas laterales sobre el bordillo y una sombra sin rostro en la cabina, la crispada mano girando el volante con un destello fugaz, quizá una sortija…

(Por una vez, sobrina, me anticipo a tus irritantes paréntesis. No estoy alardeando de una memoria total, ni siquiera de alguna facultad premonitoria: esta reiterada furgoneta fantasmal no es real —como tú ya habías sospechado, creo— sino inventada. Sólo existe en mi mente. Como es sabido, Tey murió realmente bajo las ruedas de un vehículo que se dio a la fuga en mi presencia, y que yo nunca había visto antes. Se trata pues —la tentación era fuerte— de un apaño retrospectivo de la verdad, una reforma simbólica o poética, a la que tengo perfecto derecho incluso en mi autobiografía. Puedes, si lo prefieres, tomarlo como una ironía privada del autor… ¿Qué otro sentido podría dársele al macabro detalle de que la carga de coñac y el rótulo que lo anuncia en los costados de la furgoneta que ha de aplastar a Tey correspondan a la marca Fundador? Je, je, je. Por supuesto, tira este paréntesis a la papelera al pasar el folio en limpio).

En ese momento, a José María Tey le quedan quince minutos de vida.

Me hago cargo de la curiosidad que hoy puede despertar un tipo como él. El mundo que le rodea se desintegra, pero no se da cuenta. En el transcurso de los diez últimos años, 1959-69, todas las noticias que me llegan lo confirman: ha propinado una soberana paliza a un joven cura en la escalinata de San José de la Montaña, después de oírle un sermón demasiado «rojo»; ha empuñado su vieja pistola de escuadrista en un ambulatorio del Seguro de Enfermedad, ante un médico que se negaba a recetarle penicilina para el hijo de una vieja prostituta amiga suya; ha zarandeado al director de un periódico que le había devuelto un artículo, le ha cogido de las solapas y le ha abofeteado en la Delegación de Prensa de las Ramblas, por lo que ha perdido definitivamente su empleo de censor. Etcétera.

Vive en la barriada de Gracia, en una ruinosa torre que perteneció a su familia, con una gitana, una mujer notable cuyo hijo mayor trabaja en una funeraria. ¿Tey confidente de la Brigada Social? Hay lagunas en el recuerdo, sueños intercalados, conciencia de nada. Lleva trajes de muertos y juega al ajedrez contra sí mismo, combinación insuperable para anular espejos y calendarios. Le han visto vagar por el barrio, mal afeitado y con reventados zapatos, recalando en las tabernas para cobrar las míseras antiguas cuotas del Auxilio Social, suscripciones ya no vigentes pero que algunos taberneros aún le liquidan, por lástima de él o quizá todavía por miedo.

Hoy cenaremos en casa, Soledad quiere verte, Chema, todo se arreglará ahora, nadie te ha olvidado y ella menos que nadie… ¿Dirías incluso eso: un amor indestructible el vuestro? Se sentía un poco febril y le obligué a ponerse mi abrigo gris. Todo sigue igual, camarada, prietas las filas.

Pero no volveremos a juntarnos los tres jamás, ni para cenar ni para nada. Ahora sólo hay una cosa que me obsesiona: ¿por qué no retrocedió conmigo, bajo la llovizna, cuando tiré de su brazo al ver el semáforo en rojo, en vez de quedarse en la calzada, solo? Mientras discute obcecado y furioso, no recuerdo sobre qué, no ve que me he parado en el bordillo. Decido saltar al arroyo y cruzarlo con él del brazo, instándole a correr. Ya la furgoneta ha arrancado desde la sombra —pero yo aún no la he visto— con su faro ciego y la mano lívida girando el volante con un golpe tardío, calculado. Le agarro del brazo, Chema que está rojo, grito (creo recordar, entre el chirrido de frenos, su voz desdeñosa mascullando: siempre lo está, coño), pero de un brusco tirón se suelta de mi mano y se me queda allí, en medio del asfalto mojado. Yo he tenido el tiempo justo de tirarme a un lado.

Por entre mis dedos crispados en la cara, durante una fracción de segundo, veo los ojos claros, aguardentosos, del conductor escrutando mi pasmo, mi desolación frente al cuerpo de Tey ya rebotado junto al bordillo, inerme y boca arriba, con las firmes solapas subidas de mi abrigo tapando aún las raídas solapas de su traje negro.

La furgoneta no se detuvo. Siempre he creído que el supuesto accidente me estaba destinado a mí.