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En la playa, con el bote que me regaló mi padre. Sus remos siguen batiendo en mi memoria. Pintado en la quilla puede leerse el nombre que le puse, Loto. Las borrosas figuras del fondo, bañándose, son los niños escrofulosos del Sanatorio Marítimo, que fue inaugurado por el rey Alfonso XIII en 1928.

Soledad en las dunas, más allá del Sanatorio, con sus chicas de los Coros y Danzas, un domingo del verano del 47. La primera de la izquierda, sentada en la arena, con la boina ladeada sobre la ceja, es Lali Vera. Al fondo, las casas de pescadores y mi paisaje entrañable (perdido ya) de barcas varadas.

Mi suegra Isabel, tía Marta y tío Enrique, los primos Ramón y Santiago, y Soledad y Mariana en la finca de los Monteys, en Gerona, durante las navidades de 1950. La foto la hizo el abogado Germán Barrachina. Hay otros industriosos miembros de la familia, de la rama de los Monteys afincada en Pamplona antes de la guerra. Mi suegra murió seis meses después.

Mi madre, mi hermana Rosa y Juan, su marido, en la puerta de nuestra casa de Calafell, poco antes de irse los tres a vivir a L’Arboç, el pueblo cercano donde mi cuñado acababa de ser nombrado (por mediación de José María Tey) secretario del Ayuntamiento. Mi padre había muerto tres meses antes, y en esta foto aún puede verse en el balcón, entre la mata de geranios, la silla baja donde solía sentarse en los últimos meses de su vida.

Con Soledad en la terraza del bar La Puñalada, año 40. Por esa época también solíamos frecuentar el Instituto Alemán a oír conferencias. Nos defendíamos, sin saberlo, de aquella mediocridad cultural que el régimen empezaba a estructurar y en la que se iba a apoyar tantos años.

José María Tey sentado en el jardín, bajo los pinos, con su chaqueta de terciopelo azul echada sobre los hombros, los cabellos engominados y el bulto de la pistola en el bolsillo del pantalón blanco —esa mezcla tan suya de refinamiento y violencia—, leyendo poemas a las hermanas Monteys, primavera o verano del año…

Capitulo XXIII

Veo otra vez sentado a la sombra del pino, en la silla de lona y con la mano descansando en el libro abierto, aquel hombre que irradiaba una lírica disposición al peligro, un trato nupcial con la muerte. Ojos de terciopelo, pesadas cejas como jirones de noche y cabellos peinados hacia atrás con una trama negra y densa, implacable. Suele llevar pétalos de rosa en los bolsillos, que extrae de vez en cuando y acaricia distraídamente con los dedos. Sobre el encabalgado muslo derecho, cerca de la cadera, la forma vaga de una pistola tensa el pantalón.

José María Tey hacia el final del verano del 47 (y de mi segunda versión de Rosario de reencuentros, donde ya le había convertido en el temible Capitán Carbó de mis aventuras infantiles) desde cuyos apagados ardores aún me contempla, belicoso y altanero, en mi presente emboscado. De todas las fotografías que conservo en las que aparece él, ésta es mi favorita. A pesar del atuendo sport, esmeradamente jovial e inmaculado —pantalón blanco de hilo, niky de toalla blanco y zapatos del mismo color—, a pesar de la mansedumbre elástica de sus flancos dejándose resbalar en la silla, y de la sumisa elegancia de sus largas piernas cruzadas, sobre sus hombros varados en la paz flota todavía un confuso aleteo de águilas, un complicado rumor de guerra.

Incluso en medio de las Monteys, y de otras flores de perfume tal vez menos exótico pero más intenso —como no tardaremos en comprobar—, su personalidad exuda un acre olor a cuero, una transpiración castrense y envarada (lo que el abogado Barrachina, que fue quien tomó la foto, solía definir como «el sudor de sus negros correajes»), mientras le guiña un ojo al columpio cuya dulce carga suspendida en el aire, una cabellera rubia flotante y un soberbio trasero enfundado en un bañador color cereza, no recoge la foto. Oigo todavía zumbar una abeja, la brisa en los pinos, el rítmico chirrido del columpio. A la derecha de la instantánea parpadean las hermanas Monteys, sentadas en el césped con sus vestidos estampados, Soledad haciendo con ganchillo —madeja rosa o celeste— una labor recatada, Mariana a punto de llorar y entreteniendo en el regazo al pequeño Rodrigo, de apenas un año. Sobre la mesa, botellas de champaña y de vino, copas, el porrón de mi padre… Yo acabo de abandonar la mecedora, estoy en cuclillas detrás de mi otro hijo, Xavier, de tres años, los ojos fijos en el siniestro bulto del pantalón de Chema (¿Estás seguro, tío, resabiado mirón? Las descripciones de escenas inmóviles resultan engañosas, estéticamente hablando) y el brazo extendido hacia el suelo, esta vez no para alcanzar el cestillo de la labor de Sole y dejarlo fuera del alcance del niño, atraído por las madejas de colores —sé que entre ellas está el tubo de Bellergal, un sedante que toma mi mujer y del que imprudentemente no se separa nunca— sino para frotármelo con el aceite bronceador, frivolidad que exaspera a Tey. A mi lado, de pie, el primo Ramón Monteys, ya muy enfermo, y su mujer, se cogen de la cintura apoyados en el respaldo del banco de madera y sonríen anhelantes al futuro, pero de perfil, como en una moneda desde la que escrutasen la nada que les aguarda, más allá del borde de la fotografía y de mi tosco pulgar que ahora la sostiene. Deliciosa pareja, feliz hasta la insensatez y la autodestrucción: todavía en este remoto fin de semana él cumple no sé qué misión superflua en alguna empresa familiar, todavía los Monteys protegen a sus cachorros, pero yo le había ya suplido como consejero delegado de la Sociedad y no tardaría en convertirse en subordinado mío, maltrecho por el asma y la ensoñación. Por cierto, mi no deseada pero creciente responsabilidad en los negocios de la familia, que me obligará poco después a renunciar a mi puesto en la delegación de Prensa y Propaganda, está agriando mis relaciones con José María Tey, ya algo tensas a raíz de su reciente ruptura con Mariana. Tey no ve con buenos ojos que yo acepte lo que él llama prebendas y enchufes, formas parasitarias de poder. Pero éste es un delicado asunto del que hablaré más adelante. (Ojo, que esto podría considerarse una astuta finta del narrador; ya hemos escurrido el bulto demasiadas veces, tío).

Chema y Mariana ya habían roto sus relaciones al encontrarse en esta foto. No abundan en mi diario las referencias a su noviazgo tempestuoso; con anterioridad a la ruptura, consignada a continuación del parte médico, ya tan frecuente en esa época (S en cama con fuerte recaída, cuando se va el practicante después de inyectarle el Novurit me anuncia aliviada que CH y M han roto por fin. Y debajo la fecha, 15 mayo 1947, es decir, unos tres meses antes de este fotográfico fin de semana en Calafell), sólo encuentro dos crispadas anotaciones que poseen algún interés. Una sobre la discusión que sostuve con él en abril del 45, a raíz de un aborto de mi cuñada que pudo tener funestas consecuencias, y otra referente a una cena que ella nos ofreció en su recién comprado chalet de Doctor Andreu —una deprimente reliquia que apestaba a Dama de Noche, según Tey— y que empezó con una escena lamentable por culpa de Chema al opinar intempestivamente que aquella torre parecía el nido de una fulana de lujo, burlándose de las ansias de independencia de Mariana. Todo empezó porque ella llevaba esa noche un pañuelo de seda rojo al cuello, y Chema se empeñó en averiguar quién se lo había regalado y ella en no decírselo… En cualquier caso vivieron allí una temporada juntos, lo cual no hizo sino precipitar el desenlace que todos temíamos y que sólo Mariana, enamorada hasta las cejas, se negaba a admitir. En la primavera siguiente, él planteó la ruptura definitiva, amistosa y razonada. Era el fin de seis largos años de incertidumbre. Mi cuñada lo aceptó aparentemente aliviada, pero de ese día arranca su inestabilidad emocional y física y su adhesión (que irónicamente ella llama inquebrantable) al Fundador.

Recuerdo la noche, un mes después de la ruptura, en que tuve que sacarla borracha de una recepción oficial donde actuaban las chicas de los Coros y Danzas comandadas por Sole, y en la que Tey ofició de maestro de ceremonias con tenebrosa complacencia: una de las bailarinas más atrayentes, precisamente Lali Vera, se torció el tobillo y Chema improvisó un excitante vendaje con el pañuelo rojo que Mariana llevaba al cuello y que él, muy desconsideradamente, le había arrebatado…

Son recodos de la memoria en los que me es grato detenerme. Sin embargo, aquí vienen bien algunas consideraciones sobre nuestro intrépido amigo.

(Apuntes sacados directamente de grabaciones, ref. C-15-3-75, que intercalo según tus aviesas instrucciones, tío. Su utilidad aquí me parece dudosa y su finalidad bastante innoble, tú verás lo que haces).

Pertenecía a una familia acomodada y liberal venida a menos ya antes de la República, y a la que él nunca se refería sin cierto melancólico desdén, como cuando uno evoca un devaneo amoroso de juventud no resuelto en el orgasmo. Vaya por delante mi admiración hacia este hombre que hizo casi toda la guerra en estado de gracia. Me consta la firmeza moral de sus convicciones, pero nunca aprobé su estilo. Cultivaba una apariencia inevitablemente romántica, es decir, fatalmente política en aquel momento, y que en cierta ocasión definí con una frase feliz que haría fortuna: eres, le dije, más que un señorito guapo y petulante, un lujo del sistema.

(Luys Forest parafraseando a Agustín de Foxá. No insistas, tío; a estas alturas, el lector ya sabe que estás dispuesto a todo —incluso a mentir— con tal de no aburrirle con tus memorias).

Sin embargo, no fue un vividor ni un aprovechado, precisamente en una época en que todo invitaba a serlo, sino más bien lo contrario: un buscavidas inepto, pero convencido, vocacional, militante, como si quisiera prolongar el sagrado cumplimiento de un deber del que otros ya estábamos desertando. No es que me pareciese víctima de la perversión romántica que necesariamente había de engendrar aquella ostentosa y blasonada escenografía de la victoria —eso lo veo hoy— ni que fuese un tonto soñador; poseía una mente bien amueblada, pero los muebles —severos, pesados, agobiantes— no eran confortables. Poseía sobre todo el don de la seducción, el aura y el verbo de los elegidos. Todos vivíamos excitados en esa época, pero él sabía transformar su excitación en un curioso ritmo natural. Sólo cuando en las solemnidades del régimen se vestía de gran señor de la guerra, erguido, juglaresco, envuelto en la ropilla filipina del uniforme negro (botas altas, correajes negros y guerrera ceñida), resultaba simbólico, intratable, remoto como un asteroide.

Pero volviendo a la foto, por lo menos dos personajes del grupo recordarían muy bien el momento en que fue tomada. Me refiero a Tey y a la veleidosa Lali Vera, la bailarina de estimulante nariz aguileña y cabellos de fuego que Soledad había prohijado desde que llegó a Barcelona con sus padres, emigrantes de un pueblecito de Granada. Excepto Sole, que por supuesto no lo habría aprobado, todos sabíamos que el abogado Barrachina salía con ella desde hacía meses.

El incidente ocurre de la manera más inesperada. Después que Tey ha cerrado el libro, del que acaba de leernos unos versos («Ciega el cristal de la memoria mía y acuna en tu regazo el tiempo herido para que duerma al fin, para que duerma») que en realidad van arteramente dedicados a Mariana, Germán Barrachina, más prosaico, se lanza a contar un par de anécdotas divertidas sobre el ex confidente Julio Muñoz y su boda espectacular con la señorita Villalonga —aquella boda que alguien definió como el gran «desafío» social de la época— y seguidamente Tey empieza a contar otro chisme por el estilo. Pero Mariana, que no ha prestado atención, se le anticipa pisándole la historia, quitándole literalmente la palabra de la boca. Tey se calla; sabe que la anécdota es muy buena y que Mariana va a contarla mal —como así fue—, y yo sé que esto le irrita sobremanera, sé que él viene cultivando la historieta desde hace años y que sabe superarse al contarla por enésima vez. Abstraído, burlón, se limita a constatar el fracaso de Mariana —que, advertida, se ha puesto nerviosa— y luego, por encima de nuestras compasivas y escasas risitas, le oímos improvisar una referencia grosera al coñac y a la lengua estropajosa, «una pésima combinación para una niña remilgada que ha escrito sobre arte floral en la lujosa revista Vértice», dice. Mariana abate la cabeza, humillada. Yo me contengo, frenado por la mirada de Sole, pero Germán Barrachina no lo hace, y hay una escena desagradable donde se cruzan malsonantes palabras. Es entonces cuando el primo Ramón, muy oportuno, le propone a Barrachina la célebre foto. (Rodilla en tierra pero con un pañuelo de por medio, supongo: mamá me ha hablado bastante del pulcro y dinámico abogado, mi papi).

Lali se descuelga del columpio y hace reír a Xavier con un par de volteretas en el suelo, recordándonos de pasada que su elástico bañador, tenso en las ingles y escaso en las nalgas, pertenece a la dueña de la casa, dos palmos más baja que ella.

—Lali, jolines, te me vas a llenar el pompis de cardenales —dice Sole en el más afectado estilo de señorita de la Sección Femenina, aunque en realidad es para romper la tensión.

La inconsciente granadina aparecerá en seguida con una botella de vino entre los muslos rosados, tirando del sacacorchos con ambas manos. Al querer ayudarla, Barrachina salpica de vino sus piernas. Entonces ella anuncia su deseo de tomar una ducha y se aleja hacia la casa arrastrando la toalla, meneando las caderas sobre la doble sonrisa de las corvas y sin haberse enterado de nada —etérea, salpicada de agujas de pino, de vino rojo y de rasguños, francamente adorable—. Tey, inesperadamente, se levanta y va tras ella. Nunca sabré con certeza si ya tenía algo que ver con esta muchacha antes de ese día —años después, ella me juraría que no, que sólo habían coqueteado un poco y que aquel hombre le daba miedo—, pero está claro que ahora sólo pretende servirse de ella para humillar a Barrachina, que le ha llamado matón y «pistolero con Rosales en el bolsillo». (Esperemos que el lector sepa apreciar la mala leche retrospectiva de este insulto extravagante, tío). En cualquier caso no voy a exponer los pormenores de la grotesca escena que iba a tener lugar en la galería —ni el furioso golpear de nudillos en la puerta del cuarto de baño, ni la risa nerviosa de Lali, probablemente con la toalla en los pechos el tiempo justo para salvar las apariencias, ni los pantalones de Tey mojados en los muslos cuando le vimos volver— sino solamente evocarle cruzando el jardín tras ella, escoltado por nuestras miradas, ese momento detenido en la memoria en que su mano, desenfadadamente, como por un mecanismo de simpatía meramente táctil, se posa en la vistosa ensilladura de la granadina, que da un respingo de asentimiento y complacencia. También ella, recuerdo ahora, había bebido lo suyo, pero el mérito fue todo de él.

Afortunadamente, Mary y Sole ya se habían refugiado en casa. ¿Ocurrió en verdad algo en el cuarto de baño? Cuando Tey vuelve al jardín, frotándose los cabellos con la toalla de Lali, descalzo y con los pantalones mojados, sólo quedamos los hombres. Barrachina, hurgando entre los geranios junto al cobertizo, está buscando dos bolas de la petanca que antes ha extraviado Lali.

—Si vigilaras un poco a esa niña —le dice Tey con sorna— no echarías de menos tus bolas.

Barrachina se abalanza sobre él. Intervengo con decisión y autoridad, y, una vez calmados, sirvo copas. Germán recupera en seguida —le importa un bledo la bailarina— aquella sólida simpatía equina, el empuje dental de su sonrisa, que precisamente a Tey le irrita casi tanto como sus corbatas rojas. Tey bromeó siempre con ese color —y con escaso ingenio, la verdad— y solía jugar a excitarse como el toro, despertando la bestia que llevaba dentro. En realidad, el pañuelo de seda rojo de Mariana, la corbata roja de Germán y el bañador cereza de Lali Vera no fueron otra cosa que premoniciones del semáforo en rojo y de la furgoneta de reparto de coñac que le aguardaba años después en una esquina de Vía Augusta, bajo la lluvia, con un faro ciego y los cristales de la cabina velados…

Pero es ahora que pienso en esto, entonces lo que se me planteó fue muy distinto: oímos un fuerte estampido y una perdigonada hizo añicos, delante de nuestras narices, las copas y botellas de la mesa. Aún veo a Chema sacando la pistola del bolsillo, diciendo: Me lo esperaba, ¿veis por qué la llevo siempre conmigo? Pero sólo yo alcancé a ver, asomando por la tapia del jardín, los dos negros cañones de una escopeta de caza y el amago de un rostro lívido, sin facciones, que se ocultó rápidamente.

Por supuesto, Tey creyó siempre que habían atentado contra él: algún loco que se la tenía jurada (al parecer, según luego sabríamos por Tecla, su intervención decisiva para enchufar a mi cuñado en la secretaría del Ayuntamiento de L’Arboç, había abocado a la desesperación a alguien). Pero fueron inútiles sus arrogantes pesquisas por todo el pueblo montado a caballo, sus airosas cabalgatas y sus insultos y amenazas. Nunca averiguaría la verdad. Aquel oscuro batir de alas o sombra lenta que yo veía planear siempre sobre sus hombros, esta vez me buscaba a mí…

(En fin, tío. Habría que limpiar la «baba» del texto, pero aun así creo sinceramente que el capítulo no tiene arreglo y merece la papelera).