11

Él, que fue siempre un escrupuloso amante del orden doméstico, del estricto lugar para cada cosa, sufría en silencio el creciente caos y el desbarajuste que día tras día se iba adueñando de la planta baja y del jardín. Dejando de lado la sorda batalla personal que venía librando con Tecla desde siempre (empeñada ella, con una diligencia implacable y puntual que resultaba un enigma, en colocar la mecedora paralela al diván y no oblicua, o el cesto de los periódicos en el hueco de la escalera y no junto a la butaca frente al hogar, etcétera), tenía ahora que habérselas con Mariana, una serpiente silenciosa que iba dejando jirones de su piel por toda la casa: collares de abalorios y de semillas, ceniceros repletos de hierbas ritualmente quemadas, cassettes, libros, revistas, folios arrugados, camisetas y bragas alteraban gravemente —con la interesada ayuda de Mao, a veces— el doméstico sistema de referencias: no sólo ya nada suyo empezaba a estar en su mejor sitio, sino que no había sitio peor para nada suyo. Sus queridos bastones, por ejemplo, desaparecían de pronto para reaparecer días después entre la alta hierba del jardín, con rasguños y cicatrices de quién sabe qué aventuras, o colgados en la rama de un árbol, en el fondo de la bañera o en la cama de su sobrina.

Esta tarde, cuando se disponía a salir de paseo, no encontró en su sitio el bastón de fresno ni Mao le esperaba, como solía hacer antes, meneando el rabo, junto a la puerta. Pensó con amargura que también el fiel amigo colaboraba en la expansión de aquel desorden, cegado por pálidos espejismos y espoleado siempre por la memoria genética: su amo le había visto enterrar en el jardín objetos indefinibles, acechar moscas y mariposas en la misma actitud inteligente y estatuaria —la pata delantera en alto, tenso el largo cuello, enhiestas las orejas— con que acecharía a un conejo, o correr por la playa tras una hoja de diario empujada por el viento…

Al dirigirse al cuarto de Mariana en busca del bastón, vio el televisor encendido, pero sin voz. A menudo expandía por toda la casa algún aberrante programa musical, de los que a ella le gustaban, pero eso tampoco significaba que ella estuviera en casa: olvidaba casi siempre apagar el aparato.

Ovillado en la cabecera de la cama, el traidor agachó las orejas mirándole con recelo. Sobre el magnetófono, en la almohada, había una nota escrita a máquina: Tócame, por favor. Al inclinarse sobre el aparato, su nariz captó de nuevo el olor dulzón y corrupto, una mezcla de pegamil y carroña que evidentemente emanaba del perro. Éste escondió el rabo ante la inquisitiva mirada de su amo y antes de ser atrapado por el collar se deslizó fuera del lecho. Forest pulsó la tecla y se oyó la voz soñolienta, encamada, de su sobrina:

—Tengo que encontrar a Elmyr y saber qué le pasa. Empieza a grabar el romance de mi intrépida madre con el señorito Tey en el verano del cuarenta y tres…

Mientras llenaba la pipa, observó el desorden del cuarto. Vio o creyó ver en un rincón la maleta llena de ropa, las cajitas de música mareante esparcidas en el escritorio entre los folios, la máquina de escribir, restos de un bocadillo, la botella de whisky y el vaso que sólo usaba él. Las sábanas aparecían revueltas y emborronadas con pelos de Mao, el bastón de fresno, el espectro apaciguado de los muslos de nieve, su lenguaje vulgar y depravado y su dichoso magnetófono, que estaba, como siempre, conectado al cable de la lámpara de la mesilla mediante un burdo empalme. Imaginó que esta cinta giraba todo el tiempo, día y noche, registrando el silencio o el rumor del mar, el crujido de los viejos muebles y la respiración de su sobrina durante el sueño…

Renunció al paseo con la esperanza de ver llegar a Mariana: necesitaba hablar con ella. Ya se había puesto el sol cuando salió al jardín y se tumbó en la hamaca con una cerveza. Vio sobre la mesa de mármol el Tangram casi resuelto en una incisiva daga, incompleta. No tardó en aparecer Mao llevando entre los dientes la pieza que faltaba y él se la quitó para completar distraídamente la negra figura. Entonces, las cálidas fauces del animal soltaron de nuevo aquel dulce olor a podrido. Le acarició el lomo y su mano quedó impregnada de pelos y pestilencia. Tal vez, volvió a pensar, había una rata muerta en alguna parte del jardín.

Precedido por el perro, se encaminó hacia el bote desventrado en la hierba. Debajo del costillar roído, la pálida y taciturna Elmyr había olvidado su caja de pinturas. Cuando se puso en cuclillas junto al bote, Mao ya mordisqueaba el gran tubo de pegamil, machacado y espanzurrado. En su interior, la pasta estaba reseca. Comprobó que el perro también había traído hasta allí una vieja brocha de afeitar y un cuenco para el jabón. Al desplazarse un poco hacia la derecha, girando sobre las puntas de los pies, la caja de cartón apareció semiabierta, apoyada de canto en la tabla esponjosa.

Presintió en torno suyo, cerca, la insidiosa señal de algo solapado. Era desde luego una caja de pañuelos; en la tapa, la rubia cabeza de caballo, tal como él la había imaginado y descrito, y en su interior el anochecido volumen de poemas, la navaja y el espejito; objetos que habían envejecido visiblemente juntos y que compartían el mismo olor mohoso y fraudulento del olvido. Apreció también, con un escalofrío interminable, la coincidencia en los detalles: las vetas negras del mango anacarado de la navaja, la nube del tiempo en el espejo, la auténtica edición 1938 del libro de Urrutia con prólogo trompetero de Manuel Halcón…

En lo primero que pensó fue en una excéntrica broma de Mariana y de su amiga.

La tarde del 15 de julio, tres días después de la marcha de Elmyr (y sin haber podido aún hablar de este enojoso asunto con su sobrina, que no había dormido en casa), al volver de paseo Forest se asomó al bar L’Espineta, contiguo a la casa, donde Mariana solía comer siempre a deshora y reunirse con sus amigos. Pero no estaba allí ni la habían visto. Empezó a inquietarse y a pensar si debía llamar a su madre.

Estaba subiendo las escaleras, considerando el insólito hallazgo en el jardín y su necesaria relación con la muchacha (era la única persona que había leído el texto, la única que podía haber descubierto la falsedad de la fecha y la manipulación simbólica de unos utensilios que nunca habían existido), cuando oyó un estrépito de loza en la cocina. Al entrar vio a su sobrina arrodillada en el suelo junto a la bandeja y un charco de agua hervida que humeaba. Recogía los trozos de la tetera y del vaso con hojas de menta. Iba descalza y llevaba unos pantalones canela con manchas de hierba en el trasero. Forest se quedó mirando sus tobillos algo gruesos, rosados. No se atrevía a ayudarla. Al inclinarse, captó la chispa azul, enrabiada, de su ojo.

—De modo que la echaste a la calle, cabrito —dijo ella sin volverse.

—Déjame explicarte… Pero ¿dónde está? ¿La has visto?

—En la vía. Coge esto.

En el hueco de la mano, por encima de la cabeza, sostenía fragmentos astillados de la tetera. Forest los cogió y los tiró al cubo de la basura.

—Puso la cabeza en la vía —dijo Mariana—. Las dos la pusimos. Pero en el último segundo, yo la quité. Mierda.

—¿Qué estás diciendo, loca?

Ella se incorporó mirando a su tío. Su boca, que habitualmente exhalaba melancolía, desplegaba ahora una lenta mueca irónica.

—Había tomado ácido y se quedó colgada.

—No entiendo.

—Que no podía volver.

—Pero yo la llamé, le dije que volviera…

Mariana soltó una risa ronca, despectiva:

—No me refiero a volver aquí. Desde luego no piensa hacerlo. Te hablo de lo ocurrido en la vía del tren. Pero tranquilízate, no pasó nada…

Había sonreído borrosamente al decir esto.

—Deberían encerrarla —dijo Forest—. ¿Cómo se llama en realidad?

—La llamamos Elmyr.

—Eso no es un nombre.

—Qué más da. ¿Quieres que te cuente cómo la conocí?

—Cómo se llama.

Pero lo que iba a oír, con mal disimulada indiferencia, sería una confusa historia de niñatos conspirando su aburrida liberación sexual en Marruecos, dos veranos atrás, y en la que intervendría una amiga de ambas llamada Flora, la sombra alicaída de Elmyr siguiéndolas a todas partes con sus cámaras, sus pinturas y su boina, y una combinación perfecta y banal de ninfomanía y frigidez. Según Mariana, cuando Flora se la presentó, en Ibiza, el fotógrafo era una muchacha fascinante y desvalida que apenas hablaba. Competente profesional, hizo las fotos de una serie de reportajes idiotas —modas y tal— que Mariana envió aquel verano a la revista, pero el trabajo la asustaba y de repente desaparecía durante días enteros. Nunca quiso acostarse con Florita, sólo buscaba su protección y su afecto, pero conmigo fue distinto —explicó de espaldas a su tío, poniendo a calentar agua y sacando otra taza del armario— y pudo gozar de un orgasmo. Al parecer, Flora y Mariana se atraían mucho aquel verano, y no lo disimulaban, y Mariana creía que Flora se había portado con Elmyrito de una forma irresponsable y egoísta, y Flora creía que Mariana se había portado con Elmyrito de una forma egoísta e irresponsable, sobre todo cuando Flora tuvo que regresar a Barcelona repentinamente y entonces Mariana cometió un grave error, que por cierto repetiría aquí: tuvo una aventura con un chico, no sabía cómo terminarla, y, una noche que estaba muy enrollada con el tipo, le hizo a Elmyr un sitio en la cama, la arrojó literalmente entre las piernas del tío. Mariana nunca olvidaría su débil mano buscando la suya sobre la sábana y apretándola, ni sus ojos aterrados, mientras aquel salvaje rociaba de semen su boca. A pesar de ello, la pobre intentó desde aquel día intimar con chicos y Mariana creía que en alguna ocasión obtuvo experiencias positivas, pero nunca quiso hablar de ello.

—Una historia muy edificante —dijo Forest—. En fin. ¿La quieres mucho?

—Yo no quiero a nadie. Pero lo que has hecho es una putada. Esa chica está muy enferma.

—Te engañaba con…

—Nosotros no nos engañamos con nadie. En este asunto el único que se ha engañado eres tú. ¿También conmigo estás confundido? ¿Tanto te cuesta admitir que pueda ser bisexual?

—No fue eso lo que me desconcertó. Naturalmente que puedo entenderlo… A fin de cuentas, en cada uno de nosotros camina, llevando el mismo paso con el que somos, el que quisiéramos ser.

—¡Tus rollos filibusteros! Elmyr no sabe aún lo que quiere ser, y yo tampoco… Déjame.

Hizo un gesto esquivo cuando él pretendió ayudarla a llevar la bandeja con otro servicio de té, y Forest se apartó para dejarla pasar.

Mariana se encerró en su cuarto, y su tío, sentado en la sala con un whisky muy cargado, consideró de nuevo la conveniencia de llamar a su cuñada o enviar a la chica a Madrid. Poco después, ella se asomó para pedirle que, por lo menos —fueron las palabras que empleó, en un tono que iba más allá del reproche: de humillación, de asco y de sueño—, se abstuviera de contarle a su madre lo ocurrido porque tampoco ella lo entendería.

Dejó de salir por la noche y de frecuentar la terraza del bar, huía del sol y de la playa. En una semana apenas si cambió dos palabras con su tío. No alteró su costumbre de comer bocadillos en la cama y se hizo muy amiga de Mao. Mantuvo su ofrecimiento de pasar en limpio los textos, pero suspendió momentáneamente las grabaciones nocturnas alegando que tenía que poner en orden el material de que ya disponía. Ocasionalmente, cuando Forest bajaba en busca de un tentempié o de una copa, la veía cruzar la galería camino del baño o del jardín, descalza y despeinada, con sus torcidas faldas de gitana y los pechos sueltos dentro de una blusa ceniza de apariencia tan etérea que difícilmente podía haber algo sólido en su tejido.

Como si captara en ella la fiebre y el desorden, el perro la seguía a todas partes olisqueando sus lentos tobillos de arena.

Algunas tardes su tío la veía en el jardín cortando esquejes de menta, componiendo figuras del Tangram en la mesa o refrescándose con la manga de riego bajo el almendro. Luego revisaba sus trabajos a máquina recostada en el bote (el desmesurado ojo azul, insomne, detrás de sus rizos castaños, como espiando los textos) y a veces la visitaba alguno de sus atléticos y ensimismados amigos de L’Espineta. Su ánimo contrariado no le impedía entregarse a sus pasatiempos favoritos; una tarde particularmente húmeda y bochornosa que Forest no podía trabajar y salió a la terracilla del primer piso, por entre la frondosa copa del pino la vio arrodillada en la hierba, reverenciando un torso lampiño y tostado, unas piernas abiertas y un pene achocolatado de arqueada magnificencia, que ella chupaba despacio, por circulares movimientos de cabeza.

Poco después supo por Tecla que empezaba a salir otra vez, que iba en bicicleta a comprar el pan y el periódico y a la farmacia. Sin embargo, en dos ocasiones por lo menos, al caer la tarde, desde la terraza, Forest creyó oírla sollozar débilmente. Ovillada en el ángulo de su ventana como un gusano de seda, entre las rojas buganvillas, la boina hasta las cejas y envuelta en el humo de sus cigarrillos, esperaba la noche y luego tecleaba furiosamente a la máquina durante horas.

Por las mañanas, su cuarto olía a niebla fría. Procurando no despertarla, Forest recogía de la mesa las copias en limpio y se quedaba allí parado un instante y percibía en torno una irradiación maravillosa de desdicha y frenesí, partículas saludables de una imaginación juvenil y generosa. Entonces, si estaba mustia y sin olor la ramita de menta en el vaso de agua, él salía silenciosamente del cuarto y se iba al jardín y volvía a entrar con la misma discreción para depositar en el vaso un esqueje tierno y oloroso.

Un mediodía la vio de pie en el césped refrescándose con la manga de riego, de espaldas, los cabellos sujetos en un moño y las finas braguitas adheridas a las nalgas como una piel soleada y reluciente. Desde un óleo sin marco apoyado en el tronco del almendro, su madre la contemplaba; un viejo y abominable retrato pintado por José María Tey que sin duda ella habría descubierto revolviendo los trastos del cobertizo. Y mientras ambos, la madre y el tío, inmóviles y a cierta distancia de la muchacha que se retorcía bajo el frío chorro de la manguera, observaban el blanco marfileño de su cuerpo contrastando con las nalgas, en las que espejeaban destellos de sol y de agua —de no saber que las cubría su predilecta pieza dorada, y no el bikini que ya decididamente nunca se compraría, él habría jurado que el tejido era la mismísima piel—, asustada por una abeja, Mariana giró la cabeza y le miró repentinamente por encima del hombro.

Forest se vio obligado a improvisar aquello que tenía muy pensado, y además en un tono alto: estaba algo lejos pero prefería mantener la distancia:

—Oye, ¿fue una broma tuya lo de la caja con la navaja de afeitar y todo lo demás…?

—No sé de qué me hablas.

—¿De dónde sacaste el libro de poemas con estrellas en la portada? —Ella no dijo nada y su tío añadió—: ¿Crees que pudo ser Elmyr? Le gustaban esas bromas. Pintó el ojo azul en el bote y lo bautizó, fue ella, ¿verdad?

—Pensamos que no te molestaría.

—Pues claro. —Vio la pastilla de jabón saltando de sus manos—. ¿Sabes lo que quiere decir Lotófago?

—Consultaré el diccionario.

Mariana seguía dándole la espalda, rociándose, mientras buscaba con los ojos el jabón en el césped.

—Ese bote me lo regaló mi padre cuando cumplí trece años —dijo Forest—. Junto a los remos…

—Quémalos de una vez.

—Las artes de pesca no se queman jamás, sobrina, deberías saberlo. Trae mala suerte. Junto a los remos, ahí está el jabón.

—Gracias.

Pero, con una reacción inesperada, lo que hizo fue patear la pastilla de jabón y escupir una blasfemia entre dientes. Soltó la manga de riego y se encaminó a cerrar el agua en el muro del cobertizo, dando por terminada la conversación.

La situación no se normalizó del todo hasta la semana siguiente, un día que Forest la vio revolviendo en la rinconera del comedor donde se guardaba un botiquín. Trémula, envuelta en una toalla de baño, con la boina ladeada sobre los rizos mojados, parecía emerger de un naufragio. Se aplicó una hermosa peca de mercromina en el muslo, luego una tirita, se frotó los tobillos uno contra el otro, y, sin mirarle, dijo que esta noche le esperaba para reanudar las charlas.