Caminaba por la playa hacia San Salvador con el paso algo más vivo que de costumbre, más elástico y metódico, sujetando con ambas manos el bastón cruzado en la nuca. Pasado el Sanatorio aminoró la marcha. El sol pegaba fuerte y lamentó no haberse traído el sombrero. La borrasca intermitente, residuos del mistral de la mañana, arremolinaba la arena obligando a Mao a trotar más escorado que de costumbre.
Del cielo intensamente azul colgaban oscuras nubes verticales, deshilachadas e inmóviles, como harapos quemados o restos de un gigantesco decorado después de un incendio. El mar venía revuelto y sucio, hedía en la rompiente una espuma arenosa y flotaba un tronco a la deriva, girando. Mao se paró a ladrar al leño cuando él ya se internaba, más allá de las dunas, por las fantasmales calles futuras de la futura urbanización; asfalto y rastrojos convivían en el vasto páramo, y solitarios bordillos interminables, destinados a aceras que aún no existían, se perdían a lo lejos, parcelando la hierba que crecía libre; farolas nuevas y oxidadas esperaban luz a lo largo de desoladas avenidas de gravilla entre viñas muertas, por calles espectrales que no llevaban a ninguna parte. Pensó en el nuevo paisaje que le esperaba allí un día para ser descrito, en las deposiciones del tiempo que ya lo desfiguraban antes de nacer y en ese mar de rumor repetido, sosegado y omnipresente: el mar filtrándose ya en el texto, inundando las voces de ayer y de mañana, mezclando el sueño y la vigilia…
El doctor Pla vivía en una de las primeras casas blancas y porticadas de San Salvador. Le encontró en el porche, sentado en su mecedora junto a una mesa de mimbres. Era un anciano de inestable mandíbula, ojos diminutos y notable cabeza cuadrada, peinada como la de un colegial de los de antes. Los frágiles hombros caídos le prestaban una rigidez de ciego un tanto agresiva. Tenía sobre la mesa una sobada carpeta azul con elásticos y sus manos estaban ocupadas en sacar el impreso de una caja que había contenido un jarabe.
—Creo que he leído algo suyo, pero no me acuerdo —gruñó a modo de saludo—. Siéntese.
—Gracias.
—¿Encara va usted por ahí hablando la lengua del imperio, cagun Deu? —bramó de repente.
—Ah, se acuerda de mí —dijo Forest, algo inquieto.
—Conocí a su padre. Me dijo ese gandul del Pau que quería usted verme. ¿Ya sabe que estoy jubilado?
—Sí. Pero veo que sigue interesado en la profesión —dijo Forest con voz afable, señalando el impreso del jarabe—. ¿Sabe?, también yo soy desde muy joven un lector voraz de esta literatura extravagante en torno a jarabes y píldoras digestivas…
—Nada de eso —dijo rápido el doctor Pla, como saliendo de un trance—. El hombre que a los cuarenta años sigue leyendo recetas es un imbécil. Sólo me interesan las cajas, a mi nieto le gusta jugar con ellas. Siéntese.
La conformación de los huesos del rostro sugería que de joven poseyó una hermosa y dura fisonomía mongólica. Era una de esas caras anchas que son, de algún modo, un exponente de ideas generales. Peligrosísima.
Forest se sentó al sol porque no podía hacer otra cosa. El doctor Pla, que ocupaba la escasa sombra del seto, era insensible al destello de sus gafas, pero la reverberación del sol le molestaba al alzar la vista. Bajo el efecto pasajero de una nube, Forest observó su delgada boca tabacosa y sus ojitos malignos.
—No le molestaré mucho. —Insistió en los preámbulos, le parecía necesario—. ¿Cómo se encuentra, doctor? He sabido que se cayó y se rompió el fémur…
—¡No, señor! —se apresuró a declarar el anciano—. Se rompió el fémur y me caí. No es lo mismo. Debería usted saber que estas cosas ocurren al revés.
—Ya.
Fue directo al asunto. Explicó que estaba escribiendo una novela en la que una mujer sufría una enfermedad y él no sabía por cuál decidirse; que necesitaba precisar los síntomas y el tratamiento; y que quería que fuese una enfermedad larga y en cierto modo grave, pero nada espectacular, dado que esa mujer conseguía ocultarla durante años a todo el mundo, excepto a su marido. Insistió en que ese detalle era muy importante, y si era posible.
—Para ustedes, los novelistas, todo es posible.
—Se equivoca usted, doctor Pla.
—Pladellorens.
—Ah, creía que eran dos apellidos.
—Vamos a ver. ¿Una mujer de cuántos años?
—Veinticinco, más o menos. Yo había pensado en una vieja dolencia cardíaca, una antigua lesión de la infancia que pasó desapercibida y que se le reproduce a esa edad…
—Hum —hizo el viejo, jugando con la carpeta sobre sus rodillas. La pertinaz mecánica de la mandíbula, mientras reflexionaba, era como la de un muñeco articulado, no transmitía dinamismo al resto de la cara—. Estenosis mitral. La causa más frecuente es un proceso reumático de la infancia. Estenosis mitral, sí, señor.
Añadió que con un tratamiento adecuado su personaje podía vivir los años que él quisiera, si no trabajaba en nada que le exigiera un gran esfuerzo. Incluso en la primera fase, de cinco a diez años, los síntomas podían confundir el diagnóstico con simples dificultades respiratorias, procesos nerviosos leves y otras cosas. Forest había sacado un bloc y tomaba apuntes: se produce encharcamiento pulmonar debido a que la sangre, en su paso de aurícula a ventrículo izquierdo, se hace difícil. Síntomas externos: fatiga, manos frías, hinchazón de extremidades, cianosis.
—¿Eso qué es, doctor?
—Labios azules. A ver, ¿en qué año se declara la enfermedad?
—Mil novecientos cuarenta y dos.
—¿Casada?
—Sí.
—¿Tiene hijos?
—Los tendrá.
En ese caso, vaticinó el médico, las complicaciones vendrían tras el embarazo y sobre todo después del parto, con dificultades respiratorias y la hinchazón de extremidades, pudiendo llegar a la descompensación cardíaca. Forest dijo que el diagnóstico le venía al pelo, y que ahora tenía que pedirle lo más difícil, un esquema de tratamiento. Difícil porque había que remontarse a cuarenta años atrás, y el doctor quizá no se acordaría. Tal vez consultando un vademécum viejo…
—No me hace falta ninguna guía. —Inmóvil como una esfinge, apretando en el regazo la abultada carpeta, pensativo, añadió—: A ver. Actualmente la cirugía resuelve estos problemas, pero entonces procedía a un tratamiento dirigido en cuatro direcciones: fortalecer el corazón, mejorar la ventilación pulmonar, sedantes y diuréticos. Se utilizaban fórmulas magistrales…
—Bueno, tampoco preciso datos tan científicos.
—¡Claro, así os salen esas noveluchas!
—Diga, diga.
Aventuró una posible cronología de tratamiento: en los años cuarenta él habría recetado píldoras de Digitoxina p.s.a. (preparación según arte, tuvo que precisar ante la mirada interrogante de Forest, que al oír la solución del jeroglífico sonrió irónicamente) y una caja de inyectables, por ejemplo Novurit, era el diurético más utilizado entonces. Supositorios Eufilina para la respiración y un sedante, Bellergal. Y más adelante, digamos del año 55 al 65, un tónico cardíaco, gotas Cedilanid de la casa Sandoz.
Forest tomó buena nota de todo, y al terminar vio a un hombre con un pequeño rastrillo saliendo de la casa. Estuvo un rato a su lado, de pie, escuchando unas enrevesadas instrucciones que el médico le daba acerca de cómo acabar con el pulgón que devoraba los rosales. Supo que era el Pau. Contestaba con monosílabos y en ningún momento le miró a los ojos. Dirigiéndose a Forest, el médico hizo una alusión a la increíble gandulería de «este jardinero que riega los geranios sentado en una silla». Era asmático y tosco, mantenía la boca siempre abierta como si fuese a gritar y había en sus claros ojos infantiles una alarma que a Forest le resultaba inquietante y familiar. Mientras hacía como que escuchaba al viejo doctor, liaba un pitillo de hebra con una sola mano —el rastrillo entre las piernas— paciente y nudosa, pero de una endiablada rapidez; la otra mano permanecía inerte en su costado, pero la muñeca, como si controlara a distancia el doble esfuerzo de la otra extremidad que trabajaba sin ayuda, oscilaba y, por un instante fugaz, el sol le arrancó al dorso bruñido una estrella brillante y rosada.
Forest oyó lanzar al médico un sonoro exabrupto que le distrajo de una meditación tortuosa y algo funesta. Ocurrió que la gruesa carpeta que sostenía en su regazo había resbalado hasta el suelo, abriéndose y derramando cientos de folletos farmacéuticos de todos los tamaños y colores, una fastuosa colección. Visiblemente contrariado por el incidente, que de manera tan brusca e inesperada ponía al descubierto su desmentida y secreta condición de lector de recetas (y hacía una pila de años que había cumplido los cuarenta), el taimado doctor basculaba en su mecedora como un pelele, intentando recuperar y ocultar aquella prosa fascinante y banal de sus pecados.
Forest no reprimió una bellaca sonrisa de comprensión mientras se inclinaba para ayudarle, pero el viejo le prohibió tocar nada, cagun Deu, es igual, váyase.
Piadosamente Forest obedeció, disculpándose por la molestia y renovando las gracias.
De vuelta a casa abrió una lata de cerveza en la cocina, subió a su estudio y revisó los capítulos donde aparecía Soledad. Desde el fundamental capítulo XV, cada vez que aludía a ella, siquiera fugazmente, se acompañaba de una solícita referencia a sus manos frías o a sus pobres pies hinchados, a sus inyecciones y píldoras y al estricto horario del tratamiento, que sería respetado en todo el manoseado borrador hasta la primavera del año 69, cuando Sole le abandonó.
Veía en la ventana brillar la luna; bañaba el mar, los toldos plegados, los aberrantes patines de pedales y el libertino, entrañable, puntual y blanco perro cimarrón que los rociaba con sus intermitentes, desdeñosas meadas.
Cuando bajó era la medianoche pasada. Había luz en la galería y también en el jardín, pero no en la habitación de Mariana. Desde el umbral, olisqueó el sudoroso despliegue de impotencia.
Elmyr, de espaldas, arrodillado en la cama, no le vio entrar. Parecía estar forcejeando con su cremallera del pantalón tejano, caído sobre las nalgas. Pero en sus caderas inesperadamente femeninas se clavaban unos dedos sin sosiego, y ahora agitaba la cabeza espasmódicamente. La melena corta y lacia, al estilo paje, golpeaba sus flacos hombros desnudos.
¿Se desnudaban o se vestían, se amaban o se peleaban? Forest no pudo evitar el quedarse unos segundos observando, y luego avanzó unos pasos tanteando el escritorio en la penumbra, escrutando aquel enredo para distinguir la apariencia y la realidad. El fulgor desesperado de un ojo, que no era ciertamente de su sobrina, asomó de pronto tras la pálida nalga del fotógrafo, y luego unas ralas barbas color púrpura. Con cierto estupor distante, controlado y progresivamente jocoso, el memorialista reconoció en ese rostro la blandenguería adocenada y jesucrística de la foto clavada en la pared con flechas. Un amigo de Elmyr, sin duda. El largo cuerpo musculoso, bañado en sudor, retrocedió rodando en el lecho y escapó a su mirada. Forest avanzó un poco más. Entonces, Elmyr volvió la cabeza y le miró por encima del hombro.
La segunda sorpresa fue mayor, pero por lo menos restableció la tradición sexual que inicialmente había él otorgado a la pareja, aunque ahora se hubiesen invertido los papeles; porque si primero ella había resultado ser él, ahora Elmyr resultaba ser ella. En su arrobado rostro bestial, mientras miraba a Forest por encima del hombro, había a la vez una expresión de sofisticada suficiencia y de sombrío recelo. El asunto carecía de mayor interés, decidió él confusamente, allá se las componga Mariana con sus estrafalarias amistades, varones o hembras, y con su pan se lo coman. Pero no se movía. Parapetado en las sombras, su estupor era relativo, casi jubiloso. Entonces, ¿por qué este sudor frío en las manos, esta creciente irritación contra sí mismo, contra su propia ceguera y su candidez senil? La razonable excusa que improvisó con urgencia, y que el mismo sentido común avalaría —¿quién, hoy en día, no ha tomado alguna vez a un chico por una chica o viceversa?—, no alteraba la evidencia de un espejismo quizá de más vastas proporciones y de efectos retroactivos, y por lo mismo más humillantes. Ciertamente, había tenido pocas ocasiones para observar a Elmyr y siempre le consideró un personaje perfectamente inverosímil: debía haber adivinado la verdad en estos hombros caídos y frágiles, en ese cuello delicado y en estas pequeñas manos posesivas. Podía distinguir también, ahora, el perfil del pecho y el agudo pezón, una tetilla adolescente (cuya seda engañosa sus dedos ya habían conocido, por cierto, en medio de otro extravío no menos inesperado), y sobre todo la dulce hendidura de la columna vertebral, como el alma de una espada, penetrando entre las nalgas altas y pueriles pero inequívocas. La piel de la espalda era ligeramente más pálida que los cabellos. Forest no menospreció ahora ninguno de estos tiernos detalles, pero se limitó a experimentar una impresión general de indecencia.
El tal Elmyr era sencillamente una muchacha angulosa y adusta, amarillenta y espigada, un malentendido irrelevante.
—Eh, vosotros, qué pasa… —se oyó decir sorprendido, sin querer. El barbas ya se escurría por la ventana. Esto le impulsó a gritar roncamente largo de aquí a Elmyr, fuera, recoge tus cosas y fuera, tú también, fantoche de mierda.
Ella, como si ya contara con esta violenta reacción, se le había anticipado: moviéndose silenciosa en la penumbra, mimando una sonrisa burlona, extraía su macuto y una bolsa de cuero de bajo la cama, y luego anduvo remisa y tranquila juntando ropas, pinceles, medicinas, cuadernos de dibujos, rollos fotográficos, la pistola y las flechitas, un barquito de madera con la quilla azul, extrañas cosas inacabadas, trenzas con hojas de palma, caracolas y conchas ensartadas… Al ver esos pobres objetos y la delicadeza exasperante de sus manos al tratarlos, Forest sintió la necesidad de volverse atrás, reprochándose su intolerancia y su torpeza.
La siguió hasta la puerta, no le advirtió que se olvidaba la boina en el perchero y la vio alejarse bajo los faroles del solitario paseo con su macuto de flecos, la raída bolsa de mano golpeando sus piernas y un aire alicaído. Entonces la llamó para que volviera, pero ella no le oyó o no quiso oírle —aunque se paró un instante para ajustar al pie la amarilla sandalia de plástico, sin volver la cabeza, en un precario equilibrio y un cierto desamparo al borde de la playa— y definitivamente se fue con su chaleco claveteado, el pitillo en la oreja y el peine lila asomando por el bolsillo trasero del pantalón.