Por encima de incertidumbres diversas, confusiones inevitables, recelos y escrúpulos de la memoria en marcha —cuya vieja rueda dentada no siempre se avenía a encajar con las ruedas falsas— Luys Forest creyó finalmente poder fechar con exactitud el día, la luminosa mañana de aquel primer gran paso.
Serían ciertas las palpitaciones, el pecho agitado y el camisón rosa; improbables, las manos frías, el tono azulado de los labios y el alarmante sopor; y quedaba en el aire, en espera de asesorarse con un médico, enfermedad, sintomatología y tratamiento decretados por el anciano doctor Godoy.
—Nada más verme entrar en el dormitorio, el doctor Godoy me recomienda no fatigar ni disgustar a la enferma bajo ningún pretexto. Sus viejos ojos pesarosos, medio ocultos bajo las hirsutas cejas, me dan a entender que es grave, y que desea hablarme a solas. Sentado en la cama, al coger la fría mano de mi mujer oigo crujir en mi bolsillo la carta de dimisión, los desvelos y sinsabores de cinco días con sus cinco noches. El sol incendia los altos visillos blancos de lino con arabescos y desde allí cae sobre Soledad como un manojo de lirios tronchados…
Desechó la grabación, esta vez, y desenfundó la Underwood. Frente a la hoja en blanco recordó otra vez lo que debía suceder, lo que furtivamente ya estaba escrito en la memoria venidera y necesaria, emboscado en espera de la fecha y el decorado: ese día primaveral y ese dormitorio blanco de artesonado techo y medias columnas donde serpentea el laurel, esa isla sumergida para siempre junto con su decisión de renuncia tan meditada. Ciertamente no encontró en su diario ni rastro de lo demás (ni la mala conciencia, ni el «pequeño cadáver» de la boina oculto en el bolsillo ni desde luego la carta de dimisión: no disponía de tales alibis, no habían existido jamás) pero armó la escena con vivencias, ligeramente retocadas, que correspondían realmente a una gripe de su mujer, una de tantas, que él había marcado en el diario para este fin. En rigor, esa gripe aquejó seriamente a Soledad cuando tuvo el primer hijo, un año después de los hechos que ahora iba a narrar.
Escogió la escena, pues, para extraer de ella la fuerza de lo real: la boca incolora como una herida bien lavada y la cabeza hundida en la almohada, el vello dorado en las mejillas gatunas, borrosas, y el relente de sudor sobre el labio levemente hinchado, elementos decisivos y ciertos de un retrato inacabable y obsesivo que se hallaban desperdigados en diversas fechas del diario íntimo, y que ya contenían el germen de la versión definitiva, el retrato-homenaje que siempre le quiso hacer a Soledad Monteys: una mujer algo regordeta y súbitamente apetecible, de sanas encías rojas como de plástico, despertar sobresaltado, ojos grises levemente saltones y rosada, sanguínea tez, furiosamente sexual.
Planeado sistemáticamente, ejecutado con una firme voluntad de síntesis, el breve episodio, destinado a un apéndice del capítulo XV y pendiente de ulteriores precisiones de tipo médico, alcanzaba a reflejar una generosa doble convicción, una mente en posición moral frente a dos deberes opuestos:
La memoria había de extraviar las palabras, o piadosamente las desoyó conforme salían de la lívida boca amada, pero conserva todavía hoy la intensidad febril de sus ojos de hielo. Soledad me mira alarmada. Estamos en marzo del 43, un día luminoso y frío.
—No he debido llamarte —me dice, transpirando boca arriba en la cama—. Te he asustado por nada. ¿Estabas en alguna reunión…?
—No, no.
—¿Qué te pasa, Luys?
—Qué me va a pasar. Que no quiero verte así.
—Estás tramando algo.
—Arrópate y procura descansar.
En su mano húmeda e inflada, entre las mías, siento los golpes de sangre.
—No me engañes. Querías decirme algo. ¿Has vuelto a discutir con José María?
—Nada, mujer, lo de siempre. Que es un pintor mediocre y no soporta que se lo digan. Quiere hacerme un retrato… Tranquilízate, todo sigue igual.
—No. Me estás ocultando algo.
Su instinto infalible —el mismo que a veces ha detectado la boina estrujada en mi bolsillo, una recaída en el desánimo en mi prosa periodística o una discusión con los camaradas de la oficina— la ha alertado otra vez. Detrás de mi torpe solicitud al arroparla, capta la intensidad de mi silencio. Me interroga, me acosa con la mirada. Sin embargo, sabré contenerme, sobre todo después de hablar a solas con Godoy, que me confirma el alarmante pronóstico.
Así pues, considero arriesgado comunicarle a Soledad mi grave decisión y opto por esperar…
Poco después, mientras fumaba en el balcón y veía a David corriendo por la playa con su fiel Centella hacia el Pósito y las barcas varadas (en torno a las cuales, precisamente —pensó con la misma implacable lógica del niño soñador—, solían merodear los perros en busca de desechos de pescado), Forest cayó en la cuenta de la fragilidad del cuadro: la enfermedad de su mujer ciertamente justificaba su momentáneo silencio en aquel pretérito dormitorio japonés, pero estaba claro que no le permitía aplazar indefinidamente su abdicación al cargo y al partido; a menos que el diagnóstico del doctor Godoy revelara una dolencia cuya especial gravedad, soterrada, hubiera de persistir durante varios años…
¿Dos mentiras trenzadas con lógica no forman una verdad? Cuando aún no había concluido la primera versión, ya la segunda se imponía obligándole, con el gatillo en la memoria, inexorablemente, a ir más lejos. Vio al anciano médico (de tez macilenta y saludable barbita de nieve) diciéndole: No es una simple gripe, Luys, y no es cosa de hoy. Ella no quería que la familia se enterara, pero tú debes saber la verdad. ¿De qué se trata, doctor?…
Ese mismo día, en la cocina, mientras Tecla preparaba la comida y fregaba los platos sucios de la víspera, protestando torvamente del desorden que había traído a la casa «esa descarada que fuma como un carretero», el memorialista le preguntó si conocía algún médico, cuanto más viejo mejor, pero que no fuese de Calafell, quizá un veraneante…
—Hay uno en San Salvador —dijo Tecla—, pero no sé si está ya para visitas, y es un cascarrabias… ¿Por qué lo quieres viejo?
—Necesito saber qué recetaba hace cuarenta años. ¿Dónde vive?
Tecla no lo sabía, pero se lo preguntaría al Pau de Comarruga, un viejo jubilado que mataba el aburrimiento cultivando el huerto del médico. Ella solía comprarle lechugas frescas y tomates, pero de esto, añadió, el médico no tenía por qué enterarse.
Forest prometió guardar el secreto.