—Prosiga el capitán Araña.
—Hoy tenía la esperanza de encontrarte dormida.
—¿Qué pasa? ¿No tienes ganas de hablar?
—Al contrario. Pero es muy tarde.
—Quedamos en que la tía te violó detrás del piano una noche de tormenta y restricciones de luz…
—Calma, sobrina.
Observó de cerca los nerviosos dedos de la muchacha liando el pitillo, el impetuoso vaivén de los pulgares. Llevaba un chalequito celeste, desabrochado. El resto era todavía confuso, ni siquiera distinguía si estaba sola en la cama.
—Calma. Ya te dije que en esa época me gustaba más tu madre… Veamos. Fue como un deslumbramiento. Yo nunca había visto semejante llamarada de fervor en un rostro educado en la beatitud y el decoro. Aquellos párpados cargados de sueño en todas las Monteys, incluida tu abuela, aquella capacidad de los pómulos para absorber la luz… ¡qué camelo espiritual, dicho sea de paso! Por cierto, no había de volver a percibir ese falso esplendor de la serenidad, ese espejismo de indiferencia precisamente hasta ahora, tan lejos en el tiempo y aquí, parpadeando en esta carita pecosa tras el humo pestilente de un petardo… Quizá si tu madre no hubiese empezado a salir con José María Tey… Pero el destino dispuso las cosas de otro modo, como vas a ver. —Calló un momento, pensativo—. Es la primera vez que hablo de esto.
Observación que no pareció interesar a Mariana. Trazaba garabatos en el bloc de notas y se había dejado resbalar un poco apoyando la espalda en la almohada. Por lo demás, todo seguía igual que la víspera. Su amigo dormía de costado entre los dos, enredado en la colcha. Mariana fumaba con los ojos bajos y la barbilla pegada al pecho. La ceniza, con alguna hebra encendida, caía blandamente sobre su pecho izquierdo, que asomaba por el borde del chaleco abierto.
—Ocurrió un día que tu abuela no estaba en casa —prosiguió Forest—. Yo corregía en mi habitación las pruebas de mi primer libro para una reedición, aquellos pobres relatos de guerra acerca de los cuales tú escribiste en una revistilla, hace unos años, que sería lo único de mi obra que salvarías del fuego…
—Cuando hacía reseñas de libros yo era una niña cursi.
—No. Tenías razón.
—No cambies de tema, por favor.
—Bien. Anochecía cuando empezaron a llegarme unos acordes del piano, las obsesivas notas de J’attendrai, que era la pieza que tu madre solía interpretar con más aplicación. Me concedí un descanso y me dirigí al salón. Estaba casi a oscuras y me paré en el umbral. Ardían sobre el piano dos candelabros de plata y vi en el suelo el chal de tu madre, junto al taburete. Ella llevaba el pelo recogido en una coleta y se inclinaba sobre el teclado… Te vas a quemar, hija.
Con la candorosa garra sacudió la ceniza del pecho, dos veces, tres. Sintió que le invadía una repentina ternura, una vaga tristeza (pero más bien de sí mismo, inexplicablemente) ante el indiferente temblor de gelatina del seno, con su furor y su seda dormidos. Probó a imaginar una reacción estimulante, que el pezón rebrincaba, por ejemplo, que la muchacha arqueaba la espalda entre turbada y estremecida, apurada; pero ni siquiera le miró, ni a él ni a la trémula mano, y no hizo el menor comentario.
—Continúa con tu excitante melodrama de candelabros, chal y piano de cola. Me encanta, tío.
—No me atrevía a entrar, aunque sabía que cuanto más tardara en revelar mi presencia, más embarazoso me resultaría justificarla. De pronto, el teclado enmudeció y vi que ella rendía la cabeza despacio, como anticipando una entrega simbólica. Todavía hoy me pregunto cómo fui capaz de llegar hasta su espalda, recoger del suelo el chal morado y, al ponérselo en los hombros, depositar un persistente beso en su nuca. Ella siguió tocando.
—Desternillante.
—¡Oh, lo creas o no, de pronto me pareció Beethoven en ritmo de swing!
Soltó una carcajada y alcanzó la botella de la mesa. Mariana le palmeó la espalda.
—Puedo creerlo todo. ¿Quieres hielo?
—No. La oscuridad y mi propio arrebato me cegaron… —prosiguió su tío, adoptando ahora un tono decididamente cáustico—. Girando en el taburete como una peonza, me rodeó con los brazos y me besó en la boca. Y bien, jovencita, puedes reírte. Todo ocurrió de la forma más satisfactoria y conveniente, dada la urgencia del caso, es decir, allí mismo en el salón.
—Qué divertido —dijo ella sin mucho entusiasmo—. ¿Eso es todo? Pásame el té.
—Te estoy hablando de tu madre, cínica, ¿o es que no te has enterado?
—Bien, resulta que fue mamá quien te folló. Y qué.
—Ah, falta lo mejor. Me va a resultar difícil, estando tú aquí semidesnuda, impedir que un acuerdo poético no degenere en una farsa vodevilesca…
—Adelante, tío.
—Es que no nos vimos la cara ni pronunciamos una palabra. Y sólo cuando ya expiraba sobre ella, pude darme cuenta de mi error… El corazón me dio un vuelco. Debo precisar algo respecto al J’attendrai que creí escuchar camino del salón: había llegado a resultarme tan obsesiva esa pieza predilecta de tu madre, oyéndola desde mi cuarto en mis febriles noches solitarias, tan torturante, que me había propuesto olvidarla; a juzgar por lo que sigue, no sólo no lo conseguí en absoluto, sino que ya era incapaz de oír otra música. Una intriga erótica, en un intelectual racionalista como yo, es una espectral tela de araña en la que más te enredas cuanto más haces por librarte de ella. Sólo así se explica que pudiera oír las saltarinas y excitantes notas de J’attendrai cuando lo que salía del teclado era una desmayada versión del dichoso Lago del Como, lo único que perpetraba de oídas tu pobre tía Soledad, que era por supuesto quien estaba al piano… El chal morado sí que era de tu madre, y probablemente llevaba todo el día tirado allí en el suelo.
—Tiene bastante gracia. No apoyes tu zarpa en mi cadera, tío, por favor, ese contacto podría precipitar tu fin y el de una servidora.
—Creí que no lo sentías.
—No lo siento, pero lo veo.
Seguía fumando con aquel relajo que más parecía una postración, acumulando fluido gatuno en los pómulos y en la boca. Sorbió otro poco de té frío y el líquido se derramó por sus comisuras hasta el pecho, donde se mezcló con la ceniza. Fue entonces cuando él tuvo la intuición de lo posible: efectivamente, esta piel como la porcelana no era sensible al tacto, o quizá lo era en una forma tan intensa y fulgurante (había oído hablar de eso), potenciada hasta el desvarío, que ya estaba mas allá de la inconsciencia. Imaginó que la pellizcaba y que ella no se enteraba. La curiosidad pudo finalmente más que el temor, y recostándose hacia un lado, proyectando más sombra sobre Mariana, dobló el brazo derecho por detrás de su propia espalda para ocultarlo a la vista de ella y avanzó la mano a ciegas, siguiendo la misma ruta ascendente que ayer había abierto la soñolienta extremidad del fotógrafo, que ahora dormía como un leño. En el peor de los casos, ella creería que la mano era de Elmyr… Sintió crecer entre los dedos la cereza del pezón. Ella ni siquiera pestañeó.
—En el fondo, aquel error venía a poner las cosas en su lugar —concluyó Forest—. Sole era la mujer que me convenía. En honor a la verdad, le debo todo lo que soy.
—Estás nervioso, tío. ¿Quieres que lo dejemos?
—¿Cómo?
No acababa de creer que fuese posible aquella lejanía sideral del cuerpo, aquel peligroso sopor.
—Me has hecho hablar de lo que no debía —añadió para ganar tiempo, para convencerse del todo—. Pasemos a otra cosa. La boda, por ejemplo. ¿O eso no te interesa?
—¿Cómo fue? Muy azul, supongo.
—Íntima. Aún llevaban luto por el padre y el hermano. Ni chaqués, ni música de órgano, ni lunch en el Ritz. Firmaron como testigos José María Tey, Ignacio Agustí, Germán Barrachina y Luis Ros.
—¿Viaje de novios?
—Fuimos a Italia. Venecia, Florencia… Pero no resultó del todo. Soledad estuvo la mitad del tiempo con gripe. A la vuelta nos instalamos en casa de su madre. No teníamos intención de quedarnos mucho tiempo, pero mi suegra empezó a pasar largas temporadas en la finca de su hermana Marta, en Gerona, y acabó por dejarnos el piso.
—¿Mamá vivía con vosotros?
—Al principio sí. Viajaba mucho. Resumiendo aquella época esperanzada y feliz, habría que anotar el compromiso formal de tu madre con Chema, durante un viaje a Berlín que hicieron con una delegación cultural; mi nuevo despacho en la Sección de Ediciones; el primer verano en Calafell con Sole, y por último la muerte de mi padre, que habría de precipitar la primera crisis grave.
—Hablemos del hundimiento de tus ilusiones más azules, venga. ¿Fue entonces que ya empezaste a sentirte incómodo a la sombra de los principios fundamentales e inmutables?
—Ésa es una historia muy larga, sobrinita, y puede esperar. Habrá sorpresas.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo que hace treinta años ya quise bajarme del carro.
Mariana arrugó el ceño.
—¿De veras? No esperaba oír eso. ¿Y qué te impidió hacerlo?
—La enfermedad de Sole. Pero creo que deberíamos ahorrar a tus lectores los detalles de una crisis que ni yo mismo, todavía, tengo muy clara…
—Me hago un lío de fechas, tío. ¿Cuándo empezaste a dudar de una ideología que no era más que un amasijo de intereses de clase, por decirlo con tus mismas palabras de hoy? ¿Antes o después de casado? Es decir, ¿antes o después del braguetazo?
—La apreciación es incorrecta.
—¿Por qué? ¿Acaso tu boda no formaba parte de ese amasijo de intereses? Y conste que la idea no es mía, es lo que opina la gente: ¿nunca oíste en el pueblo ningún comentario sobre tu casamiento con una Monteys? Eras tan guapo, tan irresistible…
—Si lo oí alguna vez, lo olvidé. Tu calumniado tío se casó por amor.
—Bien, ya estás casado. ¿Satisfecho con tu cargo oficial? ¿Cómo era tu trabajo en la Sección de Ediciones?
—Discusiones con Chema todo el tiempo. Se estaban pisoteando una lengua y una cultura y yo no estaba de acuerdo. Disentía del partido en muchas cosas, ya no celebraba el 18 de julio con luminarias ni parabienes… Cuando me decidí por fin a dejarlo, llevaba mucho tiempo disimulando ante mis superiores y ante la propia Sole, tejiendo entre ellos y mi vida conyugal una red de triviales miserias. Por ejemplo, vestía el uniforme lo menos posible. Tu tía lo notó, adivinó lo que me pasaba. Leyendo mis artículos en los diarios, ella siempre descubría alguna frase desencantada, un amago de desilusión. No sé exactamente cuándo empezó aquella rabia sorda, aquella vergüenza. Al salir de la oficina o de alguna recepción oficial, ocultaba la boina roja en el bolsillo, la estrujaba, la sentía en mi mano como un pájaro muerto… Y camino de casa, viendo las puntuales cloacas de la calle Aragón bostezar a mi paso, más de una vez estuve tentado de desprenderme del pequeño cadáver.
—El pequeño cadáver, qué bonito, tío.
—Un año después de enterrar a mi padre me decidí por fin a dar el gran paso…
—¿Por qué lo has mantenido en secreto tantos años?
—No lo vas a creer, nadie lo va a creer.
—Adelante, ex combatiente, engrasa tu viejo máuser y otea el horizonte del dilema.
—La primera persona en saberlo tenía que ser mi mujer, y yo sabía que mi decisión le causaría un disgusto de muerte. Sole era una activísima y fanática instructora de la Sección Femenina, en cuya delegación provincial trabajaría durante más de quince años. Vivía entregada a una militancia tenaz, a unos ideales que juntos habíamos compartido siempre. Para un soñador vencido (un soñador ni fuerte ni despiadado, lo contrario de lo que yo quería ser entonces) la idea de ver a Sole enfrentada a este tipo de infidelidad era insoportable. Llevaba la insignia del yugo y las flechas bordada incluso, es un decir, en los camisones.
—Que me troncho, tío.
—Junto con sus amigas íntimas Lula de Soto, Araceli Elola y Vicky Prada preparaba a las chicas de la S. F. y organizaba programas de actuaciones, actos de solidaridad y visitas oficiales. Seleccionó el grupo catalán que integró en el año 48 los Coros y Danzas…
—Todo eso ya lo sé. Al grano, por favor.
El botón, duro y caliente, se había encogido en sus dedos, olvidado. Carraspeó:
—Pues verás lo que pasó… A principios del 43, cuando llevábamos casi dos años de casados, yo tenía muy meditado el asunto. Eran aquellos días desconcertantes en todo el mundo, nos llegaba el hedor espeso y dulzón de los hornos crematorios, la bota nazi seguía aplastando algo en mi conciencia…
—Hala, exagerado. ¿Fumas?
—Paso. Pero no pensaba en eso entonces, supongo. Yo tenía escrita mi carta de dimisión y esperaba a José María Tey en mi despacho. Antes de enfrentarme con la jerarquía local, quería hablar con Chema; luego me iría a su casa, me armaría de valor y hablaría con Sole. Fue entonces cuando ella me llamó por teléfono. Estaba sola en casa, tu madre se había ido a Madrid. Con la voz muy fatigada me preguntó si tardaría mucho, no se encontraba muy bien. Le dije que llamara al médico, pero ya lo había hecho. Algo en su tono me alarmó. No esperé a Chema y me fui a casa con la carta de dimisión en el bolsillo. Aún me veo entrando en el dormitorio, mi sobresalto al ver a Soledad en la cama, muy pálida, con el camisón rosa y el pecho agitado, y a su lado al anciano doctor Godoy, quizá le recuerdes, era íntimo de la familia…
—Murió cuando yo era muy chica. Sigue.
—No hay mucho más. El aspecto de Sole me asustó. Hablé con Godoy y decidí, en vista de que ella estaba muy enferma, aplazar mi decisión. En cuanto a la carta, no quise echarla al correo hasta ver a mi mujer repuesta… Bien, ¿qué hora tenemos, sobrina?
—Temprano. ¿Qué pasó luego?
—Otro día te lo cuento. Puedo adelantarte que la enfermedad de tu tía no era esta vez una gripe, a las que siempre fue propensa. Y fin de capítulo. Necesito poner en orden los recuerdos… Si quieres, pasemos a otra cosa, te concedo un minuto.
—Me obligas a recurrir de nuevo a la chismografía: ¿es verdad que hiciste muy desgraciada a la tía, sobre todo en este pueblo?
—Deberías saber que un hombre público como yo, además de ser aborrecido, es calumniado.
—¿La hiciste feliz, entonces?
—Digamos que no defraudé su romántica adhesión al sistema.
—Cortemos el rollo. —Tiró la colilla por la ventana y añadió—: Un pis.
Lo que parecía una incoherencia verbal era tal vez un aviso, pero él no atendió. El brazo le dolía y le asombraba su alcance: desde hacía rato, Mariana había resbalado casi del todo en el lecho emparejándose con el fotógrafo lirón, cuyo cuerpo él notaba —un calor palpitante, más que una forma— comprimido entre su espalda y su sobrina.
De pronto vio a Mariana saltar desnuda de la cama, por el otro lado, y la sangre se le heló en las venas. Por supuesto que no fue eso lo que le turbó, aquella natural falta de pudor, sino el detalle extraordinario de que su mano exploradora, aun cuando la muchacha ya no estaba a su alcance, seguía en contacto con su pecho bajo la sábana… Tuvo la pavorosa sensación de que le habían arrancado la mano y de que esa mano seguía asida al cuerpo de su sobrina, allí de pie a dos metros de distancia.
—¿Qué pasa, tío, ya no tienes sueño?
En medio del vértigo, replegó la indecorosa garra ya estupefacta (¿qué demonios había estado palpando?), la hundió en el bolsillo del batín y se incorporó como un sonámbulo. Bien, se dijo, éste es el fin de mi titubeante carrera de viejo depravado.
—A propósito —balbuceó por no estar callado, encaminándose hacia la puerta con un sudor frío en la espalda—. ¿Estabas en Madrid cuando murió tu tía? ¿La veías con frecuencia?
Al volverse, Mariana esperaba ante él con un flamante cepillo de dientes metido en la boca y una urgencia de colegiala en la alocada entrepierna. Pero su tío, absorto, le impedía el paso con el brazo cruzado en la jamba, simulando aplomo.
—He parado poco en casa, últimamente —suspiró ella—. La tía no me tenía mucho afecto y además vivía lejos. Cuando murió yo estaba en Ibiza.
—Ah.
—Perdona, me muero de ganas de hacer un pis.
Clavado en la puerta, todavía trastornado, Forest se precipitó a un lado para dejarla pasar:
—Ah.