Había dejado atrás la adolescencia retraída en el pueblo, la traición al mar y al oficio paterno; había narrado la huida del hogar en el 34, el duro aprendizaje en un periódico de provincias y el decisivo salto a Barcelona; había descrito la sórdida pensión del Paralelo, evocado el hambre como una entidad literaria, los estudios inacabados de Derecho, los sueños febriles y la magnificada soledad; había confesado después, dialécticamente instalado en la duda, su adhesión juvenil al esfuerzo bélico-heroico y su bautismo de fuego (que vergonzosamente acababa de sustituir por una humilde caída en las letrinas del destacamento, rompiéndose la pierna), la convalecencia en un hospital de Pamplona y la amistad entrañable con José María Tey, aquel espíritu quimérico que escribía sonetos en su pierna escayolada, que le empujaría otra vez al latín y que le llevaría a Burgos a trabajar con él en los Servicios de Prensa y Propaganda; había evocado los primeros contactos con los camaradas plumíferos de la zona nacional, unidos en la esperanza de una patria asuntiva y superadora, y los primeros artículos en revistas y diarios, el primer cargo de responsabilidad y el primer libro de relatos de guerra que dio a la imprenta; había revivido puntualmente la emoción del regreso a Barcelona, pisándole los talones al general Yagüe por los altos de Pedralbes, la ayuda a Tey en la instalación de los servicios provinciales, los complejos acuerdos con los intelectuales catalanes y con las imprentas, editoriales, cinematógrafos y bibliotecas que habían de trabajar desde entonces para Editora Nacional. También había reinventado fielmente aquel piso profundo y musical de la calle Aragón y el primer encuentro con las hermanas Monteys, con sus chales morados, sus ojos pesados de sueño y el erguido resplandor de sus pantorrillas enfundadas en medias de luto; y la habitación que le destinaron frente a la que había pertenecido al hermano muerto en los despeñaderos de la Sierra de Cubilfredo, y que seguía mirándose desde el más allá en un retrato con marco de plata sobre una mesita-altar del pasillo, sonriendo con la boina ladeada sobre la ceja y las solapas subidas de la trinchera negra; y las largas veladas en el salón con la animosa viuda y sus hijas, evocando para ellas una y otra vez los altos ideales y la camaradería del heroico caído en los Pirineos con las tropas de Navarra, y la discreta pero elocuente cojera que enternecía a las dos hermanas, el amor, la boda, el viaje a Italia… Finalmente había consignado, en barrocas parrafadas interminables, las primeras decepciones en su oficina de la Delegación, los primeros roces con José María Tey y su intolerancia, los amargos y reiterados fracasos al querer publicar autores vernáculos, al intentar imponer su voluntad de reconciliación y de respeto para con una lengua y una cultura que estaban siendo pisoteadas…
No dejaba por ello de asumir pecadillos de vanidad, no negaba que también se había aprovechado algo de la situación. En una cinta se escuchó:
—Mea culpa por haber dado a la prensa, en esa época de silencio y vejaciones para tantos admirables talentos, cierto librillo de poemas cuyo título haré bien en callarme, desbocado romance de caballería que hoy yace justamente en el desván del olvido, aunque al autor le gustaría salvar de él cierto cordón épico-lírico tendido al latín…
En este momento, el memorialista creyó percibir en el aire un suave olor a pegamil. Le llegó la voz de Mariana desde el pie de la escalera:
—Tío, cuando salgas a pasear avísame. Haremos unas fotos.
—Está bien.
O tal vez a carroña, un dulce olor a carroña que Mao habría escarbado por ahí, en la playa o en el jardín.
—Estaré en mi cuarto —añadió Mariana—. Me llamas.
Miró en el interior de la vieja máquina de escribir, el altísimo teclado de la Underwood. Recordó la vez que un ratón diminuto quedó atrapado en este teclado y murió, esparciendo por el estudio un nauseabundo olor cuyo origen él tardó horas en localizar.
Trabajó hasta el atardecer, con tres incursiones moderadamente alcohólicas a la cocina, la última acolchada con queso y jamón dulce. Más que redactar, lo que hizo fue consultar cintas que había grabado tiempo atrás. Porque necesitaba convencerse primero a sí mismo, sus borradores eran en primera instancia orales, lentas y entonadas grabaciones, pacientemente silabeadas y reiterativas, cíclicas, una frecuentada memoria que conservaba en cintas clasificadas y apiladas en los estantes de libros que forraban las paredes del cuarto a manera —le gustaba pensarlo— de material aislante contra el dudoso presente, y que se prolongaba a ambos lados del pasillo hasta alcanzar la puerta de la terraza, en el otro extremo de la casa. Con frecuencia acudía a este bosque de recuerdos enlatados para repescar un nombre o una fecha olvidada, y al escucharse de nuevo, a veces, detrás de su voz pretérita creía detectar una vaga presencia audible. En las grabaciones más antiguas le parecía escuchar a un desconocido: no recordaba su propia voz ni lo que contaba, pero sí el modo de contarlo. Preocupado siempre por cuestiones de tono y ritmo, dualidad que en definitiva era la única capaz de transmitir la verdad y la vida a lo narrado, pensaba él, su oído registraba furtivas modulaciones, matices que sólo podían haber dictado la prevención y el recelo. ¿Habría intuido ya entonces, al registrar estos hechos para salvarlos del olvido, la malignidad del virus que un día había de corroer la artificiosa escenografía, el implacable reverso de la memoria?
Revisando viejas anotaciones en los pequeños blocs de tapas negras, donde nombres y direcciones reales —pero olvidadas— se mezclaban con relampagueantes recordatorios de acontecimientos ficticios, mustias metáforas, sueños y fermentaciones pretéritas de una prosa taimada y arrogante, advirtió la reiterada presencia de una furgoneta azul de reparto de coñac, la imagen casi subliminal de un faro ciego bajo la lluvia y una cabina de cristales velados, sin nadie al volante. Curiosos detalles de la misma visión espectral sobre el húmedo asfalto se repetían, mal esbozados, a veces indescifrables, a lo largo de una década de anotaciones. ¿Una veleidad lírica, transcrita en noches de euforia alcohólica? No sabía lo que podía significar, pero le fascinó. Decidió repescar la imagen, trasladándola al margen de un folio mecanografiado… Luego le venció la fatiga y lo dejó.
Poco después, en el vestíbulo, mientras escogía el bastón para el paseo, llamó a Mao. Pero el perro no dio señales de vida, y tampoco su sobrina.
La encontró más allá de los últimos apartamentos de la playa, sentada en el tronco de una higuera medio enterrada en la arena de la rompiente. En el viejo Sanatorio, cuya destartalada terraza invadían la arena y los rastrojos, había niños jugando y un hombre dormía en la rampa con un periódico en la cara y las manos en la nuca.
—¿Y Mao? —dijo Mariana.
—Debajo de alguna cama, apestando. Creo que ha comido carroña. ¿No querías hacer fotos?
—Se están haciendo.
Forest se volvió. A unos cincuenta metros, agazapado entre las dunas, Elmyr disparaba su cámara apuntándole con objetivo telescópico. Se aproximaba, retrocedía, evolucionaba en torno a ellos. Forest se sentía incómodo. Mariana se interesó por sus primos, que no veía desde hacía seis años.
—No sé —dijo su tío—. El mayor posee, al parecer, un notable y aburrido cerebro de computadora. Sigue en Alemania, con su lío nuclear y conyugal. Ya ni me escribe. El pequeño hace publicidad y gansadas, vive en el piso de Vía Augusta con esa cabra loca, con su barba piojosa y sus pantalones tejanos de entrepierna ajustada, como si aún tuviera dieciocho años.
Caminaba de prisa, perseguido por el objetivo. Se quitó las gafas y las limpió con el pañuelo. Mariana dijo:
—Verás qué bien. Haremos una cosa en la línea escritor acosado por sus fantasmas, con el mar, el viento, la soledad y toda esa gaita.
Lamentó la ausencia del perro, el reportaje habría resultado más testimonial.
—¿Te sirve éste? —dijo Forest sonriendo.
Ella sólo vio al niño que se acercaba por la orilla arrastrando una vieja correa con el collar y un cascabel en el extremo, dejando en la arena un surco que las olas barrían con premura. Llevaba un slip naranja sucio de alquitrán y las rodillas manchadas de mercromina. Era nieto de Tecla, según supo después, y huérfano de padre. No tendría más de seis años. A juzgar por la trayectoria de su mirada, muy por encima de la correa del animal, éste podía haber sido enorme, casi tan alto como él y probablemente lobo. La muchacha admitiría más tarde, comentando el insólito caso con su tío, que también ella llegó a sugestionarse al tener que acariciar a un perro de incierto pelaje, raza dudosa y color ninguno, y que incluso creyó oírle ladrar. Ahora, mientras se acercaba el crío, Forest le contó brevemente la maravillosa historia, la ilusión enfermiza del niño por tener un perro, cómo había envidiado a los otros niños que tenían esta suerte, cómo intentó una vez robarle un dálmata al hijo de un veraneante y cómo dio siempre la murga a su madre y al vecindario; y que un día encontró al chaval en casa, mirando entristecido una vieja correa de Mao colgada en el perchero, y se la regaló, inventando juntos ese perro invisible que el niño sacaba todos los días a pasear y mostraba orgulloso a sus compañeros, y que ya todo el pueblo conocía.
—Hola, señor Forest.
—Hola, David. Ésta es Mariana, mi sobrina.
Ella le despeinó cariñosamente. David dio un fuerte tirón y el collar vacío revoloteó.
—Quieto, Centella. —Grave, oscuro como el barro y muy tieso, alertado, sujetaba firmemente la correa con la mano pequeña y nerviosa, tan sucia que se confundía con las primeras sombras de la noche—. No tengas miedo, no muerde.
—Ya veo, ya.
Al tironear la correa, sonaba el cascabel. Trotando alrededor de ellos, ahora con una sonrisa burlona que a veces intercambiaba con Mariana, el escurridizo fotógrafo seguía disparando su cámara. Cuando Mariana iba a echarse a reír del chico, la cansada mirada azul de su tío fija en aquel fantasma, atenta y considerada, la contuvo. Desconcertada, corrigió la dirección de sus ojos y escogió la misma referencia en la nada, la misma fijeza y consideración, y entonces, por seguir el juego, esquivó una hipotética embestida de los blancos colmillos y retrocedió de espaldas a la orilla, donde el velo rosa y malva del agua alcanzó sus pies desnudos. Sintió la marea ciñendo fríamente sus tobillos y en seguida la porfía del agua en retroceso socavando la arena bajo sus plantas, creando un vacío vertiginoso que repercutió en su mente.
—A mí fotos no —dijo a Elmyr con un agobio—. A mi tío.
—A Centella también le gusta bañarse —dijo David correteando por el agua—. Nada muy bien.
—Pero ya te dije que los baños de mar no son buenos para su pelo —advirtió Forest—. Y tampoco para sus oídos.
Al despedirse David, Mariana extendió el brazo y, ondulando suavemente la mano en el aire, trazó una silueta en el vacío, una parábola de caricia en descenso sobre el supuesto pelaje del perro.
—Adiós, Centella, perro bonito…
Su tío observó ese gesto voluntarioso e imaginativo con una expresión —según ella pudo captar de reojo— mucho más afectiva que irónica, casi con ternura.