—Hablemos de tu sistema de trabajo. ¿Utilizas algún tipo de guión para redactar las memorias?
—Un diario íntimo que llevé, bien que mal, del 39 al 57.
—¿Podría consultarlo?
—No, jovencita, lo siento.
—Está bien. Veamos. Nacido en 1916, en Calafell, provincia de Tarragona. Metro ochenta, rostro afilado, ojos azules, pelo estirado y canoso y una leve cojera en la pierna izquierda… Herida de guerra, ¿no? Ven, tío, siéntate a mi lado, junto al magnetófono.
—Fue un accidente. No tiene el menor interés.
—Pero la convalecencia sí, fue muy decisiva en tu vida.
—Según. Luego veremos eso. Por el momento deseo aclarar que esta cojera no proviene de mi vieja herida del frente…
—Vamos por partes. Antes de convalecer en un hospital de Pamplona, ¿es cierto que Luys Forest trabajó para el SIFNE, que dirigía Bertrán y Musitu desde Biarritz?
—¿SIFNE…? Dame las cerillas. Deberías encender la luz del techo, sobrina.
—Así está bien. Facilita la confidencia.
También él intuía que la penumbra era propicia, pero aún no sabía a qué. El cuarto olía a una variedad pagana de incienso. Se sirvió el segundo whisky, esta vez sin hielo, y dejó la botella sobre el escritorio. Renunciando, no muy convencido —ciertas confesiones sólo resultan creíbles rendidas de pie—, a seguir paseando, se sentó al borde de la cama de Mariana, que recostaba la espalda en la cabecera, fumando. Ahora él tapaba con su cuerpo la leve claridad lunar que entraba por la ventana, ensombreciendo aún más a la muchacha, de la cual sólo distinguía las brillantes pupilas y los hombros desnudos. Con la sábana liada al cuerpo, como si saliera del baño, Mariana tenía las rodillas alzadas y sostenía un bloc y un bolígrafo que aún no había usado.
—Servicios de Información del Noroeste de España —dijo ella con sorna—. La nacional, claro. Venga, tío, no te hagas el longuis. ¿Es cierto que fuiste agente doble en Marsella, desde donde informabais a Burgos del movimiento de barcos con suministros para la zona republicana?
—Oye, ¿seguro que este cacharro graba? ¿Dónde está el micro?
Mariana corrigió la posición del aparato sobre la almohada, junto a su cadera.
—No tiene. Acércate más, que no muerde, ni yo tampoco… Venga, te he hecho una pregunta.
—Yo apenas me moví de Burgos y de Salamanca. Mi estancia en Marsella se debió a razones estrictamente periodísticas, profesionales. Pero tú no te has propuesto hacer una entrevista, criatura diabólica, sino una acusación en toda regla.
—Habla más alto, por favor.
—Lo vamos a despertar. —Señaló el bulto a los pies del lecho, el enredo de la colcha roja bajo la que asomaba una pierna de piel tersa, lampiña.
—Está como un tronco. Háblame de los catalanes de Burgos, de la pandilla con unidad de Destino y toda esa gaita.
—Muy serios, muy emprendedores.
—¿Cómo te ves tú en Burgos en el 36?
—Era un muchacho flaco, de palabra ardiente y mirada inflamada, supongo. Me veo con un uniforme como de chófer de casa de postín, las polainas atadas con cintas y corchetes hasta las rodillas, pantalón de montar azul y camisa del mismo color…
—Muy mono. Quedamos en que regresaste a Barcelona a finales de enero del 39. Dirigías la colección «Crónicas» de Ediciones Jerarquía, sin ningún entusiasmo, según dices. ¿Sabías ya entonces que tu padre estaba preso?
—Me enteré al llegar.
—¿Y que lo habían torturado?
—No.
—¿Qué hiciste al saberlo?
—Todo eso lo cuento en el capítulo que mañana pasarás en limpio.
—Hazme un resumen.
Echado sobre un codo, Forest vio por encima del hombro cómo el fotógrafo reptaba lentamente, bajo la colcha, hasta colocarse entre su espalda y la cadera de Mariana. Una de las piernas del núbil muchacho quedó cruzada sobre la de ella, que ahora se había dejado resbalar un poco como si quisiera favorecer ese contacto. Sin embargo, su expresión concentrada, ausente, no revelaba el menor signo de sensibilidad. Ni siquiera poco después, cuando la mano pequeña y lívida se posó en su cadera y empezó a frotarla con reflexiva parsimonia, notó Forest en la cara de su sobrina la menor señal, no ya de complacencia, sino de percepción. Ella se ladeó, indiferente, y atrapó la taza de té en la mesilla.
—Por aquellos días —decía Forest— yo andaba muy ocupado en organizar los servicios de Propaganda. Teníamos las oficinas en la Diagonal, junto al Paseo de Gracia, y en las primeras semanas de la ocupación el trabajo era enorme. Pasó casi un mes antes de que pudiera viajar a Calafell. Supe que mi padre estaba en la Modelo, y en seguida movilicé mis influencias. Pero no pude sacarle hasta mucho después, y ya fue demasiado tarde… ¿Por qué te atiborras de té, sobrina?
—Me coloca. ¿Dónde vivías, en la Barcelona ocupada?
—No era fácil encontrar alojamiento. Me habría gustado el Ritz, pero estaba al completo con la plana mayor del ejército. Por mediación de José María Tey me vi obligado a aceptar la hospitalidad en una casa de la calle Aragón. Varios miembros de la Delegación de Prensa y Propaganda conseguimos alojamiento así, gracias a la amabilidad de algunas familias… El resto ya lo conoces. La dueña de aquella casa, viuda de un prestigioso fabricante de papel, sería tu abuela Isabel, y una de sus hijas, la mayor, tu tía Soledad Monteys, que había sido medio novia de José María Tey; la otra es tu madre, que ya entonces escribía unos finísimos artículos sobre decoración y muebles antiguos en la revista Vértice…
—Ya sé. Háblame del piso de la abuela. ¿Te pareció, la primera vez que lo viste, un piso de ricos?
—No sé a qué te refieres. Tu abuela era ciertamente muy rica.
Mariana sonrió, echando la cabeza atrás con los ojos cerrados. Forest pudo distinguir, mediante un leve desplazamiento del torso que dejó pasar la luz de la ventana, la furtiva mano ahora en su pecho y el pezón rebrincando entre los dedos. Pero ella ni caso. La mano del fotógrafo se inmovilizó de pronto, como dormida.
—A ver si nos entendemos, tío. Tú eras un don nadie, hijo de pescadores…
—Lo era y lo soy.
—Pues eso. ¿Sabías que la abuela era rica, antes de hospedarte en su casa?
—Bueno. Chema me había hablado de las hermanas Monteys. Y en Pamplona había conocido al otro hermano, Enrique, que luego moriría en el frente. Pero insisto: ¿qué especie de maligno reportaje estás tramando?
—Recojo datos, eso es todo. Sigamos. ¿Quieres que vaya a por hielo? Vuélvete, tío, así no te veo la cara.
—Debería irme a dormir. Son más de las dos, este cigarrillo tuyo apesta y estoy cansado.
—Por favor. —Sopló la brasa del cigarrillo, blando y chisporroteante, y se iluminó su cara—. Una vida tan apasionante.
—No te hagas la ingenua conmigo. Tu madre ya me advirtió que venías preparada, que sabes todo de mí… Y si no recuerdo mal, hiciste la tesina sobre mis libracos.
—No cambies de tema. Vamos hasta la boda y la primera crisis de conciencia, sé que estás deseando hablar de eso. Pero antes dime, ¿cómo era el hogar de las señoritas Monteys?
Probablemente Elmyr se había dormido otra vez. Su mano, yerta, resbaló hasta el regazo de Mariana y se ocultó de nuevo bajo la colcha roja. Lo mismo que antes, ella no pareció darse cuenta. Su tío, mientras evocaba con displicente voz aquel profundo piso del Ensanche, lleno de plantas olorosas y muebles estilo japonés, con profusión de laca y de nácar, veía caer sobre el borroso seno, que el borde de la sábana dejaba casi al descubierto, la lenta ceniza del cigarrillo junto con alguna chispa desprendida de la brasa. Llegó a pensar que, tal vez, a estas horas de la noche, los efectos de la hierba potenciaban otra clase de sensibilidad, más anímica y sutil.
—Recuerdo también un gran tiesto de hierbabuena en la entrada. El piso estaba siempre en una penumbra, o así lo veo hoy, siempre con los balcones cerrados sobre la calle Aragón, sobre la zanja por la que entonces pasaban los trenes. Nos defendíamos del hollín, de los silbidos, del trepidar de los vagones… y, naturalmente —añadió con una sonrisa que ella no captó—, de los rojos y los masones que aún quedaban.
—¿Qué fue lo que más le impresionó al provinciano ambicioso que eras al entrar en aquella casa por vez primera?
—El olor a cera del piso y un efluvio picante de trementina en la caoba, un excitante olor a limpieza, a orden, a esmero en los detalles.
—Perfecto. ¿Cómo era la abuela Isabel?
—Delgada, pulcra, amabilísima. Entonces tendría unos cincuenta años. Una mujer notable. Tras el luto ocultaba un espíritu bullicioso, extravagante y sarcástico.
—¿Cómo enamoraste a la tía?
—Lo ignoro por completo.
—Volvamos atrás. ¿Cómo era tu vida de huésped en la respetable mansión de los Monteys?
—Veo un joven introvertido y algo fúnebre, con un volumen de Garcilaso eternamente pegado al sobaco, una camisa blanca abierta a lo Byron y una cojera añeja, romántica. Un tipo más bien insufrible, me temo. No te será difícil deleitar a los cándidos lectores de tu revista presentándome en aquel saloncito en penumbra al acecho de las señoritas Monteys, dormitando en el sillón orejero con un libro en las manos, la pupila desbocada y una discreta tensión en la bragueta. Puedes describirme así, si quieres, y con su pan se lo coman… Por cierto, provocaba casuales encuentros por toda la casa con ambas hermanas, aunque en esa época mis preferencias iban por tu madre. Las dos tocaban el piano y les gustaba perpetrar eso a oscuras, quizá se habían acostumbrado con las restricciones de la luz. Tu madre, por ejemplo, cada atardecer se sentaba al piano con su desfalleciente J’attendrai y su chal morado echado sobre los hombros, que invariablemente, en los últimos compases, resbalaba y caía al suelo, lo que me permitía acercarme a ella cojeando elegantemente e iniciar alguna frase desenvuelta…
—Me chifla tu estilo, tío.
—Así pues, no tengo inconveniente en confesarlo: me aproveché de mi patética condición de huésped solitario y sin medios de fortuna, de héroe de la guerra, de mi bastón y de mi calculada leve cojera, naturalmente falsa. ¿Satisfecha?
—Querías hacerte rico.
—Esta acusación pudo herirme entonces, hija mía, hoy me hace sonreír. Después de todo, hacerse rico no es tan difícil; lo difícil es saber serlo. Pero lo que tú quieres sonsacarme, porque algo te habrá contado tu madre, pillina —añadió palmeando a ciegas la firme cadera de la muchacha—, es otra cosa que desde luego en las memorias pasaré por alto. Y ten por seguro que no te hablaría de ello si la pobre Soledad aún viviera…
—Está bien, pesado. No lo grabo. —Llevó la mano velozmente hasta el magnetófono y pulsó una tecla—. Ya está. Pero acércate. ¿Estás cómodo? Apóyate en mí, sin vergüenza, hostia. ¡Con la mala fama que tenías en la familia! ¿Cuánto hace que no traes mujeres a esta casa?
—Dejemos eso. En compensación, tomaré un trago más… ¿Dónde estábamos? Ah, sí. Tu anciano tío Luys no niega que desplegó ante las señoritas Monteys una sutil estrategia sentimental. Hoy ya no está de moda eso…
—Hablemos a calzón quitado, tío. ¿Estarías dispuesto a admitir que se trató de un braguetazo?
—Estaría dispuesto, guapa, si estuviera seguro. No lo estoy, como en tantas cosas. Por otra parte, mi romántica estrategia no tardó en revelarse innecesaria y risible. Las hermanas Monteys, y en especial tu tía, poseían un temperamento sexual de primer orden y pasaron como auténticas locomotoras por encima de mi poética cojera, mis sutiles asedios y mis queridos libros.
—Apasionante. ¿Es cierto que la tía te folló detrás de un piano de cola?
—Modera tu lenguaje. Era un piano vulgar y corriente. Pero dejemos tan elegante cuestión para mañana. Quiero trabajar un rato más.
Se levantó, con mal disimulada premura se ajustó los faldones del batín, luego se volvió desde la puerta. Desvelada del todo, con las pupilas brillantes, Mariana se hurgaba la cabeza con el bolígrafo y le miraba fijamente, sonriendo, mientras con la otra mano tanteaba el cuerpo de su amigo.
—Te estaremos esperando, tiíto.