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Se paseaba por su estudio —que fue el dormitorio de sus padres— esquivando obstáculos que ya no existían, golpeando pensativamente la pipa vacía contra muebles que ardieron años atrás o que aún se pudrían en el cobertizo del fondo del jardín, el alto palanganero o las fantasmales boyas colgadas del techo y las pértigas y remos que habían conformado un remoto paisaje infantil, diezmado a la muerte de su padre, y en medio del cual ahora trataba de convocar el espectro de una navaja de hermoso mango anacarado con vetas negras, cruzado probablemente sobre un cuenco lleno de espuma de jabón… Aunque, bien pensado, un afeitado en seco sería lo más adecuado, esta chica tiene razón: realismo descriptivo, estilo lacónico, sin dejar entrever la intención alegórica.

Más tarde, el temblor prolongado de la puerta vidriera rozando el umbral depositó en su conciencia la imagen de Mariana, descalza y furiosa, lanzándose a la noche con sus sobados tejanos y su blusa ceniza. Vio, a través del balcón abierto, una estrella cayendo sobre el mar. Como si obedeciera a una señal, se sentó en el escritorio. Llenó la pipa, pulsó el play y recuperó su voz de la víspera, monótona y ajena:

—Los avatares de aquellos años, que me hicieron nómada, extraño a mi propio pueblo, habían de trastornar para siempre los amigos y los escenarios de mi vida, convirtiéndome en ese buscador de mi otredad perdida, varada en el cenagoso entusiasmo de los años arrogantes. En mí se cumplió aquel deseo de Lowry: si fuera capaz, yo mismo me volvería la espalda. Por eso a veces no me encuentro, no sé lo que fue antes o después. Recuerdo, eso sí, que a la muerte de mi padre, al volver a esta casa con mi mujer, recién casados, nada estaba en su sitio: tan meticulosamente había empezado a distribuir mi olvido…

Pulsó el stop, dio marcha atrás a la cinta y borró a partir de los años arrogantes, donde ya por otra parte se interferían los ladridos del perro arañando la puerta, reclamando libertad. Estuvo grabando unos minutos más, pero no de un tirón. En las pausas, el azul desvaído de sus ojos recalaba en las viejas estanterías de libros que agobiaban el entorno del pequeño balcón abierto sobre la playa. Observó las melladas ringleras de volúmenes, enumeró los huecos, las irreparables ausencias; allí estaba el nicho que había ocupado Federico de Urrutia, flanqueado por Eugenio y Leopoldo, durante cuántos años, seguramente hasta una noche de invierno en que iría a parar a la chimenea de la planta baja. Belicosos poetas del ayer profanados y escarnecidos hoy, consumiéndose en el fuego de una furtiva noche sexual, precalentando la entrepierna sonsa de alguna complaciente amiga de mis hijos. O tal vez triturados por Mao en algún rincón.

Girando en medio del silencio, la cinta emitía un siseo, grabando nada. Forest carraspeó, desorientado. Era como intentar relatar un olvido, como tratar de recobrar, al día siguiente de una borrachera atroz, un solo acto inteligente o sensato en medio del desorden y la vergüenza. Finalmente, lo apócrifo, lo no sucedido, arropado esta vez por una densa evocación verídica, llegaría casi inadvertido detrás de la grave y cenicienta figura de su padre y de la enumeración escrupulosa de las humillaciones que yo no pude evitarle al final de su vida: el sentimiento de la derrota, el exilio frustrado, la cárcel, el hijo que milita en el otro bando. 1942, febrero. A través de personas amigas, desde los Servicios Provinciales de Propaganda, consigo por fin sacar a mi padre de la Modelo. Aún le veo sentado en este balcón, cabeceando frente al mar, los hinchados pies sin uñas en el agua salada de una palangana, dejándose abotonar la camisa por mi hermana, dejándose morir. Lo que me afectó sobremanera, mucho más que su quebrantamiento físico, fue su decadencia mental, su vertiginosa caída en una desmemoria centrífuga, como en un remolino aterrador, insoportable justamente por tener lugar en medio de lo que yo nunca hubiese supuesto: aquella paz impuesta, decretada, alrededor suyo.

Describió seguidamente el entierro en la colina, azotada por un viento bíblico, consignó las miradas acusadoras de los hombres a través de la fría llovizna, el llanto de su madre abrazada al féretro, las paletadas de cemento, y mi propia cara que, al reflejarse casualmente en el cristal abyecto de un nicho, me devuelve el dudoso consuelo de una imagen nueva: los cabellos al viento y la fina boca de dolor, y encima el labio limpio, decentemente desnudo, largo, extraño. Como último tributo a una conciencia siempre valerosa y despierta, que de algún modo yo había abocado al horror y a la locura, ciertamente no era gran cosa. Añadiré que la estúpida parodia había tenido lugar horas antes del entierro: solo frente al espejo, probándome el luto, intentaré casi con rabia recuperar esa hipotética sombra de mí mismo; he decidido por fin el día, el lugar y la ocasión, he escogido la navaja —regalo de mi cuñada— y vuelvo a ver el espejito centelleando en el jardín, colgado en el tronco del pino, mis dedos pellizcando la nariz hacia arriba y el fulgor de la hoja en su primera pasada a ras de labio. Por supuesto, no guía mi mano ninguna banalidad estética; estamos en el 42, yo tengo apenas 26 años y mantengo con mis facciones, algo crispadas y encastilladas, lo admito, excelentes relaciones. Se trata, supongo, de una forma vergonzante de desahogo (vapores del Penedés incluidos: el sentimiento de culpa me empujó a liquidar una botella de blanco yo solito), de autoescarnio, una extravagancia cuyos laboriosos pormenores aún hoy me tienen perplejo. Porque una vez afeitado el infausto bigote se me ocurre rematar el desatino juntando los pelos decapitados y pegándolos como pude, malamente y con pegamil, en uno de los luceros que campean, sobre fondo negro, en la cubierta del librito de Urrutia, edición 1938, con prólogo trompetero de Halcón. ¿Por qué esta payasada, qué sentido tiene? ¿He de confesar cuánto amé ese libro de poemas, cuánto había significado para mí?

Pero permítaseme abreviar este repertorio de gansadas. En una caja de pañuelos a cuadros que había sido de mi padre, y que lucía una rubia cabeza de caballo en la tapa, guardé el libro, la navaja y el espejo, pero la broma acabó por fastidiarme y a punto estuve de tirarlo todo por encima de la tapia. Vale. Folio sesenta y nueve, capítulo seis, intercalar en punto y aparte tercera línea.

Cuando se levantaba de la mesa sonó el teléfono. Al reconocer la voz de su cuñada, se armó de paciencia y se tumbó en la butaca. No veía a Mariana desde mucho antes de la muerte de Soledad y esperaba la reprimenda: por qué no había asistido por lo menos al funeral, por qué no llamó por teléfono al volver de Roma, siquiera para enterarse de lo ocurrido, por qué se había encerrado en esta casucha junto a un mar contaminado. ¿Cuándo acabaría las dichosas memorias?

—Te llamé a la revista, pero me dijeron que estabas de viaje. —Se excusó él, sin convicción—. Hablé con mi nuera, antes de que regresara a Alemania con Xavier, pero no me contó gran cosa. Parece que la pobre Sole se sintió mal subiendo las escaleras, no funcionaba el ascensor… ¿No iba nadie con ella?

—La tía Marta, figúrate, con sus ochenta años.

Empezaba a ver los dedos crispados en el pasamanos, la boca desencajada buscando aire y los ojos de espanto, cuando insistió la voz de su cuñada:

—Me llamó tu hijo Rodrigo. Está preocupado. ¿Qué piensas hacer con el piso de Vía Augusta?

—Que me llame él si quiere algo. De todos modos le dejo seguir viviendo allí con su chica embarazada, esa cabra loca. No pienso echarles, pero déjales que sufran un poco. No tengo nada que agradecerles excepto que se han hecho cargo del perro durante mi ausencia. Sólo estuve un momento, el tiempo justo de coger mis papeles y un álbum de fotos, y te juro que tardarán en volver a verme. Yo creo que ya no me moveré de aquí, Mari. Háblame de Soledad. Iré a Madrid y le llevaré unas flores…

—A buena hora. En fin, tampoco fue ninguna sorpresa. Últimamente se encontraba muy mal. Iré a verte el mes que viene y te contaré… Otra cosa: ¿está mi hija contigo?

—A ratos.

—¿Trabaja?

—Sí.

—Menos mal que me ha hecho caso. Te prevengo que es un bicho y que no respeta a la vieja guardia.

—Pues ya tiene a quien parecerse.

—No, no es como yo. De su madre sólo ha heredado la costumbre de pasearse por la casa tal como vino al mundo.

—Curioso.

—Ten cuidado, que va con mala idea…

—Es una chica extraña, maravillosa. —Cambió de tema—: Oye, Mari, ¿verdad que fue en el 42 que me regalaste una navaja de afeitar?

—No recuerdo haberte regalado nunca una navaja de afeitar.

—Que sí. De mango anacarado, con vetas negras.

—No…

—Procura recordar.

—No sé. En fin, si tú lo dices.

—Seguro.

—Pues bueno. Volviendo a Mariana, me han dicho que ahora sale con un pintor o algo así, un depresivo que se droga y sólo habla de suicidarse, figúrate, ella, que en depresiones me gana hasta a mí… —La voz retrocedió detrás de un creciente fragor de arena, hubo una pausa en la que sólo zumbaba la distancia o la nada, y luego volvió—… epiléptico y oligofrénico de primer grado, si aparece por tu casa lo echas sin contemplaciones. Prométeme que lo harás, Luys. Vigílame a Mariana, me tiene muy preocupada…

Él no tenía la menor intención de vigilar a nadie, pero dijo que sí para terminar antes. Después de colgar el teléfono, sacó la cinta del magnetófono y bajó con ella al cuarto de su sobrina. Era la medianoche pasada.