3

De pie en el balcón, Forest veía avanzar la espuma repetida de las olas. Ahora apenas podía entrever a los rituales bañistas del crepúsculo penetrando despacio en el mar adormecido, sólo presentía sus cuerpos sonoros y sus voces esbeltas a través de una tupida red de referencias y recuerdos.

En este momento, la nueva posibilidad de salvarse le alcanzó como el rayo. Descomponiendo el ademán vagamente escuadrista, volvió la espalda a la dilatada rompiente que ya era presa de las sombras y abandonó el balcón para sentarse en la mesa escritorio. Agazapado bajo el cono de luz del flexo, empuñó la pesada y suntuosa estilográfica y la suspendió unos segundos sobre el folio 69. Persistía el agarrotamiento dorsal, como si esperase una agresión por la espalda o una llamada preventiva de alguien.

—¿Tú qué opinas, Mao? —dijo sin volver la cabeza—. ¿Lo hago, me consideras facultado para hacerlo?

El joven podenco, de un lustroso color canela, abandonó la estera donde yacía y salió del cuarto sin dignarse mirar a su amo. Llevaba entre los dientes un triángulo del Tangram. Quedó en el pasillo el tintineo cristalino de sus pezuñas alejándose, salpicando un silencio enmohecido por el rumor del oleaje. Domesticado y pensativo Mao, pensó, despistado cazador: por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas. Ofuscada la memoria de viñedos y olivares, perdido el rastro y mermado el olfato en un ámbito inhóspito, reinventaba el vasto paisaje genético y las solariegas distancias trastocando objetos de la casa, con preferencia las prendas de vestir y los folios arrugados que todavía crujían en la papelera. Aunque inviertas la página, se dijo el historiador, seguirá siendo la 69.

En su mano enjuta y tabacosa, la prestigiosa pluma tachó cinco líneas mecanografiadas y luego se deslizó sigilosamente hacia la blanca orilla del folio, llevando ya el cáncer en su tinta.

Así, al introducir en las memorias la segunda falacia, alterando un dato trivial (la fecha, el lugar y la ocasión en que se afeitó el bigote para siempre), Luys Forest se adentró sin remedio en el juego de buscarse a sí mismo en el otro recuerdo sin fechas, espectral y frágil, sostenido con invenciones, de lo que pudo haber sido y no fue. Quiso creer, en un principio, que era una simple licencia poética, coqueterías autobiográficas de interés relativo (¿a quién podía importarle, después de tanto tiempo, que adelantara en quince años la defunción de un bigotito cursi, o si la fantasmal cicatriz en un emblema ya borrado por el tiempo y olvidado la causó un niño con su arco y su flecha de varillas de paraguas o una pistola Astra?), pero no tardó en darse cuenta que todas apuntaban en la misma dirección, y eso le reveló la verdadera naturaleza de tales artificios: se trataba de un ajuste de cuentas con el pasado, que no cesaba de importunarle. Consideró que, en el peor de los casos, en el supuesto de verse un día desmentido por un lector avisado, cualquier amigo (pero qué pocos le quedaban ya) o conocido de aquellos años, un pariente, su propia cuñada o incluso fotografías suyas hechas entre el 42 y el 57, siempre podría alegar un desgaste de la memoria, un error de fechas.

De todas formas, pensó al levantarse de la mesa, no hay que abusar de estas artimañas. Se quitó los tapones de cera de los oídos y los guardó en la cajita roja. Iba descalzo de un pie. Ese ladrón de Mao, que lo trastoca todo. Debajo de la silla vio, en vez de la sandalia, una braga amarilla asombrosamente diminuta. No la tocó. La estuvo mirando un rato y no sin alguna prevención, como si se tratara de una alimaña agazapada a la espera del descuido, del error propicio, y recordó que tenía que despertar a su sobrina.

Deslizando la punta de los dedos a lo largo del pasamanos de madera barnizada, escaleras abajo, contabilizó las dentelladas del perro; siete, una más que ayer. Al pie de la escalera, en el vestíbulo, estaba la sandalia de suela de corcho. La calzó, cruzó el comedor en penumbra, entró en la galería y entornó la puerta vidriera que daba al jardín. Cuatro amplios escalones de ladrillo rojo, alabeados y mohosos, subían desde esa puerta hasta el desnivel del jardín bajo una frondosa rama de eucalipto. Al fondo, más allá del viejo almendro, yacía entre las altas hierbas un bote con el casco desfondado, roída la borda y remos a la ventura y rotos. Alguien, probablemente el amigo de su sobrina, ese retraído y diabólico fotógrafo al que aún no había oído pronunciar una palabra desde que llegó, lo habría arrastrado hasta allí desde el cobertizo para pintarle en la quilla un gran ojo almendrado e inocente de dibujo escolar, azul y sin párpado, y un nombre (sugerido sin duda por Mariana) en letras también azules: Lotófago.

Llamando a gritos a Mao, Luys Forest alcanzó el extremo de la galería, se paró en el umbral de un cuarto oscuro y escrutó su interior con recelo, olisqueando la menta. Al comprobar que Mariana no dormía con su amigo, dejó de vociferar reclamando al perro, cuyo paradero en realidad le tenía sin cuidado. La última vez que vino a cumplir funciones de despertador sin tomar ruidosas precauciones, se llevó enredada en los párpados una visión furiosa y quemante: el muchacho tumbado boca arriba y jadeando, con las pálidas rodillas emergiendo oscilantes en la sombras, y Mariana cabalgando desnuda sobre su pecho, con la boina hasta las cejas y las manos crispadas en la cabecera de la cama. El largo espasmo ya transformaba su cuerpo en un garabato extraordinario, poderoso e irrepetible. En aquella ocasión su tío fue discreto y se retiró.

Ahora se relajó apoyando el hombro en el quicio de la puerta.

—¡Arriba, clara Mariana, que ya brillan los luceros! —De Urrutia, asoció oscuramente: aquella portada del libro con los cuatro luceros, ¿1938, Burgos?—. ¿Me oyes, dormilona? Levántate.

Entrevió a la muchacha enredada en la sábana, desperezándose. Al pie del lecho se retorcía un bañador lila sucio de arena.

—Veo que por fin te has decidido a tomar el sol…

—Es de Silvia —bostezó Mariana—. Hola, Presente. ¿Qué hora es?

—La del alma. Pero tus amigos del cuerpo te esperan. Me dijiste que te llamara al atardecer.

Distinguió arrimada a la pared, bajo la ventana que daba al jardín, la mesa con la máquina de escribir y los folios en desorden. La mesa, sin silla, estaba tan cerca de la cama que él siempre pensó que Mariana escribía sentada al borde del lecho. Los folios estaban numerados y Forest los apiló, añadiéndoles otros que llevaba. En la pared, sujeto con chinchetas, un joven barbudo de rasgos armoniosos y nazarenos, perfectamente aburridos —la sandia y macilenta imitación cristera que estaba de moda entre la juventud—, le miraba desde una borrosa foto acribillada con flechas. Vio en la mesilla de noche el vaso de agua con el eterno ramillete de menta, y sobre la cama el magnetófono, con el cable empalmado torpemente en el enchufe de la lámpara.

—Está desconectado, supongo.

—Nunca se sabe, tío.

—No me gustaría que ese cacharro registrara los balbuceos de un anciano frente a su deslenguada sobrina.

—Tendrás que correr el riesgo.

—Ya sé a qué huele siempre tu cuarto. A leche agria, a niño de pecho… El único olor adulto proviene de la menta. ¿Por qué tomas tanto té?

—Hum… ¡Brrrrrrrr…!

—¿Has trabajado mucho?

Mientras subía las gafas hasta su frente y revisaba los folios mecanografiados, respiró la tibieza del sueño que aún emanaba del cuerpo tumbado en la pequeña cama metálica: la nuca sobre la barra a los pies del lecho, descansando cara al techo como en un raíl de tren, como si esperara el silbido inminente con la boca prieta y los ojos helados y redondos. Asomaba por debajo de la cama una maleta de piel marrón y la boina también acribillada de flechitas multicolores.

—¿Ha llamado mamá? —dijo Mariana.

—No.

—Cuando lo haga, dile que he venido sola.

—En cierto modo, no sería ninguna mentira. ¿Por qué no me habla? ¿Dónde se mete?

Mariana no apartaba los ojos del techo y parecía leer.

—Estará por ahí, pintando el ruido del tren. Es un fotógrafo de primera, pero lo que le gusta es pintar. Ven, tío, siéntate.

—Te he traído más trabajo —señaló los folios con la cabeza—. Échale un vistazo, si quieres. Voy a comer algo.

—Corriges demasiado, pluma ilustre. No acabarás nunca.

Mientras él salía para la cocina, Mariana invirtió su posición en la cama y estiró el brazo hacia la mesa escritorio, bostezando. Encendió la lámpara, cogió los papeles y paseó los ojos soñolientos por los últimos injertos a mano, una caligrafía diminuta y astillada. Llamó su atención una larga nota al margen que serpenteaba en busca de espacio inferior en blanco, y que transmitía una forma sibilina de crispación, una tensión agazapada. De algún modo, detectó la falacia antes de empezar a leer. La nota, que ampliaba la referencia a un episodio con la fecha corregida, era conceptual y confusa:

1942, octubre. Muerte de mi padre, un miércoles asolado por el mistral que se prolongó tres días. Empeoran mis relaciones conmigo mismo. Me río de lo irreversible ante el espejo, mientras me pongo el brazal negro, de mi cara acuchillada y temerosa, de ese guapo mozo de cabellos planchados y bigotito rectilíneo: voy a cometer una solemne bobada. Ese día (leyó despacio Mariana, entrecerrando los ojos sobre la espesa caligrafía como si de ella emanara un ácido) decido borrar definitivamente de mi cara lo que hasta entonces ha sido, más que un arrogante adorno facial —de dudosa eficacia, por cierto, a juzgar por las bromas despectivas que siempre me gastó mi cuñada Mariana—, una forma estereotipada de adhesión a la victoria. Va a ser, si el recuerdo no me engaña, el segundo desahogo privado contra lo que empieza a parecerme ya entonces un ahogo general en el país. Pero aún no es la verdadera crisis de conciencia —de la que me ocuparé más adelante—, de manera que no tendré el menor escrúpulo en asistir al entierro de mi padre luciendo el uniforme y…

Oyó el escalofrío de cristales en la galería precediendo unos pasos. Su tío volvía de la cocina con una rebosante copa de tinto, un largo listón de manchego seco y la sensación digital de haber extraviado algo en alguna parte.

—¿No traía antes un cigarrillo encendido?

—No sé.

Con profusión de bostezos y estudiadas distensiones pectorales, Mariana protestó por esos injertos de última hora que la obligaban una y otra vez a picar a máquina el mismo capítulo, y que así no había forma de avanzar, y que vaya lata. Esgrimía en el aire los folios torturados con tachaduras e inserciones, y su tío la escuchaba con una atención abstraída, estrictamente sintáctica, retardada, siempre como si esperara oír adjetivos imprescindibles incluso minutos después del instante en que debían haber sido utilizados. Admitió que él era, en efecto, un fanático de la página en limpio, que no soportaba una tachadura.

—Lo malo, sobrina —añadió con voz levemente deprimida, ocultando la mitad resabiada de su sonrisa tras la copa de vino—, es que no estoy nada seguro del interés que puedan tener esos injertos.

—¿Te refieres al repudio de tu asqueroso bigotito? —Con expresión de complicidad, algo desdeñosa, Mariana agregó—: Pues está bien claro. Según eso, ya haría una pila de años que empezó a flaquear tu fidelidad a la ideología que te convocó en el 36. Tiene cierto interés antropológico, mira. Y dice mucho en favor tuyo. Yo no lo sabía, y me figuro que casi nadie. Sin embargo, ¿por qué tantas precauciones, tío? ¿Por qué no vas directo al grano? Las referencias son como muy simbólicas, confusas.

—Será que todavía creo en los símbolos —dijo él riéndose—. Me refiero a los literarios, claro. De todos modos, en el capítulo dedicado a la muerte de mi padre pienso contar esa ridícula parodia del afeitado con más realismo y detalle, precisamente para potenciar su efecto simbólico. He preferido siempre describir que explicar.

—Es más prudente.

—Oye, veo que sabes bastante de este oficio.

—Me sé algunos trucos.

—Lo que siento son esos baches de la memoria que me obligan a corregir tanto…

Había en el rincón un viejo armario de luna cuya puerta tenía la costumbre de abrirse sola sin que nadie la tocara. Girando silenciosamente sobre los goznes, ahora se abría y en su turbio cristal se deslizó la penumbra y el desorden habitual del cuarto, la cama revuelta y la profusión de repletos ceniceros, en uno de los cuales, sobre la mesilla de noche, junto a la lámpara de porcelana anaranjada (en la que se veía al trasluz una medio deshojada margarita y una avispa amarilla de vuelo detenido), Forest creyó ver que humeaba un gusano de ceniza emboquillado. Cuando buscaban sus ojos, fuera del espejo, la imagen real del pitillo extraviado (y de la avispa) oyó la voz de su sobrina enredada en un bostezo:

—A propósito de esos desajustes, tío. El otro día las pasé moradas copiando en limpio ese lío del emblema de tus amores en la fachada, tu arrebato, tu balazo y la señal que afirmas que aún hoy puede verse. Hay algo que no entiendo.

Le habló de su reciente disputa con Elmyr, de la flechita clavada en la pared y de la señal que dejó, refiriendo luego su posterior conversación con Tecla y el antiguo rumor que ella le había confiado, una curiosa variante de lo que él contaba en sus memorias, ya que incluía elementos nuevos —un borracho, una ofensa y una mano agujereada— y que, bueno, son muchos impactos para una sola señal, concluyó con rebuscada pedantería.

—Si descontamos, como creo apropiado —sonrió su tío—, esa truculenta bala de Tecla que jamás fue disparada, y que proviene del chismorreo y la maledicencia del pueblo, sólo queda la mía, tan inofensiva como la flecha de tu enamorado de los trenes nocturnos. La casualidad ha querido que su flechita hiciera diana, treinta y siete años después, en el mismo impacto que causó mi solitaria depresión de aquella noche en la playa.

—¿No disparaste contra un hombre que meaba en la pared?

—Contra un símbolo que empezaba a odiar.

—Pero había una mano sobre el símbolo. Y dicen que denunciaste al electricista y que estuvo diez años en la cárcel…

—Calumnias, sobrina.

Agazapado, elástico, Mao entró en la habitación llevando entre los dientes un libro negro con estrellas blancas en la portada. Se recogió en un rincón, como una sombra más, consideró la propicia actitud del personal y luego se deslizó debajo de la cama. Forest volvió la cabeza y aproximó su media sonrisa más resbalosa a la luz un poco sangrienta de la mesa, bajo la ventana abierta y orlada de rojas buganvillas. Por un momento pudo imaginar que, allá en la penumbra del jardín, algún confuso elemento cuajaba.

Se sentó al borde de la cama, abstraído, mirando la base del cono de luz sobre sus sandalias. Mariana tanteaba la blusa colgada en una silla, parpadeando a través de la sucia maraña de pelos.

—Pero ahora que lo pienso —dijo—. Yo de niña te recuerdo con bigote.

—Quizá fue algo más tarde que acabé con él. ¿Crees que esto tiene importancia?

—Tú sabrás, tío. Tú eres el padre de la criatura.

Y como si de pronto el asunto la fastidiara, como si lo apartara violentamente junto con la sábana, bajo la cual hasta ahora había estado insinuando, inútilmente (ni una sola vez consiguió atraer aquel azul remoto y burlón de los ojos de su tío), el invisible juego de sus muslos, Mariana saltó del lecho.

—Al cuerno.

—¿Dónde vas ahora?

—A ver pasar trenes, me temo. —En cuclillas, revolvía ropa en la maleta abierta—. Hostia, otra vez mis braguitas.

—Ha sido Mao, naturalmente. Con él en casa, nada está en su sitio. —Y sin saber muy bien por qué, vuelto pudorosamente de espaldas a su sobrina, saliendo ya del cuarto, añadió—: No me faltaba más que eso.

Al cruzar la galería, con el rabillo del ojo detectó el otro ojo azul que le espiaba entre los tallos verdes, en el jardín, mientras sus dedos notaban una ausencia: la sensación, otra vez, de haber olvidado en alguna parte un cigarrillo encendido o una copa sin terminar.

Una brillante avispa le perseguía, envolvente y veleidosa, el cuerpo de un amarillo intenso.