Capítulo 9

EN la casa reinaban el silencio y la tranquilidad; con el cálido cuerpo de Amanda entre los brazos, Martin no se percató del frío. Cuando llegó a su habitación, se vio obligado a hacer malabarismos para poder abrir la puerta, pero ella no se despertó.

Una vez dentro, se apoyó contra la puerta hasta que escuchó el chasquido metálico del picaporte al cerrarse y cruzó la habitación sin que sus pies descalzos hicieran ruido alguno sobre las alfombras de seda y el parqué encerado. En la chimenea labrada el fuego estaba a punto de apagarse, aunque el resplandor aún iluminaba una escena… de decadente suntuosidad.

Esa estancia, junto con el vestidor contiguo y la habitación adyacente a este que él había transformado en un cuarto de baño, eran las únicas habitaciones de la planta alta que utilizaba. En la planta baja se había adueñado de la biblioteca y de un comedor pequeño; el resto de la monstruosa mansión estaba tal cual lo había encontrado al regresar a Inglaterra. Cerrado. Carente de vida.

No podía decirse lo mismo de su habitación, ya que siempre había sentido cierta predilección por lo exótico. Por la sensualidad, la pasión y la desmesura.

La luz del fuego acariciaba las maderas enceradas, arrancaba destellos a los apliques de bronce y oro de los muebles y creaba sombras sobre las complicadas tallas. Los colores parecían más oscuros y misteriosos, lo que resaltaba la rica textura de los terciopelos y de los brocados de satén y de seda, así como el suave brillo del cuero.

Su inmensa cama con dosel, de madera tallada y oculta tras unas gruesas cortinas de brocado, ocupaba el lugar preeminente de la estancia. Las sábanas y las colchas de seda, el grueso colchón de plumas y las almohadas, creaban un lecho digno de un emperador. Y de su amante.

Echó a un lado el calentador de cobre que entibiaba las sábanas y dejó a Amanda sobre la cama. Le resultó imposible apartar la mirada de ella. Y lo mismo sucedió con su mente: fue incapaz de pensar en otra cosa que no fueran sus encantos de sirena. Unos encantos innumerables, como bien sabía desde un principio, por más que hubiera obligado a su mente a pasarlos por alto. Sin embargo, en ese momento podía mirarla hasta saciarse; podía contemplar el intenso brillo de su cabello extendido sobre los almohadones; demorarse en el tinte rosado que las actividades amatorias le habían conferido a su piel y en las marcas que sus dedos y su boca habían dejado en esa piel de alabastro. Los echarpes de seda que la cubrían eran demasiado transparentes para ocultarla a sus ojos. Para ocultar ese voluptuoso cuerpo. Para sofocar el efecto que tenía sobre él.

Comprendió de repente que estaba un tanto perturbado, demasiado excitado para sentirse cómodo. Dejó la ropa de Amanda en el suelo y colocó el calentador de cobre en la chimenea.

Iba de regreso a la cama cuando ella se movió y se desperezó con un gesto lánguido… antes de volver a dormirse. Una de sus torneadas piernas estaba doblada; la otra, extendida. El movimiento había logrado que los echarpes se tensaran en torno a sus caderas, abriéndose un poco, incitando sus sentidos, tentándolo, retándolo…

Con la mandíbula apretada, extendió el brazo para coger la colcha. Amanda era una neófita en el juego del amor y sin duda estaría exhausta. En ese momento vislumbró un trozo de exquisita seda azul alrededor de un muslo. Sus ligas.

Se debatió durante todo un minuto antes de soltar la colcha, rechinar los dientes y apartar de un tirón un echarpe, con el fin de dejar a la vista la liga y el muslo al que rodeaba. Introdujo un dedo entre la seda y la piel y comprobó que la liga estaba demasiado apretada para dejársela puesta.

Su piel parecía arder; Martin apartó la mano con un gesto brusco. Y maldijo para sus adentros. Debería haberle quitado las ligas antes, pero le había resultado mucho más tentador dejárselas. Resultaba de lo más sensual y decadente hundirse en una mujer desnuda salvo por las medias de seda.

Y sus ligas.

—¡Maldición! —exclamó al tiempo que se frotaba la nuca e intentaba hacer caso omiso de la creciente tensión.

Su mente seguía negándose a razonar y no veía cómo podía quitarle las ligas sin volver a tocarla. No necesitaba pensarlo mucho, ni siquiera tenía que mirarse para comprender que tal y como estaba no sería muy sensato tocarla.

Pero sería peligroso dormir con esa constricción en las piernas. Y que lo colgaran si permitía que Amanda corriera peligro en su cama.

Esa idea fue suficiente. Se preparó para soportar la tortura y extendió una mano hasta la liga de seda. Contuvo el aliento mientras se la bajaba por la pierna y la pasaba por el arco del pie. Quitarle la media demostró ser peor de lo que había imaginado, ya que la seda se deslizaba por esa piel tibia, tersa y suave con un delicioso susurro. Resultaba imposible no tocarla, no acariciarla, no saborearla.

Terminó de quitarle la media y la arrojó al suelo antes de echarle un vistazo a la otra pierna, la que estaba doblada, y prepararse mentalmente para la tarea que se le avecinaba.

Tenía que apartar los echarpes si quería dejar a la vista la segunda liga, aunque de ese modo también quedaría al descubierto más de lo que necesitaba ver. Esforzándose por dejar la mente el blanco, cogió la liga y la bajó. Le enderezó la pierna y se la sacó por el pie.

Acababa de bajar la media, arrastrándola con la palma de la mano por la parte trasera de la rodilla, cuando el tobillo que sujetaba se zafó de su otra mano.

La esbelta y tentadora pierna se alzó un poco para ofrecerse gustosa a sus caricias. Martin miró hacia arriba y se encontró con unos adormilados ojos azules… nublados por el deseo.

Su mirada descendió hasta los labios de Amanda y de allí hasta sus pechos. Se percató de que ella respiraba de forma entrecortada y sintió que la expectación los embargaba como si fuera una nube de perfume. Bajó la mirada aún más, hacia esa esbelta y seductora silueta envuelta en diáfanas sedas; hacia las caderas y los muslos que lo habían rodeado poco antes.

Sus ojos se vieron atraídos de forma irresistible hacia el triángulo de rizos dorados que la seda no lograba ocultar.

Ella se movió, separó los muslos…

Y Martin se incorporó de golpe, incapaz de respirar. Aturdido y con la mente en blanco, hizo ademán de retroceder y…

Los ojos azules se clavaron en los suyos. Lo atraparon, dejándolo paralizado e incapaz de moverse mientras ella se ponía de rodillas con agilidad y se colocaba frente a él en el colchón. Con una sonrisa, Amanda se acercó y colocó las palmas de las manos sobre su torso.

Dijo en un susurro gutural:

—Ahora me toca a mí.

Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. La manifiesta sensualidad con que lo contemplaban esos brillantes ojos azules hizo que la cabeza le diera vueltas.

Amanda abandonó sus ojos para mirarse las manos. Antes de comenzar a deslizarías por su cuerpo. Muy despacio. Sin apartar la vista de ellas.

Se detuvo al llegar a las caderas… justo cuando a él se le secó la boca y se le desbocó el corazón. Amanda alzó las manos para colocárselas en los hombros y desde allí las deslizó hacia abajo, acariciando los contornos de sus músculos hasta llegar a las costillas. Acariciando cada palmo de su piel.

Martin fue incapaz de resistirse; apenas podía respirar. Cerró los ojos mientras ella lo acariciaba y descubrió que las sensaciones se intensificaban de ese modo. Manos pequeñas, caricias delicadas. Caricias que poseían el poder de esclavizarlo. Jamás lo habían recompensado de ese modo, jamás había conocido a una mujer dispuesta a satisfacer sus sentidos, y los de ella, de semejante forma.

Estaba indefenso. Era su cautivo.

Pese a toda su fuerza de voluntad.

Amanda lo sabía y se aprovechaba de ello, fascinada al descubrir que a su león le encantaba que lo acariciaran. Él había estado acariciándola durante horas, o eso le había parecido, y había disfrutado de cada una de esas caricias, de la atención que le prestaba. En ese momento le tocaba a ella devolverle el placer y disfrutar de la correspondiente recompensa.

Se dispuso a buscar con avidez aquellas zonas del cuerpo masculino que respondieran con más ardor a sus caricias. Cada vez que descubría un nuevo lugar, le prestaba toda su atención y, de forma descarada, su boca se sumaba al juego para lamer, succionar y mordisquear, tal y como hizo con un enhiesto pezón.

Martin sintió un estremecimiento; un estremecimiento provocado no por la vulnerabilidad, sino por el tremendo esfuerzo que le estaba costando reprimir las reacciones de su cuerpo… las reacciones que ella despertaba. Amanda se dio cuenta, y saber que tenía ese poder sobre él le provocó una oleada de deseo que la recorrió de arriba abajo.

El recuerdo de lo que vendría después la instó a seguir adelante.

La instó a llevar una mano hasta el rígido miembro que se apretaba de forma tan provocativa contra su abdomen. Cuando cerró los dedos a su alrededor para acariciarlo, notó que el control del hombre flaqueaba. Lo obligó a bajar la cabeza con la mano libre y lo besó apasionadamente. Se apoderó de su boca y lo volvió loco de deseo con la lengua… y con sus caricias.

Una combinación poderosa. En cuestión de minutos, ambos estallaron en llamas, consumidos por el mismo deseo, por el mismo ardor. Los embargó la sensación de que eran uno solo; el mismo estado de necesidad compulsiva que los había invadido con anterioridad. Amanda reconoció la sensación, la acogió en su corazón y la abrazó con todas sus fuerzas.

Los guiaba el mismo anhelo. Y se movieron como si fueran uno para satisfacerlo.

Cuando lo instó a que se reuniera con ella en la cama, él la tumbó sobre las sábanas de seda y se tendió sobre ella al tiempo que le aferraba el trasero con una mano.

Amanda alzó las caderas a modo de invitación y él la penetró sin dificultad con una única y lenta embestida. Se arqueó bajo el cuerpo masculino, sorprendida por la facilidad con que se había hundido en ella; por la facilidad con que su cuerpo lo había acogido, aun cuando podía sentir cada centímetro de su miembro separando sus músculos, que no tardaron en acomodarse a la invasión y relajarse en torno a él.

Y después sólo fue consciente de la pasión, de la creciente urgencia que se apoderaba de ellos. Sus corazones comenzaron a latir in crescendo, arrastrándolos con ellos. La pasión los envolvió y fue aumentando poco a poco hasta dejarlos sin aliento.

Hasta que Amanda comenzó a moverse y se tensó en torno al cuerpo masculino en una instintiva súplica mientras él la embestía una y otra vez.

Hasta que Martin se incorporó un poco y la llevó más allá del abismo, hasta el paraíso. Y ni siquiera eso resultó suficiente.

Siguió aferrada a él y le clavó las uñas en los brazos, ofreciéndose en cuerpo y alma, al igual que lo hacía él.

Hasta que Martin se unió a ella y experimentó esa maravillosa sensación de plenitud; la gloria inconmensurable y el indescriptible júbilo de dos almas que se tocan. Que se unen.

Que se convierten en una sola.

El chisporroteo de un leño en la chimenea despertó a Martin. La presencia del cálido y suave cuerpo femenino que se apretaba contra él no lo molestó en absoluto. Yacía bocabajo sobre el colchón, medio recostado sobre la mujer, cuyas caderas estaban íntimamente presionadas contra su entrepierna. Fue entonces cuando recordó quién era ella. Se sintió aturdido al darse cuenta. Perdido. Su mundo, el conjunto de referencias que regían su vida, se encontraba patas arriba, arrasado por los placeres de la noche, y él se sentía a la deriva.

Se movió, no para alejarse de Amanda, sino para acercarse a ella. Alzó una mano para acariciarle el pelo y sentir su tacto sedoso en los dedos; para acariciar el hombro que quedaba medio oculto por su torso. Un indicio de la verdadera situación: ella era real, de carne y hueso. No estaba soñando.

Consciente de la plena satisfacción que embargaba su alma, de la languidez que se había apoderado de sus miembros con el transcurso de las horas, permaneció tumbado en la cama mientras la realidad se abría paso en su mente. Su estado no se debía a una mera satisfacción sexual; semejante serenidad nacía de una fuente más profunda, de una que no había abierto jamás.

De una fuente que ninguna mujer había alcanzado antes.

Acarició el cabello femenino y se deleitó con las curvas que se apretaban contra él… Alzó la mano y rodó sobre el colchón para tumbarse de espaldas.

Su mente volvía a funcionar, aunque cada vez que intentaba ponerle nombre a lo que había sucedido, a su significado, al lugar en el que los dejaba, la única respuesta que obtenía era un torrente de emociones. Emociones que estaba poco acostumbrado a manejar; muchas de ellas ni siquiera le resultaban conocidas, ni siquiera podía identificarlas.

Sin embargo, había una tan poderosa que no tenía sentido negarla. La posesividad. Amanda Cynster era suya.

En cuanto al resto… La miró de reojo y se tumbó de costado antes de alzar la mano para acariciarle el cabello una vez más. Para sentir de nuevo la calidez del cuerpo femenino contra el suyo. Para intentar descifrar las extrañas emociones que lo invadían.

Había hecho pocos progresos cuando ella se movió. Al darse cuenta del lugar donde se encontraba, se giró hacia él con los labios hinchados y entreabiertos, parpadeando para aclararse la vista. La expresión somnolienta no tardó en abandonar su rostro. Martin fue consciente del momento en el que lo recordó todo y no le extrañó en lo más mínimo que lo mirara de hito en hito.

Y mucho menos dada la reacción inmediata que ese cuerpo de cabellos enmarañados y mirada asombrada tuvo sobre él; reacción que Amanda debió de notar, ya que tenía la cadera apretada contra su entrepierna.

Volvió a tumbarse de espaldas y fue incapaz de reprimir un gemido de pura frustración. El deseo era tan intenso que resultaba doloroso. Se tapó los ojos con un brazo con la intención de hacer desaparecer su imagen y anunció con encomiable serenidad:

—Tendré que casarme contigo.

Cosa que parecía bastante obvia.

Su anuncio fue recibido por un profundo silencio.

Poco después, ella respondió con voz clara y decidida:

—No.

Martin reflexionó un instante antes de alzar el brazo y mirarla.

—¿¡Cómo que no!?

Amanda tenía los ojos abiertos de par en par, y él no entendía el motivo de la expresión atónita y casi horrorizada que asomaba a su rostro. La muchacha apretó los labios y alzó la barbilla en ese gesto obstinado que tantas veces había visto a lo largo de las últimas semanas.

—No —repitió con más firmeza.

—¿Qué demonios quieres decir con ese «No»? —le preguntó al tiempo que se incorporaba y se apoyaba sobre un codo. Una tensión muy distinta a la que sintiera momentos antes se apoderó de él; algo muy parecido al pánico. Apuntó a la nariz de Amanda con el dedo índice—. Se acabaron los juegos. Esto… —Hizo un gesto que los englobaba a ambos, desnudos como estaban entre las desordenadas sábanas—. Es real.

Ella entornó los ojos.

—Desde luego.

Y, con ese comentario, se dio la vuelta y abandonó la cama. Martin se lanzó tras ella para atraparla, aunque lo único que consiguió coger fueron las sábanas de seda.

—¡Amanda!

Ella no le prestó la menor atención. Tras recoger su ropa del suelo la dejó sobre una silla y alzó la camisola.

El pánico se mezcló con la confusión. Martin hizo a un lado las mantas con una maldición y bajó del colchón de un salto. Rodeó la cama para interponerse entre Amanda y la puerta. Ya había conseguido ponerse el vestido y estaba intentando atarse las cintas. Se detuvo a unos pasos de ella. No le ofreció ayuda. Con los brazos en jarras, le dijo entre dientes:

—¿Dónde crees que vas?

Ella lo miró de reojo; si su estado de desnudez le resultaba intimidante, lo ocultó muy bien.

—A casa.

Martin tuvo que morderse la lengua para no decirle que ya estaba en casa; que aquel era su lugar. Quizá sonara un tanto dictatorial. Demasiado revelador.

—Antes de que te marches, tenemos un buen número de cosas que discutir.

—¿Cómo qué? —preguntó al tiempo que extendía un brazo para coger su capa.

—Nuestro matrimonio.

Hizo una bola con las medias y las ligas y se las metió en el bolsillo de la capa.

—No. Esta noche no va a hacer que nos casemos.

Martin apretó los puños para reprimir el impulso de aferraría por los hombros y zarandearla con el fin de inculcarle un poco de su sentido común.

—No; la noche no tiene nada que ver. Es lo que ha sucedido durante la noche por lo que vamos a casarnos. —Había convertido su voz en algo parecido a un bramido—. ¡Maldita sea, Amanda! Eres una dama… ¡Eres una Cynster, por el amor de Dios! Y has pasado toda la noche en mi casa, en dos camas distintas. Soy consciente de que llevo apartado de la alta sociedad una década, pero ciertas cosas no cambian nunca. ¡Por supuesto que vamos a casarnos!

Ella se puso los escarpines.

—No.

—¿¡No!?

Ella levantó la cabeza para mirarlo; en sus ojos resplandecía un desafío inconfundible.

—Deja que te explique una cosa, a ver si así se te mete en esa cabeza tan dura que tienes: no vamos a casarnos porque una estricta normal social diga que sería mejor hacerlo.

—No dice que sería mejor hacerlo… ¡Dice que estamos obligados a hacerlo!

—¡Ja! —replicó Amanda, presa de la ira—. Tú no vas a decírselo a nadie. Yo tampoco. ¿Qué le importa a la alta sociedad o a cualquiera, ya puestos?

Martin tenía un aspecto magnífico a la luz del fuego. Amanda desterró ese pensamiento y aplacó un poco su furia para utilizarla como un escudo tras el que ocultar la vorágine de sus sentimientos. Lo miró echando chispas por los ojos.

—Buenas noches.

Pasó a su lado con rapidez y caminó a toda prisa en dirección a la puerta.

—¡Amanda!

¿De verdad creía que iba a detenerse? Abrió la puerta con un gesto brusco, la atravesó como una exhalación… y se encontró inmersa en la más impenetrable oscuridad.

Se detuvo y escuchó el ruido de unos pasos que le pisaban los talones. Comenzó a caminar hacia el lugar donde esperaba encontrar la puerta principal.

—¡Vuelve aquí, maldita sea! Tenemos que hablar.

—No de ese tema.

Creyó ver una barandilla en la oscuridad. ¿La galería superior? Apresuró el paso.

—No puedes salir… la puerta principal no se abre.

—¡Ja! —¿Acaso la creía tan tonta como para tragarse eso?

Al llegar a la galería, comprobó con alivio que la parte superior de las escaleras estaba ante ella.

Martin murmuró un juramento entre dientes antes de volver a la carrera hasta el dormitorio. Amanda se negó a interpretar el significado de esa retirada. Apretó la mandíbula y aceleró el paso.

Martin entró en la habitación maldiciendo por lo bajo. Sólo Dios sabía lo que Amanda pensaba hacer, pero no podía ir tras ella desnudo.

Rebuscó en su vestidor. Tras ponerse una chaqueta de caza y unos pantalones, regresó a grandes zancadas al pasillo con la intención de seguirla. Atravesó la galería y bajó la escalera. La escuchó al llegar al último tramo de peldaños: estaba lanzando maldiciones contra las cerraduras de la puerta principal.

—Te dije que no se abría.

—¡No seas ridículo! —masculló, furiosa—. ¡Estamos en Park Lane, no en un callejón de Bombay! Ningún mayordomo que se precie permitiría que los cerrojos de la puerta principal se oxidaran.

—No tengo mayordomo, ni que se precie, ni de ninguna otra clase. Amanda lo miró de hito en hito.

—¡Es imposible que vivas aquí solo!

—Tengo un criado.

—¿Sólo uno?

—Es más que suficiente.

—Resulta evidente que no —rebatió al tiempo que señalaba la puerta—. He abierto los cerrojos de la parte baja; sólo hay uno atascado. —Hizo un gesto en dirección al recalcitrante cerrojo, situado a la altura de su cabeza, antes de volver a mirarlo—. Ábrelo.

Martin soltó el aire entre dientes. Las acciones de Amanda parecían dictadas por una agitación frenética e ingobernable. No podía hacerle frente en ese estado. Lo mejor sería seguirle la corriente. Extendió el brazo y golpeó el cerrojo con la intención de demostrarle la futilidad del gesto.

En cambio, el cerrojo se soltó y acabó deslizándose con un chirrido.

Martin estuvo a punto de perder el equilibrio.

—¡Ya está! —La muchacha meneó la cabeza con un gesto triunfal antes de agarrar el picaporte y abrir la puerta.

Martin se abalanzó hacia delante para cerrarla de nuevo antes de que ella pudiera escapar, pero la puerta se trabó con la vieja alfombra y se atascó.

Amanda se escabulló hacia la oscuridad de la noche. Martin soltó una maldición, apartó la alfombra de una patada y la siguió a toda prisa, cerrando la poco fiable puerta tras de sí. La alcanzó a unos metros de la calle y la agarró por el codo.

—Amanda…

Ella se zafó de su mano.

—¡No te atrevas!

Martin parpadeó al ver la ira que ardía en sus ojos.

—¿Que no me atreva…? —Ya se había atrevido a mucho más.

Los recuerdos volvieron a su mente, un tropel de sensaciones que lo instaban a sujetarla y a mandar al infierno las consecuencias. Sólo tenía que cogerla, echársela al hombro y llevarla de vuelta a su cama… Cerró los ojos, apretó la mandíbula y reprimió semejante impulso. Cuando abrió los ojos de nuevo, ella iba camino de la verja.

—¡Por el amor de Dios! —Con los brazos en jarras, Martin la contempló furibundo mientras se alejaba.

¿Por qué demonios estaría tan furiosa? Quería casarse con ella, lo había dejado muy claro. Frunció el ceño y se dispuso a seguirla.

Amanda se mordió el labio, agachó la cabeza y se encaminó con paso regio hacia su casa. Intentó pasar por alto las desconocidas molestias físicas y la sensación de languidez que la embargaba. Por suerte, su casa no estaba lejos; Upper Brook Street se encontraba a escasas manzanas de allí. Intentó concentrarse en su objetivo… en su dormitorio, en su cama.

No en la de Martin. ¡Menudo imbécil!

Avivó la ira murmurando imprecaciones. No podía permitirse el lujo de enfrentarse al resto de sus emociones; no cuando lo tenía pegado a los talones. Debían de ser las dos o las tres de la madrugada. Londres dormía y sus calles estaban desiertas. No le desagradaba la idea de que Dexter… de que Martin la siguiera, pero que la colgaran si estaba dispuesta a discutir su presunto matrimonio. No lo haría hasta haber dispuesto del tiempo necesario para considerarlo todo, para recordar todo lo que había sucedido y todo lo que había averiguado, para decidir cuál era la mejor estrategia a seguir.

Para establecer qué camino debería tomar con el fin de desenmarañar lo que él acababa de embrollar de un modo tan efectivo.

Sintió la mirada de Martin clavada en su rostro cuando él la alcanzó; presintió su torva expresión.

—Déjame ver si lo he entendido bien. —Su voz sugería que estaba haciendo un enorme esfuerzo por controlarse—. Me echaste el ojo el día que nos conocimos. Tenías un único objetivo en mente desde el principio: meterte en mi cama. Y ahora que lo has conseguido… ¿qué? ¿Huyes a tu casa presa del pánico?

Habían llegado a la esquina de Upper Brook Street. Amanda se detuvo, se giró para enfrentarlo y descubrió en él una expresión tan beligerante como la suya.

—Jamás tuve la intención de tenderte una trampa para que te casaras conmigo.

No se dio cuenta de que él se había movido ni fue consciente de haber retrocedido hasta que se encontró de repente apoyada contra la casa que hacía esquina, acorralada.

La luz de una farola iluminó el encolerizado semblante de Martin

—Si no querías casarte, ¿qué buscabas? —Recorrió su rostro con la mirada—. ¿Qué quieres de mí?

Con el corazón desbocado, Amanda le devolvió la mirada.

—Prometo decírtelo en cuanto lo consiga.

Se agachó para pasar por debajo de su brazo y dobló la esquina para encaminarse hacia su casa.

—No me puedo creer que por fin… —Encaramada a los pies de la cama de Amanda, Amelia gesticulaba con los ojos como platos—. ¿Fue tan maravilloso como dicen?

—Sí —contestó Amanda al tiempo que giraba sobre sus talones y continuaba paseando, nerviosa—. Eso pensé yo. Quién sabe lo que él pensó. Si es que de verdad sabe pensar…

Su gemela frunció el ceño.

—Creí que estabas segura de que compartía tus sentimientos.

—Y lo estaba. —Antes… En ese momento no lo tenía tan claro. En ese momento no recordaba por qué, mientras yacía entre las sábanas de seda, perdida en un mar de poderosas sensaciones, había albergado la certeza de haber atrapado a su león tal y como deseaba hacerlo: mediante los maravillosos lazos de una emoción verdadera y sin necesidad de recurrir a las rígidas normas de la sociedad. Soltó un resoplido.

—En cualquier caso, ya sea de una forma o de otra, no pienso dejar que se escape. Hemos jugado la primera mano, pero aún no se ha acabado la partida.

La nota no fue ninguna sorpresa. Cuando Amanda bajó a cenar, Colthorpe, el mayordomo de la familia, se aclaró la garganta y le acercó con discreción una bandejita sobre la que descansaba un pliego de papel doblado. Amanda le dio las gracias con una inclinación de cabeza, guardó la nota en el ridículo y se dirigió al salón dispuesta a soportar la cena familiar que sería el preludio de dos bailes y una ingente multitud.

Haciendo gala de una magnífica fuerza de voluntad, no sacó la nota del ridículo hasta que estuvo de nuevo en su habitación, bien entrada la madrugada.

Una vez que se hubo puesto el camisón y cepillado el cabello, le dio permiso a su doncella para que se retirara, cogió la nota, se acurrucó en el sillón que había junto a la chimenea y desplegó el papel.

Tal y como había supuesto, era una invitación para salir a cabalgar por el parque esa misma mañana. Estudió con detenimiento los trazos firmes e impetuosos de su caligrafía, así como las escasas palabras, que no eran otra cosa que una orden mal disimulada. Volvió a doblar la nota. Su mirada se perdió por un instante en el vacío antes de contemplar el fuego. Arrojó la nota a la chimenea con decisión.

Observó cómo las llamas reducían la invitación a cenizas antes de ponerse en pie e irse a la cama.

Cuando los relojes de la ciudad dieron las cinco, Martin estaba esperando en la esquina sin que lo acompañara ningún mozo de cuadra. Aguardaba sentado en su ruano mientras el animal se movía inquieto junto a la yegua ensillada.

Amanda lo vio desde la ventana del desierto cuarto infantil. La mañana era fría y gris; aún no había salido el sol. Observó como la esperaba mientras la oscuridad desaparecía y por fin lo vio darse la vuelta cuando el sol iluminó los tejados.

Vio cómo hacía girar a los caballos y se alejaba.

En ese momento bajó a hurtadillas las escaleras, dispuesta a meterse en la cama.

No le quedaba más remedio que mostrarse implacable. No podía desfallecer y claudicar; no podía volver a encontrarse con él a escondidas. No podía regresar a su guarida y mucho menos al inframundo que frecuentaba.

Si de verdad la quería…

Si la quería, si sentía por ella la mitad de lo que ella sentía por él (por más confusa y sensible que se sintiera con respecto a ese punto en particular), la seguiría. Hasta su mundo, hasta ese mundo al que había dado la espalda.

Si la quería…

—¿Estás preparada?

Amanda esbozó una sonrisa radiante y se giró sobre el taburete del tocador; Amelia la aguardaba en la puerta.

—Sí. —Tras dejar a un lado el cepillo que sostenía desde hacía un buen rato, cogió la sombrilla—. ¿Reggie ya está aquí?

—Acaba de llegar.

Martin cerró la puerta principal de su casa. Se detuvo un instante en el porche para echar un vistazo al parque. La avenida estaba atestada de carruajes y la alta sociedad se paseaba por los prados. Los vestidos de las damas conformaban un ramillete de colores que se desplazaba sobre la hierba verde; los caballeros ofrecían el contraste con sus sobrios atuendos.

Al parecer, pasear por el parque al mediodía era todavía un ritual obligatorio para los miembros de la alta sociedad. Al menos para las féminas.

Y era a una de ellas a quien quería ver.

Bajó los escalones y se encaminó hacia la verja para atravesar Park Lane. Entró en el parque por una puerta lateral que le permitió cobijarse bajo las sombras de los árboles. Estaba convencido de que Amanda estaría entre la multitud, riendo, hablando y divirtiéndose.

Quería verla… nada más. No quería analizar los motivos. Era absurdo que un hombre de su experiencia fuera incapaz de aceptar una negativa y recordar el episodio con un leve resentimiento antes de encogerse de hombros y seguir adelante. Era absurdo que no pudiera quitársela de la cabeza y olvidarla después de su tajante negativa.

Y esa era la razón de que se encontrara allí. No podía olvidar la sensación de plenitud y la sensualidad que habían compartido, a pesar de que tenía un recuerdo borroso de todo el interludio. No entendía cómo había sucedido, cómo había perdido el control de la situación. No entendía qué había sucedido y mucho menos por qué había acabado de un modo tan abrupto.

Por qué había huido Amanda.

La cuestión era que lo había hecho; y sus acciones posteriores no habían conseguido más que recalcar su decisión inicial. No quería saber nada más de él.

Sin más ni más. Martin apretó la mandíbula y atravesó los prados, rodeando la elegante multitud. El eco de sus propias palabras resonó en su mente… burlándose de él. Las hizo a un lado.

Nada de aquello estaba bien. Sentía que había descubierto algo de un valor inestimable, que algo así podía existir de verdad, y Amanda se lo había arrebatado; lo había privado de cualquier oportunidad de aferrarse a esa sensación, de aferrarse a ella.

Tensó la mandíbula y se detuvo bajo un árbol para calmarse; o al menos para tranquilizarse lo suficiente y así poder continuar. Su plan era muy sencillo. Si la veía, la observaría hasta asegurarse de que era feliz de que estaba contenta por haberse librado de él; de modo que no le quedara otro remedio que aceptar su brusco adiós.

No le quedaba otro remedio. Si la había juzgado mal, si podía convencerse de que Amanda sólo había deseado una relación peligrosa por simple diversión, le resultaría mucho más fácil aceptar su decisión.

Prosiguió con la búsqueda. La temporada propiamente dicha estaba a punto de comenzar; la multitud era lo bastante numerosa como para pasar desapercibido, pero no tan densa como para que le resultara imposible localizar a Amanda. Hacía un día maravilloso y la ligera brisa agitaba los tirabuzones y los lazos de las damas.

Y en ese momento la vio.

Estaba paseando con otra joven que no podía ser otra que su gemela. Se parecían tanto que no cabía la menor duda; pero, de todos modos, no eran idénticas. Reggie Carmarthen las acompañaba. Amanda caminaba en el centro del trío con el rostro oculto por la sombrilla.

Martin la observó desde su escondite a la sombra de un árbol cercano. Carmarthen hablaba tranquilamente con la hermana. Ambos sonreían y gesticulaban. Cada vez que le hacían un comentario a Amanda, esta esbozaba una radiante sonrisa y asentía con un chispeante encanto que superaba incluso al de su hermana. Contestaba con un par de palabras y después volvía a sumirse en el silencio. Mientras los otros dos retomaban el peso de la conversación, ella bajaba la mirada.

Y la alegría desaparecía; seguía caminando con una expresión atormentada y distante hasta que alguno de sus acompañantes le decía algo de nuevo.

Martin presenció tres veces la transformación hasta que la hermana de Amanda, muy consciente de la situación, la tomó del brazo. Las dos cabezas rubias se acercaron. Reggie asintió unas cuantas veces mientras observaba a Amanda.

Estaban intentando animarla.

Justo entonces, Reggie señaló un grupo de personas que caminaban por delante de ellos. Amanda miró al frente y negó con la cabeza.

Se produjo una pequeña discusión antes de que señalara un banco vacío emplazado bajo un árbol. Sus dos acompañantes se negaron en un principio, pero ella se mostró inflexible. Tras indicarles con un gesto de la mano que se unieran al grupo que acababan de ver, se dirigió hacia el banco, separándose de ellos, y se sentó.

Amanda se colocó la sombrilla delante de la cara para protegerse No de los rayos del sol, sino de las miradas curiosas. Había aprovechado la oportunidad para disfrutar de un momento de tranquilidad, lo último que quería era que se acercara alguien. Sobre todo si ese alguien era Percival Lytton-Smythe, a quien acababa de ver a lo lejos.

Necesitaba un poco de paz para pensar, y la temporada no se caracterizaba precisamente por dar muchos respiros. Dado que el número de bailes a los que asistir iba en aumento, el tiempo del que disponía para ella se reducía por momentos; carecía del tiempo necesario para atender sus cada vez más tortuosos pensamientos.

¿Y si se había equivocado? ¿Y si no estaba lo bastante interesado en ella como para perseguirla? ¿Y si no había sentido lo que ella sintió, si no había interpretado la entrega como lo que había sido? ¿Y si…? ¿Y si…?

El número de interrogantes era infinito y carecían de respuesta. De manera resuelta, Amanda se concentró en aquello de lo que estaba segura. En lo que sus sentidos y sus instintos le decían que era cierto.

Martin era el hombre adecuado para ella. Después de todos los años de búsqueda, estaba completamente convencida; se lo decían su corazón y su alma. Y ella era la mujer adecuada para él. La idea de que una dama más insegura tuviera que lidiar con un hombre así parecía absurda. Él la manejaría como el tirano que era. No obstante…

Se negaba en redondo a aceptar una propuesta de matrimonio basada en una norma social. Cuando declaró que «tenía que» casarse con ella, se había sentido horrorizada. Por un momento se había negado a creer lo que escuchaba. Aunque no le quedó otro remedio. De todos modos, no sabía (no podía afirmarlo con certeza) si Martin sentía algo por ella; sin embargo, no le costaba nada imaginarse a sus primos utilizando las estrictas normas sociales para ocultar sus verdaderas intenciones. ¿Sería posible que Martin ni siquiera se hubiera planteado la existencia de unos sentimientos más profundos? ¿Quién sabía lo que pasaba por un cerebro masculino…?

Era un misterio; pero, en el caso que a ella le interesaba, era imposible dejarlo sin resolver. Tenía que descubrir cuáles eran los verdaderos sentimientos de Martin.

Así pues, ¿cuál debía ser su siguiente movimiento en el juego? Suponiendo que aún siguieran jugando y que él no se hubiera olvidado de ella sin más…

Semejante posibilidad hizo que se le cayera el alma a los pies, aún que no tardó en desecharla. Se recordó que los leones no se comportaban así. Eran posesivos y, por regla general, bastante obsesivos.

Así las cosas, no podía arriesgarse a regresar a su mundo. Si lo hacía estaría a su merced y sería él quien dictara las reglas del juego. Otorgarle semejante ventaja estaba fuera de toda cuestión… ¿Quién sabía de qué modo podría aprovecharla? Su imaginación le ofreció un buen número de posibilidades en las que siempre acababa casada con él bajo el yugo de la imposición social. No.

El juego tendría que proseguir tal y como ella lo había dispuesto: en la arena de la alta sociedad. El problema radicaba en el modo de obligarlo a abandonar su guarida.

Habían pasado cuatro días desde que huyera de su mansión y no había vuelto a saber nada de él después de aquella primera nota. Tras haber escuchado la historia de su vida de sus propios labios, Amanda entendía la profunda antipatía que le inspiraba la alta sociedad; comprendía que no estuviera dispuesto a abandonar los muros que había alzado a su alrededor.

Pero cuando se diera cuenta de que ella no iba en su busca, tendría que hacerlo él. ¿Qué podía hacer para obligarlo a salir de su escondite?

Planeó una serie de descabelladas iniciativas, pero las desechó todas. Intentó dejar a un lado la incipiente sensación de desaliento que la embargaba; sencillamente, limitarse a esperar de brazos cruzados no era su estilo.

Unos dedos largos y fríos se cerraron en torno a su garganta antes de apoyarse sobre su clavícula.

La impresión hizo que diera un respingo y alzara la sombrilla.

—No. Quédate dónde estás.

Sintió que esa voz llegaba flotando hasta ella. La orden fue acompañada de un apretón a modo de advertencia antes de que la soltara para deslizar la mano por su piel. Amanda se dio cuenta de que la sombrilla los ocultaba, por lo que la dejó donde estaba y giró la cabeza para clavar los ojos en él.

Su expresión, impasible y educada, no traslucía sus sentimientos. Sus ojos verdes eran mucho más elocuentes.

«¿Dónde has estado? ¿Por qué me evitas?».

Amanda percibía que esas y muchas otras preguntas bullían en su cabeza, pero Martin no formuló ninguna y ella no hizo intento alguno por explicarse.

En cambio, se dedicaron a mirarse, a observarse, a medirse… a desearse.

Cuando por fin él comenzó a inclinarse poco a poco hacia ella Amanda ni siquiera pensó en apartarse; no habría podido hacerlo. Bajó la mirada hasta sus labios y cerró los ojos.

El beso fue muy tierno en un principio, aunque no tardó en cambiar. Las caricias se intensificaron y la boca masculina acabó manifestando sin tapujos sus intenciones. Amanda separó los labios y él le robó el aliento, por no mencionar otras muchas cosas.

Cuando Martin puso fin al beso, ella estaba mareada y confusa. Tuvo que parpadear varias veces antes de recuperar la compostura y sisear:

—¡No puedes besarme en el parque!

—Acabo de hacerlo. —En lugar de enderezarse, se puso en cuclillas—. Nadie nos ha visto.

Amanda echó un vistazo a su alrededor y se aseguró de que la sombrilla estuviera en su lugar; la repentina oleada de pánico remitió un tanto.

—¿Por qué no estás charlando con tu hermana y con Carmarthen?

La pregunta hizo que girara la cabeza para enfrentar su mirada; su tono de voz era tranquilo, pero no pudo descifrar la expresión de sus ojos.

Amanda hizo un gesto despectivo con la mano y miró hacia otro lado.

—Estoy un poco indispuesta.

El comentario obtuvo un silencio como respuesta, por lo que ella se dio la vuelta, lo miró a los ojos… y supo exactamente lo que estaba pensando. Un intenso rubor se apoderó de su rostro.

—No es eso. No estoy… indispuesta. —Apartó la mirada y alzó la barbilla—. Sólo estoy un tanto agotada.

Martin la creía afectada de las molestias típicas que sufría una dama todos los meses. Pero no era así. Y eso significaba que aún existía la posibilidad de que… Una posibilidad que no se le había ocurrido hasta ese momento; una posibilidad que la dejó con los ojos abiertos de par en par, la mente embotada y hecha un manojo de nervios.

—Tenemos que hablar —susurró él con decisión—. Pero este no es el momento ni el lugar.

—Definitivamente este no es el momento ni el lugar.

Amanda tuvo que luchar contra el impulso de abanicarse el rostro, tomó aliento y lo miró de nuevo.

Martin la observaba con detenimiento. Estudió su rostro un momento más antes de decir:

—Te espero mañana a las cinco en la esquina de tu calle, como siempre. —Titubeó un instante, pero se puso en pie.

Amanda alzó la mirada.

—¿Qué pasa si no voy?

—Si no lo haces, iré a casa de tu padre y llamaré a la puerta.

Escucharon unas voces que se acercaban. Martin echó un vistazo y Amanda apartó un poco la sombrilla para ver de quién se trataba. Reggie y Amelia se acercaban discutiendo. Se giró de nuevo para mirar a Martin.

Había desaparecido. Se puso en pie para examinar el prado, pero no había ni rastro de él.

Su hermana y Reggie se aproximaban. Se dio la vuelta para saludarlos mientras se preguntaba si la victoria había sido suya… o de Martin.