—SUPONGO —dijo Martin con tono agrio mientras el carruaje giraba hacia Park Lane— que no me permitirás dejarte en casa de tus padres y dar esta noche por terminada, ¿verdad?
Amanda lo miró fugazmente en la oscuridad.
—No.
Tal y como se temía. No le había quedado otro remedio, pero se había arrepentido de haberle aguado la noche desde el momento en que salieron de la casa de la señora Emerson. No sabía por qué estaba tan nervioso… la llevaría a su biblioteca, le mostraría uno de esos puñeteros libros y después la llevaría a casa. Y eso sería todo. Al menos esa noche.
El carruaje se adentró en el sendero de entrada de su casa; de acuerdo con las órdenes acostumbradas, siguió hasta el patio trasero. Martin maldijo por lo bajo antes de recordar que la puerta principal no se había abierto durante años. El vehículo se detuvo. Bajó y le ofreció la mano a Amanda, diciéndose a sí mismo que tenía los nervios a flor de piel porque ella era el primer miembro de su antigua clase social que iba entrar en la casa desde que esta pasó a ser de su propiedad. Aun así, mientras la guiaba a través de la oscuridad de la cocina y la penumbra de los pasillos, se puso aún más nervioso.
Amanda agradecía la escasa iluminación; aparte de la vela que Martin había cogido de la mesa de la cocina, la casa estaba a oscuras. No se trataba de una oscuridad impenetrable; podía distinguir los muebles cubiertos por las sábanas de hilo y sentir la atmósfera típica de una casa vacía. La luz parpadeante de la vela no iluminaba su rostro, de modo que podía mirarlo todo cuanto quisiera.
Esa era su guarida.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Hacía un frío horrible, casi helador, aunque suponía que podría ser peor sin el hogar de la cocina. Claro que era imposible que él pasara todo el día en ese lugar. Las inmensas escaleras que vio a su derecha cuando entraron en el gigantesco vestíbulo tenían un diseño clásico y sus peldaños ascendían hasta una galería sumida en la oscuridad. Miró a su alrededor y reprimió otro estremecimiento; casi todas las puertas estaban abiertas… y ninguna habitación tenía indicios de ser utilizada.
Eso no era un hogar. Aunque no se hubiese casado y viviera solo, esa casa carecía de vida. No había signos de calidez humana ni de serenidad; no ofrecía consuelo alguno para un espíritu atormentado.
Martin la condujo sin detenerse hacia un segundo pasillo, más ancho que el primero pero igualmente descuidado.
Desolación. Esa palabra resonó en la mente de Amanda. ¿Cómo podía vivir allí?
En ese momento él abrió una puerta. La luz se derramó desde el interior de una estancia sorprendentemente acogedora. Martin le hizo un gesto para que entrara; Amanda dio un paso adelante… y se detuvo en el vano de la puerta.
Allí era donde vivía.
Pasó la mirada de un lado a otro con rapidez, tratando de asimilarlo todo de un solo vistazo… imposible. Tratando de conciliar esa maravilla con el desolador vacío que había atravesado escasos minutos atrás. Hipnotizada, entró en la estancia y se detuvo de nuevo, girando para contemplar lo que la rodeaba presa del desconcierto.
La gigantesca habitación (dadas sus descomunales proporciones era posible que fuese un antiguo salón de baile, ya que la casa era antigua) era en esos momentos una biblioteca. Aunque el término no le hacía justicia. Sí, todas las paredes estaban cubiertas de resplandecientes estanterías de madera que se alzaban hasta el techo; sí, las estanterías estaban repletas de innumerables tomos encuadernados en piel y muchos de sus lomos estaban impresos en oro o plata. Había una chimenea lo bastante grande como para asar el proverbial buey en mitad de la enorme pared interior. La pared opuesta albergaba una larga hilera de ventanas con vistas a un patio en el que la luz de la luna jugueteaba con la exuberante vegetación que rodeaba un jardín cuadrado con una fuente. Los altos muros de piedra del patio estaban cubiertos de enredaderas.
Amanda miró hacia el techo y soltó un suspiro de admiración. Era una obra de arte; cada sección de la cúpula representaba una constelación con varias deidades, animales, peces y aves. Podría contemplarla fascinada durante horas; apartó la mirada y descubrió la hilera de arañas de cristal, todas apagadas en ese momento.
Al echar un vistazo a su alrededor, se sintió ahogada en un suntuoso esplendor. Mirara donde mirara, había un objeto o un mueble algo inesperado, que cautivaba los sentidos. Los años que Martin había pasado en Oriente se ponían de manifiesto en los delicados adornos de marfil, en las figurillas de jade con sus pedestales de madera o en los tapetes de seda que cubrían unos aparadores profusamente tallados. El suelo, de madera resplandeciente, estaba cubierto por coloridas alfombras que brillaban a la luz de las velas; sus vibrantes colores destacaban incluso en la relativa penumbra.
Situados uno frente al otro delante de la chimenea en la que ardía el fuego y como confirmación de que esa era la estancia que él usaba como refugio, había un diván y una otomana; esta última llena de cojines de seda con bordados de oro y cubierta por un arcoíris de echarpes de seda cuyos brillantes flecos anudados centelleaban a la luz de las velas.
Amanda respiró hondo y contempló la habitación al completo para hacerse una idea.
No sólo abrumaba su tamaño… eran los colores. La riqueza. El extraordinario deleite que suponía para los sentidos.
La casa era como él. La idea se abrió paso en su mente con la fuerza de la verdad y la certeza de la precisión. El exterior era clásico aunque amenazador y la entrada, desoladora, pero en el corazón había un lugar de incontenible calidez donde reinaban la belleza, el conocimiento y los placeres sensuales.
Se giró y vio que Martin se había agachado junto al fuego para avivarlo. Se acercó a la estantería más próxima y dejó vagar la mirada por los lomos de los libros. Arte, clásicos, poesía… había de todo. Ensayos, libros de filosofía, publicaciones en latín, griego, alemán y francés… la colección era muy extensa.
Cogió un huevo con incrustaciones de piedras preciosas de una estantería y estudió el intrincado diseño. Volvió a colocarlo en su lugar y, cuando se giró, descubrió que Martin se había puesto en pie y la observaba con una expresión indescifrable.
—Bien. —Amanda hizo un gesto para señalar las estanterías—. ¿Qué tomo tengo que ver?
Los rasgos del hombre se tensaron. Avanzó hacia ella con su acostumbrado sigilo; el resplandor del fuego le confería un matiz dorado a su pelo. Amanda tomó las riendas de sus sentidos y permaneció donde estaba. Alzó la barbilla.
Martin se detuvo frente a ella y la miró a los ojos.
—No te hace falta ver ningún libro.
Amanda trató de leer su mirada. Fracasó.
—Claro que sí. Es lo menos que puedes ofrecerme, teniendo en cuenta la escenita que has montado. —No había duda de que Martin se comportaba de forma intimidante; con actitud práctica, Amanda añadió—: Y que no se te olvide que debe ser uno de esos volúmenes de Oriente.
Martin tensó la mandíbula. Durante un instante, la observó con una expresión pétrea y acto seguido alzó la mano por encima de la cabeza de Amanda para coger un libro encuadernado en cuero marrón. Depositó el pesado tomo en sus manos (el lomo tenía un grosor de unos ocho centímetros) y después le hizo un gesto en dirección a la chimenea.
—Toma asiento, por favor.
Encendió las velas de un candelabro y lo colocó sobre la mesita auxiliar que había a los pies del diván. Amanda se dirigió hacia la otomana, atraída de forma irresistible por las sedas. Se sentó en medio de los cojines y escuchó el frufrú de la seda al removerse. La otomana era ancha y muy larga, cosa poco habitual; permitía una posición increíblemente cómoda. Observó la mesa auxiliar y después a Dexter.
Con expresión impasible, él acercó la mesa y el candelabro a los pies de la otomana, junto a ella. Amanda se colocó el libro sobre el regazo y pasó los dedos por la cubierta, que estaba cubierta casi en su totalidad por las estampaciones en oro.
—¿Lo compraste en uno de tus viajes?
Él titubeó un instante antes de responder:
—Fue un regalo de una marajaní.
Puesto que él seguía de pie, Amanda levantó la vista y dejó que el desafío brillara en sus ojos. Él le devolvió la mirada, aunque después cedió y se sentó en el otro extremo de la otomana; se reclinó sobre los cojines y extendió los brazos. Parecía tan cómodo que Amanda supuso que la otomana era su lugar favorito de descanso. Muy poco inglés aunque la inclinación por las comodidades lujosas era sin duda una peculiaridad leonina.
Satisfecha, volvió a centrar su atención en el libro. Lo abrió y descubrió que la primera página estaba cubierta por unos caracteres sinuosos.
—Sánscrito.
—¿Sabes leerlo?
—Sí, pero el texto no está relacionado con tu propósito. Ve directa a las ilustraciones.
No se le ocurría el modo de obligarlo a traducir aquello. Pasó la página. Y se encontró el primer grabado. Su primera valoración fue que a pesar de no haber llevado una vida muy protegida, en comparación con él y desde la suposición de que el libro no fuera una excepción, había pasado toda su vida en un claustro.
Por extraño que pareciera, no se sintió escandalizada en lo más mínimo. Ningún sonrojo delator coloreó sus mejillas. No obstante, sí sintió que abría los ojos de par en par, y aún así no era suficiente, y que se quedaba sin respiración.
No estaba escandalizada. Estaba fascinada. Hechizada.
Asombrada.
Martin observó el juguetón reflejo de la luz del fuego en su rostro; el cambio que se produjo en su expresión cuando pasó la página. Intentó no recordar lo que ella estaba contemplando. Y para su consternación, descubrió que no podía.
Estudió su rostro. Parecía absorta. Intrigada. Ladeó la cabeza para observar desde otro ángulo… Incapaz de soportarlo más, se acercó con sigilo a ella para poder verla con más claridad.
¡Por todos los infiernos! Cuando clavó la vista en la página se dio cuenta de que había olvidado lo realistas y detalladas que eran las ilustraciones de ese libro en particular. Ella pasó la página y estudió con avidez la siguiente imagen. Martin observó el dibujo y después su rostro, tratando de imaginar lo que estaría pasando por su cabeza.
Se le secó la boca y todo su cuerpo reaccionó al instante.
Volvió a mirar el libro y luchó por desembarazarse de la opresión que se extendía poco a poco por la parte baja de su pecho.
Ella pasó a la página siguiente y apareció el dibujo de una pareja enzarzada en un flagrante coito sobre una otomana muy parecida a la que ellos ocupaban.
La excitación se adueñó de su cuerpo. No pudo evitar que sus ojos volaran hacia el rostro de Amanda; no podía dejar de observarla, casi sin aliento, mientras ella examinaba el detallado dibujo.
Ella percibió su escrutinio y giró la cabeza; sus miradas se enfrentaron. Amanda se quedó inmóvil.
El sonrojo se extendió por sus clavículas y cubrió sus mejillas de porcelana. El rictus de sus labios se suavizó; volvió a fijar la vista en el libro para seguir observando la ilustración.
Comenzaron a apreciarse los latidos del pulso en la base de su garganta; los dedos que aferraban el borde de la página se movieron, inquietos. Martin percibió el cambio en su respiración y, pese a la tensión que los había invadido de repente, fue consciente del momento en que despertó su deseo.
Ella lo miró con expresión insegura. Tenía los ojos oscuros y las pupilas dilatadas, rodeadas por un anillo de intenso azul zafiro.
—Así que ya ves —dijo Martin con voz ronca—, los grabados sí te afectan —concluyó al tiempo que extendía el brazo para quitarle el libro… Sabía que tenía que quitárselo y acabar con aquello. Cuanto antes.
—No, te equivocas —replicó ella mientras apartaba el libro de su alcance. Pero se le cayó de las manos. El tomo resbaló por la seda de su regazo y cayó al suelo.
Ambos se agacharon a por él.
Martin se echó hacia delante… y el movimiento lo acercó a ella.
El colchón de la otomana se hundió con su peso y Amanda se inclinó hacia él.
Entre el frufrú de la seda, ella se giró y extendió las manos sobre su torso para detenerlo.
—No… déjalo. —Tenía que hacer un gran esfuerzo para respirar, para pensar, para mirarlo a los ojos y a los labios—. He demostrado que tengo razón.
Los músculos que había bajo sus palmas estaban tensos; sintió que el control del hombre se resquebrajaba. No cedió, pero le faltó muy Poco. Estaba envuelta en el calor que emanaba del cuerpo masculino; había algo primitivo rondando tras esa fachada serena de Martin. Ella echó un vistazo a sus labios. Vio cómo se los humedecía, vio que formaban las palabras:
—¿Cómo? —Cuando lo miró a los ojos, él añadió—: Los dibujos te han excitado.
—No. —La embargaba la calidez del éxito, pero cada vez le costaba más trabajo pensar—. No fueron los dibujos. Los dibujos han resultado… interesantes. Reveladores. Nada más. —Con un gesto atrevido, deslizó un dedo por la mejilla de Martin y siguió el movimiento con la mirada hasta llegar a la comisura de los labios.
Perdía poco a poco el hilo de sus pensamientos; como si hablar y pensar ya no tuvieran importancia. Levantó la vista; los ojos del hombre tenían un oscuro y fascinante color verde.
—Fuiste tú… Ver cómo mirabas el dibujo. Imaginar que tú me imaginabas… —Deslizó la mano hasta su nuca para tirar de él y así acercar sus labios—. Ver cómo nos imaginabas… así.
Sus labios se rozaron… y ambos estuvieron perdidos.
Sin que Amanda lo supiera, todos sus instintos respondieron. Al hecho de que tenía esclavizado a su león; al hecho de que por fin había derribado sus defensas y se había apoderado de la sensualidad que moraba en su corazón. Y el placer de saber que era suyo, en ese mismo instante, sin reserva alguna fue inconmensurable.
Al igual que ella era suya.
La certeza la atravesó como un rayo; no como un pensamiento, sino como un sentimiento. Algo que percibía en su piel, en su sangre, una noción impregnada en la médula de sus huesos.
Le correspondió desde el instante en que ese beso prendió la hoguera y lo imitó entusiasmada cuando las llamas crecieron, logrando que las caricias de sus labios se transformaran en una ostensible entrega. Martin se echó sobre los cojines y ella lo siguió para tumbarse sobre él y deleitarse con la sensación de tener ese cuerpo duro bajo el suyo. Le rodeó el cuello con los brazos y lo apretó contra ella mientras el beso seguía y seguía.
Y de esta forma ambos se hundieron cada vez más en el sensual hechizo que el destino había tejido a su alrededor.
Más tarde, Amanda comprendió que había sido eso lo que los había impulsado, lo que los había doblegado; en ese momento sólo era consciente de la imperiosa necesidad de ser suya: ser la leona de ese león, la mujer de ese hombre. Una necesidad tan básica y simple, tan acorde emocionalmente con sus deseos, que no había necesidad de cuestionarla ni de pensar.
Parecía perfecta.
Martin enterró las manos en su cabello y las horquillas salieron volando. El peinado se desmoronó, pero él lo sujetó con la mano para saborear la sensación de esos espesos mechones al deslizarse entre sus dedos. Cuando cayeron del todo, volvió a sujetarlos y a dejar que se deslizaran de nuevo. Y repitió el proceso una vez más.
A la postre, tras dejarle el cabello en un completo desorden, bajó la mano para acariciarle la sensible piel de la garganta. Sus labios no tardaron en seguirlos. Amanda sintió un tirón y acto seguido su capa se deslizó y resbaló por la otomana hasta caer al suelo. La mano de Martin le cubrió un pecho y en respuesta se echó hacia delante para amoldarse contra su palma con un suspiro de satisfacción, embargada por una necesidad que él se encargó de satisfacer al instante. Volvió a besarla para aplacar la necesidad de ambos mientras apretaba las manos, en un principio con suavidad, pero después con más fuerza, hasta que sintió que sus pezones se tensaban con un palpitante deseo. Sin embargo, no la acarició como ella deseaba. En cambio, llevó la mano hasta los lazos del corpiño y los desató con rapidez, haciendo que pudiera respirar de nuevo, aunque de forma entrecortada.
Comenzó a bajarle el vestido; primero desnudó un hombro y después el otro, sin dejar de murmurar instrucciones que ella cumplía al pie de la letra. Amanda contempló su rostro y se maravilló al comprobar que el deseo había endurecido unos rasgos ya de por sí adustos. En ese momento, él soltó las cintas de la camisola y se la bajó junto con el vestido, desnudándola hasta la cintura.
La expresión de su rostro provocó en Amanda una exultante alegría; parecía aturdido, fascinado, completamente hechizado. Notó el aire fresco sobre la piel, pero no sentía frío; no mientras esos ojos se daban un festín con su cuerpo. Él alzó las manos para cubrir casi con adoración sus pechos y comenzó a mover los dedos. Amanda jadeó, cerró los ojos y levantó un poco la cabeza, absorta, atrapada en un torrente de incitante placer. Le había tocado los pechos con anterioridad, pero no de esa forma, no mientras estaba encima de él. Así era distinto, como si se estuviera ofreciendo y quedara muy claro que era elección suya, que estaba participando en aquello por voluntad propia, y no aceptando las caricias que le imponía.
Se movió con impaciencia contra él y sintió el roce de su erección en el vientre. Él cambió de posición y se apoderó de sus labios para sumirla una vez más en las apasionadas profundidades de un beso.
Entretanto, movió los dedos para apretar sus palpitantes pezones y Amanda se sintió atravesada por una descarga de placer, tan penetrante como una lanza. Él repitió la tortura y absorbió sus jadeos mientras ella trataba de controlar su respiración. Sus caricias se suavizaron poco después y se tornaron lánguidas y relajantes. Cada roce tenía un matiz reverencial, como si estuviera acariciando el más suave de los terciopelos, el más caro de los satenes.
La pasión floreció, los envolvió.
Martin se apartó de su boca y le echó la cabeza hacia atrás para poder trazar la línea de su garganta con los labios hasta el lugar donde se percibía el pulso. Cerró la boca sobre esa zona y las llamas del placer se avivaron cuando comenzó a succionar con suavidad para después aplacarse un tanto cuando sustituyó los labios por la lengua.
Después bajó la cabeza aún más y deslizó los labios por la suave curva de uno de sus pechos. La tensión se apoderó de ella de forma repentina y contuvo el aliento, sabiendo lo que sucedería a continuación deseando…
Martin la instó a que se moviera un poco hacia arriba y ella lo complació de buena gana. Cuando esa cálida boca se cerró en torno a un enhiesto pezón, Amanda soltó un jadeo; cuando lo lamió y succionó con suavidad, estuvo a punto de derretirse… y cuando por fin succionó con más fuerza, se quedó sin respiración.
Él no le permitió recuperar el aliento, no dejó que sus sentidos se recuperaran. Apoyada en los cojines y con los dedos enterrados en su pelo, Amanda lo apretó contra ella, instándolo a tomar cuanto deseara, a darse un festín, a devorarla hasta que ambos quedaran satisfechos.
Todas y cada una de sus terminaciones nerviosas habían cobrado vida; todos los sentidos que poseía estaban centrados en sus caricias cuando él se apartó, se tumbó sobre los cojines y la llevó consigo antes de enterrar las manos en su cabello una vez más y comenzar a besarla.
El entusiasmo que Amanda demostraba, esa desinhibida sensualidad tan semejante a la suya, era un deleite para Martin. Ella le correspondía en todo momento, en cada caricia, en cada latido de sus corazones. Se habían convertido en uno solo: en un solo propósito, en una sola meta. La experiencia le hizo dilatar el momento; saborear cada uno de los pasos del camino que tan bien conocía, aunque en el fondo estaba inmensamente sorprendido al descubrir que con ella el camino había cambiado, el paisaje era distinto.
Estaba tan fascinado como ella.
Había muchas cosas diferentes… Ella era diferente, pero era algo más que eso; el paisaje se había transformado por completo. Estaba hechizado, intrigado. Juntos, los dos eran principiantes; los dos estaban aprendiendo; tenían experiencia en algunas cosas, pero había muchas otras por descubrir.
Jamás se cansaría de tocarla… De deslizar los dedos, o las palmas, sobre sus generosas curvas y sobre esa piel tan delicada como un pétalo de rosa. No obstante, el beso avivó la pasión, que creció y se intensificó con cada descarada e insinuante caricia hasta convertirse en una apremiante necesidad. Necesitaba saciar sus hambrientos sentidos, tocarla, explorar más allá. Devoró su boca y ella jadeó antes de imitarlo y expresar sus deseos con tanta audacia como él.
Más… necesitaba más. Deslizó las manos por su esbelto talle y agarró el vestido y la camisola para bajarlos. El tejido resbaló con facilidad sobre su piel, sobre las curvas de sus caderas, sobre su voluptuoso trasero. Tras ponerle fin al beso, se incorporó un poco sin apartar la mano de esa cintura desnuda para evitar que se alejara. Con la otra mano sujetó el arrugado tejido y lo bajó por las piernas hasta librarla de las prendas, que fueron arrojadas al suelo.
Se percató de que Amanda bajaba la mirada y, con un pequeño jadeo, procedió a quitarse los escarpines de raso con los pies y a enviarlos junto al vestido de una patada.
Martin clavó la mirada en esos pies cubiertos por las medias de seda y respiró hondo, consciente de que al expandir su pecho los senos de Amanda se apretaban con suavidad contra él. Tenía todos los nervios a flor de piel. Muy despacio, paseó la mirada por las torneadas piernas enfundadas en la seda, desde la punta de esos pequeños pies, delicadamente arqueados, hasta las ligas de seda azul que le rodeaban los muslos, pasando por los delgados tobillos, las esbeltas pantorrillas y las rodillas.
Sobre las ligas, la piel estaba desnuda y resplandecía como el marfil bajo la tenue luz. Recorrió con la mirada el voluptuoso contorno de sus muslos hasta llegar a los rizos rubios que le cubrían la entrepierna. Con una extraña opresión en el pecho, subió aún más y observó su vientre plano, la estrechez de su cintura y sus pechos, con los pezones tensos y oscurecidos debido a sus atenciones. Se apartó un poco para contemplarla al completo y quedó embriagado por semejante visión. Estaba tumbada a su lado, encerrada por uno de sus brazos y desnuda salvo por las medias de seda. Una criatura creada para abrumar sus sentidos. Poderosas curvas femeninas revestidas de un satén pálido como el alabastro, con un cabello dorado que resplandecía a la luz de las velas.
En torno a ella, los intensos tonos de los echarpes de seda y de los cojines creaban una base de lo más adecuada sobre la que exhibirla: una joya, una perla de valor incalculable.
Y suya.
Una parte de él quería apoderarse de ella, devorarla, saciar la lujuria que lo consumía. Otra parte percibía la expresión soñadora que se reflejaba en sus ojos entornados mientras contemplaba cómo la observaba y su respiración entrecortada, y ambos detalles lo hacían desear mostrarle lo que era el placer, sumergirla en el deleite por encima de todo.
La segunda alternativa era más de su gusto.
Inclinó la cabeza para buscar sus labios y se apoderó de ellos con un beso lento y abrasador antes de tensar el brazo para acercarla más. Notó como se aceleraba su respiración cuando su sensibilizada piel entró en contacto con el tejido de la ropa que él aún llevaba. Martin sonrió para sus adentros y la estrechó con más fuerza para que sintiera la vulnerabilidad de estar desnuda entre sus brazos mientras él, como un conquistador, permanecía completamente vestido.
Ella se estremeció y, rendida, abrió la boca para permitirle una extraordinaria y atrevida exploración; una invasión destinada a extender la pasión por sus venas, a arrastrarla hasta las abrasadoras profundidades de su mutua necesidad.
Amanda se dejó llevar sin vacilar, sin tratar siquiera de recuperar el sentido común. Lo había perdido hacía mucho; en esos momentos la guiaba el instinto. Un instinto que le gritaba que el paraíso estaba al final de ese camino; que juntos podrían escalar hasta una cumbre maravillosa que los cambiaría para siempre. Que los uniría para siempre.
Fundidos por el fuego, unidos el uno al otro por las hebras doradas de los sentimientos, por las hebras plateadas de las trémulas emociones.
El descarado examen sexual al que la había sometido Martin, esos ojos abrasadores que la contemplaban entornados por el deseo controlado y una pasión casi palpable, la había puesto muy nerviosa. Estaba tan tensa que se estremecía con cada larga y lenta caricia de esas manos sobre su piel. Sobre su espalda, sobre su trasero. Una mano que exploraba con pausada apreciación… el toque de un pacha deseoso por conocer a su nueva esclava. Esa mano errática cubrió su trasero de provocativas caricias, dejando a su paso un rastro de húmeda pasión, antes de bajar más para cerrarse sobre la parte trasera de uno de sus muslos.
La levantó contra él y la mantuvo en alto con el fin de mover las caderas y hacerle notar la insistente presión de su erección contra la parte baja del vientre. La pasión se apoderó de lo más hondo de su ser y estalló en llamas mientras él se mecía contra ella.
Amanda apenas podía respirar, pero tomó aliento de él y elevó las manos para acunarle el rostro, para hablarle con besos e instarlo a continuar. Lo quería dentro de ella… no necesitaba pensarlo, subyugada como estaba por la necesidad. Sin embargo…
Él lo entendió; cambió de posición una vez más y la tumbó sobre la sedosa suavidad de la otomana. Era increíblemente cómoda, diseñada para ese uso. Cuando se situó sobre ella, Amanda esbozó una sonrisa de felicidad; puesto que ya tenía los brazos libres, extendió las manos hacia su chaqueta. La apartó hacia los costados, aprisionándole por un momento los brazos. Él frunció un poco el ceño, pero accedió y se echó hacia atrás para quitarse la prenda y arrojarla a un lado.
Medio sentada, ella se encargó de los botones que le cerraban la camisa. Con una extraña agilidad en los dedos y aguijoneada por una sensación de creciente urgencia, los desabrochó y apartó el tejido de lino para contemplar con fascinación lo que había dejado al descubierto.
Se le quedó la boca seca. Con los ojos abiertos de par en par, alzó ambas manos y, con los dedos extendidos, las colocó sobre los poderosos músculos de su pecho. Presionó con los dedos y sintió cómo se contraían y se tensaban. Hechizada, deslizó las manos hacia abajo para deleitarse con el áspero roce del vello en las yemas de los dedos. Siguió el surco que dividía su torso hasta llegar a los músculos de su abdomen, duros como una piedra.
Estaba tan duro, tan caliente… El calor se desprendía de él en oleadas y se hizo más intenso cuando, con los ojos casi negros, extendió las manos hacia ella.
Un instante antes de que esos labios se apoderaran de su boca, Amanda contempló con asombro la indiscutible pasión y el deseo que se habían apoderado de sus rasgos. Aunque eran por naturaleza austeros, en mitad de la pasión parecían esculpidos en granito: implacables, irresistibles.
Aunque ella no tenía intención de resistirse ni mucho menos.
Se entregó a él, le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso con un ardor que igualaba el de él, movida por la necesidad de incitarlo, de arrastrarlo, de unirlo a ella. La satisfacción se adueñó de ella cuando la apretó contra su pecho y la rodeó con los brazos para instarla a tumbarse de nuevo. Amanda se descubrió atrapada bajo él, con los muslos separados para darle cobijo entre ellos y un pecho sometido a las caricias de su mano. En ese momento, Martin puso fin al beso e inclinó la cabeza. Ella echó los brazos hacia atrás por encima de su cabeza y los extendió sobre la seda con un suspiro, mientras él le besaba el pecho. Al instante, se metió el pezón en la boca y succionó con fuerza; ella soltó un jadeo y notó que se le arqueaba la espalda.
Sintió que su cuerpo reaccionaba, percibió el doloroso deseo que palpitaba entre sus muslos.
Martin repitió la suave tortura, apaciguando un pecho con mano experta mientras estimulaba el otro con la boca, hasta que ella se vio consumida por una exasperante e innombrable necesidad que era a la vez abrasadora, exigente y compulsiva.
Él apartó la boca del pecho y la deslizó un poco más abajo. Amanda contuvo el aliento y alzó la cabeza para observarlo. Enredó los dedos en su cabello y tiró de él.
—Los pantalones. Quítatelos. —Tuvo que hacer una pausa para humedecerse los labios cuando enfrentó su mirada una vez que él levantó la cabeza. Esbozó una sonrisa felina—. Quiero verte entero.
Martin ya tenía las manos en sus caderas. Por un instante, sus dedos se clavaron en ella, pero después los aflojó. Inclinó la cabeza y dejó un reguero de besos alrededor de su ombligo, al tiempo que se llevaba las manos a la pretina del pantalón.
Ella se relajó sobre la otomana y cerró los ojos; aprovechó el momento para recuperar el aliento, muy consciente de la abrasadora sensación, de la creciente pasión, de la vertiginosa marea de deseo que los rodeaba. El deseo de ambos, un deseo que compartir. Plenamente.
Martin cambió de posición y ella abrió los ojos para observarlo mientras se echaba hacia atrás y se quitaba los pantalones y los calcetines; ya se había quitado los zapatos con la punta del pie. Al instante estuvo tan desnudo como ella. Cuando se dio la vuelta para mirarla, deseó que hubiera un espejo estratégicamente colocado para poder ver su espalda, esa extensión de piel que se estrechaba al llegar a la cintura y las caderas, y esas largas y musculosas piernas en toda su longitud.
Era un hombre magnífico; todo lo que veía contaba con su más completa aprobación, aunque aún no había visto todo lo que quería.
Trató de apartarse un poco de él para mirar hacia abajo, pero estaban demasiado cerca y Martin acabó hundiéndola contra los cojines de seda cuando se tumbó sobre ella. Sin detenerse, agachó la cabeza para apoderarse de sus labios con un súbito y abrasador beso.
Un beso que le dejó bien claro que había llegado el momento, que el león ya había jugueteado bastante y que se disponía a cobrar su presa Tuvo la sensación de que él comandaba la marea de deseo, que acabó por atraparla y arrastrarla.
Martin no podía controlar la fuerza que se había apoderado de él, que había dictado sus movimientos desde el momento en el que Amanda le confesara lo que tanto la había excitado. Sabía que debía pensar, pero no podía hacerlo; no podía rescatar su mente racional de esa abrumadora marea de deseo. El deseo más intenso que jamás había conocido, incentivado por una pasión profunda e inflamado por un torbellino de emociones que no lograba identificar y, mucho menos, comprender.
Lo único que sabía era que Amanda estaba tan entregada como él a la unión; a esa satisfactoria fusión de sus cuerpos; al inmenso placer que iban a compartir. Lo único que percibía era la desquiciante necesidad de estar dentro de ella, enterrado hasta el fondo en ese voluptuoso cuerpo, para disfrutar de la increíble sensación de estar rodeado por ella mientras sus sentidos obtenían el placer de la más íntima de las caricias. Gracias a la vasta experiencia de la que se habían beneficiado sus instintos, consiguió aplacar la marea, retenerla el tiempo suficiente para facilitarle el camino a Amanda. Sin embargo, su control se desvaneció en cuanto sintió el roce de sus muslos desnudos contra los costados.
La abrumó con un beso y la apretó contra los cojines al tiempo que enterraba una mano en su cabello. Presionó con las caderas para separarle un poco más los muslos e introdujo la mano libre entre sus cuerpos. Sus indagadores dedos se deslizaron sobre una suave mata de rizos y al percatarse de que ya estaban húmedos se adueñó de él un deseo voraz.
Bajó aún más la mano para acariciarla, reprimiendo su necesidad el tiempo suficiente para seguir la línea de sus hinchados pliegues y se tomó un momento para conocerla a través de las caricias de un amante, íntimas y licenciosas. Sus dedos descubrieron una cálida humedad; mientras profundizaba el beso, explorándola audazmente con la boca, utilizó la misma audacia para abrirla con los dedos antes de introducir muy despacio uno de ellos en su ardiente interior.
El cuerpo de Amanda se arqueó bajo el suyo; soltó un jadeo que interrumpió el beso, aunque él no tardó en volver a apoderarse de nuevo de su boca y devastar sus sentidos mientras la acariciaba una y otra vez, y otra… hasta que contrajo los músculos con fuerza alrededor de su dedo. Martin volvió a acariciarla y retiró el dedo para poder introducir dos.
Ella alzó las caderas y Martin sonrió para sus adentros… con voracidad. Abrumada por el beso e inmersa en un caos de sensaciones, respondía por instinto a la intimidad de la caricia abriéndose ante su invasión y relajando los muslos y las caderas.
Cambió de postura y se alzó sobre el brazo libre para presionar las caderas con fuerza entre sus muslos. Sacó los dedos de su interior y los utilizó para guiar el palpitante extremo de su miembro hacia la entrada de su cuerpo, suave y más que dispuesta a recibirlo. Avanzó un poco y se adentró en su cálida humedad. Se detuvo allí y se concentró en su boca, exigiendo toda su atención, atrapando sus sentidos… en cuanto lo consiguió, se retiró un poco y la embistió con fuerza con las caderas.
Se enterró hasta el fondo en su interior con esa única y poderosa embestida y sintió la efímera resistencia de su virginidad, así como la resbaladiza humedad que lo rodeaba y que no tardó en cerrarse con fuerza en torno a su miembro.
El grito de Amanda fue más bien un chillido, un súbito gesto de dolor. Pero después se quedó completamente inmóvil bajo él. Sin apenas aliento y en un estado rayano en la agonía, Martin se obligó a permanecer inmóvil y reprimió la necesidad de hundirse en su calidez, de conquistarla, de reclamarla y hacerla suya. Con una mano todavía enterrada en su cabello y la otra apoyada junto a ella, levantó la cabeza para contemplar su rostro.
Ella tomó una profunda bocanada de aire y sus senos se apretaron contra su torso. Martin notó que el ardor de su entrepierna empeoraba. Antes de que pudiera reunir la fuerza suficiente para decir algo, Amanda parpadeó y abrió los ojos el tiempo suficiente para que él los viera. El color azul zafiro estaba empañado por las lágrimas y su mirada parecía desenfocada. Al instante, soltó el aire lentamente.
—¡Dios mío!
Parpadeó una vez, y después otra. Su mirada fue ganando agudeza y se posó sobre su rostro. Parpadeó de nuevo. Trató de cambiar de posición…
—¡No! —exclamó él al tiempo que inclinaba la cabeza para besarla—. Espera… espera un momento.
Ella dejó escapar otro suspiro entrecortado.
—Tengo la sensación de que…
Martin selló sus labios con un beso largo, exigente y profundo, hasta que percibió que todo rastro de resistencia se desvanecía y su cuerpo se relajaba bajo él.
Hasta que se rindió.
Nunca un momento le había parecido tan dulce ni le había deparado esa profunda sensación de legitimidad, de estar haciendo lo que debía. Ese era su derecho, un privilegio reservado para él.
Como si durante toda su vida hubiera ambicionado poseerla y por fin lo hubiera conseguido.
No necesitaba pensar para moverse, para comenzar el lento y firme balanceo de una danza que era en realidad (sobre todo en ese momento, con ella) tan instintiva como respirar.
Sus labios se fundieron, se separaron y volvieron a unirse; sus cuerpos imitaron esos movimientos. No impuso el ritmo de manera consciente; estaba tan atento a las necesidades de Amanda, tan embebido en su esplendor, que refrenó las demandas de su propio cuerpo sin proponérselo para acoplarse a las de ella.
Hasta que comenzó a retorcerse, a gemir, a aferrarse a él; hasta que buscó sus hombros con las manos y le clavó los dedos con fuerza cuando comenzó a notar los primeros indicios del éxtasis. Alzó las rodillas para rodearle las caderas y se alzó para que pudiera penetrarla más, instándolo a tomarla, a reclamarla.
Martin se retiró un poco para separarle más los muslos, le levantó las rodillas para colocarle las piernas en torno a su cintura y se hundió aún más en ella, hasta el mismo centro de su ser.
Amanda dejó de besarlo y pronunció su nombre con un gemido entrecortado… y a él le pareció que nunca había sonado tan excitante. Apoyó el peso en los brazos, separó el torso de sus pechos e inclinó la cabeza para reclamar sus labios antes de cambiar el cariz de la unión.
Cambió las suaves acometidas por poderosas embestidas; cambió el ángulo de penetración para profundizar más en ella, con más fuerza. Lo invadió una poderosa necesidad. Bajo su cuerpo, ella se abrió para acogerlo y, en ese momento, pareció contener el aliento, como si la pasión la hubiera elevado a un nivel de deseo desconocido hasta entonces. Comenzó a emular cada uno de sus movimientos con desenfreno al tiempo que su cuerpo lo acogía sin reserva alguna.
La acogedora suavidad de su interior lo atraía sin remedio y Martin se vio atrapado en el esplendor de su cuerpo, que le ofrecía una suntuosa red en la que él deseaba caer. Y en ese instante ya no hubo dos cuerpos; no hubo entidades separadas, sino una única y abrasadora necesidad.
De ser uno. Absoluta y completamente… Para siempre.
La ola llegó, lo golpeó de lleno y los alzó a ambos sobre su cresta.
Fue entonces cuando Amanda estalló, gritando su nombre y cerrándose con fuerza en torno a su miembro. Arrastrándolo de forma inexorable con ella hasta el abrasador vacío.
Amanda se aferró a él con los ojos cerrados y la mente embotada de felicidad, sin pensar en otra cosa que no fuera el increíble placer que Martin le había proporcionado, la dicha que habían compartido… y el hecho de que él siguiera allí.
Podía sentirlo, cálido y duro en su interior, enterrado tan profundamente que casi le llegaba al alma. Lo abrazó con fuerza mientras su cuerpo se estremecía y convulsionaba, y en ese momento sintió el cálido torrente que se derramó en su interior. Percibió la poderosa intimidad que los unía cuando él emitió un gruñido y se desplomó sobre ella; sus cuerpos estaban húmedos por el sudor, sus pulmones se afanaban por respirar y el latido de sus corazones les atronaba los oídos. De pronto se dio cuenta del carácter físico del acto, de la vulnerabilidad que llevaba implícita el estar bajo él, rendida y atrapada, con su miembro aún profundamente enterrado en ella.
Y supo que su entrega había trascendido los límites físicos.
La inundó una sensación de triunfo, pero no la que había esperado sentir. Era una satisfacción fulgurante, más profunda y compleja, una ternura que no tenía nada de infantil y que se debía al hecho de haber despertado su deseo y su necesidad; de haberlo obligado a poseerla casi en contra de su voluntad.
Era una mujer que había encontrado su pareja, su hombre, su destino. Su futuro… y el de él.
Embargada por la dicha, alzó la mano a ciegas y le acarició los labios con los dedos antes de alzar la cabeza para darle un beso.
Él se lo devolvió y sus labios se fundieron un instante antes de volver a separarse.
Con un leve suspiro, Amanda volvió a recostarse y dejó que ese maravilloso agotamiento la inundara.
Martin no podía hilar un solo pensamiento.
Y resultaba aterrador. Daba igual lo mucho que tratara de recuperar el sentido común; su mente estaba en blanco, subyugada.
No tenía ni idea del tiempo que había estado tendido desnudo junto a Amanda (tan desnuda como él) con las piernas entrelazadas con las de ella, hasta que pudo pensar de nuevo. Sabía que ese hecho debería ser terrorífico, pero…
Estaba más que dispuesto a ignorar su estado mental, a disfrutar de sus sentidos en detrimento de su inteligencia.
Y sus siempre hambrientos sentidos estaban más que dispuestos a disfrutar. Después de lo que ella le había entregado, de lo que él había tomado sin dudar, dichos sentidos deberían estar saciados; no obstante, desde que consiguió despejarse un poco, habían estado clamando por más.
La recorrió de arriba abajo con una mirada posesiva, recostada desnuda sobre su pecho mientras él la abrazaba. Justo donde debía estar, justo donde desearía tenerla.
Estaba acostumbrado a la placentera sensación que seguía al sexo, pero la intensa satisfacción que sentía en sus pesados miembros, la misma que expulsaba de su mente todo pensamiento dejándola plenamente saciada, superaba cualquier experiencia anterior. Era distinta en aspectos intangibles, en aspectos que no sabría expresar.
Era mayor. Mucho mayor. Profunda, más profunda.
E infinitamente más fascinante.
Más peligrosa. Más adictiva.
Justo lo que necesitaba. Y deseaba. Aunque no se hubiera dado cuenta hasta ese momento.
Sabía que debía pensar… Sabía que habían traspasado los límites que imponía su mundo y que tendrían que encontrar una forma de regresar a él. Sin embargo, por más que se esforzaba por poner en marcha su perezosa mente para que enfrentara la situación…
Seguía en blanco. En blanco e inundada por una sensación de felicidad que lo hacía sentirse vulnerable y dichoso a un tiempo.
Al final decidió rendirse (al momento, a ese sentimiento) y permaneció tendido, disfrutando de las sensaciones que le provocaba el cálido cuerpo de Amanda apretado contra el suyo; de la sedosa y femenina suavidad de su piel; del cálido roce de su aliento en el pecho. Sin darse cuenta, sus dedos comenzaron a juguetear con sus enredados rizos.
El fuego se transformó en ascuas y el frío comenzó a adueñarse de la habitación. Amanda se removió inquieta, pero después se tranquilizó de nuevo y volvió a sumirse en un profundo sueño.
No quería despertarla; todavía no.
Primero la quería en su cama, antes de que pudiera protestar.
Aunque era incapaz de desentrañar los motivos, fue un impulso tan poderoso que lo llevó a cabo. Con mucho cuidado, se la quitó de encima y dejó que se acurrucara sobre las cálidas sedas que él acababa de abandonar.
Se puso en pie y tiró del borde de los echarpes para cubrirla y abrigarla. Recogió las cosas de Amanda del suelo (las suyas las dejó allí donde estaban) y abrió la puerta antes de regresar a la otomana. Colocó el vestido, la camisola y los escarpines sobre la capa e hizo un suave fardo que colocó junto a ella antes de cogerla en brazos, echarpes de seda y fardo incluidos, y caminar hacia la puerta.