DOS días después, Amanda se movía al amanecer y de puntillas por su habitación mientras se ponía a toda prisa las enaguas, la camisola y el traje del montar. Lo hacía sin prestar mucha atención porque tenía la mente ocupada con Dexter, o con Martin Fulbridge, se corrigió. El hombre oculto tras el muro. Su último interludio había confirmado que sus instintos no se habían equivocado: el hombre que se ocultaba era tal y como ella había imaginado y mucho más. Tenía aptitudes, deseos y necesidades más profundas que las que mostraba. Un carácter mucho más complejo que lo que ella había esperado.
Un hombre cuya conquista sería mucho más estimulante que la de cualquier otro que hubiera conocido jamás.
La invadió la alegría. Ya tenía claro qué podía ganar; había visto a su verdadera presa: ese hombre esquivo. En la barca se había mostrado mucho más abierto que en sus encuentros anteriores. Había bajado la guardia lo suficiente para que ella reconociera la diferencia y la sintiera en su beso, en sus caricias.
Un deseo, una necesidad, una especie de asombro cuyo origen era en parte carnal, si bien su descarnada sensualidad fuera una gran distracción. Ella poseía algo que el huidizo león deseaba, algo con lo que podría tentarlo para que abandonara su guarida.
Esa noche le había confirmado que todos sus sueños podrían hacerse realidad.
El control del que Dexter hacía gala, absoluto e inquebrantable, sería el siguiente obstáculo a vencer. Se retorció el cabello para recogérselo sobre la cabeza mientras sopesaba el modo más adecuado de lograrlo, el modo de afianzar su poder sobre él. A pesar de lo provechosas que habían resultado ser las aventuras que habían corrido juntos, sólo había conseguido que se comprometiera a acompañarla una vez más; sólo le quedaba una ocasión para engatusarlo de una vez por todas. ¿Qué posibilidades de lograrlo le ofrecería el baile de máscaras de Covent Garden?
Continuó pensando, confabulando, ideando un plan mientras atravesaba en silencio la casa y salía a hurtadillas por la puerta lateral. ¿Hasta dónde tendría que arriesgarse para atraparlo, para cautivar sus sentidos y someter así su voluntad? ¿Qué tenía que hacer para provocar la respuesta adecuada en él? Un despliegue de protección. Un ramalazo de orgullo. Y, por último, un arranque de posesividad, tal y como Amelia le había advertido. Emociones poderosas todas ellas. ¿Cuál sería más inofensiva si la estimulaba? ¿Cuál era mejor no despertar?
¿Cuál se atrevería a provocar? ¿Dónde trazaría el límite al que estaba dispuesta a llegar?
Diez minutos después entraba a caballo en el parque. No había nadie esperándola bajo el roble cercano a las puertas; ni el enorme ruano ni su peligroso jinete.
Sintió su ausencia como si de una bofetada se tratara. Se quedó aturdida. Presa de un súbito vacío.
No sabía qué pensar. Tras pasar un minuto sentada en su montura mirando al vacío, cogió las riendas con firmeza y se adentró en el parque. El mozo de cuadra de Dexter la siguió.
Su corazón, que pocos minutos antes latiera entusiasmado ante la perspectiva de verlo, no encontraba consuelo. Sentía una opresión en el pecho. Una especie de vacío interior. Mientras pasaba con rapidez de un recuerdo al siguiente, su mente insistía en regresar a la misma pregunta una y otra vez: ¿hasta qué punto había adivinado el hombre sus intenciones?
Llegó al camino de tierra y azuzó a la yegua. El mozo de cuadra se detuvo al amparo de los árboles para observarla.
A medio camino, con la yegua galopando a toda velocidad y el viento azotándole las mejillas y enredándole el cabello, se sintió desolada al comprender algo: no estaba disfrutando del momento, de la excitación, de la emoción, cabalgando a solas.
Mientras reflexionaba, escuchó el atronador ruido de los cascos de un caballo que se acercaba con rapidez y echó un vistazo hacia atrás. Gracias a su poderoso galope, el ruano estaba acortando la distancia que lo separaba de la yegua. Amanda volvió a mirar al frente y sonrió presa de la euforia, aprovechando que él aún no podía verla.
Dexter no tardó en ponerse a su altura. Lo miró a los ojos, le sonrió a modo de afable bienvenida y rezó para que su rostro no revelara la sensación de triunfo que la embargaba.
Tal vez estuviera allí, pero no estaba domado ni mucho menos. Y no era tan estúpida como para suponer que el conde no había adivinado sus intenciones, al menos en parte.
Se acercaban al final del camino. Martin aminoró el paso antes de adentrarse en el prado. Tiró de las riendas al tiempo que observaba el tono rosado que el viento había hecho asomar a las mejillas de la muchacha. Ambos respiraban de forma entrecortada, cortesía de la cabalgada. Tuvo que esforzarse para apartar sus pensamientos del movimiento de sus pechos al respirar.
Esos pechos que habían invadido sus sueños, no sólo con su sensual imagen, sino con deseos carnales; con la necesidad básica de volver a experimentar esas sensaciones, de saciar su ansia de acariciarlos de un modo mucho más satisfactorio y apasionado que nunca.
Tras indicarle con un gesto al mozo que regresara a las puertas, Martin tiró de las riendas y señaló con la cabeza hacia un sendero que se internaba entre los árboles.
—Volvamos por aquí.
Había tenido la intención de alejarse de ella, de cortar la relación, de abandonar el juego. El hecho de estar allí, paseando a caballo a su lado, no le hacía ninguna gracia.
La miró a la cara y descubrió que se cuidaba mucho de mostrar una expresión serena mientras observaba los árboles. Como si pensara que su demora se había debido a un simple retraso a la hora de levantarse. No era tan estúpido como para tragárselo, pero reconoció la validez de su estrategia. De su sutileza. En ese campo, Amanda Cynster era un enemigo mucho más formidable que cualquier otro al que se hubiera enfrentado jamás.
Se encontraban en el corazón del bosquecillo, lejos de las miradas curiosas de cualquier otro jinete, cuando volvió a detenerse. Ella lo imitó, lo observó por un instante y enarcó una ceja en un gesto interrogante.
—Quería asistir a un baile de máscaras en Covent Garden; me temo que me será imposible complacerla.
—¿De veras? —Siguió mirándolo a los ojos—. Y ¿por qué?
Porque después del interludio del Támesis, el sentido común le advertía que no le ofreciera ninguna otra oportunidad de tentarlo.
—Porque semejante velada está fuera de todos los límites para una dama de su posición. —Con los ojos clavados en ella, añadió de forma deliberada—: Y menos aún en mi compañía.
Esos ojos tan azules como un cielo de verano no flaquearon ni por un momento. Sin embargo, fue incapaz de descifrar la expresión que reflejaban. Lo único que le indicaba su rostro era que la dama estaba considerando sus palabras, nada más.
Al instante, ella asintió con la cabeza y cogió las riendas de la yegua.
—Muy bien.
Y con eso volvió a ponerse en marcha. Martin la miró con perplejidad durante un instante, antes de azuzar al ruano para que la siguiera.
«¿¡Muy bien!?».
—Así pues, ¿se resigna a no asistir a uno de esos bailes de máscaras?
Ella giró la cabeza para mirarlo.
—Por supuesto que no —contestó antes de volver a mirar al frente—. Lo único que tengo que hacer es buscar otro acompañante.
¿Qué había esperado? Estaba claro que lo estaba convirtiendo en otro «querido Reggie», maldita fuera su estampa.
Podía ponerla a prueba. De hecho, lo habría hecho si estuviera seguro de que sólo se trataba de una baladronada.
Amanda se mordió la lengua y mantuvo un semblante firme, como si estuviera haciendo un repaso mental de todas sus amistades masculinas para decidir a quién le pediría que la acompañara al baile de máscaras de Covent Garden.
Las puertas del parque, junto a las que esperaba el mozo de cuadra, ya habían aparecido ante ellos cuando escuchó a Dexter pronunciar las palabras que había estado esperando.
—¡Está bien, está bien!
Le lanzó una mirada fugaz. El hombre la observaba con expresión pétrea.
—Le prometí que la acompañaría al puñetero baile de máscaras… y lo haré.
No le resultó fácil contener el grito de alegría que pugnaba por salir de su garganta, pero lo consiguió; en su lugar, esbozó una sonrisa serena.
—Gracias. Eso lo hará todo más fácil. —Dejó que su sonrisa se ensanchara antes de añadir—: Después de todo, más vale lo malo conocido…
El semblante del conde se tornó aún más hosco. Asintió con brusquedad.
—Me encargaré de hacer los arreglos pertinentes.
Hizo girar la cabeza del ruano con la clara intención de volver a internarse en el parque. Amanda se despidió con una inclinación cortés antes de instar a la yegua a que siguiera hacia las puertas.
No miró hacia atrás; no necesitaba hacerlo para saber que él se daría la vuelta después de observarla durante un instante. Mientras escuchaba el ruido que hacían los cascos de su yegua sobre la gravilla, la expresión confiada abandonó su rostro.
—Va a echarse atrás, ¡va a huir! ¡Lo sé! —le decía Amanda a su hermana, que estaba sentada en la cama, mientras paseaba de un lado a otro de su habitación.
—¿No hay algún modo de que puedas…? En fin, ¿retenerlo?
Amanda resopló.
—Es demasiado cauteloso; demasiado astuto, por muy indolentes que parezcan sus movimientos. —Se dio la vuelta y retrocedió sobre sus pasos—. Te digo que sabe que esto es un juego. He conseguido despertar su interés lo suficiente como para que me permita seguir jugando, pero lo sabe; y sabe que yo lo sé. Lo que no sabe es que tengo la intención de que este juego acabe en el altar. Tal vez crea que lo único que quiero es divertirme un poco antes de resignarme a un matrimonio aburrido.
—¿¡A un matrimonio aburrido!? Eso sí que no se lo tragará.
—No frecuenta la alta sociedad. No conoce a nuestra familia. Así que no puede suponer cuál es mi objetivo, cosa que forma parte de la atracción que siente por mí y que le hace ofrecerse voluntario a ser mi guía.
—Ya veo… —Amelia reflexionó un instante, apoyada sobre los codos—. Pero ¿qué hay de la otra parte, de los otros motivos que lo llevan a pasar tanto tiempo contigo?
Amanda hizo una mueca.
—¿No te he dicho ya que es muy difícil saber lo que está pensando? Es esquivo. A decir verdad, no sé si hay otra parte. Ni siquiera estoy segura de que él lo sepa. De todos modos, sea lo que sea es demasiado… —Se detuvo para gesticular, impotente—. Es algo demasiado vago e impreciso como para identificarlo y poder usarlo a mi favor. Además, no quiero que se concentre en eso todavía. Si hay algo más en ese sentido, necesita tiempo para crecer antes de que él lo reconozca.
Amelia asintió.
—Por tanto, necesitas otra táctica, otro tipo de estímulo.
—Sí, pero ¿cuál? —preguntó mientras seguía caminando.
Poco después, la voz de su gemela interrumpió sus tortuosos pensamientos.
—¿Sabes una cosa? Creo que estás contemplando la situación desde una perspectiva equivocada.
Amanda se dio la vuelta para mirarla a los ojos.
—Estás pensando en él de modo personal y te resulta difícil porque no lo conoces bien. Sin embargo, es un hombre; un hombre como nuestros primos. ¿O no?
Amanda la miró fijamente y al momento la expresión de su rostro se suavizó. Esbozó una sonrisa radiante antes de lanzarse a la cama para abrazar a su hermana.
—Melly, eres un genio.
Cuatro días más tarde, Martin montaba su ruano y aguardaba bajo el roble del parque mientras observaba a Amanda Cynster acercarse a lomos de su yegua. La sonrisa que adornaba su rostro era poco más que afable. No había rastro de satisfacción en ella, ni mostraba la más leve expresión de triunfo.
Reprimió un gruñido de frustración, aunque no pudo evitar que su mirada se demorara en ella, en los rizos dorados que brillaban a la luz del amanecer y en la esbelta figura que el traje de montar resaltaba.
El súbito asalto de emociones le hizo sentir deseos de rechinar los dientes. Hacía años que no se sentía tan «adiestrado». La irritación estaba a flor de piel, avivada por la certeza de que el destino estaba siendo injusto con él una vez más. Había intentado hacer lo correcto, comportarse de forma honorable; había intentado mantener su promesa y ayudarla a llevar a cabo las aventuras que habían acordado para después cortar una relación que, según percibía, se intensificaba día a día y así regresar a las sombras. Pero el destino conspiraba con Amanda Cynster para burlarse de él.
Tras hacer los arreglos necesarios para la noche acordada en Covent Garden, había esperado a que la muchacha volviera a mandar una nota solicitando montar la yegua. Y había seguido esperando. A la postre comprendió que ella se pasaba las mañanas durmiendo.
O bien no le cabía la menor duda de que él la seguiría allí donde fuera o bien le importaba un comino lo que él hiciera.
Lo peor era la incertidumbre que suscitaba esa disyuntiva.
De modo que, fuera cual fuese la respuesta y en vista de su nueva táctica, se había visto obligado a enviarle una nota solicitando que se encontrara con él, pese a la promesa que se había hecho de no alentarla en ningún sentido. Decir que estaba irritado ni siquiera empezaba a describir el estado en el que se encontraba.
La joven detuvo la yegua y esta hizo una cabriola. Tras darle unas palmaditas en el cuello, le sonrió con cariño.
—Tenía razón; necesitaba que la montara —le dijo mientras alzaba la cabeza, lo miraba con serenidad y, después, alzaba una ceja.
Martin observó con detenimiento esos ojos azules y su semblante se tensó mientras le daba vueltas al comentario. Agarró las riendas con más fuerza e hizo un gesto brusco con la cabeza en dirección al camino.
—Vamos.
Y se pusieron en marcha. A pesar de mirarla una y otra vez con disimulo, no detectó rastro alguno de satisfacción en ella. A decir verdad, su comportamiento daba a entender que sus aventuras con él eran algo pasajero y que carecían de la menor importancia en su vida. Que en esos momentos no estaba preguntándose si él habría hecho los arreglos necesarios que poco tiempo antes había estado tan deseosa de que hiciera.
En cuanto llegaron al camino de tierra, lo tomaron al unísono y azuzaron a sus monturas para que se lanzaran al galope. Como era habitual, lo invadió la euforia. Y sabía que a ella también. Durante esos minutos en los que cabalgaban el uno junto al otro, sólo existían ellos, los pájaros y el cielo. No había expectativas. No había obligaciones. Sólo la emoción y el placer.
Tenían algo en común: la habilidad de entregarse al momento sin reservas. Lo comprendió mientras aminoraban el paso y salían al prado.
La irritación se había desvanecido y había dejado tras ella… algo que creyó que jamás sentiría.
Con un gesto brusco, le indicó que avanzara hacia el sendero que ya conocían y que quedaba oculto por los árboles. Amanecía más temprano y en los alrededores ya había otros jinetes que se dirigían medio dormidos hacia el parque.
—Tengo un palco en Covent Garden para el baile de máscaras del próximo martes.
Ella lo miró con una sonrisa deslumbrante.
—Maravilloso.
Martin se esforzó para no fruncir el ceño.
—Si el día le viene bien, la esperaré en el carruaje como siempre.
La sonrisa de la muchacha no flaqueó.
—El martes por la noche me viene muy bien. El lunes y el miércoles hay bailes importantes, así que a nadie le extrañará que me quede en casa el martes.
Martin observó su rostro con detenimiento. Ella aguantó el escrutinio con aplomo; su semblante no reveló nada. Aunque en realidad debía de estar pensando que podría haberle comunicado los detalles en la nota que le había enviado concertando la cita. No lo había hecho y se negaba a ahondar en el motivo.
Tal vez no se hubiera dado cuenta; tal vez pensara que a esas horas a él le encantaba montar… a caballo.
Se obligó a cambiar los derroteros de su mente para alejarla del deseo que le abrasaba la entrepierna.
—El martes por la noche, pues. —Después, sería libre. Ella inclinó la cabeza aún con la sonrisa en su sitio. Sin esperar a que él correspondiera el gesto, agitó las riendas y se marchó.
Martin la observó durante un instante mientras se alejaba con total tranquilidad antes de darse la vuelta y encaminarse hacia su casa, aún más decidido que antes a ponerle fin a su juego.
El patio de butacas del Covent Garden, libre de las sillas y repleto de asistentes disfrazados, era un escenario digno de las fantasías más disparatadas de Amanda. No sabía adónde mirar mientras Dexter la guiaba hasta el palco que había reservado en el primer piso.
Todo el mundo llevaba máscara, pero muchas damas ya se habían quitado las capas negras, revelando unos vestidos cuyo diseño resultaba de lo más novedoso para ella. Con los ojos como platos, se dedicó a observarlas de los pies a la cabeza… y tuvo que corregirse. No eran damas. Ninguna dama llevaría jamás atuendos tan provocativos. Sentada cómodamente en una de las sillas del palco, siguió mirando a unas y a otras con la fascinación de un voyeur. Esas eran las habitantes del inframundo en toda su gloria. Las Chipriotas, las prostitutas y las coristas que solían aparecer en el escenario conformaban una orquesta que intentaba hacerse oír sobre el alboroto. Por todas partes se escuchaban comentarios obscenos y escandalosas carcajadas. Las risillas disimuladas y las miradas elocuentes estaban destinadas a capturar la atención de los hombres y lograr así que se acercaran.
El grupo integrado por los caballeros no revestía interés, ya que era la misma multitud que veía todas las noches en los bailes de la alta sociedad. Lo que la cautivaba era el comportamiento que demostraban, la manifiesta adoración con la que trataban a aquellas que exponían sus encantos delante de sus narices.
El escandaloso juego (la estimulación del deseo y la consecuente negociación sobre el modo de satisfacerlo) la intrigaba. Aunque era consciente del semblante ceñudo de Dexter, continuó sentada y observándolo todo. Unos minutos después, el conde se arrellanó en una silla junto a ella en actitud vigilante; claramente leonina.
En cuanto estuvo satisfecha con su escrutinio, una vez que se aseguró hasta cierto punto de que no había rostros conocidos ocultos entre la muchedumbre, se dio la vuelta y lo miró a través de las rendijas de su máscara.
—¿Podemos bajar?
Quería negarse. Lo veía en sus ojos, puesto que no llevaba máscara. De poco habría servido llevarla; era muy fácil reconocerlo: no había otro hombre con el mismo color de cabello, con ese tono tan peculiar y brillante. Los mechones dorados que salpicaban el color castaño eran una prueba de los cambios que los años pasados en la India habían obrado en él.
Se incorporó con gesto indolente mientras observaba la multitud.
—Como desee.
Se puso en pie. Amanda le ofreció la mano y dejó que la ayudara a levantarse. Esos ojos verdes la miraron de nuevo y se deslizaron por su cuerpo para tomar buena cuenta de su vestido de seda color albaricoque, que quedó expuesto cuando su dominó se abrió. Había elegido el vestido con sumo cuidado; el color de la seda hacía que su piel brillara y le confería a su cabello un dorado más intenso.
Dexter la estudió durante un buen rato antes de extender los brazos y cerrarle el dominó.
—Sería más acertado ir de incógnito. Un vistazo a ese vestido y todos los cognoscenti hervirán en deseos de saber quién es.
«Un ángel de visita por el infierno».
Con la mano de la joven apoyada en el brazo, Martin la acompañó escaleras abajo hasta el vestíbulo. Cuando llegaron al patio de butacas y se vieron envueltos por el ruido, se recordó que aquello no era en realidad el infierno; de haberlo sido, jamás la habría llevado.
Sin embargo, ese era un lugar donde Amanda Cynster no tenía por qué estar, un lugar que no tenía por qué ver; no necesitaba exponerse a semejantes compañías. Al menos en su opinión.
Aunque sabía muy bien que no serviría de nada discutir la cuestión. La guio hacia la multitud con la mandíbula tensa, asegurándose de que lo que veía, si bien inadmisible, no fuera escandaloso. Contaba con el hecho de llevar a una mujer del brazo para frenar cualquier avance; no obstante, hubo muchas miradas elocuentes, muchos pucheros desvergonzados y muchos guiños arteros dirigidos a su persona. Cosa que no pasó desapercibida para su acompañante.
La tensión se apoderó de ella; Martin notó que le clavaba los dedos en el brazo. Sin embargo, se relajó de forma gradual a medida que avanzaban.
La miró a la cara, pero con la máscara puesta y los ojos clavados en la muchedumbre, no podía distinguir su expresión ni adivinar sus pensamientos.
No podía predecir la dirección de su mirada.
La mentalidad abierta con la que Amanda había contemplado a las mujeres del patio de butacas llegó a su fin en cuanto se percató de que eran tan conscientes como ella del potencial de su acompañante. Sin embargo, tras avanzar con lentitud unos cuantos metros, comprendió que Dexter no albergaba el menor interés por ninguna de ellas; su atención seguía allí donde debía estar.
En ella.
Lo que le otorgaba libertad para mirar todo lo que quisiera; para catalogar las florituras, las miradas furtivas o los movimientos seductores de los abanicos y así recabar información de las expertas en la materia. No obstante, el hecho de que él pareciera inmune a todo ello sugería que tal vez tuviera que echar mano de armas algo más sutiles.
Estaba ocupada pensando en las armas sutiles que poseía cuando una pareja que reía a carcajadas le dio un empujón, haciendo que se tambaleara. Dexter tiró de su brazo para acercarla de nuevo a él. Amanda se descubrió de repente contra su torso, encerrada sin aliento entre sus brazos. Protegida.
Alzó la mirada. El semblante del conde había adoptado una expresión aguerrida y pétrea; tenía la vista clavada al frente. Escuchó que un caballero balbuceaba una disculpa. La tensión se apoderó de los músculos que la rodeaban, de los brazos que la protegían, del cuerpo sobre el que se apoyaba. Tomó una bocanada de aire e intentó darse la vuelta… pero lo único que consiguió girar fue la cabeza.
—No pasa nada —dijo, haciendo que él la mirara.
Parecía inclinado a disentir.
Amanda sonrió. Le dio unas palmaditas en el pecho.
—Estoy sana y salva.
La pareja aprovechó la distracción para perderse entre la multitud. Cuando Martin alzó la mirada, ya habían desaparecido; tuvo la sensación de que acababan de robarle la posibilidad de resarcirse. Tardó un instante en refrenar sus instintos. En reprimir su reacción lo bastante como para poder apartar los brazos de…
«¡Maldición!».
Se negó a mirarla a los ojos mientras la soltaba. La agarró de la mano y entrelazó su brazo con el de ella.
—¿Qué hacemos ahora?
La pregunta, murmurada entre dientes, no fue muy cortés, pero… ella era la culpable de que estuvieran allí.
Percibió que lo miraba de reojo, pero se negó a girar la cabeza.
—Demos una vuelta. Quiero ver todo lo que haya que ver.
Ni por asomo iba a permitir algo así. La guio por ciertas zonas de la multitud después de comprobar que eran seguras, evitando cualquier grupo cuyo comportamiento consideraba demasiado obsceno para sus angelicales ojos azules.
Entretanto, se recordó el motivo por el que estaba allí.
Porque había accedido a llevarla; porque, a cambio, había conseguido la promesa de que ella volvería a los salones de baile a los que pertenecía. Los años le habían otorgado cierta sabiduría; sabía que Amanda Cynster mantendría su palabra. La joven tenía su código de honor, al igual que él. Un código de honor que le exigiría alejarse de su vida en cuanto esa noche llegara a su fin. Y lo haría. Costara lo que costase. Lo único que debía hacer era sobrevivir a esa noche y todo iría bien.
Los agudos chillidos y los excitados murmullos que siempre parecían alzarse más allá de su vista le decían a Amanda que se estaba perdiendo buena parte de lo que había ido a ver expresamente.
Aunque ya no le importaba. El juego en el que estaba enzarzada con Dexter requería toda su atención. Esa noche sería su última oportunidad para resquebrajar las defensas del conde. Tal vez fuera un excelente jugador de cartas, pero en el juego que se traían entre manos sus habilidades estaban más igualadas. Lo único que debía hacer ella era decantar la balanza a su favor.
A medida que la muchedumbre se desmandaba, Amanda comenzó a considerar todas las oportunidades, preparada para aprovechar cualquier cosa que se le pusiera por delante. Al llegar junto al escenario, descubrieron una zona despejada donde las parejas bailaban un vals. Se paró en seco y se dio la vuelta. Para quedar entre los brazos de Dexter.
—¿Podemos bailar?
Reprimió la reacción que le produjo el súbito contacto, el roce de su pecho contra el torso masculino y el de sus caderas contra los muslos, y pasó por alto la repentina tensión que se apoderó de él, así como el gesto posesivo de la mano que descansaba sobre su cintura. Lo miró con los ojos abiertos de par en par.
Dexter le devolvió la mirada antes de desviar la vista a los bailarines. Tensó la mandíbula.
—Como desee.
Amanda alzó una mano para apoyarla sobre su hombro y sonrió. Dexter la acercó más a él y la condujo en dirección a las parejas que giraban. En ese lugar, el vals era muy diferente del que se bailaba en los salones de la alta sociedad. Más lento, más íntimo. Mucho más provechoso.
Estaba claro que él había utilizado el baile como herramienta de seducción antes; ejecutaba los movimientos de modo natural, de forma instintiva. Aun cuando en ese momento estaba segura de que intentaba no hacerlo. Cambiaron de dirección con cuidado, puesto que la pista de baile estaba demasiado abarrotada como para separarse demasiado. El dominó que la cubría flotaba alrededor de la chaqueta de Dexter y de su vestido de seda, dificultándole la tarea de sujetarla. En un momento dado, Amanda malinterpretó la dirección hacia la que iba a llevarla y volvió a ser víctima de un empujón. Con la mandíbula apretaba él le abrió el dominó e introdujo una mano bajo la prenda con el fin de colocarla en la base de su espalda y así sujetarla mejor. La acercó aún más a él; no a una distancia en la que se rozaran de forma seductora y juguetona, sino pegándola directamente contra su cuerpo de tal modo que Amanda se sonrojó; se sentía atrapada, encerrada entre sus brazos.
Suya.
Por un instante, le resultó imposible respirar, aunque no tardó en inclinarse un poco para apoyar la cabeza contra el hombro masculino. Esbozando una sonrisa, se relajó entre sus brazos y se dejó llevar por esa intensa y súbita marea de emociones. Dexter era como una roca ardiente contra ella. Cada lento giro intensificaba el roce de sus piernas y de sus caderas, los acercaba más.
La excitación se apoderó de ella en un abrir y cerrar de ojos, la recorrió de la cabeza a los pies y después se concentró en sus entrañas, derritiéndolas con su calor. Incapaz de respirar, alzó la cabeza… y contempló esos cautivadores ojos. De un verde oscuro salpicado de motas doradas, ardían con la promesa de una pasión sin límites; sin límites pero contenida. Amanda no apartó la mirada mientras se preguntaba qué vería él en sus ojos.
No le cabía duda de que la deseaba; el deseo que ella había ansiado provocar estaba allí y era mucho más poderoso de lo que habría podido imaginar. La certeza la estremeció y la asustó de forma inesperada. Ese era el objetivo de su plan y una vez conseguido… La idea de lo que vendría a continuación hizo que se le desbocara el corazón.
Levantó la mano para acariciarle el sedoso cabello y después, movida por la curiosidad, le recorrió el mentón con el dorso de los dedos. Él bajó la cabeza con su acostumbrada languidez. Amanda sintió un vuelco en el corazón y un cosquilleo en los labios que le hizo separarlos.
Tal y como hiciera en aquella otra ocasión, Dexter la besó en la comisura de los labios.
—Tranquila —le dijo con voz ronca, apenas un seductor ronroneo—. No voy a comerte.
«¡Maldición!», pensó Amanda al tiempo que analizaba de nuevo la situación y se percataba de la tensión que había vuelto a apoderarse de él, de la fuerza con la que se contenía. Iba a tener piedad de ella. Un gesto noble, pero que no se parecía en nada a lo que ella tenía en mente. ¿Cómo podía explicarle…?
—Pero ¡bueno! ¡Qué descaro!
Las palabras y el bofetón que se escuchó a continuación hicieron que Amanda girara la cabeza hacia la derecha. Un coro de estruendosas carcajadas se alzó del grupo que rodeaba a la mujer que había gritado. Ella también estaba riéndose… lo único que había hecho era apartar la mano indagadora de un caballero.
Los ojos de Amanda estuvieron a punto de salirse de sus órbitas. El vestido de la mujer… el corpiño era transparente. Sus pechos, con los pezones erectos, quedaban a la vista de todos. Y un buen número de caballeros los estaban mirando.
Exclamó un débil «¡Santo Dios!», que quedó sofocado bajo la voz de Dexter, quien acababa de decir con mucha más firmeza:
—¡Vámonos!
La obligó a darse la vuelta y, sin apartarla de él, la llevó en dirección contraria.
Martin maldijo para sus adentros mientras escudriñaba la multitud. El vals lo había distraído; había pasado por alto el momento que estaba esperando. Ese momento en el que, por consenso general, el talante de la noche cambiaba del ambiente licencioso a la obscenidad más absoluta. A juzgar por lo que estaba viendo, las cosas no tardarían en adquirir un tinte depravado.
Esa noche el cambio se había adelantado, como sucedía en ocasiones. Por regla general, a esas alturas se habría retirado a su palco con la dama que tuviera colgada del brazo para satisfacer su deseo en la intimidad. Tal vez hubiera evitado durante todo un año la alta sociedad, pero no había llevado la vida de un monje.
No obstante, estaba claro que el celibato era el destino que lo aguardaba esa noche. Mientras acompañaba a Amanda escaleras arriba en dirección al palco, la idea de pasar más tiempo con ella allí a solas, exhibiendo un comportamiento decente cuando lo que deseaba era…
Atajó el rumbo de sus pensamientos y volvió a maldecir para sus adentros.
Ella entró en el palco y, antes de que pudiera detenerla, se fue directa a la parte delantera para observar el patio de butacas.
—¡Por todos los santos! —Su mirada se posó sobre un lugar concreto después de deambular un instante. Abrió la boca—. ¡Por el amor de Dios! ¡Mire eso!
Martin no necesitaba hacerlo; y, a decir verdad, ella tampoco. La agarró por el codo… en el mismo instante en que una exclamación ahogada desviaba su atención hacia el palco contiguo. Una exclamación seguida de otros ruidos: jadeos, murmullos sin sentido, órdenes confusas… Martin agradeció que los ocupantes hubieran tenido la previsión de cerrar las cortinas. La sujetó con más fuerza y tiró de ella hacia atrás.
—Venga, nos marchamos.
—¿Cómo que nos marchamos? Pero…
—No.
Tras esa rotunda negativa, Amanda se vio arrastrada hacia la puerta. En parte quería plantar los pies en el suelo y detenerse; esa era la última noche que iba a pasar con él, la última oportunidad que tendría, y por su culpa iba a acabar antes de lo que debía. Aunque, por otra parte, el teatro no había resultado un lugar tan divertido como había esperado (ni pizca de romanticismo ni de sutileza). A decir verdad, la sutileza brillaba por su ausencia. Eso era lo que ella necesitaba: sutileza. No le cabía la menor duda.
El comportamiento de los asistentes que fueron dejando atrás a medida que Dexter la escoltaba con expresión hosca hacia la puerta del teatro reafirmó la idea de que Covent Garden no era el lugar adecuado para sus propósitos. Se distraería si tenía que luchar en contra del rubor y disimular la impresión que le causaba lo que veía. Necesitaba tener la mente despejada.
Fue un alivio que Dexter la ayudara a entrar en el carruaje, aunque no tuvo tiempo de relajarse. De todos modos, fingió que lo hacía cuando la puerta se cerró y él se sentó a su lado. El carruaje se bamboleó y se puso en marcha. Amanda contempló la calle mientras se devanaba los sesos en busca de inspiración. Había conseguido lo que deseaba desde un principio: hacerlo arder de deseo. Pero ¿cómo aprovecharse cuando él estaba tan decidido a resistirse? ¿Cómo arrancarle la victoria?
Cuando los cascos de los caballos resonaron sobre Pall Mall, Amanda aún no había encontrado el modo de prolongar su compañía. Seguía intentando encontrar el modo de debilitar aún más sus defensas. Si lo dejaba escapar con el humor que lo embargaba, no volvería a verlo nunca, de eso estaba completamente segura. El carruaje dejó atrás St. James. Ante ellos apareció la oscura silueta de Green Park. Amanda vislumbró los contornos de los árboles y de repente supo lo que tenía que hacer. La embargó una sensación de calma absoluta. Esperó hasta que el vehículo hubo girado para avanzar por la calle que bordeaba el parque antes de mirar a Dexter.
—Todavía es temprano y la noche es muy agradable. ¿Podemos pasear un rato por Green Park?
Martin echó un vistazo al parque; un lugar diseñado para pasear con un buen número de caminos de grava que se internaban en las altas arboledas. De día, era el sitio predilecto de las institutrices y de las niñeras, que llenaban el parque con sus pequeños pupilos; por la noche, estaba desierto. Era un espacio abierto, carecía de valla. Bastante seguro porque sólo había árboles y prados, ningún arbusto detrás del cual pudiera ocultarse un asaltante.
—Esperaba pasar toda la noche en Covent Garden. Pero… —Se encogió de hombros bajo su mirada—. Dadas las circunstancias, me daré por satisfecha con un paseo bajo los árboles.
Se vio obligado a reprimir un resoplido, aunque la sugerencia era razonable. No dudó en pasar por alto el hecho de que aquel sería el fin de su relación con ella; de que los paseos matutinos por el parque se acabarían en cuanto le dijera adiós esa noche por última vez. Así como también pasó por alto el acuciante anhelo de mantenerla a su lado, de llevarla a su casa y encerrarla en la biblioteca. De hacerla suya para siempre.
Con la mandíbula apretada, desechó la idea.
—Muy bien.
Siguiendo sus órdenes, el carruaje se detuvo junto a la acera. Martin se apeó, le ofreció la mano para bajar y la ayudó a cambiar su dominó negro por la capa de terciopelo. Ella se ató las cintas del cuello pero dejó el resto de la capa abierta, de modo que el suave color de su vestido quedó a la vista. Para mayor aprobación de Martin, tampoco se puso la capucha, por lo que pudo contemplar el brillo de su lustroso cabello a la mortecina luz.
Los dedos le hormigueaban por el deseo de acariciar ese cabello. En cambio, la tomó de la mano, enlazó su brazo con el de ella y emprendieron la marcha por el camino más cercano.
Amanda aceptó su silencio sin hacer comentario alguno. Se había dado cuenta de que lo utilizaba como una táctica para mantener a la gente a distancia, pero a esas alturas sabía como colarse bajo sus defensas. Caminaron bajo los árboles, entrando y saliendo de las sombras. Esperó hasta que se hubieron adentrado bastante en el parque, lejos de la mirada del cochero.
Apartó la mano de su brazo y se colocó frente a él. Dejó que el súbito movimiento lo hiciera darse de bruces con ella, que sus brazos la atraparan y que sus manos la aferraran bajo la capa. Le colocó la mano sobre la mejilla con una sonrisa, se puso de puntillas y lo besó en los labios.
No era un beso de agradecimiento, pero esperaba que él así lo interpretara; al menos durante el tiempo necesario para poner en marcha sus planes. Ya fuera porque lo engañó o porque lo había pillado por sorpresa, consiguió su objetivo: Dexter le devolvió el beso sin rechistar.
Aprovechando el momento, Amanda tomó el control de la situación.
Ya la había besado en bastantes ocasiones como para saber cuándo debía ser atrevida y descarada. Mientras sus labios se acariciaban, sus lenguas se encontraron gustosas. Le echó los brazos al cuello y se estiró un poco más para pegarse a él.
Notó que las manos que la aferraban por la cintura se tensaban y que los dedos se hundían más en ella, como si quisieran apartarla. Ladeó aún más la cabeza y profundizó el beso para avivar las llamas que los consumían… y el momento pasó. Las manos del hombre se relajaron y, con cierta inseguridad, se deslizaron por su espalda con delicadeza, como si estuviera desorientado.
En esos momentos era ella quien llevaba la batuta. Y no estaba dispuesta a desaprovechar la ocasión, no antes de dejar muy claro el punto en el que se encontraban, lo que le estaba ofreciendo.
A ella.
Dejó que el beso le comunicara el ofrecimiento, dejó que la verdad resonara con total claridad mientras se frotaba contra él. Dexter no la abrazaba con rudeza, la sostenía como si estuviera hecha de la porcelana más delicada, como si temiera que fuera a romperse. Ella se acercó más, no obstante, en un intento por demostrarle que estaba equivocado.
Y, de súbito, el beso cambió.
Pasó a un plano todavía desconocido para Amanda; a un lugar de vertiginosos placeres; a un calidoscopio de deleite sensual. Dexter la llevó consigo y le devolvió a manos llenas todo el placer que ella le había ofrecido. De todos modos, algo había cambiado. Estaba claro que la deseaba, pero sus movimientos no estaban dictados por un deseo voraz. La reserva que demostrara en otras ocasiones había desaparecido, pero aún había una especie de barrera entre ellos, una barrera que separaba los anhelos de ambos y que los privaba de la satisfacción mutua.
Eran precisamente los anhelos de Dexter los que habían cambiado. No, se corrigió Amanda, se habían esclarecido. Lo percibía en el modo en que esos labios se habían apoderado de su boca; en la maravillosa profundidad que había adquirido el beso, que había pasado a ser lánguido y pausado; en la sutil persuasión que la dejaba mareada; en la titubeante y renuente certeza de las posibilidades que se abrían ante ellos.
Amanda lo comprendió todo de repente, inmersa en la profundidad del beso, rodeada por sus brazos. La deseaba no sólo a nivel sexual, sino de una forma mucho más profunda, intensa e infinitamente más tentadora. Aquello no era deseo sin más, era algo mucho mayor: el corazón dormido de su león.
Amanda lo vio y lo deseó. Y fue a por él con las dos manos.
Pero sólo consiguió que Dexter emprendiera la retirada.
De forma gradual, con la misma renuencia que demostrara en un principio a la hora de entregarse, se retiró del beso y se zafó de la trampa que ella le había tendido. La trampa cuyo cebo era ella misma.
—No. —Martin susurró la palabra en cuanto puso fin al beso. La cabeza le daba vueltas y el deseo lo consumía. De un modo tan voraz y tan profundo que lo sentía en lo más hondo de su cuerpo.
La había creído incapaz de lograrlo e incluso de intentarlo. Ese ruego pronunciado sin palabra alguna, un ruego que no podía fingir no haber comprendido, había derribado todas y cada una de las barreras que él había ido erigiendo a lo largo de los últimos diez años. Había visto el foso que se abría a sus pies la misma noche que la conoció; pero había creído estar a salvo, puesto que sus defensas eran demasiado fuertes y seguras para que ella pudiera siquiera hacerles un rasguño.
En cambio, Amanda Cynster había acabado con todas ellas y lo había dejado con la sensación de ser más vulnerable que nunca, mientras buscaba a tientas algún fragmento de sus escudos tras el que poder esconderse.
Bajó la mirada para observarla. La muchacha había elegido un lugar lejos de la sombra de los árboles. A la tenue luz de las estrellas, Martin percibió la confusión, la incredulidad y el incipiente dolor que él acababa de infligirle.
Fue el dolor lo que lo llevó a afirmar:
—Eres todo lo que jamás podré tener.
No tenía ni idea de lo que ella podría leer en su rostro. Los ojos azules de la muchacha recorrieron su semblante antes de volver a enfrentar su mirada.
—¿Por qué?
No fue una demanda ni el comienzo de un berrinche, sino una simple pregunta nacida de la necesidad de comprender.
Jamás había respondido a esa pregunta. No había respondido a ninguna de las damas con las que, de vez en cuando, había compartido cama a lo largo de los diez últimos años. Ninguna de ellas había tenido derecho a saberlo; ninguna de ellas merecía la respuesta. Jamás le habían ofrecido la mitad de lo que Amanda Cynster acababa de ofrecerle. Aunque él lo hubiera rechazado.
—Maté a un hombre. O eso cree la sociedad.
Ni siquiera parpadeó. Se limitó a mirarlo a los ojos. Ni un solo músculo del cuerpo que abrazaba se crispó.
—Y ¿lo hiciste?
Martin descubrió que sus labios se curvaban con una amargura imposible de ocultar.
—No.
Ella lo observó por un instante antes de echarse hacia atrás, aunque no se alejó de sus brazos.
—Cuéntamelo.
Era su turno para reflexionar. Respiró hondo. Tras ella había un banco de hierro forjado.
—Vamos a sentarnos.
Una vez que estuvieron en el banco, Amanda se echó hacia delante para poder mirarlo a los ojos mientras él apoyaba los brazos en los muslos y enlazaba las manos… Antes de sumirse en los recuerdos.
Al ver que no decía nada, ella lo instó a hablar y lo rescató de sus recuerdos más sombríos.
—He oído que sedujiste a una muchacha.
Martin titubeó antes de explicárselo.
—Eso forma parte de la historia, pero tampoco es verdad. —Hizo una pausa antes de continuar—. Había una muchacha en el pueblo cercano a mi casa. Crecimos juntos; yo era hijo único y la veía como a una hermana. Un día se suicidó, impulsada por la reacción que mostró su padre (un viejo desagradable y puritano) ante su embarazo. En aquella época, yo sólo tenía diecinueve años y pasaba la mayor parte del tiempo en Londres. Me enteré de su muerte en una visita a mi casa. Juré vengarme y fui en busca de su padre… Y lo encontré. Lo habían arrojado por el borde de un risco y después le habían golpeado la cabeza con una piedra. Cogí la piedra porque no estaba seguro de que… y así fue como los aldeanos me encontraron: de pie junto a él y con la piedra en la mano.
—¿Pensaron que lo habías matado tú?
—El herrero había visto a un caballero, que creyó que era yo, luchando con el anciano al borde del precipicio. Según él, me vio empujarlo.
—Pero no fuiste tú.
Una afirmación, no una pregunta. Una de las manos de la muchacha, cálida y llena de vida, se posó sobre su antebrazo.
—No y lo negué, por supuesto. —Tomó una honda bocanada de aire—. Nadie me creyó. Y eso, pese a todos los años que han pasado y todo lo que ha ocurrido, duele de un modo insoportable. Mi padre… —Hizo un pausa para asegurarse de que no se le quebraba la voz—. Asumió que todo lo que le dijeron era verdad. Quiso desheredarme; pero, debido al título y por el bien de la familia, me desterró. Como su heredero, me enviaron al extranjero en lugar de permitir que me enfrentara a cualquier tipo de investigación.
Ella guardó silencio durante un buen rato. Martin carecía de la fuerza necesaria, de las palabras precisas para poner fin al momento y provocar la despedida final.
—¿Jamás intentaste enmendar la situación?
—Según el edicto de mi padre, no podía poner un pie en Inglaterra mientras él siguiera con vida. Y lo cumplí al pie de la letra.
—Y más, si no estoy equivocada.
—Han pasado diez años desde que mi padre dictó sentencia. He perdido cualquier oportunidad de sacar a relucir la verdad. —Junto con cualquier oportunidad de que lo consideraran un buen partido para alguien como ella; cosa que, hasta ese momento, no le había preocupado en lo más mínimo.
La idea hizo que se pusiera en pie sin demora. La miró y extendió un brazo.
—Vamos. Te llevaré a casa.
Amanda alzó la mirada y meditó un instante, no sobre él, sino sobre el modo en el que debía actuar. Sabía muy bien que no debía despreciar sus conclusiones; formaba parte del mundo que él habitaba y entendía muy bien la perspectiva con la que veía las cosas.
Así como también sabía que para él esa era la despedida final entre ellos. No estaba de acuerdo, pero no podía discutir, no hasta que hubiera reclutado más ayuda para su causa. Aceptó la mano que le ofrecía y se puso en pie. Cogidos del brazo, regresaron por el mismo camino.
Casi habían llegado al carruaje cuando se detuvo entre las sombras y esperó a que él también se detuviera y se girara para mirarla. Lo tomó de la mano y se acercó a él al mismo tiempo que le inclinaba la cabeza con la mano libre. La actitud de Martin era cautelosa, pero no se resistió. Le dio un beso dulce y lento, una reminiscencia de lo que habían compartido poco antes.
—Gracias por contármelo.
Susurró las palabras mientras sus labios se separaban y después se alejó de él. Martin la observó durante un buen rato, pero sus ojos y su rostro estaban envueltos por las sombras, de modo que Amanda no pudo interpretar su expresión. Le dio un apretón antes de soltarle la mano.
Tras hacer una leve inclinación de cabeza, la acompañó hasta el carruaje que los esperaba.