Capítulo 5

CUANDO vio la oscura figura sobre el encabritado ruano que la aguardaba bajo el árbol a la mañana siguiente, Amanda disfrutó de un momento de perverso respiro. Al menos había acudido. Se puso al trote y esbozó una amplia sonrisa.

—Buenos días.

El ambiente era húmedo, frío y gris, y la ligera llovizna difuminaba el entorno, lo emborronaba. Con expresión impasible, Dexter inclinó la cabeza y giró su caballo hacia el distante camino de tierra.

Amanda casi había esperado un gruñido. Fue tras él y emparejó el paso de la yegua con el del ruano.

¿Cómo podría aguijonearlo para que organizara el resto de sus aventuras, para que pasara más tiempo a solas con ella?

Le clavó la vista, a la espera de que sus miradas se encontraran.

Él no giró la cabeza en su dirección. Cabalgó directamente hasta el camino y después, tras echarle un vistazo de reojo, azuzó a su caballo.

Con la mandíbula apretada, Amanda fue tras él. No podía haber dejado más claro que estaba decidido a crear dificultades. Mientras se concentraba en el ruido atronador de los cascos y en la velocidad de la galopada, se le ocurrió que Dexter sabía a la perfección lo que ella quería pedirle.

Le fastidiaba tener que andar de puntillas en vez de pedírselo de forma abierta, como habría hecho con cualquier otro hombre. Dexter era lo bastante inflexible y lo bastante obstinado como para negarse sin más. ¿Dónde la dejaría eso entonces? Enfrentarse a él era como jugar a la oca: un mal paso y volvería al comienzo.

Se acercaba el final del sendero, de modo que aminoraron el paso y giraron hacia la hierba. Dexter tiró de las riendas y se detuvo; Amanda lo imitó. Ambos respiraban con dificultad, ya que el entusiasmo de la carrera aún burbujeaba en sus venas. Amanda levantó la cabeza para mirarlo a la cara y se hundió en las profundidades de esos ojos de color verde musgo.

Esos ojos verdes, con motas doradas, enfrentaron su mirada y, pese al fresco de la mañana, volvió a sentir el ardor y la dulce oleada de calidez que había experimentado entre sus brazos. El fuego no había dejado de arder; tal vez en esos momentos estuviera reducido a ascuas, pero el calor y la promesa de las llamas aún seguían allí.

Aún ejercían esa atractiva y poderosa fascinación que la hacía desear acercarse a él, hundirse en el corazón de la hoguera y dejarse lamer por las llamas.

Rendirse a ellas y arder.

Parpadeó para recuperar la compostura. No sabía qué habría podido leer él en su rostro, pero Dexter desvió la vista hacia el parque.

—Dijo que quería asistir a una cena en Vauxhall, una organizada por alguna persona a la que sus padres no conocieran. Planeo dar una cena en los jardines dentro de dos noches. ¿Podrá asistir?

Amanda se obligó a esperar, a fingir que lo meditaba antes de inclinar la cabeza.

—Sí.

Era un hombre ingobernable e implacable; pero ella estaba decidida a atraparlo.

Dexter volvió a mirarla y ella enfrentó su mirada con un gélido desafío en los ojos.

—Muy bien. Mi carruaje la estará esperando como la vez anterior, a las nueve en punto en la esquina. —Vaciló un instante antes de añadir—: Lleve una capa con capucha.

Como en la ocasión anterior, el carruaje negro estaba esperándola; como en la ocasión anterior, la mano del hombre se extendió hacia la suya para ayudarla a subir. Amanda reprimió un estremecimiento de emoción cuando el carruaje se puso en marcha y siguió en dirección sur a través de las calles que conducían al río y a los jardines de Vauxhall.

Dexter permaneció en silencio; Amanda podía sentir su mirada en el rostro, en el cuerpo oculto bajo la larga capa de terciopelo cuya caucha le cubría el cabello. Había pasado horas tratando de decidir qué llevar bajo la capa: algo deslumbrante o algo seductor. Al final se había decidido por la seducción, ya que él era un hombre demasiado experimentado como para deslumbrarlo.

Los cascos de los caballos repiquetearon al cruzar el puente. Por delante, los farolillos de los jardines se balanceaban entre los árboles y sus reflejos bailoteaban en el agua.

—¿Habrá mucha gente en su cena? —Una pregunta que la tenía intrigada desde que la invitara.

Se giró para mirarlo. Él la estudió al cobijo de las sombras antes de decir:

—Lo descubrirá en unos momentos.

Amanda sabía a ciencia cierta que no lo había juzgado mal. De cualquier forma, la idea de haber dejado su cuerpo y su reputación en manos de ese hombre le ponía los nervios aún más de punta y sentía que todos sus sentidos habían cobrado vida ante su simple cercanía.

Como si tratara de confirmar su opinión sobre él, el carruaje se detuvo, pero no en la entrada principal, sino en una entrada privada lateral. Muchísimo más discreta. Dexter se apeó, echó un breve vistazo a su alrededor antes de ofrecerle la mano mientras contemplaba con satisfacción su capucha, que le cubría la cabeza y le ensombrecía el rostro. Así vestida, a menos que alguien se acercara para mirarla a la cara, nadie podría identificarla.

Un sirviente les dio la bienvenida e hizo una profunda reverencia mientras Dexter la conducía a través de la entrada.

—Su reservado está preparado, milord.

Dexter asintió. El sirviente se dio la vuelta y los condujo hasta un sendero sumido en la penumbra.

Amanda había ido muchas veces a Vauxhall, pero nunca se había aventurado en esa parte de los jardines. Más adelante, oculta por los árboles, había una plazoleta bien iluminada de la que parecía proceder la música. El sendero serpenteaba bajo las alargadas ramas de los árboles y los frondosos arbustos que lo flanqueaban se veían interrumpidos de vez en cuando por la silueta rectangular de un reservado. Cada uno de ellos estaba bien separado de los colindantes, con las contraventanas cerradas en aras de la privacidad. El sirviente se detuvo frente a una de esas siluetas oscuras y abrió la puerta para dejar que la suave luz de las velas del interior iluminara el sendero; hizo una reverencia para cederles el paso.

Amanda atravesó el umbral sin saber muy bien qué iba a encontrar… e impaciente por descubrirlo. El reservado era más pequeño que los de la parte pública de los jardines, pero estaba amueblado con mucho más estilo. El suelo estaba cubierto por una alfombra y la mesa estaba preparada con un mantel de damasco, resplandecientes copas, platos blancos y cubiertos para dos. Había dos sillas tapizadas. Una solitaria vela ardía en el candelabro emplazado en el centro de la mesa mientras que otro candelabro de dos brazos iluminaba la estancia desde la mesita auxiliar que habían situado junto a un confortable diván. Al lado de la mesa, un recargado pedestal sostenía una cubitera que contenía una botella de champán.

La respuesta a su pregunta era nadie. Más tranquila, Amanda se bajó la capucha.

—Puede traernos la cena. —Martin hizo caso omiso del sirviente.

Titubeó un instante antes de dirigirse al lugar donde se encontraba la tentación. Mientras le quitaba la capa de los hombros ella desató los cordones y lo miró por encima del hombro para darle las gracias con una sonrisa.

Martin aprovechó el tiempo que le llevó extender la capa sobre el diván y colocar la suya encima para recuperar la compostura. Después se giró hacia ella.

Y al fin pudo verla con claridad esa noche, a sabiendas de que estaba a solas con él en un lugar de lo más íntimo.

De pie y con los dedos apoyados sobre el respaldo de una silla, de perfil frente a él, la luz de las velas recortaba su silueta. La tenue luz de las velas intensificaba el tono dorado de su cabello pero no lograba ocultar su brillo, así como tampoco ocultaba esa tez perfecta ni las deliciosas curvas innegablemente femeninas de su pecho, de sus muslos y de sus caderas, todas ellas cubiertas por seda de un tono azul exactamente igual al de sus ojos.

El vestido no hacía sino realzar sus encantos. Con su severa sencillez, permitía que la vista se concentrara en la generosidad de lo que ocultaba.

No obstante, eso ya lo había previsto. Lo que no había imaginado era el halo de anticipación sensual que inundaba la estancia y se reflejaba en la expresión de la joven, en sus ojos abiertos de par en par y en la sonrisa que asomaba a sus labios.

El efecto era peor, mucho peor, de lo que había esperado.

No tuvo conciencia de acortar la distancia que los separaba, pero de repente se encontró a su lado. Ella levantó la cabeza para mirarlo a los ojos; Martin alzó una mano para deslizar el dorso de los dedos por la línea de su garganta; a continuación giró la mano, le sujetó la mandíbula y acercó su boca a la de ella.

Sus labios lo acogieron con confianza. No parecía demasiado ansiosa, pero sí preparada y dispuesta a seguirlo allí donde la llevara.

Percatarse del autocontrol de la muchacha le hizo recuperar el suyo, le dio fuerzas para alzar la cabeza sin prolongar la caricia. Al escuchar un sonido al otro lado de la puerta, extendió un brazo por detrás de ella y echó hacia atrás su silla. La joven lo miró durante un instante antes de girarse para tomar asiento y colocarse las faldas mientras el sirviente les llevaba el carrito con su cena.

Una vez que el carrito y los platos estuvieron en su lugar, Martin despidió al hombre y se sentó. La señorita Cynster se sirvió varios manjares, pero él extendió la mano para coger la botella y llenó la copa de la joven antes de hacer lo mismo con la suya.

—Usted había estado aquí antes —le dijo, mirándolo con curiosidad desde el otro lado de la mesa.

—Alguna que otra vez.

No tenía la menor intención de dejar que no lo creyera tan peligroso como la alta sociedad lo pintaba.

Los labios de la joven se curvaron y un hoyuelo apareció en su mejilla. Alzó su copa. Con un gesto cortés, Martin la imitó e hizo chocar el borde contra la de ella.

—¡Por mis aventuras! —exclamó ella antes de dar un trago.

«Por la cordura», pensó él. Bebió un trago para darse fuerzas.

—¿Podemos pasear por los jardines?

Martin bebió una vez más.

—Después de cenar.

La muchacha se dedicó a comer con sincera apreciación. Sin embargo, no pronunció ni una palabra salvo para ensalzar las habilidades culinarias del desconocido cocinero. No parloteó sin cesar. No le llenó los oídos con las estupideces habituales que solían comentar las mujeres.

Martin encontró desconcertante su reserva. Perturbadora.

Dado que por lo general guardaba silencio, ya que había descubierto mucho tiempo atrás lo ventajoso que era, las damas que lo acompañaban a menudo se sentían obligadas a llenar el vacío. Como consecuencia, jamás sentía el apremio de saber lo que pasaba por sus cabezas; mientras hablaran, no pensaban.

En ese momento, no obstante, el silencio de Amanda captaba su atención como jamás lo había hecho ningún discurso femenino. ¿Qué se escondía bajo esos mechones dorados? ¿Qué estaba tramando? ¿Y por qué?

Esa última y molesta pregunta hizo sonar las campanas de alarma. ¿Por qué quería saberlo? Se obligó a dejar a un lado ese pequeño detalle; sin lugar a dudas, lo que quería saber era por qué ella lo había elegido como compañero de aventura.

Con un suspiro satisfecho, la joven soltó el cuchillo y el tenedor. Martin sirvió lo que restaba de champán en su copa y se reclinó en la silla antes de dar un sorbo.

Ella enfrentó su mirada desde el otro lado de la mesa.

—Resulta extraño… aunque estamos en los jardines, no se oyen los ruidos de la multitud.

—Los arbustos amortiguan el sonido. —Lo que incluía cualquier ruido procedente de los aislados reservados. Echó su silla hacia atrás y se puso en pie—. Venga, vayamos a tomar el aire.

Amanda estaba más que dispuesta a hacerlo; el esfuerzo que le suponía no ponerse a parlotear como una estúpida la estaba dejando agotada. Entre la gente que se encontraba en el exterior habría un montón de distracciones que supondrían un descanso para sus maltrechos nervios. A decir verdad, compartir un espacio tan reducido con un depredador enorme e intensamente masculino, con un hombre que parecía la personificación del pecado, no era una experiencia relajante; sabía que estaba a salvo, por mucho que sus instintos no dejaran de gritarle que no era cierto.

Con la capucha de la capa subida para ocultar su rostro, salió del reservado del brazo de Dexter. Avanzaron por el sendero en dirección opuesta a la que habían seguido cuando llegaran y tomaron otra desviación que les condujo hasta uno de los caminos principales. De inmediato, se vieron rodeados por parejas y grupos de personas que paseaban con ánimo festivo. A medida que se acercaban a la plazoleta, el centro de entretenimiento de los jardines, el gentío fue aumentando de forma gradual.

No era una noche de celebración especial, de modo que cuando llegaron hasta la zona donde las parejas bailaban el vals, había espacio suficiente para que Dexter la encerrara entre sus brazos y los introdujera en el remolino de bailarines.

Amanda lo miró a la cara y descubrió que la estaba observando. Estudió sus ojos y su expresión antes de verse obligado a levantar la mirada para efectuar el siguiente giro. Los faroles se mecían sobre sus cabezas, haciendo que las luces y las sombras bailotearan sobre sus rostros. Iluminando sus marcadas y elegantes facciones antes de volver a ensombrecerlas.

Mientras se dejaba guiar, Amanda permitió que su mente vagara y consintió que sus sentidos se deleitaran a su antojo. Era muy consciente de la fuerza del hombre, de la facilidad con la que la conducía; de la súbita tensión de su brazo, que la arrastró de forma protectora hacia él cuando otras parejas se sumaron al baile y se redujo el espacio.

Quienes los rodeaban pertenecían a todas las clases sociales, incluso de su mismo círculo: damas y caballeros que disfrutaban de una noche en los jardines; había otras parejas incluso más afines, en las que las damas llevaban una capa o, en su lugar, un velo. La osadía le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda; por primera vez en su vida, estaba haciendo algo ilícito.

Dexter volvió a mirarla a la cara. Ella enfrentó su mirada con descaro, con una sonrisa en los labios y con un brillo elocuente en los ojos. Continuaron girando, ya que ninguno parecía dispuesto a apartar la mirada por miedo a perderse un momento importante. Respirar se convirtió en un asunto secundario; todo quedaba empañado por la emoción del momento.

La magia resplandecía en la luz parpadeante, acariciándolos de manera fugaz, estimulando sus sentidos. Girar a través de las sombras con él resultaba una experiencia tan fascinante como había supuesto. Estaban rodeados de gente, pero a juzgar por lo absortos que estaban el uno en el otro, bien podrían haber estado solos.

La música acabó y se detuvieron; Amanda dejó de mirarlo a los ojos y reafirmó mentalmente su plan. Lo había llevado hasta allí y ahora tenía que incitarlo a dar el siguiente paso.

Martin percibió las pequeñas arrugas que se formaron en el entrecejo de su pareja.

—¿Le apetece un poco de ponche? —¿Qué estaría tramando?

—Por favor. —Le obsequió con una sonrisa deslumbrante que desvaneció el ceño fruncido—. Hacía años que no venía.

—Dudo mucho que el ponche haya cambiado. —Cogió dos tazas de la bandeja de un camarero que pasaba por allí, se la ofreció y observó cómo bebía. Observó cómo el líquido rojo manchaba sus labios y su lengua se deslizaba sobre el labio inferior.

Alzó la copa y se bebió el contenido de un trago.

—¡Dexter!

Martin se giró y descubrió que Leopold Korsinsky se abría paso a través de la multitud. Maldiciendo para sus adentros, le arrojó la taza vacía a uno de los sirvientes y cogió la mano de la muchacha.

—Cuidado —fue lo único que le dio tiempo a decir antes de que Leopold llegara a su lado con una dama encapuchada del brazo.

Tras dedicarle una breve inclinación de cabeza a Martin, Leopold le hizo una elaborada reverencia a la joven.

—¿Nos conocemos, madame?

Utilizando la taza para ocultar la parte inferior de su rostro, Amanda atisbo desde la oscuridad que le proporcionaba la capucha y descubrió la penetrante mirada del corso, que intentaba averiguar su identidad. Enmascaró su voz con un tono más grave.

—Creo que nos conocemos, señor, aunque es posible que usted no lo recuerde.

Dexter le apretó los dedos. Amanda esbozó una sonrisa tras la taza.

Korsinsky entornó los ojos.

—La memoria me falla a menudo; no obstante, si he sido capaz de olvidar a una «conocida» tan atractiva, tal vez sea de verdad una causa perdida.

La otra dama observaba a Dexter como si fuera un suculento manjar.

Amanda se echó a reír sin abandonar el tono grave de su voz.

—¿Cómo sabe que soy atractiva, cubierta como estoy?

Leopold clavó la mirada en Dexter antes de responder.

—No podría creer otra cosa, ma belle —replicó el corso—. Aunque quizá pueda persuadirla…

—Leopold.

Una sola palabra a modo de evidente advertencia; Leopold miró a Dexter con las cejas enarcadas.

—Pero mon ami, aquí tienes todas las distracciones que puedas desear. Agnes ha venido. Estará encantada de saber que estás aquí.

—No me cabe duda. No obstante, madame desea ver los jardines. Si tu dama y tú nos disculpáis… —Tras una reverencia a la dama y un brusco gesto con la cabeza a Leopold, Dexter cogió con fuerza la mano de la señorita Cynster y se apartó. Apenas le concedió el tiempo necesario para hacer una inclinación de despedida antes de arrastrarla lejos de allí.

Una vez en los jardines, en los largos y oscuros caminos, Amanda no vio razón para hacer objeciones.

—¿Quién era la dama?

—Nadie que pertenezca a su círculo. —Le quitó la taza vacía y se la tendió a uno de los sirvientes. A continuación, se detuvo para contemplar el oscuro camino que se extendía ante ellos y se dio la vuelta para tomar un sendero perpendicular—. Los fuegos artificiales comenzarán en breve.

Se encaminaron a la zona cubierta de hierba desde la que se lanzarían los fuegos, donde encontraron a mucha gente con las mismas intenciones. Cuando pisaron el césped, descubrieron a un montón de parejas paseando por la zona. Dexter estudió el lugar. La cogió por el codo y dijo:

—Por aquí arriba.

«Aquí arriba» se refería a una colina que ofrecía una buena vista del espectáculo. La ladera estaba abarrotada de gente, pero encontraron un sitio libre cerca de la cima.

—Quédese delante de mí. —No era de la clase de hombres que se veían sofocados por las multitudes; la colocó delante de él, protegiéndola con su cuerpo del gentío que se agolpaba más atrás y en cierta medida también a sus costados.

Casi de inmediato, el primer cohete salió disparado hacia arriba y explotó. Acompañado de las exclamaciones de asombro de la muchedumbre, el espectáculo continuó y un tapiz artificial de fuego blanco se desplegó sobre el cielo azabache.

La multitud estaba fascinada con la silueta de un caballo cuando se escuchó:

—¿Martin? Me había parecido que eras tú.

¡Luc Ashford!

Amanda sintió la pérdida de la protección de Dexter, la pérdida del calor a su espalda y de pronto se sintió vulnerable, expuesta. Había retrocedido para evitar que el recién llegado se percatara de que estaban juntos. Luc tenía una vista y un ingenio muy agudos. Ni Dexter ni ella deseaban que se fijara en ella.

—Luc, ¿estás aquí para disfrutar del ambiente o para cenar con algún grupo?

Tras dudar un instante, Luc respondió:

—Estoy con unos amigos. Están ahí abajo, pero me pareció haberte visto entre la multitud.

—¡Vaya!

—¿Y tú? Según los rumores, evitas las reuniones sociales como a la peste.

—Nunca se debe prestar atención a los rumores. No tenía nada interesante que hacer esta noche, de modo que se me ocurrió venir aquí a tomar el aire. —Tras una pausa, añadió—: Había olvidado cómo era.

Otra pausa. La voz de Luc sonó más suave cuando dijo:

—¿Recuerdas la primera vez que vinimos? Nos creíamos reyes, con una chica a nuestro lado y un reservado barato.

—Eso —replicó Dexter en voz baja, si bien con tono desabrido— ocurrió hace mucho tiempo.

Luc cambió ligeramente de posición.

—Cierto. —Tras un incómodo silencio añadió—: Te dejaré para que disfrutes de la noche, entonces.

Amanda pudo imaginar la tensa despedida; ambos se parecían muchísimo y no sólo en el aspecto físico.

El tiempo pareció transcurrir con lentitud; ella no se movió… había dejado de contemplar los fuegos artificiales hacía bastante rato. Martin se acercó a ella y cerró los dedos alrededor de su codo a través del tejido de la capa.

—Venga conmigo.

Las palabras no fueron más que un susurro que pasó volando junto a su oído. Sin dudarlo, Amanda se giró y dejó que él la condujera colina abajo, hacia los solitarios caminos.

Tras ellos, el fuego blanco iluminaba el cielo. Una ligera brisa mecía las hojas, logrando que las sombras cambiaran y silbando a través de las ramas como un fantasma al acecho. Giraron para apartarse del camino principal y dirigirse a uno aún menos iluminado. Dexter aminoró el paso; Amanda echó un vistazo a su alrededor y descubrió dónde se encontraban.

En el Camino Oscuro.

El único camino al que una joven jamás debía permitir que la arrastraran. Jamás había tenido noticias de que se hubiera producido alguna catástrofe por incumplir esa norma, claro que nunca había conocido a ninguna dama que se hubiera aventurado en el Camino Oscuro.

Sobre todo con un hombre como Martin Fulbridge a su lado.

Clavó la mirada en él, que ya estaba esperándola. Ensombrecidos e indescifrables, sus ojos la traspasaron.

—Supongo que un paseo por el Camino Oscuro entra en su plan de buscar emociones fuertes.

—Desde luego. —En su búsqueda de emociones fuertes y en la de otras cosas; reconocía una oportunidad cuando se presentaba, cuando el destino se la servía en bandeja de plata. Enlazó su brazo con el de Dexter y se acercó un poco más a él—. ¿Lo recorreremos entero?

El hombre vaciló antes de contestar.

—Esa era mi intención.

Era un sendero estrecho y sinuoso. Estaba flanqueado por frondosos arbustos que lo aislaban del resto y lo convertían en un lugar íntimo y misterioso. De vez en cuando, colocados de forma estratégica a la vuelta de los recodos, había bancos y estructuras diseñadas para el flirteo. Puesto que la multitud estaba absorta en los fuegos artificiales, el Camino Oscuro estaba desierto.

Salvo por ellos.

Amanda consideró todos y cada uno de los bancos, cada mirador que apareció; ninguno cumplía los requerimientos necesarios para sus propósitos. Poco después vio lo que necesitaba: un pequeño templete griego situado a poca distancia del camino y cercado por densos arbustos.

—¡Mire! —Arrastró a Dexter hacia allí—. ¿Podemos entrar?

Notó la penetrante mirada del hombre, pero este se limitó a tomar su mano y a conducirla hasta las escaleras.

Dentro había una diminuta estancia circular; en la oscuridad, la presencia de los arbustos hacía que el lugar pareciera sofocante. En el centro había un pedestal que sostenía el busto de algún dios, pero Amanda no sabía cuál. No había nada más… sólo la impenetrable oscuridad.

En la que se hallaba con su dios particular.

Dexter contemplaba el busto. Ella le había soltado la mano al entrar, pero en ese momento se acercó a él, caminando sin hacer ruido sobre el suelo de mármol.

Los sentidos de Martin se pusieron en estado de alerta al percibir la cercanía de la dama… demasiado tarde. Se había quedado absorto contemplando el busto de Hermes, el mensajero de los dioses. Se había preguntado qué mensaje habría para él en esa situación. En esos momentos ya lo sabía.

Era demasiado tarde para impedir que ella se apretara contra él, para impedir que le colocara la mano en el pecho. Demasiado tarde para impedir que se apoyara sobre su torso, que alzara la mano y que tirara de él para acercar su cabeza.

Demasiado tarde para reprimir la respuesta de su cuerpo, para evitar inclinar la cabeza y rozar sus labios; demasiado tarde para rechazar lo que ella le ofrecía. Lo intentó; luchó durante un instante contra su hechizo. Pero ella lo tenía atrapado; a pesar de todas las razones lógicas para lo contrario, había una gran parte de él que la deseaba sin más.

Y sólo se trataba de un beso. Eso se dijo mientras se hundía en su boca; mientras permitía que sus brazos la rodearan para apretarla contra él.

Un beso. ¿Qué daño podría causar un beso? Era capaz de controlarse y de controlarla a ella.

El beso se alargó, se hizo más intenso. La muchacha le rodeó el cuello con los brazos y se apoyó contra él.

Martin se lo permitió. Se deleitó con la sensación que le provocaba tener ese cuerpo esbelto apretado contra el suyo, todas esas curvas, ese seductor contraste entre la delicadeza femenina y su propia fuerza; un contraste que tentaba, prometía y provocaba.

Ella quería más y Martin lo sabía. Cualquier pensamiento acerca de la oportunidad del momento, del lugar y de la seguridad se desvaneció de su cabeza. No había otra cosa aparte del inocente deseo de la mujer que tenía entre sus brazos y la poderosa necesidad de ser quien apagara su sed.

A pesar de su inocencia, Amanda reconocía esa necesidad. La saboreaba en sus besos, la percibía en los brazos que la rodeaban y la acunaban. La anhelaba, la deseaba… lo deseaba a él.

Quería que fuera suyo, que estuviera unido a ella con una cadena lo bastante fuerte como para resistir cualquier presión que la vida pudiera deparar.

Supo en lo más hondo de su corazón lo que tendría que hacer para forjar esa cadena. Comprendió que tendría que forjarla eslabón a eslabón. Momento a momento; interludio a interludio. Beso a beso.

El deseo era una droga muy adictiva. Dexter le robaba el aliento, cautivando tanto su mente como sus sentidos. Esa pausada y minuciosa exploración a la que la estaba sometiendo, esa lenta y fascinante conquista, estaba haciendo que perdiera la razón y que despertaran sus emociones.

Había estado en lo cierto: eso era lo que quería, lo que necesitaba, para lo que había sido creada.

Si se lo decía, lo perdería. Si sus intenciones se hacían evidentes, Dexter retrocedería y volvería a esconderse entre las sombras. Esas miradas penetrantes que le había lanzado de vez en cuando no eran sino advertencias; tenía que seguir adelante sorteando el límite entre el coqueteo más inocente y la tentación abiertamente sensual sin dar un solo paso en falso. Tenía que seguir tentándolo sin desvelar sus intenciones, de forma que él no tuviera la certeza de que lo estaba seduciendo. Lo más difícil de todo, dada su experiencia y su inquebrantable reticencia.

Le devolvió el beso de forma atrevida aunque fugaz, lo suficiente para hacerlo reaccionar, para enredarlo un poquito más en el juego. El deseo, una llamarada vehemente y sensual, se apoderó de él y sólo el muro conformado por su voluntad logró contenerlo. Grieta a grieta, ella derrumbaría esos muros. Con esa intención, dulcificó el beso, tentándolo a que él lo profundizara, a que tomara un poco más. Cuando lo hizo, se aferró a él con más fuerza. Era el epítome de la sensualidad y cada lánguida caricia era una invocación al placer. Amanda enterró los dedos en su sedoso cabello y sintió que se derretía por dentro.

Las manos de Dexter se tensaron en su espalda y ella se percató de la lucha que estaba librando para evitar que la acariciaran. Consideró un instante la posibilidad de desequilibrarlo, pero se dio cuenta de que su inexperiencia delataría sus intenciones.

Dexter ganó la batalla interior con demasiada facilidad para el gusto de Amanda. Había llegado el momento de probar otra estrategia.

Se apartó de él y puso fin al beso con delicadeza, ocultando su expresión de triunfo durante el breve instante que transcurrió antes de que él aflojara su abrazo y le permitiera apartarse. Una vez que recobró la compostura, Amanda escuchó voces en el exterior. Ambos se giraron para agudizar el oído y acto seguido ella retrocedió para alejarse de sus brazos.

Se devanó la cabeza en busca de algún comentario ingenioso que encubriera su retirada, que enmascarara la esperanza de que su huida despertara en él el afán de hacerse con aquello que le estaban negando.

—¿Ha encontrado la emoción que buscaba?

Las roncas palabras y el desafío subyacente hicieron que Amanda alzara la cabeza. Permitió que sus labios esbozaran una sonrisa altanera y confiada con la esperanza de que él pudiera verla.

—La noche es joven.

Su voz articuló la nota perfecta: grave y sugerente, aunque serena.

Fue la inclinación de su cabeza lo que irritó a Martin, un gesto desafiante, intrínsecamente femenino, que provocó una reacción inmediata. Una que él sofocó de forma implacable.

Ella echó un vistazo hacia el Camino Oscuro.

—¿Le parece que regresemos al reservado?

Él le dio la mano.

—No vamos a regresar. —Cuando ella lo miró sorprendida, añadió en un murmullo—: La noche es joven.

Y él había sido un estúpido al creer que cumplir dos de sus aventuras en una misma noche era una buena idea. Resistir la búsqueda de emociones de esa mujer no sería fácil. Pero lo haría. Mientras la precedía por los escalones del templete, la miró de reojo.

—Dijo que quería ver las estrellas reflejadas en el Támesis.

Fue un placer contemplar la expresión de deleite que apareció en el rostro de la joven.

—¿Una barca? ¿Desde aquí?

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo con una mujer capaz de mostrar tan inocente regocijo. Los labios de Martin se curvaron en una espontánea y genuina sonrisa.

—La puerta del Támesis no está muy lejos.

La condujo a lo largo del Camino Oscuro y atravesó la puerta que conducía a la orilla del río, negándose a reflexionar sobre las dificultades que sin duda se le avecinaban. Durante los años que había pasado en la India, había logrado sobrevivir a un buen número de confrontaciones a vida o muerte; una hora navegando por el Támesis con Amanda Cynster no podría ser tan peligroso.

La puerta del Támesis se encontraba a escasa distancia del muelle de piedra donde aguardaba un gran número de embarcaciones. La embarcación de lujo que había alquilado los esperaba meciéndose suavemente, con un par de fornidos remeros y el propietario junto a la barra del timón. Este último los vio y se enderezó para saludarlos. Los remeros se removieron con incomodidad y le hicieron un respetuoso saludo con la cabeza cuando Martin estuvo en cubierta. Le ofreció la mano a la muchacha, quien, con los ojos abiertos de par en par, descendió de buena gana.

—Milady. —El propietario le hizo una profunda reverencia.

Amanda inclinó la cabeza antes de mirar a Dexter. Este hizo un cesto hacia la cortina que aislaba los dos tercios de la cubierta hacia la proa. El propietario se apresuró a descorrerla y ella entró. Se detuvo. Miró a su alrededor. Y dio gracias a la providencia por su ayuda.

Dexter se agachó para pasar bajo la cortina y se colocó tras ella; el pesado tejido cayó, aislándolos de los marineros y encerrándolos en un mundo privado.

Un mundo compuesto por un estrecho camino limitado por las barandillas. Asegurada en la proa, había una cesta de mimbre que contenía una bandeja de fruta, un cuenco de nueces, dos copas y una botella de vino abierta. El resto del espacio estaba ocupado por un grueso colchón colocado sobre una base de madera y cubierto con una sencilla tela negra. Sobre él había un montón de cojines tapizados en brillantes colores de seda india.

La cubierta del bote de lujo se ajustaba con exactitud a lo que ella siempre se había imaginado: un lugar ideal para la seducción. Se bajó la capucha y se giró para mirar a Dexter.

El hombre inclinó la cabeza para estudiar su rostro, sus ojos. El muelle se balanceó cuando la embarcación comenzó a alejarse y Dexter cerró los dedos en torno a su codo.

—Venga, siéntese.

La condujo hasta el colchón y, al sentarse, Amanda descubrió que el lugar era tan cómodo como parecía. Dexter se sentó a su lado, reclinándose contra los almohadones.

—¿Está a la altura de sus expectativas?

Ella esbozó una sonrisa.

—Hasta ahora sí. —Se reclinó hacia atrás y se permitió hundirse sobre el montón de cojines de seda. Contempló las estrellas. Y no dijo una palabra más.

Mantuvo la vista clavada en el firmamento, en los puntitos de luz que brillaban en la oscuridad, consciente de que los ojos del hombre no se movían, no se apartaban de ella.

La barca se introdujo en la corriente, momento en el que los remeros pudieron descansar y la embarcación tomó rumbo al sur.

A la postre, Dexter cambió de posición y se puso en pie para ir en busca de la cesta. Pasó por alto el vino y, en cambio, cogió una uva y la saboreó antes de asir la bandeja y volver sobre sus pasos para ofrecérsela.

Con una sonrisa, Amanda eligió un racimo de uvas y le dio las gracias con un susurro. Tras un instante de vacilación, él volvió a sentarse a su lado y colocó la bandeja entre ambos.

Amanda lo miró de reojo antes de girar la cabeza para contemplarlo abiertamente, para demorarse en el perfil que le mostraba mientras contemplaba el agua. Se llevó una uva a la boca y miró en la misma dirección que él.

—Pasó muchos años en la India.

Él la miró apenas un instante.

—Sí.

Amanda aguardó un momento antes de preguntar:

—¿En un lugar determinado o —se interrumpió para hacer un gesto con una uva— por todas partes?

Dexter dudó un segundo antes de responder.

—Por todas partes.

Habría sido más sencillo sacarle las muelas. Lo miró sin ambages e inquirió con dulce aunque firme determinación:

—¿Por qué partes? —Él enfrentó su mirada y Amanda percibió que había fruncido el ceño. Ella imitó el gesto—. No creo que sus viajes sean secretos de estado, ¿verdad?

De forma inesperada, los labios del hombre se curvaron ligeramente en las comisuras.

—En realidad —replicó mientras apoyaba la espalda contra los almohadones—, algunos de ellos sí lo son.

Amanda cambió de posición para poder mirarlo de frente.

—¿Trabajaba para el gobierno?

—Y para la Compañía.

—¿La Compañía de las Indias Orientales?

Dexter hizo un gesto afirmativo con la cabeza; tras una pausa fugaz, respondió a la pregunta que Amanda tenía en mente.

—Había muy pocos ingleses con estudios en Delhi, y los marajás preferían tratar con aquellos a quienes consideraban sus iguales.

—¿Dónde fue, entonces?

—Principalmente recorrí las rutas comerciales que atraviesan el norte; en ocasiones, hacia el sur, hasta Bangalore, Calcuta o Madras.

—¿Cómo es aquello? Cuéntemelo.

Fue por el brillo de sus ojos, se dijo Martin más tarde; por eso y por el genuino interés que reflejaba su rostro por lo que la había complacido… Y, por supuesto, por el hecho de saber que mientras escuchara sus narraciones con los ojos abiertos de par en par, no podría maquinar su perdición. Lo bombardeó con preguntas y se descubrió contándole cosas, describiéndole aquellos años como nunca lo había hecho con otra persona. Nadie se lo había pedido.

El fin de sus preguntas coincidió con la última uva. Con un suspiro satisfecho, ella cogió la bandeja y se puso en pie.

Martin la siguió con la mirada mientras atravesaba los pocos pasos que la separaban de la cesta y colocaba la bandeja en su lugar. Se quedó de pie en la proa, contemplando las negras aguas y observando presumiblemente el reflejo de las estrellas. Había vuelto a colocarse la capucha y, desde donde él se encontraba, parecía el epítome del misterio: una mujer silenciosa ataviada con una capa que le ocultaba su mente y su cuerpo.

Lo invadió una creciente necesidad de conocerla por completo y de todas las formas posibles; la sofocó y reprimió el impulso de acercarse a ella, de estrecharla entre sus brazos y… Desvió la mirada a la orilla, poco clara en la oscuridad. Otras embarcaciones se deslizaban entre ellos y la ribera; algunas, como la suya, sin ninguna prisa; otras, avanzando a más velocidad.

El recuerdo de su inesperado encuentro con Luc hizo que volviera a mirarla.

—Siéntese. —Otro bote se acercaba con rapidez por estribor. Se inclinó hacia delante y la agarró por la muñeca—. Alguien podría reconocerla.

La joven se giró en el mismo instante en que tiraba de ella, justo cuando la estela de la otra embarcación hizo que la suya se tambaleara. Ella perdió el equilibrio; pero, antes de que cayera, Martin tiró con fuerza de su brazo y la muchacha acabó sobre él.

Retorciéndose sobre él, sin aliento, enredada con la capa y riéndose a carcajadas mientras le recorría el torso con la mano libre.

Martin apenas podía respirar.

Sus miradas se encontraron… y también ella dejó de respirar. Martin observó cómo la risa se desvanecía de su mirada y era sustituida por un renovado deseo. Los ojos azules de la muchacha se posaron sobre sus labios al tiempo que separaba los suyos y se humedecía el labio inferior con la punta de la lengua. Al ver que él no se movía, volvió a mirarlo a los ojos. Estudió su mirada. Al instante, con manifiesta determinación, alzó la mano para rodearle el cuello y tiró de él para besarlo.

«¡No, no, no!». No… A pesar de la potente negativa de su mente, Martin se lo permitió; dejó que tirara de él para poder darse un festín con sus labios, para hundirse en el cálido refugio de su boca y devorarla. Ella lo aceptó de buen grado, se rindió ante él, y en ese momento comprendió las intenciones de Amanda Cynster.

Supo que estaba tratando de seducirlo; supo que lo más inteligente sería rechazar sus avances. Pero, sencillamente, no podía hacerlo.

Sobre todo cuando su mente le recordó la inexperiencia de la dama en cuestión; ella no podía tener ningún arma, ningún plan del que él no se hubiera escabullido mil veces. Un plan que otras mujeres, mucho más experimentadas que ella, no hubieran puesto en marcha en el pasado para atraparlo. Amanda Cynster no suponía una amenaza para él. Así pues, no había razón para no saborearla ni para negarle el placer de la emoción que ella anhelaba. Estaba a salvo con él y, como era lógico, él estaba a salvo de ella.

La besó de nuevo para robarle el aliento y la estrechó contra su cuerpo. Escuchó su jadeo y sintió cómo aumentaba su anhelo. Una mano femenina se posó sobre su mejilla para tocarla, rozarla, acariciarla con la delicadeza de una pluma. Seductora. Provocativa. Martin intensificó el beso y la muchacha se estremeció; un estremecimiento que a él le llegó hasta el alma.

Sin darse cuenta, cambió de posición y la inclinó para llevar el beso más lejos, para poder tocarla mejor…

«No».

La cautela tomó las riendas de la situación. Lo hizo retroceder. No era tan estúpido. Ella yacía a su lado envuelta en la capa, que ocultaba su esbelta silueta; la tentación rodeada de terciopelo.

Mucho más segura que rodeada por sus manos, por fuerte que fuera el hormigueo que sentía en las palmas. Sin embargo, la necesidad de acariciarla no desapareció. Apretó los cojines de seda entre las manos en un vano intento por aplacar el deseo.

Amanda sabía muy bien lo que era ese ardor; tenía demasiado calor bajo la capa. Cada uno de los suaves, profundos y lánguidos besos derramaba un torrente de fuego líquido en sus venas. No obstante, cada vez que lograba pensar en liberarse, Dexter le robaba el sentido común y cautivaba sus sentidos añadiendo algún nuevo detalle a la creciente intimidad de los besos que compartían.

Y ambos compartían ese placer; no le hacía falta tener experiencia para saber que él disfrutaba del apasionado interludio tanto como ella.

Ella era una neófita y él un experto, pero cada nueva exploración dejaba claro el deseo; cada invasión dejaba clara la creciente pasión.

Una pasión estrictamente controlada. Lo percibió de forma gradual. A pesar de que su boca, su lengua y la tensión que emanaba de ese enorme cuerpo que tan cerca estaba del suyo decían otra cosa, había una voluntad de hierro que le contraía los músculos y mantenía su torso a un palmo de su pecho.

Percatarse de eso le dio fuerzas, así como la testarudez necesaria, para recuperar su díscolo sentido común. Deseaba que la tocara, que la acariciara… que le pusiera las manos encima. La simple idea hizo que se le endurecieran los pezones, doloridos por el deseo.

Él había levantado muros, impuesto límites y fronteras… Y en esos momentos el desafío consistía en averiguar cómo derribarlos. En conseguir que él mismo los derribara. Amanda dudaba mucho de que consiguiera moverlo aunque lo agarrara y tirara con fuerza de él. ¿Cómo… cómo?

Con cada minuto que pasaba, el deseo se intensificaba. Consiguió llevarse las manos a la garganta para aflojar los lazos de la capa y bajarse la capucha. De inmediato, él cambió de posición y enterró los dedos de una mano en sus rizos con el fin de sujetarle la cabeza mientras convertía el beso en algo más profundo, más apasionado, más intenso. Si Amanda había creído arder antes, en ese momento el fuego de la pasión la consumió. Se echó hacia atrás con un jadeo y apoyó la cabeza sobre los cojines, desesperada por tomar aire. Por tranquilizarse. Dexter inclinó la cabeza sobre ella y sus labios comenzaron a trazar la línea de la mandíbula antes de bajar hasta la garganta y depositar un beso abrasador allí donde latía el pulso.

El cuerpo de Amanda reaccionó y arqueó la espalda. La embargó una abrumadora necesidad de estar más cerca de él; mucho más cerca.

—Por favor… —No podía pensar, no podía concebir pensamiento alguno, pero sabía lo que quería—. Tócame. No puedo más. Es insoportable. Sólo… tócame.

Esa súplica entrecortada fue recibida con un breve silencio. Con voz grave, él replicó:

—Será peor si lo hago.

Amanda se obligó a alzar los párpados. Contempló su rostro a través de las pestañas, esos ojos de color verde musgo.

—Me arriesgaré.

Pero ¿podría arriesgarse él? ¿Debería hacerlo? Martin luchó por apartarse un poco de ella, por mantener esos clamorosos impulsos a raya.

La mirada de la joven se posó sobre sus labios antes de alzar una mano y acariciarle la mejilla.

—Por favor…

La leve caricia fue mucho más devastadora que el susurro para sus buenas intenciones, que acabaron hechas añicos. Bebió la última sílaba de sus labios antes de apoderarse de nuevo de su boca. Enterró los dedos en esos rizos dorados y notó que se deslizaban sobre su piel como si fueran de seda; a continuación, buscó el borde de la capa.

Metió la mano por debajo. Se dijo a sí mismo que si la dejaba cubierta, completamente vestida, todo saldría bien… Pero, en cuanto tocó su piel, descubrió lo equivocado que estaba. Deslizó los dedos sobre esa piel sedosa antes de cubrir uno de sus pechos. Y de repente algo se hizo añicos. Si ese algo era de él o de ella, no supo decirlo. Habían sido sus defensas o las de la joven; al menos una de las dos. Ella siguió entregada al beso igual que él, pero la atención de ambos se había desviado para centrarse por completo en sus dedos, en la carne firme, suave e hinchada, sobre la que estos se habían curvado y que masajeaban con delicadeza.

La tensión de la espalda femenina se fue aliviando con cada caricia. Continuó tocándola y ella gimió con suavidad; sin pensarlo, sus dedos encerraron el enhiesto pezón antes de apretarlo con firmeza.

Hasta que ella gimió de placer. Martin bebió el jadeo que exhalaron sus labios y continuó acariciándola, tocándola, para aliviar su ardor, para calmarla con placer.

Levantó la cabeza para contemplar su rostro y deseó ser capaz de apartarse de su fuego. Sabía que no podría hacerlo. No recordaba que la necesidad de una mujer hubiera tenido el poder de excitarlo con anterioridad. Peor, el de llevarlo hasta ese doloroso extremo. Peor aún, llevarlo a un estado en el que no encontraría alivio a menos que… Sin tener en cuenta las consecuencias, le apartó la capa y le retiró los pliegues de los hombros. Inclinó la cabeza para rendir homenaje a la piel de alabastro de su clavícula y dejó un reguero de besos en cada curva. El vestido tenía un escote bajo, de modo que fue bastante sencillo introducir el pulgar por debajo y bajar el vestido y la camisola lo suficiente para liberar uno de esos rosados pezones que ansiaba saborear.

Amanda creyó que moriría de placer cuando él comenzó a lamer el pezón. Al sentir sus labios allí, tuvo la dolorosa sensación de estar haciendo algo correcto… justo lo que necesitaba y deseaba, aun cuando no lo había sabido a ciencia cierta hasta el instante en el que la cálida humedad de esa boca se cerró en torno a esa carne sensible. Su gemido resonó en la noche mientras enredaba los dedos en el cabello de Dexter para aferrado y apretarlo contra su cuerpo. Él lamió y mordisqueó antes de meterse de nuevo el pezón en la boca.

«¡Dios, sí!». Esas palabras pasaron como un susurro por su mente y se escaparon de sus labios en un suspiro.

Dexter no dejó de acariciarla, levantando la cabeza de vez en cuando para depositar fugaces besos sobre sus hambrientos labios. El deseo se intensificó y los envolvió por completo, azotándolos suavemente con cada lánguida oleada, hasta que Amanda se sintió arrastrada por su delicada marea, muy distinta a la avasalladora, angustiosa y apremiante corriente que había esperado. Era como si el deseo que sentían, a pesar de ser fuerte y poderoso, se hubiera transformado en un escenario más amplio, de forma que parte de su fuerza se hubiera disipado en la inmensidad.

Así pues, en esos momentos podía experimentar y disfrutar sin perder la cabeza, en posesión de todos sus sentidos.

La marea comenzó a retroceder poco a poco, caricia a caricia. Ella no puso objeciones, no hizo esfuerzo alguno por alentarlo a ir más lejos; a decir verdad, dudaba mucho de que pudiera hacerlo. La resistencia de ese hombre había permanecido tan firme como el muro de una fortaleza desde el principio; pero, aun así, había conseguido abrir una grieta y con eso podía darse por satisfecha.

Con eso y con el conocimiento que había adquirido, con las sensaciones que había experimentado… y con la experiencia. El hecho de no sentirse escandalizada mientras observaba cómo él volvía a colocarle el vestido la escandalizó un poco.

Contempló el rostro masculino, esos rasgos austeros, tan rígidos e implacables. Percibió la evidencia del deseo controlado a duras penas. No ignoraba en qué estado se encontraba el hombre; podía notar su erección contra el muslo. Aunque deseaba experimentar muchas más cosas, no era el momento apropiado… y ella era demasiado inteligente como para presionarlo más.

Demasiado inteligente como para desafiar sin tapujos su autocontrol.

Cuando Dexter volvió a echarle la capa sobre los brazos, ella lo detuvo. Levantó una mano hasta su mejilla con el fin de que la mirara a los ojos. Se incorporó sobre el codo y alzó el rostro para depositar sobre sus labios un beso largo, pausado y sencillo, con tanta dulzura como pudo reunir.

—Gracias. —Murmuró las palabras en cuanto separaron los labios. Levantó la vista y lo miró a los ojos, que se encontraban a escasos centímetros de los suyos. Dejó que él estudiara su mirada, que viera la sinceridad que expresaba.

Dexter apartó la vista; vaciló un instante antes de inclinar la cabeza y llevar los labios hasta la comisura de su boca.

—El placer ha sido enteramente mío.

Cuando entró a grandes zancadas en su casa dos horas después, Martin recordó esas palabras con un ramalazo de ironía. Había sucumbido a su súplica con la única intención de proporcionarle placer, de aliviar el ardor que le había ocasionado con sus besos.

Había acabado perdido, fascinado, hechizado hasta la médula de los huesos por el mero hecho de tocarla. De acariciarla. De saborear las diferentes texturas y la increíble suavidad de sus pechos, de sus duros pezones y de los sedosos mechones de su cabello.

Se había dejado llevar demasiado y aún había deseado mucho más. Y ese camino conducía a la locura.

Más concretamente, ese camino conducía más allá de los estrechos confines del mundo en el que había elegido vivir.

Ella ya le había hecho desear cosas, anhelar cosas que jamás podría tener. Cuanto más tiempo le permitiera permanecer en su vida, más minaría sus defensas.

Se dejó caer sobre el diván de la biblioteca y tomó un largo trago de brandy mientras contemplaba el fuego de la chimenea. Aún notaba la presencia de Amanda Cynster grabada en sus manos, en sus sentidos; su sabor era adictivo, fácil de recordar y de desear.

Centró su mente en el problema… de cómo evitar todo contacto con ella.