AMANDA se escabulló de la casa de sus padres por la puerta lateral y salió a un callejón estrecho. Tras cerrar la puerta, se arrebujó en su capa y caminó deprisa hasta el extremo del callejón, desde donde echó un vistazo a la calle.
Había un carruaje negro en la esquina de North Audley Street.
Estaba esperándola. La puerta del carruaje se abrió cuando se acercó.
—Suba. Rápido.
La mano de Dexter, enorme y de dedos largos, le hizo un gesto imperioso en cuanto apareció. Tras reprimir una sonrisa, Amanda se agarró a ella y dejó que la ayudara a subir. Cuando estuvo sentada, el conde se inclinó sobre ella para cerrar la puerta y acto seguido dio unos golpecitos en el techo; el carruaje se puso en marcha entre el ruido de los cascos de los caballos.
Sólo entonces Dexter le soltó la mano. Al pasar bajo la luz de una farola, Amanda vio que la estaba mirando. Sonrió con alegría y dejó que sus ojos contemplaran las calles por las que transcurrían.
La excitación le corría por las venas y se deslizaba sobre su piel. Aunque se debía más a la presencia del hombre, a su cercanía en la oscuridad, que al destino de aquel viaje. Amanda percibió que la mirada masculina abandonaba su rostro y se posaba más abajo. Era muy consciente de su presencia física, del calor que emanaba su cuerpo, de su manifiesta virilidad; del hecho de estar confinada en el interior de un estrecho carruaje con todo lo que eso conllevaba y de las consecuencias que eso podría acarrear.
—Al menos ha tenido el buen juicio de ponerse una pelliza.
Ella lo miró de reojo.
—Dudo mucho que pueda disfrutar del paseo si estoy temblando de frío. —Estaba preparada para temblar, aunque no precisamente de frío…
El carruaje aminoró la velocidad y giró para atravesar unas puertas cuyos pilares estaban coronados por… ¿un par de águilas? Rodearon una casa enorme y atravesaron Park Lane. Ante ellos apareció una mansión; el cochero la rodeó y continuó.
—Mi tílburi está esperando.
No había terminado de pronunciar las palabras cuando el carruaje se detuvo. Dexter abrió la portezuela y se apeó antes de ayudarla a hacer lo mismo.
En el patio reinaban las sombras. El conde la condujo hasta un tílburi y la ayudó a subir al asiento. Dos lacayos desengancharon los caballos del carruaje y se los llevaron; otro sostenía la nerviosa pareja enganchada al tílburi. Dexter cogió las riendas y se sentó a su lado. Tras mirarla, extendió el brazo por encima de ella para buscar algo.
—Aquí tiene —dijo al tiempo que dejaba caer un manto suave y grueso sobre su regazo—. Hará más frío cuando nos pongamos en marcha. —Miró al frente y le hizo un gesto al lacayo con la cabeza—. Suéltalos.
Tras liberar los caballos, el muchacho corrió a toda prisa hacia la parte trasera del tílburi mientras Dexter sacudía las riendas. Amanda se aferró a la barra del asiento en cuanto la gravilla crujió bajo las ruedas y el vehículo se puso en marcha a gran velocidad. Mientras lo rodeaban, trató de examinar el gigantesco edificio, pero el manto de oscuridad que lo envolvía no se lo permitió. Avanzaron con rapidez y las puertas de entrada no tardaron en aparecer frente a ellos. En cuanto el vehículo tomó la curva y las ruedas comenzaron a girar sin impedimento alguno, soltó la barra y se acomodó en el asiento.
Al sacudir el manto que tenía en el regazo, descubrió que su tacto era maravilloso; una pieza de seda gruesa y pesada. Por no mencionar los colores, intensos y ricos incluso a la tenue luz. Tenía largos flecos en dos de los extremos. Se lo echó sobre los hombros y se arrebujó en él. Dexter la miró para comprobar que estaba convenientemente abrigada antes de volver a concentrarse en los caballos.
Su residencia estaba emplazada en el extremo sur de Park Lane, justo en la parte sudeste de la zona elegante de la ciudad. Un lugar bastante seguro para pasear con él de noche en un carruaje descubierto en dirección a Kings Road.
Los caballos estaban descansados y los escasos vehículos que se veían estaban a gran distancia. Amanda se puso cómoda y se dispuso a disfrutar del aire fresco y de la tranquilidad de la noche. No tardaron mucho en cruzar el río en Putney, tras lo cual atravesaron algunos pueblos y aldeas pequeñas. Durante el trayecto, las nubes se dispersaron y la luna brilló en todo su esplendor. A la postre llegaron a Richmond, un pueblo que dormía bajo el aterciopelado cielo cuajado de estrellas. Tras la última de las casas, una vez cruzada la distancia que separaba el pueblo del río, se extendía la oscura silueta de Deer Park.
Amanda se enderezó en cuanto el primero de los enormes árboles con sus extensas ramas estuvo a la vista. Había visitado el lugar en numerosas ocasiones a lo largo de los años y no le resultaba desconocido, pero parecía distinto en la oscuridad. Más cautivador. Como si la promesa de los deleites que ofrecía resultara más palpable. Un escalofrío le recorrió la piel, haciéndola temblar.
Al instante, notó la mirada de Dexter sobre ella, pero la evitó. El hombre se vio obligado a mirar de nuevo a los caballos mientras se internaban en el sombrío parque.
Los envolvió un penetrante silencio que sólo quedaba interrumpido por el ulular de un búho, por los movimientos de algún animalillo nocturno y por las rítmicas pisadas de los cascos de los caballos. La luz de la luna era muy tenue, suficiente para distinguir las formas, pero no así los colores. En la ligera brisa flotaba el olor de los árboles, de la hierba y del manto de hojas caídas. Los ciervos estaban dormidos y sus redondeadas siluetas se distinguían bajo los troncos de los árboles. Algunos estaban de pie, pero los intrusos que habían irrumpido en ese mundo iluminado por la luz de la luna no despertaron su interés. Se habían internado hasta el corazón del parque, ocultos a los ojos del mundo, cuando Dexter tiró de las riendas para detener los caballos. El silencio, ese silencio que confería una cualidad misteriosa a la noche, se hizo más impenetrable y se cerró en torno a ellos. El conde aseguró las riendas y se giró hacia ella. Con los ojos abiertos como platos, Amanda contempló maravillada la imagen de los prados que se extendían más allá del camino, bordeados por los árboles y desiertos salvo por la luz de la luna.
—¿Le parece lo bastante emocionante?
Amanda escuchó la pregunta formulada en un susurro; no había rastro de cinismo en ella. El hombre parecía tan absorto en la belleza del paisaje como ella.
Tomó una profunda bocanada de aire. Nunca había respirado un aire tan puro y fresco como aquel.
—Es… extraño —contestó mientras lo miraba—. Venga… demos un pequeño paseo.
Él enarcó las cejas, pero se puso en pie, pasó delante de ella y se apeó de un salto. Acto seguido extendió los brazos y la ayudó a descender los escalones antes de tomarla de la mano con fuerza y observar el paisaje bañado por la luz plateada.
—¿En qué dirección?
—Por allí —contestó Amanda al tiempo que señalaba hacia un pinar situado frente a ellos.
Dexter le dio una orden al lacayo y después, sin soltarle la mano, se pusieron en marcha.
Hacía años que no paseaba cogida de la mano con alguien. Lo encontró inesperadamente agradable y la invadió una sensación de libertad mucho más intensa que si fuera de su brazo. Aunque cuando metió el pie en un hoyo, él no tuvo la menor dificultad para ayudarla a guardar el equilibrio. Amanda soltó una carcajada y le dio las gracias con una sonrisa antes de envolverse mejor en el manto y dejar que la tomara de nuevo de la mano para proseguir la marcha.
Dejaron atrás el camino. La sensación de soledad, de ser los únicos seres vivos presentes en el sereno paisaje, se hizo más intensa con cada paso que daban. La conciencia de saberse aislados, un hombre y una mujer, cobró fuerza. No había ninguna otra criatura viva que distrajera sus sentidos.
La magia que la luz de la luna derramaba sobre ellos actuaba como una droga para los sentidos. Amanda se sentía un tanto mareada cuando llegaron al pinar. Era consciente de que Dexter la miraba, pero le resultaba imposible descifrar sus intenciones.
¿Qué opinión tendría de ella? ¿La vería como una obligación, como una mujer a la que estaba obligado a proteger por una cuestión de honor? ¿O como una mujer con quien era un placer caminar de la mano bajo la luz de la luna?
No sabía cuál era la respuesta, pero estaba decidida a averiguarla.
Los pinos formaban un bosquecillo en el que se internaba un sendero. Amanda miró a Dexter.
—¿Podemos seguir el sendero?
Él le devolvió la mirada.
—Como desee.
Ella abrió la marcha, contemplándolo todo mientras avanzaban entre las sombras de los árboles. El sendero conducía hasta un claro donde el caminante podía detenerse para admirar los pinos. Amanda así lo hizo. Los árboles ocultaban la luna y su luz apenas llegaba al claro, creando una atmósfera aún más etérea en el lugar.
Se zafó de los dedos de Dexter y se arrebujó en el manto de seda. Cuando se detuvo a contemplar los árboles, sus sentidos se vieron inundados por la sutil promesa, por el esquivo susurro que flotaba en la brisa nocturna. Se dio la vuelta para observar al conde. La mirada del hombre abandonó los árboles para clavarse en ella. Amanda titubeó un instante antes de acortar la distancia que los separaba. Extendió un brazo hasta posar la mano sobre uno de sus hombros, se puso de puntillas y lo besó en los labios.
Dexter no reaccionó de inmediato, aunque tampoco tardó en cambiar de posición; le rodeó la cintura con las manos y la sujetó para apoderarse de sus labios. Le devolvió la suave caricia antes de pasarle la lengua por los labios, consiguiendo que ella los separara. Y, sin más demora, se introdujo en su boca.
Sus labios siguieron unidos y sus lenguas se rozaron, se acariciaron con una furtiva promesa. Sintió que Dexter le clavaba los dedos en la espalda y la sujetaba con más fuerza, como si quisiera mantenerla inmóvil allí donde estaba, con los pies firmemente plantados en el suelo. Como si quisiera mantener las distancias cuando lo único que ella quería era acortarlas.
El puso fin al beso y alzó la cabeza, aunque no fue capaz de separarse mucho. Esos ojos verdes se clavaron en los suyos.
—¿Qué está buscando?
Amanda deslizó los dedos hasta su nuca.
—Ya se lo he dicho: emociones. Me dijo que las encontraría aquí.
«En tus brazos».
Lo retó con la mirada a que malinterpretara sus palabras mientras acortaba la distancia que los separaba y hacía caso omiso de la presión que ejercían esas manos sobre su cintura. Su pelliza le rozó el abrigo. Lo miró a los ojos, casi ocultos por las sombras, y rogó en silencio estar apretando la clavija correcta: formular un desafío que él no pudiera eludir.
—Muéstramelas. —Bajó la mirada hasta sus labios—. Quiero saber… quiero sentir esas emociones.
Se puso de puntillas para volver a besarlo. En esa ocasión, él participó en el beso desde un principio. Sus labios se encontraron, sus lenguas se unieron… y después, como si el desafío hubiera tenido éxito en su propósito de abrir una puerta cerrada, Dexter relajó los músculos de los brazos. Sus dedos se alejaron de la cintura para introducirse bajo el escurridizo manto de seda. Poco a poco y de forma deliberada, la acercó a él.
El contacto, la sensación de estar cuerpo a cuerpo, fue una sorpresa; una deliciosa sorpresa. La fuerza con que la rodeaba la habría hecho resistirse si se hubiera tratado de otro hombre. En cambio, se apoyó contra él y sonrió para sus adentros mientras la abrazaba con más fuerza y le acariciaba la espalda. El contraste entre su esbelta forma y ese voluminoso cuerpo, entre su complexión delicada y esa enorme fortaleza, le resultó maravilloso. Todo su cuerpo reaccionó y sintió que él respondía a su vez. Sintió que sus corazones se desbocaban. Sintió que a él lo embargaba el deseo de refrenarse. Y dio gracias al ver que no lo hacía.
Bajo la ropa, Dexter parecía duro como el acero, ardiente y fuerte, viril. Comenzó a sentir un hormigueo en los pechos, aplastados contra el abrigo del hombre. Le temblaban las manos por el deseo de acariciarlo. Enterró una de ellas en su pelo y la deslizó una y otra vez por los espesos mechones, cuyo tacto era semejante a la seda del manto que la cubría. Dejó la otra mano apoyada sobre su torso; la habría movido de buena gana, pero él la distrajo.
La arrastró aún más a la vorágine del beso. Le robó la razón. Capturó sus sentidos con una súbita llamarada de pasión. Con el súbito descubrimiento del deseo que los consumía. Con la tentación de una necesidad desconocida.
Martin ladeó la cabeza y profundizó el beso; la acercó aún más hacia él y la retuvo… allí donde quería tenerla. Allí donde su mente la había estado imaginando desde que la siguió al interior del pinar, Dios sabría por qué. Había dejado de pensar con claridad desde que puso un pie en ese paisaje desierto. Y así lo había atrapado; así había logrado involucrarlo en un interludio cuyos peligros conocía de sobra. Aun así, ¿cómo rechazarla? ¿Cómo negarse? Dado su estado de ánimo, habría resultado una tarea imposible.
Sus labios eran voluptuosos; su boca, la encarnación de la tentación; ese cuerpo rendido a él y atrapado entre sus brazos, la quinta esencia de la feminidad. Se concentró en el beso con la intención de profundizarlo aún más, de extraer todo el placer de la siguiente caricia y de la siguiente…
Mejor eso que permitirles a sus disolutos sentidos evaluar y considerar las posibilidades que encerraba el esbelto cuerpo que abrazaba. Ella murmuró algo y se acercó aún más, presa de un delicado estremecimiento. Martin la estrechó con fuerza y dejó que se amoldara a su cuerpo para que disfrutara del contacto tanto como él. Atrapó sus labios en un beso abrasador y dejó que experimentara el poder del fuego con el que tanto deseaba jugar.
El roce de las llamas la estimuló. Lo percibió en la leve tensión que se adueñó de su espalda; en el modo en el que se entregó aún más a la pasión, al deseo. Si bien este último era de naturaleza huidiza; dulce cuando asomaba, pero velado, cauteloso…
Lo embargó la acuciante necesidad de verla consumida por el deseo. Una necesidad extraña en él; jamás había codiciado el deseo de una mujer. Durante toda su vida, había sido siempre al contrario; siempre habían sido ellas quienes lo desearan. Sin embargo, en ese momento… Intentó poner freno a la situación… y descubrió que no podía. La tentación era demasiado poderosa.
Ella respondió con avidez al siguiente beso, mucho más exigente. Aunque Martin seguía percibiendo una barrera, real aunque insustancial, que limitaba la pasión que ella quería mostrarle, revelarle; que marcaba el límite de lo que estaba dispuesta a entregarle.
Incluso a sabiendas de que no podía llegar más lejos, al menos no todavía (ni nunca, si sabía lo que le convenía), volvió a apoderarse de su boca y sintió que ella se aferraba a él con más fuerza; percibió su jadeo y permitió que el insidioso susurro del deseo lo gobernara.
Puso fin al beso y le inclinó la cabeza hacia atrás para recorrerle el mentón con los labios antes de descender un poco. La delicada forma de su garganta, esa piel suave como el satén, lo tentaba más allá de la razón. Sus dedos se movieron por voluntad propia, atrapados en el sensual hechizo; sus labios exploraron el lugar, lo saborearon y descubrieron el salvaje latido de su pulso en la base de la garganta.
Ella había enterrado los dedos en su cabello y no dejaba de acariciarlo. Cuando por fin encontró la fuerza necesaria para alzar la cabeza, la muchacha le apartó el mechón que le había caído sobre la frente y lo miró a los ojos con expresión reflexiva. Al instante, le rozó la mejilla con los dedos antes de moverlos para acariciarle los labios.
Esbozó una sonrisa satisfecha y encantada. Tal vez un poco temblorosa, puesto que respiraba entre jadeos. Situación que empeoró cuando volvió a pegarse a su torso.
—Gracias —le dijo, y él percibió el brillo que iluminaba sus ojos pese a la escasez de luz.
Retrocedió un paso y Martin tuvo que obligar a sus músculos a que se relajaran; tuvo que ordenarles a sus brazos que dejaran de estrecharla.
La muchacha ladeó la cabeza con los ojos clavados en él.
—Será mejor que volvamos al carruaje. Será muy tarde cuando lleguemos a la ciudad.
Eso tendría que haberlo dicho él, no ella. Resistió el impulso de menear la cabeza y trató de recuperar su buen juicio. Compuso una expresión impasible y decidida. Resultaba imposible atisbar sentimiento alguno tras la inconfundible máscara del deseo.
Ella se apartó y Martin se lo permitió de mala gana.
Deslizó una mano por su brazo que él capturó al instante. Sin dejar de mirarla a los ojos, se llevó esa mano a los labios y depositó un beso sobre esos dedos firmemente atrapados entre los suyos.
—Vamos —dijo sin soltarla—. El carruaje nos espera.
El viaje de regreso fue igual de tranquilo que el de ida, aunque muy diferente en un aspecto concreto: la muchacha no dejó de parlotear durante todo el trayecto. Aunque la conversación tenía sentido, todo un logro teniendo en cuenta la distancia que recorrieron, Martin no se dejó engañar.
Ella había conseguido más de lo que esperaba; las emociones que había experimentado la habían desconcertado.
Tras dejar el tílburi y los caballos en manos de los lacayos y los mozos de cuadra, Martin entró en su casa. Se tenía bien merecido el desconcierto… por lo que le había hecho a él.
Entró en la cocina llevando en la mano el manto de seda, que aún conservaba el calor de su cuerpo, y se dirigió a la biblioteca. Sólo se permitió rememorar lo ocurrido durante la noche cuando estuvo rodeado por el lujurioso ambiente de la estancia y tendido sobre la otomana, con el manto de seda a su lado y una copa de brandy en la mano.
Las ascuas que ardían en la chimenea se apagaron poco a poco mientras comparaba y analizaba los anteriores encuentros. Dos cosas parecían ciertas: Amanda Cynster estaba siguiendo un plan y a esas alturas él ya estaba involucrado.
Sin embargo, había una pregunta para la que no tenía respuesta: ¿lo había elegido a él desde un primer momento para acompañarla en su búsqueda de emociones o se había decidido por su persona después, cuando resultó evidente que era la mejor alternativa? Una pregunta de lo más pertinente, dado que el resto del plan era un misterio para él.
¿Qué pretendía? ¿Cuál era su objetivo final?
¿Acaso estaba disfrutando de un último coqueteo antes de casarse con algún aristócrata socialmente aceptable? Ese comentario acerca de que el comienzo de la temporada marcaría el punto y final de sus aventuras así lo sugería.
Pero ¿y si no era así? ¿Qué pasaría si detrás de su candor, que él no se tragaba ni por asomo, se encontraba la determinación a conseguir algo más?
¿Y si su objetivo final fuera casarse… con él?
Frunció el ceño, tomó un largo sorbo de brandy que procedió a saborear y aguardó… Sin embargo, la reacción que esperaba no se produjo. La reacción que le haría tomar la decisión de pararle los pies, de mantenerla a distancia… ¿Dónde estaba esa respuesta instintiva, la que jamás le había fallado con anterioridad?
—¡Por el amor de Dios!
Bebió otro trago de brandy. Eso era lo que Amanda Cynster había logrado: tentar a esa parte de sí mismo que había enterrado tanto tiempo atrás.
Alejó sus pensamientos de esos derroteros, pero la sensación de que su mente comenzaba a despejarse y de que las ideas comenzaban a asentarse le dijo que estaba en lo cierto. Mientras bebía un sorbo de vez en cuando y mantenía la mirada clavada en las ascuas casi extinguidas, esperó a ser capaz de enfrentarse con cierto grado de tranquilidad a la pregunta final: ¿en qué lugar lo dejaba su plan exactamente?
Estaban inmersos en el juego que ella había elegido y del cual él formaba parte. No se planteaba la opción de retirarse y abandonar. Ni hablar. En cuanto al objetivo final del juego, ni lo sabía ni lo intuía; tendría que seguir el son que marcara Amanda Cynster. Eso formaba parte del juego. La muchacha se las había ingeniado para llevar la batuta y no se le ocurría modo alguno de quitársela.
Lo que significaba que estaba siendo arrastrado, dirigido y manipulado por una mujer.
Aguardó de nuevo la consabida e inevitable reacción; y de nuevo esta brilló por su ausencia. Por primera vez en su vida, no le contrariaba la idea de que una mujer dictara sus movimientos. Al menos por un tiempo.
Apuró el contenido de la copa con una mueca de autodesprecio.
Dado el terreno de juego en el que se enfrentaban, dada la experiencia que él tenía en ese ámbito, la decisión última (la facultad para detener el juego, redirigirlo o incluso para reescribir las normas) estaba en sus manos. Y siempre lo estaría.
Se preguntó si ella se habría dado cuenta de ese detalle.
Tras el paseo por Richmond Park a la luz de la luna, a Amanda le resultaba muy difícil fingir interés en un acontecimiento tan banal como un baile.
—Ojalá pudiera escaparme —le susurró a Amelia mientras paseaban por el salón de baile de lady Carmichael detrás de su madre.
Amelia la miró con expresión horrorizada.
—No puedes fingir otro dolor de cabeza. La última vez evité que mamá llamara al doctor Graham a duras penas.
Amanda contempló la flor y nata de la alta sociedad con evidente pesimismo.
—En ese caso, no me queda más remedio que aguantar. ¿No era esta noche la velada en casa de los Farthingale?
—Sí, pero tendrás que poner buena cara durante una hora más antes de poder marcharte. Y, además, tendrás que buscar a Reggie.
—Cierto. —Amanda escrutó la multitud con detenimiento—. ¿Lo has visto?
Amelia negó con la cabeza. Louise se acomodó en un diván junto a lady Osbaldestone y su tía, la duquesa viuda de St. Ives. Tras hacer las reverencias de rigor e intercambiar algunos saludos, las gemelas prosiguieron el paseo a través de la creciente multitud.
—Allí están Emily y Anne.
Amanda siguió la mirada de su hermana hasta el lugar donde se encontraban las dos nerviosas muchachas, de pie junto a una de las paredes. Emily y Anne Ashford debutaban esa temporada. Las gemelas conocían a su familia de toda la vida. Con idénticas sonrisas, se encaminaron hacia las jovencitas.
Los rostros de las Ashford se iluminaron al verlas.
—Este es vuestro primer baile, ¿verdad? —preguntó Amelia al llegar junto a ellas.
Ambas asintieron y sus tirabuzones castaños se agitaron con el movimiento.
—No os preocupéis —las tranquilizó Amanda—. Sé que es difícil de creer, pero sobreviviréis a esta primera noche sin hacer nada que os arruine a los ojos de los demás.
Emily sonrió, nerviosa pero agradecida.
—Es que es todo tan… abrumador. —Hizo un gesto en dirección a la muchedumbre que abarrotaba el salón de baile.
—Al principio sí —le aseguró Amelia—. Pero después de unas cuantas semanas, estaréis tan acostumbradas como nosotras.
Amanda y su hermana siguieron hablando de temas sin importancia, animando con habilidad a las jovencitas a fin de tranquilizarlas.
Estaba buscando un par de jóvenes apropiados para que entretuviesen a Emily y Anne cuando Edward Ashford, uno de sus hermanos, emergió de la multitud. Alto, de complexión fuerte y vestido con sobriedad, Edward saludó a las gemelas con una inclinación de cabeza antes de situarse detrás de ellas para observar a los invitados.
—Un acontecimiento relativamente poco concurrido. En cuanto la temporada dé comienzo, será mucho peor.
Emily lanzó una mirada perpleja en dirección a Amanda.
Esta reprimió el impulso de darle una patada a Edward.
—Da igual que haya cien personas o quinientas. No podrás ver a más de veinte a la vez.
—Y para cuando den comienzo los bailes más importantes, estaréis mucho más cómodas —añadió Amelia.
Edward miró a sus hermanas con actitud pensativa y manifiesta censura.
—Esta temporada es vuestra oportunidad para conseguir un buen enlace. Tal vez debierais poner más empeño en atraer la atención de los caballeros adecuados. Aquí escondidas…
—Edward —lo interrumpió Amanda, que lo miró echando chispas por los ojos cuando él giró la cabeza en su dirección—. ¿Puedes ver a Reggie Carmarthen?
—¿Carmarthen? —Edward estiró el cuello y echó un vistazo a su alrededor—. No creo que sea de gran ayuda.
De más ayuda que él, sin duda alguna. Con veintisiete años de edad, Edward era un pelmazo redomado, pomposo y arrogante. Amanda decidió apartar la atención del hombre de sus hermanas y Amelia aprovechó la oportunidad para distraer a las chicas.
—No veo na… ¡Vaya!
El semblante de Edward adoptó una expresión impasible que Amanda conocía a la perfección. Siguió la mirada del hombre y no se sorprendió al descubrir que su hermano mayor, Lucien Ashford, vizconde de Calverton, sorteaba la multitud con su característica sonrisa sesgada en los labios.
—Así que estáis aquí…
Amanda sabía que Luc era perfectamente consciente de su presencia y de la de Amelia, aunque el recién llegado parecía tener ojos sólo para sus hermanas. El impacto de esa mirada de ojos entornados las hizo florecer como un par de capullos bajo el sol. Con un gesto elegante, el vizconde se inclinó y las ayudó a incorporarse tras la reverencia de rigor; aprovechando que las tenía sujetas por las manos, hizo girar primero a Emily y después a Anne al tiempo que su mirada perspicaz se detenía en sus vestidos nuevos. Dejó que la aprobación que sentía se reflejara en su expresión.
—Sospecho que vais a tener mucho éxito, mes enfants, así que será mejor que me dé prisa. Bailaré la primera pieza contigo —dijo, tras lo que hizo un solemne gesto con la cabeza en dirección a Emily— y la segunda contigo. —Sonrió a Anne.
Ambas muchachas estaban encantadas. Las radiantes sonrisas transformaron su sencillo atractivo en una belleza fascinante. Amanda se mordió la lengua para evitar decirle a Luc que, puesto que había invitado a sus hermanas a bailar, se vería obligado a quedarse en el baile al menos durante las dos primeras piezas, cosa que rara vez hacía. El hecho de haberse comprometido a hacerlo contrastaba en gran medida con la contribución que hasta entonces había hecho Edward al éxito de Emily y Anne.
Aunque los hermanos eran semejantes en altura y complexión física, Luc había sido bendecido con una sensual apostura y con el carácter y las aptitudes que esta requería. Ese hecho había supuesto una continua fuente de disputas entre ellos desde hacía años, de modo que Edward había convertido el carácter libertino de su hermano en el objeto de sus frecuentes críticas.
Amanda miró de reojo a Edward y se percató del manifiesto resentimiento que revelaban sus ojos, clavados en Luc. Tampoco pasó por alto la furia que reflejaban, como si Edward detestara la facilidad con la que su hermano conseguía el cariño de la gente. Se vio obligada a reprimir un resoplido; la solución era muy sencilla, siempre y cuando Edward se tomara la molestia de aprender algo de su hermano. Tal vez Luc fuera arrogante y horriblemente sobreprotector, y sin duda tenía una lengua afilada, pero jamás pontificaba, sermoneaba ni echaba rapapolvos, algo que a Edward le encantaba hacer. Además, el vizconde poseía una bondad innata que cualquier mujer que se preciara reconocía, apreciaba y agradecía.
Amanda descubrió que Amelia aunaba sus fuerzas con Luc y se unía a las bromas para alentar la confianza de las jovencitas. Su gemela era el contrapunto perfecto para la belleza morena del vizconde, taciturna y melancólica. Contempló el perfil del hombre con detenimiento. Había algo familiar en él; claro que hacía años que lo conocía… Parpadeó con incredulidad y miró a Edward, que también se encontraba de perfil. Ambos eran semejantes a uno que le resultaba aún más familiar.
Volvió a mirar a Luc.
«¿Eres familia de Dexter?».
Tuvo que morderse la lengua para no hacer la pregunta en voz alta. La respuesta que habría conseguido de haber sido tan tonta como para preguntar no tardó en cruzar su mente. Luc se habría girado muy despacio hacia ella con esa mirada perspicaz e inquietante y le habría preguntado en voz baja: «¿De qué conoces a Dexter?».
No podía preguntar; pero creía recordar que había ciertos lazos familiares que unían a los Ashford y los Fulbridge. Observó a Luc y a Edward desde una nueva perspectiva. Comparado con su hermano, la imagen de este último no resultaba tan atractiva. Luc era un poco más esbelto y fuerte; tenía el cabello negro y los ojos de un tono azul oscuro. Edward, con el cabello castaño y ojos del mismo color, se parecía algo más a Dexter; aunque con ese porte tan arrogante y desdeñoso, sumado al resentimiento con el que se comportaba, desmerecía al lado de cualquiera de los otros dos hombres. Los tres parecían haber sido cortados por un mismo patrón, tanto en lo referente a la constitución física como en las facciones; pero en el caso de Edward algo había salido mal y los defectos resultaban tan evidentes que le restaban parte del atractivo, tanto físico como de cualquier otro tipo.
—Y ahora, queridas mías, debo dejaros. —La voz de Luc interrumpió sus pensamientos—. No obstante, volveré en cuanto suene la primera nota del violín.
Le dio un tirón a uno de los tirabuzones de Emily, sonrió a Anne con cariño y acto seguido hizo una reverencia en dirección a Amelia, gesto que también incluyó a Amanda. Cuando se enderezó, miró a su hermano.
—Edward, si no te importa, me gustaría comentarte algo… —Le hizo un gesto a su hermano con el dedo y se alejó de ellas, obligando a Edward a seguirlo.
Logrando que este dejara a sus hermanas en paz. Amanda asintió con aprobación para sus adentros y descubrió que los ojos de Amelia reflejaban ese mismo sentimiento. Echó un vistazo a su alrededor.
—Y ahora…
Cinco minutos después, contemplaba el círculo de admiradores que tanto ella como Amelia habían conseguido reunir alrededor de las hermanas Ashford. Gratificante. Y, en cierto modo, satisfactorio. Le hizo un gesto a su gemela para que le prestara atención.
—Voy en busca de Reggie. ¿Se lo dirás a mamá si no estoy aquí cuando os vayáis?
Amelia asintió con una sonrisa, aunque su mirada no fue tan alegre.
—Ten cuidado.
Amanda le contestó con una sonrisa reconfortante.
—Siempre lo tengo.
Se abrió paso entre la multitud. La primera pieza de baile estaba a punto de empezar. Reggie debía de estar en alguna parte del salón; su madre había acordado encontrarse allí con la de Reggie y sin duda este la habría acompañado, puesto que no habían planeado otra cosa. Y no había planeado otra cosa porque se sentía insegura. No sobre lo que deseaba; eso lo llevaba grabado a fuego en el corazón. Su inseguridad procedía de algo más intangible. De algo relacionado con ese beso a la luz de la luna… Tal vez de la facilidad con la que Dexter había conseguido despertar su pasión y hacer que anhelara mucho más. ¿O se trataba sólo de una reacción un tanto remilgada por su parte? Fuera lo que fuese, la precaución había hecho por fin acto de presencia. Una precaución que le resultaba del todo desconocida; una especie de inquietud puramente instintiva, derivada del hecho de saber que estaba jugando con fuego y tentando a una bestia salvaje de forma imprudente.
Sin embargo, la inquietud y la precaución no eran rivales para la emoción que había nacido a la luz de la luna.
La impaciencia.
Era un molesto picor bajo la piel, una necesidad que exigía la satisfacción como su única cura. Cada vez que recordaba las sensaciones que la habían invadido cuando estaba entre los brazos de Dexter, la fuerza con la que la había estrechado, el roce de esos labios, de su lengua…
—Vaya, querida señorita Cynster, ¡me alegro muchísimo de verla!
Amanda tuvo que parpadear varias veces antes de poder enfocar con la vista al caballero que la saludaba con una reverencia. Ocultando su fastidio tras una débil sonrisa, correspondió a la reverencia y le ofreció la mano.
—Señor Lytton-Smythe.
Percival Lytton-Smythe, un hombre rubio y de ojos castaños, la tomó de la mano y le ofreció su característica sonrisa arrogante.
—Lady Carmichael me aseguró que usted asistiría al baile. Me preguntaba si sería necesario tomarme la molestia de asistir a semejante acontecimiento tan al principio de la temporada, pero imaginarla vagando sola y perdida entre esta muchedumbre sin la compañía adecuada desterró todas las dudas al respecto. Así pues, aquí estoy, de nuevo presto a ofrecerle mi brazo.
Cosa que procedió a hacer con una floritura.
Amanda resistió el impulso de poner los ojos en blanco. A sabiendas de que no habría una escapatoria fácil, colocó la mano en el brazo que le ofrecía.
—Acabo de dejar la compañía de un grupo de amigos.
—Claro, claro.
No la creía. Amanda tensó la mandíbula, reacción bastante frecuente cuando estaba al lado de ese hombre. Escrutó la multitud. Percival Lytton-Smythe le sacaba una cabeza, pero las buenas maneras le impedían pedirle que localizara a Reggie para poder escapar de él.
Las buenas maneras, por no mencionar el sentido común, estaban ausentes cuando el hombre se aclaró la garganta tras observar su vestido hasta el más mínimo detalle.
—¡Ejem! Señorita Cynster… Me temo que debo comentar, dado nuestro mutuo acuerdo, que encuentro su vestido un tanto… bueno, descocado.
«¿Acuerdo? ¿¡Descocado!?».
Amanda se detuvo en seco. Apartó la mano del brazo del hombre y se giró hacia él. Su vestido de seda de color albaricoque, con el escote en forma de corazón y sus diminutas mangas, no tenía nada de malo. Percival Lytton-Smythe no había dejado de lanzarle indirectas desde que se topara con ella la temporada anterior y decidiera que un enlace entre ellos resultaría de lo más adecuado. Tal vez lo fuera desde su punto de vista; desde el de Amanda, en absoluto.
—Señor Lytton-Smythe, me temo que debo comentarle algo sobre su presunción. Entre nosotros no hay ningún acuerdo y tampoco nos une relación alguna que disculpe un comentario tan equivocado y poco halagador sobre mi apariencia. —Lo miró con altivez y se aferró con uñas y dientes a la oportunidad que le había presentado—. Me siento ofendida y le agradecería mucho que no volviera a acercarse a mí en el futuro. Inclinó la cabeza con un gesto glacial, se dio la vuelta y…
Él la agarró de la mano.
—No, no, querida mía. Disculpe mi estupidez; mi torpeza no tiene límites. No busco otra cosa que su aprobación. A decir verdad…
Y así prosiguió hasta que Amanda sintió ganas de gritar. Intentó zafarse de su mano, pero él se lo impidió; no tuvo más remedio que permitir que el hombre acabara con sus inagotables excusas. Que se arrastrara en busca de su perdón.
Asqueada, dejó que continuara hablando. Sólo Dios sabía cómo se las iba a arreglar para sacarle de la cabeza la errónea suposición que albergaba. Había intentado evitarlo con la esperanza de que captara la indirecta, pero estaba claro que el hombre carecía de la sensibilidad necesaria para reconocer una negativa sutil.
Así pues, no le quedaría más remedio que dejar a un lado las sutilezas; aunque aún no había llegado a ese punto.
En el aire flotó el sonido de un violín. Su acompañante dejó de hablar. Amanda aprovechó la oportunidad.
—Muy bien. Puede ser mi pareja en el cotillón.
La sonrisa petulante que curvó los labios del señor Lytton-Smythe logró que Amanda sintiera de nuevo deseos de ponerse a gritar. ¡El muy imbécil pensaba que había fingido su irritación! Al borde de la furia, desterró de su mente todo pensamiento acerca de él y se concentró en su objetivo primordial: Reggie. A Reggie le encantaba bailar; si estaba en el salón, estaría bailando.
Observó a los bailarines mientras se formaban los grupos. Luc condujo a su hermana Emily, que parecía serena y confiada, hacia uno de ellos, no muy lejos del lugar que Amanda ocupaba. Y justo detrás estaba Reggie, acompañando a una alta jovencita, una tal Muriel Brownley. Amanda esbozó una sonrisa. Miró a Lytton-Smythe cuando comenzó a sonar la música; a juzgar por su expresión, parecía claro que creía que le sonreía a él. Tras borrar de su rostro y de sus ojos toda expresión que no fuese un desdén altanero, Amanda se concentró en los pasos del baile.
En cuanto se desvaneció la última nota, ejecutó una rápida reverencia.
—Me temo que tendrá que disculparme; hay alguien con quien debo hablar.
Y allí lo dejó, siguiéndola con la mirada mientras se alejaba. Si su madre hubiera sido testigo de un comportamiento tan impropio de una dama, le habría echado un sermón. Por suerte, su madre estaba en el otro extremo del salón con su tía y lady Osbaldestone.
Llegó junto a Reggie y su compañera de baile antes de que abandonaran la pista. Intercambió los saludos de rigor y se percató del gesto posesivo con el que la señorita Brownley se aferraba al brazo de Reggie, así como de la expresión acobardada de los ojos de su amigo.
La señorita Brownley era una casi una recién llegada a la alta sociedad y, por tanto, no era rival para ella. Amanda comenzó a charlar alegremente y enzarzó tanto a Reggie como a su pareja de baile en un animado debate sobre los eventos venideros.
La señorita Brownley no se dio cuenta de que el tiempo corría.
No hasta que se escucharon los violines y comprendió que no podía bailar la siguiente pieza con Reggie. Dos piezas seguidas desatarían las habladurías. Puesto que se había presentado como una vieja amiga de la familia, Amanda sugirió a Reggie que fuera su pareja. La señorita Brownley asintió de mala gana y lo dejó marchar.
—¡Gracias a Dios! Pensé que ya estaba atrapado para toda la noche. Se agarró a mi brazo en cuanto puse un pie en el salón. Mi madre desapareció con la suya y allí me quedé. ¡Atrapado!
—Sí, bueno… —Amanda enlazó el brazo con el de Reggie y se apresuró a alcanzar el extremo de la hilera de bailarines—. Tenemos que colocarnos en un lugar que nos deje junto a la puerta del fondo. —La experiencia la ayudó a calcular la posición adecuada.
Reggie la miró perplejo.
—¿Por qué? —La posibilidad de haber escapado de la sartén para caer en las brasas le pasó por la cabeza.
—Quiero asistir a la velada de lady Hennessy.
—¿¡Otra vez!?
La pieza de baile comenzó y los pasos los separaron un instante. Cuando volvieron a reunirse, Amanda siseó:
—Dada la situación de la que acabo de rescatarte, pensé que te mostrarías más agradecido y dispuesto a desaparecer de aquí. —Dejó que Reggie reflexionara durante unos cuantos pasos y añadió—: Volverá a encontrarte si no lo haces.
Cosa que era cierta. Cuando volvieron a encontrarse, Reggie asintió torvamente.
—Tienes razón; iremos a casa de lady Hennessy, pues. Un lugar mucho más seguro, teniendo en cuenta las circunstancias.
En cuanto la pieza llegó a su fin, lograron escabullirse sin encontrarse con la señorita Brownley ni con ninguna otra persona que pudiera haberles impedido la huida. Sin embargo, se toparon con otro prófugo. Mientras aguardaban en el recibidor a que un criado le llevara la capa a Amanda y a que llamaran a un coche de alquiler, Luc Ashford se acercó a ellos. Bajó las escaleras con paso tranquilo y saludó a Reggie con una inclinación de cabeza. Cuando sus ojos se posaron en ella, su mirada se tornó más penetrante.
—¿Se puede saber adónde vais?
Amanda esbozó una sonrisa inocente y reprimió con todas sus fuerzas el deseo de decirle que no era asunto suyo. Se trataba de Luc, por lo que una respuesta semejante habría tenido un efecto de lo más pernicioso. Habría agudizado el deseo y la determinación de descubrir sus planes. Era un libertino con cuatro hermanas; Amanda conocía muy bien a ese tipo de hombres.
—A la velada de los Farthingale.
Como siempre, Reggie había adoptado esa actitud ausente que lo caracterizaba, dejándole las respuestas a ella. Cuando Amanda contestó, él asintió y agregó:
—En Cavendish Square.
Luc lo miró sin decir ni pío.
—¿Adónde vas tú? —le preguntó Amanda. Le daba igual lo que Luc sospechara, nunca llegaría a sospechar la verdad, pero no vio razón para quedarse allí y dejar que ese hombre avivara la renuencia de Reggie a seguir sus planes.
Luc no se giró hacia ella de inmediato; pero, cuando lo hizo, sus oscuros ojos azules tenían una expresión penetrante.
—Planeo pasar el resto de la noche en… —comenzó, y sus largas pestañas ocultaron su mirada mientras se enderezaba uno de los puños de la camisa—. Un lugar bastante más íntimo.
Un criado se acercó a ellos.
—Su carruaje está esperando, milord.
—Gracias —le dijo. Se giró hacia la puerta antes de volver a mirarla—. ¿Os dejo en algún sitio?
Amanda sonrió con dulzura.
—Dudo mucho que Cavendish Square te pille de camino.
Luc clavó los ojos en ella durante un instante antes de asentir.
—Como queráis. —Tras inclinar la cabeza en dirección a Reggie, se alejó hacia la puerta.
El encuentro dejó a Reggie un tanto incómodo; Amanda lo tomó del brazo y comenzó a charlar para distraerlo.
Y tuvo bastante éxito; cuando llegaron a casa de lady Hennessy, Reggie volvía a hacer gala de su afable carácter. Tras saludar a la anfitriona con una sonrisa, Amanda le dio un apretón en el brazo a su amigo.
—Quiero averiguar quién ha venido esta noche. ¿Por qué no vas a por el champán?
—Marchando.
Cinco minutos después comprobó que Dexter no había honrado la casa de lady Hennessy con su presencia; al menos no estaba en las habitaciones públicas. No quería ni pensar que tal vez estuviera honrando con su presencia las estancias privadas. Con actitud decidida, lo imaginó en Mellors o en cualquier otro garito de juego exclusivo.
Oculto en las sombras. Fuera de su alcance.
Maldito fuera ese hombre. Estaba claro que conquistarlo no iba a resultar una tarea fácil.
Encontró a Reggie rondando una mesa con un enorme surtido de comida y bebida. Su amigo le ofreció una copa de champán mientras se comía un pastelillo. Amanda tomó un sorbo y dejó la copa a un lado.
—No hay nadie con quien me interese hablar, así que ya podemos marcharnos a casa.
—¿A casa? —Reggie la miró de hito en hito—. Pero si acabamos de llegar…
—Cualquier lugar resulta aburrido sin la compañía adecuada. Y acabo de recordar que tengo una cita a la seis de la mañana.
—¿¡A las seis!? Nadie queda tan temprano, ni siquiera con la modista.
—Yo sí —replicó, dándole un tirón de la manga—. Vamos. Tengo que volver a casa. —A tiempo para enviar a un criado a Fulbridge House con una nota.
Reggie suspiró mientras echaba un vistazo a la mesa.
—Las empanadillas de salmón están para chuparse los dedos.
Amanda permitió que cogiera otra antes de sacarlo de allí a rastras.