Capítulo 3

SI esa descarada estaba echándole el lazo, lo hacía de una manera inusual, maldita fuera su estampa.

Desde un rincón del salón de baile del consulado, con un hombro apoyado contra la pared, Martin observaba a Amanda Cynster mientras esta traspasaba el umbral y miraba a su alrededor. No había indicio alguno de expectación en su rostro; proyectaba la imagen de una dama que considerara sus opciones con fría deliberación.

Leopold se apresuró a acercarse. La vio esbozar una sonrisa deslumbrante y extender la mano; el cónsul la aferró con avidez y le dedicó una reverencia demasiado elegante y demasiado encantada.

Martin tensó la mandíbula. Leopold no dejaba de hablar y gesticular en un evidente intento por engatusarla. Martin no dejaba de observar y preguntarse…

Había sido el objetivo de demasiadas damas con las miras puestas en el matrimonio como para no haber desarrollado un sexto sentido que le advertía de cuándo lo estaban acosando. Sin embargo, con Amanda Cynster… no estaba seguro. Era diferente de cualquier otra dama con la que se hubiera enfrentado: más joven y menos experimentada; aunque no lo suficiente joven como para que pudiera tacharla de niña ni tan poco experimentada como para considerar que tanto ella como sus maquinaciones fueran inocuas.

No había amasado una enorme fortuna con el comercio menospreciando a sus oponentes. En ese caso, no obstante, ni siquiera sabía con certeza si estaba en el punto de mira de la puñetera dama.

Otros dos caballeros se acercaron a ella, caballeretes de la peor calaña a la caza de emociones fuertes. Leopold los caló con un solo vistazo, se los presentó a Amanda, pero no mostró indicios de marcharse de su lado y mucho menos de prescindir de su atención. Los caballeretes hicieron una reverencia y siguieron su camino.

Martin se relajó, momento en el que se dio cuenta de que se había puesto tenso. Clavó la vista en la causa, deteniéndose en la cascada de sus rizos, que brillaban con un resplandor dorado a la luz, y dejando que su mirada vagara por la esbelta figura envuelta en un vestido de suave seda del color de los melocotones maduros. Se preguntó cuán suculenta sería la carne bajo la seda…

Se reprendió mentalmente y borró la imagen que su imaginación estaba creando.

Se centró en la realidad, en el enigma que tenía delante de sus ojos.

Hasta ese momento, cada vez que hacía acto de presencia, la muchacha había demostrado un evidente placer al verlo, y no había tenido problemas (incluso se había mostrado encantada) para aceptar su protección. Sin embargo, aún no había visto ninguna señal de que estuviera interesada en él. Estaba acostumbrada a hombres protectores, como sus primos; la posibilidad, por muy humillante que fuera, de que aceptara dicha protección de cualquier caballero que se les pareciera era muy real. No se le ocurría ningún otro caballero que quisiera servirle de acompañante con fines totalmente platónicos, pero la posibilidad existía. El hecho de que Amanda Cynster no sólo disfrutara de su compañía sino que también la alentara podía reflejar una disposición natural a buscar ese tipo de hombre, en cuya compañía se sentía cómoda.

No lo estaba acosando… lo estaba torturando. Una situación muy diferente, ya que, por el momento, no sabía si esa era la intención de la joven o no.

Y ese, decidió, era el problema al que tenía que enfrentarse… el enigma que tenía que resolver.

Se apartó de la pared. Leopold ya la había monopolizado demasiado tiempo y, además, los caballeretes que se acercaran antes no se habían alejado mucho.

Al estar concentrada en Leopold, no lo vio llegar. Como tampoco lo hizo el hombre, un cautivo dichoso, cuyos ojos oscuros no se apartaban de su rostro. Sólo cuando estuvo a su lado, la muchacha apartó la vista para mirarlo… y esbozó una sonrisa gloriosa al tiempo que le ofrecía una mano.

—Milord.

Le rodeó la mano con los dedos. Ella hizo una reverencia. Él la ayudó a incorporarse y la saludó.

—Señorita Cynster.

Sus labios mantuvieron la sonrisa y sus ojos brillaron con una alegría que no había estado allí antes. El ceño que se iba formando en la frente de Leopold mientras los miraba le sugirió que no eran imaginaciones suyas.

—Dexter. —El saludo de Leopold fue seco—. Ya conoces a la señorita Cynster.

No era una pregunta… al menos, no la pregunta más obvia. Martin miró al cónsul a los ojos.

—Somos… amigos.

El ceño de Leopold se acentuó todavía más; la palabra «amigos» pronunciada de esa manera podía significar cualquier cosa. Sin embargo, Leopold lo conocía bastante bien.

Si el objeto de su discusión se percató del intercambio que se estaba llevando a cabo por encima de su cabeza, no dio señal alguna; se limitó a pasear la vista de uno a otro con la expectación escrita en los ojos. Su mirada se clavó en Martin.

Tras bajar la vista, este esbozó una sonrisa agradable.

—¿Le apetece pasear conmigo para conocer al resto de los invitados? Lleva aquí bastante tiempo… Estoy seguro de que Leopold tiene otros invitados a los que atender.

Había pronunciado esa última frase a modo de advertencia; el súbito brillo de los ojos de la muchacha, la forma en la que se ensanchó su sonrisa, hizo que repasara con rapidez sus palabras. Mientras ella se despedía de Leopold con amabilidad, Martin se reprendió en silencio. Acababa de decirle que la había estado observando… durante un buen rato.

Como anfitrión, Leopold no podía enfadarse, pero la mirada que le lanzó a Martin mientras se alejaban proclamaba que volvería… que volvería para alejar a Amanda de su lado. No había nada que Leopold adorara más que batirse, metafóricamente hablando, con alguien que estuviera a su altura.

Martin le tendió el brazo y Amanda le colocó la mano sobre la manga.

—¿Conoce bien al señor Korsinsky?

—Sí. Tengo negocios en Córcega. —Y la familia de Leopold estaba compuesta por los mayores contrabandistas de la isla.

—¿Es…? —Hizo un gesto con las manos—. ¿Es de fiar? O ¿debería considerarlo de la misma manera que a los otros dos caballeros que me ha presentado?

Martin fue a contestar, se detuvo a tiempo y después se encogió de hombros para sus adentros. Ya sabía que la había estado observando.

—Leopold tiene su propio código de honor, pero no es inglés. Ni siquiera estoy seguro de que pueda etiquetarse de «civilizado». Sería más sensato tratarlo de la misma manera que a los otros dos. —Se detuvo antes de continuar en un tono bastante más brusco—. En otras palabras: evítelos.

Los labios de la muchacha se curvaron en las comisuras y levantó la vista.

—Debe saber que tengo más de siete años.

Él la miró a los ojos.

—Pero ellos tienen muchos más de ocho.

—Y ¿usted?

Aminoraron el paso. Por delante, una dama agitaba la mano para llamar su atención. Martin la vio, pero no respondió, absorto como estaba admirando el rostro que lo observaba; podría haber sido el de un ángel de no ser por la vitalidad que exudaba. Respiró hondo y levantó la vista.

—Yo, querida, estoy muy por encima de usted.

Ella siguió su mirada. El instante en que habían estado separados del resto llegó a su fin. Regresaron a la esfera social con total elegancia y se detuvieron para charlar con unas personas a las que habían conocido en el salón de lady Hennessy.

Martin se conformaba con estar junto a ella y permitir que fuera su viveza la que llevara todo el peso. Tenía seguridad y aplomo y era de mente ágil, como quedó demostrado cuando sorteó una pregunta insidiosa acerca de su amistad. Las damas del grupo estaban intrigadas; los caballeros se limitaban a disfrutar de su compañía, observando su rostro y sus ojos y escuchando su melódica risa.

Él hacía lo mismo, aunque con un objetivo distinto: intentaba traspasar su máscara. No se le había pasado por alto el cambio en su respiración ni el hecho de que le había clavado los dedos en el brazo durante ese instante tan tenso. Su intención había sido, de nuevo, la de ponerla sobre aviso; pero no se percató de que ella podía interpretar esas palabras de otra manera hasta que hubo pronunciado las palabras, las hubo escuchado y hubo observado, aunque de forma tan fugaz que no estaba seguro de haberla visto, una expresión de férrea terquedad en sus facciones.

Podría considerarlas un desafío.

Después de todo, la muchacha buscaba diversión.

Aunque fue testigo de la oleada de emociones que atravesó su rostro, con sólo mirar el azul de sus ojos, no fue capaz de adivinar cómo reaccionaría en ese momento. Ni en el futuro.

Y lo que era peor, ya no estaba seguro de cómo quería que reaccionara. Si quería que se alejara corriendo de él… o que corriera hacia él.

Eso lo dejó atónito; la conversación que se desarrollaba a su alrededor se desvaneció. Desde un punto de vista lógico, sabía lo que quería. Esa mujer no era para él; no quería involucrarse con ella. Desde un punto de vista lógico, todo estaba claro.

Entonces, ¿a qué venía esa confusión?

Los primeros acordes de violín lo sacaron de su ensimismamiento. Todos se giraron, levantaron la vista y confirmaron que el vals estaba a punto de comenzar. Bajó la mirada hacia los ojos azules de Amanda Cynster. La muchacha arqueó una ceja.

Él señaló la pista de baile.

—¿Bailamos?

Ella sonrió y le tendió la mano. La condujo hacia la pista de baile, decidido a encontrar respuestas para sus interrogantes.

Los valses en el consulado corso jamás seguían el estilo aprobado por las damas del comité organizador de Almack’s. Martin la rodeó con sus brazos y la acercó un poco más cuando las parejas abarrotaron la pista de baile.

Comenzaron a girar. Amanda miró a su alrededor mientras luchaba por controlar la respiración, por no desvelar la falta de aliento que había ocasionado el roce de la mano de Dexter sobre su espalda. Una mano grande y fuerte, una mano que la guiaba entre la multitud sin ningún tipo de problema. Aunque más le sorprendió la calidez, no sólo de su mano sino también de ese enorme cuerpo que se movía a escasos centímetros de ella, que la quemaba a través de la seda… No era de extrañar que las damas se desmayaran en las pistas de baile atestadas.

Claro que ella jamás había corrido el riesgo de integrar las filas de semejantes damas, y eso que había bailado en bastantes pistas de baile atestadas.

«Muy por encima de usted». Se concentró en esas palabras, en todo lo que prometían… en todo lo que ella pretendía conseguir. De él. Se lo tenía bien merecido. Se comportaba con la misma superioridad arrogante que sus primos; aunque si tenía que ser sincera, no le importaba en lo más mínimo. Eso haría que su conquista fuera mucho más dulce.

Levantó la vista para mirarlo a la cara antes de esbozar una sonrisa.

—Baila bien el vals, milord.

—Debo suponer que es usted una experta.

—¿Después de seis años en la alta sociedad? Por supuesto que lo soy.

Lo vio titubear, aunque no pudo descifrar la mirada de esos expresivos ojos verdes.

—Aunque no es una experta en este campo, tal y como Connor señaló con toda la razón.

—Connor me dijo que no tenía experiencia para jugar con gente como él, y en eso estoy de acuerdo. —Miró al resto de parejas que bailaba a su alrededor—. En otros aspectos, no veo aquí ningún problema que no pueda manejar.

Cuando él no respondió, lo miró a la cara. Estaba esperando… que lo mirara.

—¿Cuál es su objetivo?

«Tú».

—Ya se lo dije: quiero vivir un poco. Quiero experimentar emociones más fuertes que las que se ofrecen en la alta sociedad. —Lo miró a los ojos con descaro—. Tal y como usted mismo dijo, no es ningún crimen.

—Tal vez no sea un crimen, pero es peligroso. Sobre todo para alguien como usted.

Amanda echó un vistazo a su alrededor.

—Un poco de peligro aumenta la diversión.

Martin no daba crédito a la oleada de emociones que ella estaba despertando sin pretenderlo.

—¿Y qué pasa si el peligro es mayor que «un poco»?

Volvió a mirarlo y de nuevo percibió su férrea determinación.

—Si ese fuera el caso, no me interesaría. Hace seis años que fui presentada en sociedad, sé muy bien dónde están los límites. No me interesa traspasarlos.

Una vez más, la joven apartó la vista.

Con toda deliberación, Martin la acercó más a él y la apretó contra su cuerpo mientras ejecutaban los giros, de manera que acabó separando los muslos y rozando las piernas femeninas, sus caderas se encontraron antes de volver a separarse y unirse de nuevo y el frufrú de la seda lo envolvió en cada vuelta. Martin sintió el cambio en la respiración de la muchacha, sintió el temblor que le recorrió la espalda. Lo miró un instante a la cara, pero no se tensó, al contrario, siguió bailando con gran agilidad entre sus brazos.

Esperó hasta que el baile los condujo de nuevo hasta uno de los largos laterales del salón.

—Acerca de esas emociones fuertes que quiere experimentar… supongo que ya tiene alguna en mente.

—Varias, de hecho.

Al ver que no añadía nada más, Martin se vio obligado a preguntar.

—Y ¿cuáles serían?

El tono de su voz hizo que levantara la vista para mirarlo, aunque no dudó en tomar la decisión de contárselo:

—Pasear con alguien en carruaje por Richmond Park a medianoche. Dar un paseo en barca para ver las estrellas reflejadas en el Támesis. Asistir a una cena privada en Vauxhall organizada por alguien a quien mis padres no conozcan. Asistir a un baile de máscaras en Covent Garden.

Cuando llegó al fin de la lista, él preguntó con sequedad:

—¿Nada más?

Amanda hizo caso omiso de su tono.

—De momento, es lo único que ambiciono.

Los labios del conde se tensaron.

—Si la descubren haciendo algo de eso… si se llega a saber que usted… la…

—Se llevarán las manos a la cabeza, me dirán que soy una estúpida redomada, me echarán un sermón de los que hacen época y luego me vigilarán como halcones durante lo que resta de la temporada social. —Dejó que su mirada se posara en el rostro del hombre y contempló su inflexible y adusta expresión—. Esa posibilidad no va a detenerme. A mi edad, nada salvo una indiscreción probada podría dañar mi reputación.

El conde soltó un resoplido burlón. Ella sonrió y dejó vagar su mirada.

—Debe saber que mi lista es tan corta precisamente por los dictados de la sociedad. —El vals terminó y ellos giraron una última vez antes de detenerse—. Sólo cuento con unas pocas semanas antes de que dé comienzo la temporada social propiamente dicha. En cuanto lo haga, mi calendario estará tan repleto de eventos a los que debo acudir por obligación que no tendré tiempo alguno para buscar diversiones.

Dio un paso atrás y se apartó de los brazos de Dexter. Él dejó que sus dedos se deslizaran muy despacio de la mano que los había sujetado. Como si, en cualquier momento, pudiera cambiar de opinión y volver a aferrarla. Una vez libre, Amanda se giró y sintió cómo la mano del hombre se alejaba de la suya. Echó de menos su calidez. Contempló a los caballeros que los rodeaban.

—Me pregunto quién estará dispuesto a acompañarme a Richmond.

Con los ojos entornados, Martin extendió el brazo para cogerle la mano, acercarla de nuevo a él y decirle lo que pensaba de esa idea, además de dejarle muy claro que no le gustaba que le tendieran trampas, cuando Agnes Korsinsky, la hermana de Leopold, apareció frente a ellos.

—Dexter, mon cher!

Agnes se lanzó a sus brazos y no le quedó más remedio que cogerla. Le plantó dos sonoros besos en las mejillas antes de, por si no había quedado claro, repetir el proceso.

Martin la cogió de la cintura y la apartó de él.

—Agnes.

Mantuvo los ojos fijos en su rostro. Estaba indecentemente vestida y lucía bien a la vista sus voluptuosos encantos. El hecho de que le tuviera el ojo echado, tanto a él como a su título y a su fortuna, no se le escapaba. Había sido así desde hacía años y era tan peligrosa como su hermano. Amanda Cynster estaba observando, evaluando, por lo que dijo lo primero que se le ocurrió.

—La fiesta es todo un éxito, debes de estar encantada.

—¡Esa gente! —Agnes se desentendió de la multitud con un gesto que también abarcó a Amanda—. No tiene nada que hacer a tu lado, mon cher. Pero qué malo eres al colarte sin presentar tus respetos… Ni siquiera sabía que estabas aquí.

Esa había sido la idea. Extendió el brazo en dirección a la señorita Cynster un instante antes de que Agnes hiciera ademán de aferrarse a él.

—Deja que te presente a… la señorita Wallace.

Los ojos negros de Agnes llamearon con ese temperamento que siempre estaba a flor de piel. Recuperó la compostura y se giró con altivez hacia Amanda.

—Señorita Wallace…

Martin miró a Amanda y se percató de que sonreía. Extendió la mano.

—Señorita Korsinsky. Su soirée está siendo encantadora. He tenido oportunidad de hablar con su hermano…

A Martin le costó mucho reprimir una sonrisa. Permaneció observando cómo Agnes era víctima de una arrolladora cháchara insustancial que salía de labios de la señorita «Wallace» con evidente facilidad. No era rival para alguien que había pasado seis años en la alta sociedad. A la postre, Agnes recordó que debía hablar con alguien. Con apenas una inclinación de cabeza hacia él, pero con unas palabras amables hacia la joven, se alejó.

Fue entonces cuando Martin se permitió sonreír.

—Gracias.

Se llevó su mano a los labios y le rozó los dedos… justo cuando sus miradas se encontraron.

Percibió el escalofrío que recorrió a la muchacha. Sintió cómo su cuerpo se excitaba en respuesta y vio cómo a ella se le dilataban los ojos antes de inspirar hondo, sonreír y liberar su mano.

—¿Qué motivos hay para mi cambio de identidad?

Le dio la espalda para contemplar a la multitud.

Con la mirada fija en los rizos dorados que tenía frente a él, Martin murmuró:

—Agnes no es de fiar. Puede ser… vengativa.

Ella lo miró un instante antes de girarse.

—Sobre todo cuando quiere algo pero no puede conseguir, ¿verdad?

—Sobre todo en ese caso.

Ella comenzó a pasear y él la siguió. La multitud había aumentado tanto que era difícil caminar uno junto al otro.

La voz de la muchacha flotó hasta él.

—Ahora que lo he salvado de la señorita Korsinsky, tal vez pueda conseguir que me ayude.

Ese era el momento en el que le pediría que la acompañara a Richmond para dar un paseo a medianoche.

—Y ¿de qué modo puedo ayudarla?

Ella lo miró por encima del hombro con una sonrisa serena.

—Eligiendo al caballero al que debería pedirle que me acompañe en mi búsqueda de emociones.

Volvió la vista hacia el frente y una vez más lo dejó sin otra cosa que mirar que sus rizos dorados. Lo dejó, una vez más, preguntándose qué tendría para provocarle semejante vorágine de impulsos… impulsos mucho más poderosos, salvajes y, definitivamente, mucho más peligrosos que las emociones que ella quería experimentar.

Y el objetivo de esos impulsos era ella.

La siguió con la mandíbula apretada, dando gracias porque la muchacha no pudiera verle el rostro, porque no pudiera verle los ojos. Se abrieron paso entre la multitud sin separarse mucho de ella, reacio a que se alejara más de dos palmos mientras luchaba con sus demonios hasta alcanzar algo parecido a la contención. Amanda Cynster no tenía la intención de pedirle a otro caballero que la acompañara. Le estaba tendiendo una trampa, de eso estaba seguro.

Amanda se detenía de vez en cuando e intercambiaba saludos, muy consciente de que Dexter estaba a su espalda; consciente de que, a pesar de que él correspondía a los saludos, no decía nada más. Podía sentir su calidez, su fortaleza, como la amenaza de una tormenta de verano. Con una sonrisa confiada, continuó la búsqueda de la provocación que haría que la tormenta se desatara.

Fue entonces cuando vio a lord Cranbourne. Su Ilustrísima poseía los modales adecuados, exudaba seguridad en sí mismo y su conversación era muy agradable. Perfecto.

Se detuvo y se obligó a no moverse cuando Dexter chocó contra ella. Mientras él retrocedía, y sin llegar a mirarlo, le puso una mano en la manga.

—Creo que él sería perfecto para llevarme a Richmond. Su conversación es inmejorable y sus tordos son magníficos.

Esbozando su mejor sonrisa, soltó el brazo de Dexter y dio un paso hacia delante con la vista clavada en lord Cranbourne.

Apenas consiguió dar dos pasos antes de que una mano firme le rodeara, cual grillete, la muñeca.

—No.

El ronco gruñido que había precedido al monosílabo estuvo a punto de arrancarle una sonrisa. Se giró para enfrentar a Dexter con los ojos abiertos como platos.

—¿No?

El conde tenía la mandíbula apretada y sus ojos la traspasaban como si buscara…

Al instante levantó la vista, miró más allá de su cabeza, hacia la multitud. Sus dedos se desplazaron hasta que la tuvo cogida de la mano.

—Venga conmigo.

Amanda tuvo que ocultar la sonrisa mientras él la arrastraba a un extremo de la estancia. Había esperado que se detuviera allí, sin embargo abrió una puerta que estaba entreabierta para guiarla a una larga galería que corría en paralelo al salón de baile. La galería era estrecha y, en la pared que compartía con el salón, había tres enormes puertas. La otra pared estaba compuesta por una serie de ventanas con vistas a los jardines del consulado.

Otras parejas paseaban a la luz de los candelabros de pared dispuestos entre las puertas. Las ventanas carecían de cortinas, lo que permitía que la luz de la luna se filtrara y tiñera de plata el ambiente. La galería estaba bastante más aireada que el salón de baile; agradecida, inspiró hondo.

Dexter le cogió la mano para dejarla sobre su brazo antes de cubrirla con la suya. Con expresión grave, la condujo hasta el fondo de la galería.

—Todo este plan suyo es una locura.

No se dignó a contestar. Se acercaron a la última ventana, emplazada en el extremo de la estancia y con vistas a un pequeño jardín.

—Encantador.

Se detuvieron frente a la ventana y, tras zafarse del firme apretón con que la sujetaba, Amanda se inclinó sobre el alféizar para mirar hacia abajo.

—En realidad no tiene intención de hacer todas las cosas de su supuesta lista.

Amanda no replicó, se limitó a sonreír con la mirada clavada en el patio.

—Sabe muy bien cómo reaccionarán sus primos.

—No se enterarán, de manera que no reaccionarán.

—Pues sus padres… no estará esperando que me crea que puede usted escabullirse noche tras noche sin que se den cuenta.

—Tiene razón. No puedo hacerlo noche tras noche. Pero —se encogió de hombros— de vez en cuando no es tan difícil. Ya he pasado dos noches esta semana fuera del círculo de la alta sociedad. No hay impedimento alguno para que no pueda llevar a cabo mi plan.

Se preguntó si el sonido que acababa de escuchar era el rechinar de sus dientes. Lo miró… y se percató de que las otras parejas estaban regresando al salón de baile. La música llegó flotando hasta ellos, amortiguada por las puertas. Dexter observó cómo la última de las parejas se marchaba, dejándolos a solas en la silenciosa galería, antes de volver a mirarla.

La luz plateada resaltaba las duras facciones de su rostro, confiriéndole un aspecto mucho más agresivo e intimidante. Ese hombre era descendiente de los guerreros normandos; bajo esa luz, lo parecía, ya que sus facciones carecían por completo de su habitual tersura, de la elegancia que lo caracterizaba.

Amanda alzó la barbilla.

—Estoy decidida a divertirme al menos un poco… Tengo la intención de pedirle a lord Cranbourne que me acompañe a Richmond una noche que el tiempo lo permita.

El áspero semblante del hombre se tornó pétreo.

—No puedo permitirlo.

Amanda enarcó las cejas con altanería antes de preguntar:

—¿Por qué?

Dado que no era lo que había esperado, Dexter entornó los ojos.

—¿Por qué? —repitió él.

—¿Por qué cree que tiene derecho a tomar cartas en el asunto? Mi comportamiento y mis actos no son de su incumbencia. —Se detuvo antes de añadir, en evidente provocación—: Por muy conde que sea.

Se escabulló por su lado en dirección al salón de baile. Un duro brazo se alzó y plantó la correspondiente mano contra el marco de la ventana para aprisionarla. Amanda contempló esa mano antes de desviar la vista hasta el rostro masculino, alzando las cejas con más altanería si era posible.

Él le sostuvo la mirada. Acto seguido, levantó la mano y le acarició la mejilla suavemente con el dorso de los dedos.

Amanda reprimió el estremecimiento que le provocó esa caricia antes de que se hiciera evidente, pero supo que él lo había percibido. Los labios de Dexter, que hasta ese momento habían estado crispados por la tensión, se relajaron. Su mirada se tornó más penetrante.

—Si quiere emociones fuertes, puede encontrarlas aquí mismo. No hay necesidad de ir a Richmond.

Su voz sonaba más grave y parecía estar más cerca, a pesar de que no se había movido. Su fuerza y su calidez eran un ente palpable que la atravesaba. Sus ojos le sostuvieron la mirada y ella no se atrevió a apartar la vista. Apenas se atrevía a parpadear.

Dexter se inclinó hacia ella y bajó la cabeza. Amanda perdió sus ojos de vista, porque en ese momento estaba concentrada en sus labios. A su espalda podía sentir el marco de la ventana, y agradecía ese firme apoyo.

Él inclinó la cabeza todavía más y le rozó los labios, acariciándolos con suavidad, como si estuviera comprobando su resistencia antes de apoderarse de ellos sin prisa alguna, seguro de la bienvenida que lo aguardaba.

Amanda sintió ese primer beso en todos los poros de su cuerpo. En respuesta, una dulce calidez le inundó el corazón. Se quedó sin aliento. Se tambaleó… y levantó una mano para posarla sobre el férreo brazo que tenía junto a ella.

Después sintió que la otra mano masculina le rodeaba la barbilla para alzarle la cabeza.

En la cabeza de Martin repicaban campanas de alarma que resonaban cual los salvajes gritos de una banshee. Se desentendió de ellas. Sabía lo que estaba haciendo, sabía que, en esa arena, él tenía el control absoluto. En lugar de retroceder, utilizó sus considerables habilidades para saborear esos voluptuosos labios antes de separarlos.

No necesitó mucho tiempo para comprender que, a pesar de que la habían besado antes, jamás se había rendido a los besos de un hombre. Y él deseaba que lo hiciera. Implacable, aunque con gentileza, cambió la posición de los dedos que le sujetaban la barbilla y ejerció más presión… hasta que ella separó los labios. Cuando invadió su boca, sintió el jadeo de la muchacha y la súbita rigidez que se apoderó de su espalda.

Bajó el brazo y colocó la mano en su cintura para sostenerla mientras le masajeaba los músculos de la base de la espalda con los dedos. Para distraerla y tranquilizarla hasta que se entregara a sus caricias.

En un momento dado, ella comenzó a devolverle el beso de forma tentadora, a devolverle cada caricia de forma inexperta, pero decidida. Su atrevimiento crecía por momentos.

Martin ladeó la cabeza y profundizó el beso.

El sabor de la muchacha era dulce. Delicado. Vulnerable.

Quería más… ese beso no era suficiente para satisfacer el súbito anhelo.

Todos sus músculos clamaban por acercarla a su cuerpo, por pegarla a él. Sin embargo, se resistió, recordándose lo que pretendía hacer: demostrarle los peligros de encerraba ese plan de búsqueda de emociones fuertes. Pegarla a su cuerpo sería tentar el destino.

Sin importar lo deseable que fuera dicho destino.

Se apoderó de nuevo de su boca, deleitándose en la suavidad y en la sutil invitación que, por muy inocente que fuese, parecía haber surgido de forma instintiva. Dejó que ambos se perdieran en el beso, dejó que el placer les calara hasta los huesos.

Mantuvo la mano en su cintura, negándose a moverla ni un ápice.

Ponerle fin al beso, levantar la cabeza y alejar la mano de su rostro le costó mucho más de lo que había esperado. Estaba un poco mareado y tuvo que parpadear varias veces antes de clavar la vista en esos ojos azules que lo miraban de hito en hito.

—¿Le ha parecido bastante emocionante?

Escuchó la seriedad de su voz y se preguntó a quién iba dirigida esa pregunta.

Ella parpadeó varias veces para despejarse, pero no tardó en tomar conciencia de la situación.

Miró los labios de Dexter y sintió un hormigueo en los suyos como respuesta. Aún podía sentir la euforia que le había provocado la invasión de su lengua y todas las sensaciones que la habían inundado después. Podía sentir, reconocer, el anhelo que le pedía más. Aunque sabía que no podía saciarlo… todavía.

—De momento.

Su tono de voz la sorprendió: un ronroneo atrayente y cargado de confianza que no podría haber mejorado aunque se lo hubiera propuesto.

Alzó la vista hacia sus ojos. Vio una expresión perpleja en las profundidades verde oscuro. Apartó la mirada para ocultar su satisfacción y deslizó la mano por el brazo masculino hasta llegar a la mano que le rodeaba la cintura, la cual procedió a apartar.

Dexter se enderezó cuando ella se alejó de la sombra que proyectaba. El vals que había estado sonando en el salón de baile llegó a su fin, pero aún no se les había unido nadie en la galería.

Amanda se encaminó hacia la puerta.

—Por cierto, estaba equivocado.

—¿Sobre qué?

Ella aminoró el paso y miró por encima del hombro. El conde se había girado para observarla, pero no se había apartado de la ventana.

—Sí que tengo que ir a Richmond —contestó y siguió mirándolo durante un instante antes de proseguir su camino hacia las puertas más cercanas.

—Amanda.

Ella se detuvo y se giró para encararlo. Se miraron desde la distancia.

El silencio se prolongó.

—¿Cuándo?

Amanda reflexionó al escuchar el tono hosco de su voz.

—Podemos discutir los detalles mañana por la mañana. En el parque.

Volvió a girarse y abrió la puerta antes de echar una última mirada hacia atrás.

—¿Enviará a su mozo de cuadra como esta mañana?

Él la observó un instante. Cuando ya estaba a punto de perder los nervios, lo vio asentir.

—Como esta mañana.

Amanda inclinó la cabeza con un gesto elegante y se escabulló hacia el salón. No tardó en sentir la mirada de Dexter en la espalda. Con paso demasiado decidido como para que alguien la detuviera, atravesó el salón de baile, se abrió paso hacia las escaleras y las bajó sin mirar hacia atrás. Un criado se apresuró a entregarle su capa mientras que otro hacía parar a un coche de alquiler. Supo en todo momento que Dexter la estaba observando.

No se relajó lo suficiente como para regodearse con su victoria hasta que el coche de alquiler hubo llegado a Upper Brook Street.

Envuelto por el frío que precedía al amanecer, Martin esperaba sobre su ruano bajo el árbol del parque y la observaba acercarse a él. Las mansiones de Mayfair conformaban el telón de fondo y enfatizaban el hecho de que ella estaba abandonando su bien organizado mundo en pos del mundo mucho más desestructurado, peligroso y emocionante que la aguardaba bajo los árboles.

La observó atravesar Park Lane. Sintió que el pulso se le aceleraba, reacción que ya le resultaba familiar. El ruano se agitó y él tiró de las riendas para apaciguar a la enorme bestia.

La muchacha había ganado el último asalto de forma contundente. Estaba atrapado, aunque dudaba de que ella lo supiera y mucho menos que comprendiera el motivo. Ni siquiera él acababa de comprenderlo. Le resultaba incomprensible cómo había llegado a esa situación.

Una vez supo de los propósitos de la señorita Cynster, le resultó imposible dejar que se marchara en busca de diversión con otros hombres a sabiendas de que ese camino la conduciría a la ruina. Imposible debido a la clase de hombre que era, debido a la absoluta e innata concepción de que, dado que le habían otorgado la capacidad de protegerla y mantenerla a salvo, era su deber hacerlo.

Todo eso estaba muy claro. Hacía mucho que se había percatado de su vena protectora y la había aceptado, se había aceptado, tal y como era. Lo que no comprendía era cómo había conseguido esa muchacha despertar ese instinto protector para convertirlo en un rehén de sus propias convicciones y, al parecer, sin pretenderlo.

Estudió las facciones femeninas mientras ella se acercaba, pero no distinguió nada salvo su buen humor y su habitual alegría al verlo. No parecía estar considerando exigirle algo más ni daba muestras de estar maquinando nada. Parecía estar encantada ante la perspectiva de su cabalgada.

Tras tirar de las riendas de la yegua, ladeó la cabeza y esos ojos azules estudiaron su rostro. Su sonrisa parecía un tanto burlona.

—¿Siempre está tan serio a esta hora de la mañana o algo que no tiene que ver con nuestra cabalgada le ronda la cabeza?

Martin entornó los ojos, los clavó en los de la muchacha y luego señaló con brusquedad hacia el parque.

—Será mejor que nos pongamos en marcha.

La sonrisa de la muchacha se ensanchó, pero se limitó a asentir con un gesto de la cabeza. Se dirigieron al trote hacia el camino de tierra.

Mientras tanto la observó, consciente de la necesidad de contemplarla, pero sin saber de dónde provenía. Montaba bien, con las manos firmes al igual que la postura, al parecer inconsciente del escrutinio al que estaba siendo sometida.

Como la mañana anterior, el parque estaba desierto; como la mañana anterior, se lanzaron al galope en cuanto llegaron al camino. Cabalgaron juntos mientras amanecía, sintiendo el azote cortante del viento que coloreaba las mejillas femeninas. Cuando aminoraron la velocidad, la yegua hizo una cabriola, ansiosa por continuar; la muchacha la tranquilizó y la instó a acercarse al ruano.

Dieron la vuelta al parque y regresaron al lugar donde el mozo de cuadra esperaba bajo el árbol. La observó en silencio, consciente en extremo de su vitalidad, mientras las primeras luces del alba arrancaban destellos dorados a su cabello y oscurecían el azul de sus ojos. Era la viva imagen de la vitalidad femenina… y Martin era muy consciente de la intensa atracción que ejercía sobre él.

Ella lo miró con una expresión pletórica, con la inocencia de aquellos que disfrutaban de los placeres de la vida, sin importar lo insignificantes o sencillos que fueran.

Martin clavó los ojos al frente.

—Richmond. Hará buen tiempo esta noche —comentó mientras la miraba—. ¿Puede escabullirse de nuevo?

—¿Esta noche? —Se mordió el labio inferior mientras, a todas luces, repasaba la lista de compromisos—. Mis padres van a asistir a la cena de los Devonshire, pero Amelia y yo estamos excusadas.

—¿Amelia?

—Mi hermana. Solemos elaborar nuestra propia lista de compromisos, de manera que esta noche puedo escaparme con facilidad.

Martin tiró de las riendas.

—Muy bien. Esta noche. Pero tengo una condición.

Ella lo observó con detenimiento.

—¿Qué condición?

—Que no le diga a nadie dónde ni con quién va a pasar la noche. Es más —dijo mirándola con seriedad—, la acompañaré en todas las salidas que ha planeado con la condición de que, durante esta temporada social o en las venideras, no añadirá nada más a esa lista y de que jamás le dirá a un alma nada sobre dichos sucesos ni sobre su asociación conmigo.

Amanda no respondió de inmediato, demasiado ocupada como estaba en sopesar la propuesta, demasiado ocupada como estaba en evitar que una sonrisa en exceso brillante y exultante asomara a sus labios. Cuando estuvo segura de que no se le escaparía, le sostuvo la mirada.

—Muy bien. Estoy de acuerdo.

El ruano se agitó y él lo apaciguó.

—La esperaré en la esquina de North Audley con Upper Brook Street. En un carruaje negro.

—¿Un carruaje cerrado?

—Sin duda alguna. Cambiaremos a mi tílburi en cuanto nos hayamos alejado de los ojos de la sociedad.

Ella esbozó una sonrisa y dejó que su mirada vagara por su acompañante antes de añadir con confianza:

—Es un alivio poder delegar estos asuntos en manos de alguien tan capaz.

Eso hizo que él entornara los ojos, pero Amanda se limitó a ensanchar su sonrisa y a despedirse.

—Hasta esta noche, pues. ¿A qué hora?

—A las nueve. Todos estarán cenando a esa hora.

Amanda siguió sonriendo y dejó que una expresión risueña asomara a sus ojos antes de dar un tirón a las riendas y dirigirse a las puertas… antes de que se le subiera el éxito a la cabeza y se delatara.

—Está funcionando a la perfección. ¡A la más absoluta perfección! No puede evitarlo.

—Explica eso.

Amelia se subió a la cama de su hermana y se tumbó junto a ella. Estaba bien avanzada la tarde, momento en el que solían pasar una hora a solas.

—Se parece tanto a nuestros primos… justo como sospechaba. No puede evitar protegerme.

Amelia frunció el ceño.

—Protegerte ¿de qué? No estás haciendo nada demasiado peligroso, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

Amanda se recostó en la cama de manera que no tuviera que enfrentar la mirada de su hermana. Asistir a la soirée del consulado corso había sido lo más arriesgado que había hecho en la vida; era muy consciente de ese hecho mientras charlaba con Leopold Korsinsky y rezaba porque Dexter se acercara a ella. Reggie se había negado a acompañarla, pero la necesidad de ir era imperiosa. Amelia había explicado que su desaparición del saloncito de lady Cavendish se debía a un dolor de cabeza, y gracias a Dexter y a la precisa noción que ella tenía de su carácter, todo había salido bien. Siempre que él estuviera en la misma habitación, jamás correría peligro.

—Se trata más de crear un peligro potencial, al menos en su cabeza. Para él, eso es más que suficiente.

—Entonces, dime, ¿qué vas a hacer?

—No puedo decírtelo. Puso la condición de que no podría decirle a nadie lo que hacíamos. Ni siquiera que él es mi acompañante, pero tú ya lo sabías.

El ceño de Amelia se acentuó, pero luego desapareció.

—Bueno, después de todos estos años, supongo que sabes lo que estás haciendo.

Se recostó en la cama.

—¿Cómo van tus planes? —le preguntó Amanda.

—Muy despacio. No me había dado cuenta de la cantidad de posibles maridos que hay en la alta sociedad una vez que pasas por alto el detalle de que estén o no buscando esposa.

—Creía que ya tenías a un caballero en mente.

Amanda sospechaba quién era.

Su hermana dejó escapar un suspiro.

—Y lo tengo, pero no va a resultar fácil.

Amanda no dijo nada. Si se trataba de quien ella sospechaba, esa frase era el eufemismo del siglo.

—He decidido que tengo que estar segura, más allá de cualquier duda, de que es el hombre que quiero, dado que atraparlo va a costarme mucho esfuerzo. —Se detuvo un instante y luego añadió—: Y dado que bien podría fracasar.

Amanda miró a su gemela, pero no se le ocurrió ninguna sugerencia.

Los minutos fueron pasando mientras permanecían allí tendidas, satisfechas con la mutua compañía, y con las mentes inundadas por un torbellino de planes y esperanzas; todas esas cosas que sólo se confiaban la una a la otra. Amanda estaba sumida en una ensoñación acerca de lo que podría depararle su escapada a Richmond cuando Amelia le hizo una pregunta.

—¿De verdad crees que es seguro alentar el instinto protector de Dexter?

—¿Seguro? —Amanda parpadeó—. ¿A qué te refieres?

—Me refiero a que si recuerdas todo lo que hemos oído por boca de Honoria, de Patience y de las demás, ese instinto protector con el que estás jugando va de la mano de la posesividad. Y no es una posesividad común y corriente. Al menos, no en lo que se refiere a nuestros primos.

Amanda sopesó sus palabras.

—Pero, eso es lo que quiero, ¿no?

La voz de Amelia le respondió:

—¿Estás completamente segura?