EL sonido recorrió la casa e hizo mella en sus ya destrozados nervios. No se miraron entre sí, sino que escucharon en silencio, esforzándose por captar algo.
Habló un hombre, pero las paredes redujeron su voz a un murmullo. Joseph respondió y después se oyeron pasos, en un principio muy débiles, que se acercaban por el pasillo. Joseph y el recién llegado.
Como una compañía de actores cuando se sube el telón, ocultaron su nerviosismo y se relajaron contra el respaldo de sus asientos con expresiones de sosegada curiosidad.
La puerta se abrió para dejar pasar a Joseph. Amanda contuvo el aliento.
—El señor Edward Ashford, milord.
La expresión de Martin sólo dejó traslucir cierta sorpresa mientras se levantaba del diván, donde había ocupado un lugar junto a Amanda.
—¿Edward? —Extendió la mano cuando su primo se acercó a él y le dio un apretón sin el menor asomo de repulsión—. ¿En qué puedo ayudarte?
Edward se había fijado en todos los presentes: Luc sentado cómodamente en el sillón situado frente a la chimenea y Reggie en el diván enfrente de Amanda. Miró a Martin.
—A decir verdad, creí poder ayudar en este caso. ¿Llego demasiado tarde?
Fue Luc quien respondió tras girarse para mirar a su hermano.
—Demasiado tarde… ¿para qué, Edward?
Edward miró a Luc. Amanda rezó en silencio para que los sombríos ojos de Luc ocultaran sus verdaderos sentimientos. Edward no perdió su expresión arrogante.
—Vine para servir de testigo, por supuesto. —Volvió a observarlos a todos—. Me pareció evidente, a la luz de la gravedad del crimen en cuestión, por muy antiguo que sea, que debería haber… espectadores desinteresados cuando Martin reciba el diario.
Su tono traslucía su verdadero sentir, la insinuación de que el diario era un engaño, de que la inocencia de Martin era una burla. Ni Martin ni Luc reaccionaron, sus semblantes permanecieron impasibles. Amanda se mordió la lengua para reprimir el impulso de defender a Martin y se obligó a quedarse muy quieta.
Fue Reggie quien se irguió por la furia; Amanda lo miró de reojo cuando intentó disimular su reacción fingiendo que le dolía la herida. La mirada de Edward se detuvo sobre él y se demoró en el vendaje.
—Veo que has tenido un accidente, Carmarthen.
Reggie inclinó la cabeza con expresión seria.
—Siéntate. —Tras regresar junto a Amanda, Martin indicó a su primo que tomara asiento junto a Reggie. El único sitio libre, situado frente a él y junto a Luc.
—Si no te importa, prefiero entrar en calor junto al fuego. —Edward pasó junto a Reggie para situarse delante de la chimenea—. Hace un frío de mil demonios ahí fuera.
No había terminado de hablar cuando sonó la campanilla de la puerta. Se escucharon voces en la entrada y, después, pasos que se acercaban. Llamaron a la puerta. Cuando Martin dio permiso, Jules entró con un paquete envuelto en papel marrón y atado con un cordel. Martin se levantó y Jules le tendió el paquete.
—La anciana le desea lo mejor.
Jules hizo una reverencia y se marchó.
Martin contempló el paquete unos instantes antes de tirar del cordel. Con expresión impasible, desenvolvió el paquete para dejar a la vista el diario de una jovencita con sus cintas deshilachadas y sus rosas desvaídas. Dejó que el papel cayera al tiempo que giraba el libro para que Edward pudiera ver el nombre de Sarah escrito en la cubierta.
Amanda miró de reojo a Edward; estaba interpretando a la perfección el papel de alguien apenas interesado en los acontecimientos.
Martin encaró al grupo que estaba delante de la chimenea, abrió el diario y leyó la primera página antes de pasar las hojas en busca de las últimas anotaciones…
Edward dio un paso adelante, le arrancó el diario de las manos y lo arrojó bocabajo al fuego.
Las llamas lo envolvieron. Amanda se puso en pie de un salto con un grito en los labios. Luc y Reggie también se levantaron. Martin no se había movido.
Amanda se dejó caer en el diván, casi sentada sobre los talones, con la vista clavada en el rostro de Edward. Una cosa era imaginarlo y otra muy distinta, saberlo. Miró el diario; el fuego estaba consumiendo las viejas y secas hojas, que se tornaban marrones antes de acabar calcinadas.
—Edward —dijo Martin con voz tranquila pero fría—, ¿por qué has hecho eso?
—Es evidente. —Los encaró sin alejarse de la chimenea y levantó la barbilla con altivez; Amanda contemplaba estupefacta su postura altanera y desafiante—. Vosotros dos jamás habéis pensado en nadie más que en vosotros mismos. ¿Habéis pensado en el dolor que les causaríais a otras personas al revivir este viejo asunto, un crimen que ya se juzgó y por el que se pagó hace mucho tiempo? Las familias, tanto los Fulbridge como los Ashford y todos nuestros parientes, dieron por zanjado el escándalo hace años. No tiene sentido desenterrar este viejo asunto. ¿Qué esperáis ganar? —preguntó con los labios fruncidos—. Y tú —dijo señalando a Martin con la barbilla— fuiste juzgado y hallado culpable hace diez años. Sin importar si cometiste el crimen o no, todos así lo creyeron, de modo que pagaste por tu temperamento alocado. Tú mismo fuiste el culpable. —Edward se encogió de hombros—. Se te consideró digno de cargar con la culpa. —Su mirada recorrió la ostentosa decoración de la biblioteca—. Te las has apañado bien. No hay razón para que no continúes sobrellevando la carga. Será lo mejor para la familia. —Su mirada se detuvo en Amanda—. Aunque eso signifique que no puedas obtener todo lo que deseas.
Amanda supo entonces lo que sentía un conejo al enfrentarse a una serpiente. Conocía a Edward desde siempre, pero apenas era capaz de dar crédito a la frialdad de su mirada.
—Ya veo —intervino Martin. Edward lo miró y Amanda pudo respirar de nuevo—. Has quemado el diario porque crees que debo seguir soportando el desprecio por un crimen que no cometí para que la familia no se vea salpicada por otro escándalo.
La expresión de Edward se tornó más adusta, pero asintió.
—Es lo mejor.
—¿Para quién, querido hermano? —Luc se colocó junto a Martin, bloqueando así el camino a la puerta—. ¿Estás seguro de que tu negativa a que se remuevan los hechos del viejo escándalo no tiene nada que ver con la posibilidad de que una investigación más a fondo pudiera implicarte?
Edward contestó con evidente desprecio:
—Por supuesto que no. Todo el mundo sabe…
—Que siempre que montas llevas una fusta —lo interrumpió Luc, asintiendo con la cabeza—. Es cierto. Así supimos que fuiste tú quien mató a Buxton, que fuiste tú quien se encontró con él en Froggatt Edge, quien forcejeó con él y quien lo hizo caer… empujándolo con tu fusta.
Por un instante, el rostro de Edward palideció.
Los labios de Luc esbozaron una sonrisa, pero sus ojos siguieron fríos como el hielo.
—Es verdad, querido hermano. La fusta. Martin jamás tuvo una, jamás la necesitó. Tú eres incapaz de controlar a un caballo sin ella. Y eso lo sabe toda la familia.
Edward dio un respingo como si Luc lo hubiera golpeado. Una mueca extraña le curvó los labios, pero se recobró.
—¡Tonterías! Cualquiera podría haber cogido una fusta.
Miró de nuevo el diario, que estaba casi carbonizado.
—Sarah jamás escribió un diario, Edward.
—¿Cómo? —Edward se enderezó, parpadeó en dirección a Martin y después miró de nuevo el diario.
Amanda aprovechó el momento para colocarse detrás del diván. Edward se percató del movimiento, pero clavó la vista en Martin.
—¿Qué quieres decir?
—Que jamás existió tal diario. Hicimos correr el rumor de que había uno y de que en él se identificaba al violador de Sarah, el mismo hombre que mató a Buxton para asegurarse de que jamás pagaría por su crimen…
—Para asegurarse de que su reputación, que incluso por aquel entonces era lo único que tenía, no se viera dañada —añadió Luc.
Martin hizo una pausa antes de continuar.
—Fuiste tú, ¿no es cierto, Edward? Fuiste tú quien le hizo daño a Sarah…
Por primera vez, la emoción vibró en la voz de Martin y la rabia afloró a sus ojos. Dio un paso adelante. Edward retrocedió… y su bota chocó con la chimenea.
—¿Puedes imaginarte siquiera cómo murió? —La voz de Martin empezó a aumentar de volumen—. O el dolor que Buxton debió padecer… antes de que lo remataras. —Se acercó más—. Por no hablar de la angustia que causaste a mis padres antes de que murieran. —Su voz restallaba como un látigo—. ¿Cuántas vidas has arruinado, Edward?
Edward jadeó y bajó la mirada. Amanda vio cómo se le henchía el pecho.
Después saltó por encima del diván que lo separaba de ella y cayó a su lado. En un abrir y cerrar de ojos empujó el mueble en dirección a Martin y Luc. Amanda gritó e intentó huir, pero Edward la cogió del pelo, tiró de él con crueldad y retorció la mano hasta que ella gimió de dolor. La obligó a alzarse de puntillas mientras la apoyaba contra él.
Amanda escuchó un sonido metálico. Por el rabillo del ojo, atisbo un destello plateado antes de sentir el frío acero contra la garganta.
—¡No os acerquéis! —gritó Edward cuando Martin y Luc se pusieron en pie. Estaban a punto de abalanzarse sobre el diván, pero se detuvieron. En sus rostros, así como en el de Reggie, se reflejaba la conmoción—. Así está mejor.
Amanda sintió que Edward asentía con la cabeza.
—Quedaos donde estáis. No quieres que tu última conquista también muera, ¿no?
Se oyó un estrépito. El ruido los pilló tan de sorpresa que todos dieron un respingo. El golpe resonó por la estancia.
—¡Eres un monstruo! Ni tu propia madre se lo creería aunque lo viera con sus propios ojos. ¿¡Cómo te atreves, mequetrefe!? —Lady Osbaldestone comenzó a acercarse; el golpeteo de su bastón contra el suelo resonaba en las paredes. El biombo detrás del que se habían escondido yacía en el suelo. Diablo y Vane seguían a la anciana.
Edward la miró, incapaz de reaccionar, mientras se acercaba a él.
—Eres un gusano, ¡igual que tu padre! Tendrían que haberte ahogado al nacer. Eres una mancha en tu noble linaje. —Se detuvo a un metro de él—. ¡Toma esto!
Antes de que nadie pudiera parpadear, su bastón cortó el aire y golpeó con saña la muñeca de Edward que, con un grito ensordecedor, soltó el cuchillo.
Martin y Luc se abalanzaron sobre el diván.
Lady Osbaldestone le dio un buen golpe con el bastón antes de agarrar con firmeza a Amanda del brazo y liberarla, arrastrándola hacia un lugar seguro (el empellón que Martin le propinó a Edward ayudó bastante). Entretanto, Martin y Luc forcejeaban con Edward, que yacía en el suelo, para sujetarlo.
Reggie observó la escena desde su asiento animándolos con sus gritos.
—¡Ja! —Al ver que una de las manos de Edward caía al suelo, lady Osbaldestone se la pisó—. ¡Rata cobarde!
Diablo las apartó de allí con evidente esfuerzo.
La puerta se abrió de golpe y Jules entró, blandiendo una cimitarra y una feroz expresión, seguido de Joseph. Vane se apresuró a tranquilizarlos.
Todo terminó enseguida. Ni Martin ni Luc estaban de humor para contener sus puñetazos. Molido a golpes y sangrando, Edward quedó tendido en el suelo mientras su hermano y su primo se levantaban muy despacio.
Martin se giró hacia Amanda; lady Osbaldestone la dejó ir con un imperceptible empujoncito. Aunque tampoco lo necesitaba para acercarse a Martin. La abrazó con fuerza antes de ladearle la cabeza para examinarle la garganta.
—Ese malnacido te ha cortado.
La furia le teñía la voz.
—Pues no me duele nada —mintió. El corte le dolía, pero mucho menos de lo que podría haberle dolido.
La realidad cayó sobre ella de golpe; se tambaleó contra Martin, agradecida por su fuerza y su solidez.
Él miró al otro lado de la estancia, confirmándole a Jules con un gesto que todo estaba en orden. Jules y su sobrino se marcharon. Vane cerró la puerta.
Al instante, aporrearon la puerta y tiraron sin compasión de la campanilla, preludio de una invasión en toda regla. Todos aquellos que estaban en la biblioteca se quedaron pasmados, escuchando y rezando porque Jules y Joseph pudieran resistir el asalto…
Una vana esperanza.
Hasta ellos llegaron unas voces femeninas, a todas luces autocráticas. Amanda las conocía a la perfección. Miró a Diablo y se percató de que había apretado los dientes. Su primo tenía la vista clavada en lady Osbaldestone, quien a su vez lo miraba con los ojos entrecerrados.
—No fui yo —declaró la anciana—. Debisteis de ser uno de vosotros —dijo, señalando con el bastón a Diablo y a Vane—, que sois incapaces de ocultar nada.
—No las hemos visto desde que nos secuestró —masculló Vane. La puerta se abrió. Honoria, Patience y Amelia entraron. La mirada de Honoria recorrió la estancia.
—¡Esto ya es otra cosa! Amanda, vas a tener que trabajar muy duro para decorar todo esto antes de la boda.
Tras acercarse a ella, Honoria la abrazó sin apartarla de los brazos de Martin.
—Patience, ven aquí. Tiene un corte en el cuello y está sangrando.
Honoria se acercó a lady Osbaldestone que, según se percató Martin, estaba muy pálida. La vieja bruja permitió que la condujeran a una silla. Patience atendió a Amanda tras sentarla junto a la ventana.
—No queremos que quede una fea cicatriz.
Martin permitió que apartaran a Amanda de su lado y contempló la escena con palpable asombro. Sólo eran tres mujeres y, sin embargo, se habían hecho con el control de la situación en un abrir y cerrar de ojos.
Amelia se encargó de que Reggie, también bastante pálido, se volviera a sentar. Preguntó dónde estaba la campanilla y cruzó la estancia para llamar al servicio. Cuando Jules apareció, pidió que le llevaran una palangana con agua caliente y un paño para limpiar la herida de su hermana. Tras echarle un vistazo a Luc, también pidió hielo.
Martin miró a su primo. Tenía una enorme magulladura en el mentón. La causa había sido un puñetazo de Edward dirigido a Martin, que Luc había interceptado.
Tras una mirada de lo más elocuente a su marido, Honoria lo mandó en busca de una copa de licor para lady Osbaldestone. Vane había recibido las mismas órdenes y había abandonado la biblioteca en busca de bebidas para cualquiera que lo necesitara. Por lo que Martin escuchó, Honoria, Patience y Amelia habían trazado su propio plan. Habían estado observando desde un carruaje al otro lado del patio. Cuando escucharon el grito de Amanda, se habían puesto en acción.
Dado que habían usurpado todos sus deberes como anfitrión, Martin se acercó a Luc, que seguía vigilando a Edward, aún tumbado en el suelo y gimiendo de dolor.
—Déjalo. —Martin miró a Edward—. Si se mueve, lady Osbaldestone volverá a golpearlo.
Luc soltó una carcajada.
—Aún no puedo creerme que lo hiciera.
—Es un demonio con ese bastón. —Vane les tendió unas copas y señaló hacia la chimenea—. Acerquémonos a aquella zona, tenemos que discutir algunas cosas.
Diablo llegó con una copa de vino para Reggie.
—Nada de licores para ti, o eso me han dicho.
Reggie masculló algo, pero aceptó el vino.
Jules regresó con la palangana y el paño. Amelia se apresuró a cogerlos para atender a su hermana. Los hombres se habían reunido junto al fuego, con Reggie sentado a su lado, y estaban discutiendo la mejor manera de encargarse de Edward y el modo de hacerlo para minimizar el daño social que su perfidia ocasionaría. Lo primero no era difícil, en cuanto a lo segundo…
Las damas se unieron a ellos, tomando asiento. Honoria miró a su marido.
—¿Qué habéis decidido?
Diablo miró a Martin antes de hablar.
—Ni la ley ni la sociedad aceptarán otra cosa que el destierro de por vida. —Desvió la vista hacia Edward, que había conseguido sentarse y estaba recostado contra un escritorio—. Puede elegir el lugar, pero tenemos que sacarlo de Inglaterra y tiene que ser enseguida. Mucha gente sabe que se iba a producir una revelación esta tarde. Y esperarán algún resultado.
Honoria miró a Luc.
—¿Estás de acuerdo?
—Sí. —El aludido miró a su hermano—. Me aseguraré en persona de que hace el equipaje.
—Muy bien. —La mirada de Honoria los recorrió a todos—. Y, ahora, ¿qué pasa con lo demás?
—Hasta ahí —admitió Diablo— habíamos llegado. Tenemos que hacer algo para proteger a los Ashford, pero ¿qué…?
—Desde luego —musitó Honoria.
—Qué ridiculez —intervino lady Osbaldestone— esto de que los pecados de los hermanos recaigan sobre las hermanas y sobre cualquier otra persona cercana, por poco que se lo merezcan. En este caso, es evidente que el canalla —dijo al tiempo que fulminaba a Edward con la mirada— no estaba ni mucho menos loco o desquiciado. Lo único que le ocurre es que tiene el alma podrida y no hay más que añadir. Un retroceso que nos recuerda el lado menos admirable de su familia paterna, pero tú —prosiguió, señalando hacia Luc— te encargarás a buen seguro de librar a la próxima generación de Ashford de semejante mancha.
Luc parpadeó, perplejo.
Lady Osbaldestone se desentendió de él. En su lugar, se concentró en Honoria.
—Bien, querida, tú eres una duquesa y Amanda, aquí presente, una futura condesa; y no se puede decir que yo carezca de influencia. Sugiero que nos pongamos manos a la obra. —Miró el reloj y después observó a Martin de soslayo—. No es el mejor momento del día, pero estoy segura de que entre las dos conseguiremos hacer llegar la noticia a los oídos necesarios para que en las cenas más importantes sólo se hable del maravilloso alivio.
Los hombres intercambiaron una mirada, pero fue Diablo quien preguntó.
—¿Alivio?
—¡Por el amor de Dios! ¡Por supuesto que es un alivio! Piensa en la desgraciada situación que se habría producido si las jovencitas Ashford hubieran recibido alguna propuesta de matrimonio antes de que este terrible asunto se solucionara. Se ha evitado una situación muy escabrosa. Ahora esas muchachas podrán ser presentadas en sociedad y los caballeros podrán acercarse a ellas con la certeza de que no quedan manzanas podridas en la familia, de que todo se ha resuelto a la perfección. —La anciana se puso en pie—. Sólo hay que mirar las cosas desde el ángulo correcto. —Apoyó todo su peso en el bastón y miró a Patience—. Conoces a Minerva bastante bien, ¿no es cierto?
Patience asintió.
—Le haré una visita ahora mismo y se lo explicaré todo.
—Es una mujer sensata, pese al alocado carácter de su juventud. Comprenderá enseguida lo que pretendemos hacer y sabrá cómo lograr que sus hijas se comporten. —Hizo un gesto con la cabeza—. Muy bien. Pongámonos en marcha.
Se lanzó hacia la puerta y el resto se puso manos a la obra.
Martin llamó a Jules, que llegó acompañado de su sobrino. Joseph ayudó a Diablo a acomodar a lady Osbaldestone en el carruaje que la había estado esperando en las caballerizas.
Tras un rápido intercambio de ideas, se decidió que Luc y Jules escoltarían a Edward hasta Dover, donde lo meterían en un barco rumbo al extranjero. Vane, que se había separado de Patience cuando esta se marchó con Honoria para difundir las noticias, regresó justo cuando Edward recomenzaba un ácido monólogo entre gimoteos. Vane se agachó y le dijo algo… Edward guardó silencio.
Tras enderezarse, Vane lo miró con los ojos entornados.
—Iré con vosotros. Tal vez necesitéis otro par de manos, totalmente desinteresadas, claro.
Una vez zanjado ese asunto, Jules y Luc levantaron a Edward, que se quejaba con creciente insistencia. Bastó una mirada de Vane para que volviera a callarse.
Joseph llegó un poco después con el hielo. Amelia lo cogió y salió en pos de Luc.
—Espera. —Lo alcanzó en la puerta y lo hizo retroceder. Vane ocupó su lugar y empujó a Edward para que continuara. Amelia cogió el rostro de Luc con una mano mientras que con la otra sujetaba el hielo contra la mandíbula. Él se quejó, pero Amelia no lo soltó—. Así está mejor. Mantenlo en su sitio hasta que el hielo se derrita. Los otros pueden encargarse de Edward mientras tanto.
Luc cogió el hielo y lo sostuvo contra su cara. La miró a los ojos.
Amelia sonrió, lo giró hacia la puerta y le dio un empujoncito. Él se marchó, pero se detuvo al llegar al pasillo para mirarla de nuevo y agradecerle el hielo con una inclinación de cabeza antes de seguir a los demás.
Amelia suspiró y después regresó a su asiento al mismo tiempo que Amanda volvía tras despedir a Honoria y a Patience. Amelia miró a su hermana antes de enlazar su brazo con el de Reggie y ayudarlo a levantarse.
—Vamos. Haré que nos pidan un coche de alquiler y podrás contarme cómo te hiciste eso en la cabeza de camino a casa.
—¿También lo mucho que duele? —Reggie consiguió dedicarles una sonrisa a Amanda y a Martin antes de dejar que Amelia lo condujera al exterior.
—Ni siquiera me has dicho cómo te heriste. No he escuchado los detalles.
Sus voces se perdieron a medida que se alejaban por el pasillo. Joseph echó un vistazo a la estancia y enarcó una ceja. Martin lo despidió con un gesto de la mano; el criado cerró la puerta tras él.
Martin miró a Amanda y abrió los brazos. Ella se lanzó a ellos y dejó que la abrazara y enterrara la cara en su pelo.
Más tarde, cuando la noche se apoderó del jardín que había al otro lado de las ventanas de la biblioteca, yacían en la otomana, piel contra piel, mientras el fuego crepitaba en la chimenea. En la mesita auxiliar se amontonaban las bandejas llenas de canapés que Joseph les había llevado hacía horas.
En paz y saciados a más no poder, se limitaban a descansar en silencio y a saborear el dulce regusto de la felicidad. A soñar con el futuro.
Martin miró a Amanda. Estaba de costado, de cara al fuego, con la espalda pegada a su pecho y el trasero amoldado a su entrepierna. Le había puesto un echarpe de seda translúcida sobre las piernas desnudas, no para ocultarla a la vista, sino para protegerla del frío. Se estiró para coger un canapé y la seda brilló contra esa suave piel de alabastro que relucía como el satén. Había pasado las últimas horas satisfaciendo sus voraces sentidos, inundando su mente con la gloriosa sensación de tocarla… por entero, hasta el último centímetro.
Inundando su alma con la certeza de que era suya, en ese momento y para siempre. Inundando su corazón con semejante milagro. Inclinó la cabeza y la besó en ese punto tan sensible situado tras la oreja.
—Nunca, jamás, imaginé que podría tener todo esto.
Ni siquiera antes de aquel fatídico día diez años atrás. Eso, esa maravillosa sensación que de alguna manera se había apoderado de su vida, nunca había formado parte de sus sueños, de sus expectativas. En ese instante, ya no podía imaginar la vida sin ella.
Los labios de Amanda se curvaron en una sonrisa serena, misteriosa, femenina en su esencia, pero se limitó a recostarse contra él, dejando que su cuerpo lo rozara… una elocuente admisión que no necesitaba de palabras.
Él lo sabía; pero, sin embargo… se habían cambiado las tornas y era él quien necesitaba más. Le acarició la oreja con la nariz.
—No me has dado una respuesta.
Ella lo miró a la cara, a los ojos. Sonrió. Levantó una mano para acariciarle la mejilla.
—¿De verdad necesitas oír las palabras?
—Sólo una vez.
—Pues entonces, sí… seré tuya. Me casaré contigo y seré tu condesa, daré a luz a tus hijos y redecoraré tu casa. Aunque, al parecer, Honoria cree que el orden debería ser el inverso.
Amanda se dio la vuelta hasta quedar frente a él y le rodeó el cuello con los brazos para atraerlo hasta ella y darle un beso… un beso que se prolongó y profundizó hasta reavivar las llamas del deseo, aunque Martin lo mantuvo a raya.
A la postre, levantó la cabeza. Aún tenían que resolver un asunto. Clavó la mirada en esos ojos tan azules como un cielo de verano.
—Me preguntaste por qué quería casarme contigo. Te ofrecí una respuesta, una respuesta sincera… en parte.
Ella se quedó muy quieta. Martin le cogió la mano y habría jurado que sintió el vuelco que dio el corazón de Amanda.
—Quiero casarme contigo —comenzó sin apartar la vista de sus ojos y mientras se llevaba la mano a los labios para besarle los dedos—, porque es mi deber casarme con una dama como tú, porque el honor me obliga a casarme contigo, porque nuestro matrimonio es lo que dicta la alta sociedad y también por el hijo que podrías llevar en el vientre ahora mismo. —Le sostuvo la mirada en silencio y besó de nuevo los dedos que tenía atrapados—. Pero, sobre todas las cosas, quiero casarme contigo por una razón muy sencilla: porque no puedo imaginarme la vida sin ti.
Contempló sus manos unidas y cambió de postura hasta que sus dedos quedaron entrelazados.
—Y si esto es lo que los poetas llaman amor, entonces, sí, te amo. No de un millar de formas, sino de un modo abrumador. De un modo que ha llegado a definir quién soy y lo que soy… y se ha convertido en el núcleo de mi ser. —Volvió a mirarla a los ojos—. Esa es la razón por la que quiero casarme contigo.
Amanda esbozó una sonrisa algo temblorosa y le soltó la mano para acariciarle la mejilla. Después se acercó a él y lo besó en los labios con suavidad y ternura; una caricia tan hermosa y fugaz como el momento que vivían.
Después, profundizó el beso, lo convirtió en algo mucho más atrevido hasta que separó los labios cuando él reaccionó y lo instó a hundirse en su boca, a reclamarla con voracidad.
Se entregó al león que había atrapado.
Y supo que jamás necesitaría otra cosa.
La boda de Martin Gordon Fulbridge, quinto conde de Dexter, y la señorita Amanda Maria Cynster se celebró en una ceremonia privada en la iglesia de St. George en Hanover Square cuatro días más tarde.
A pesar de que la ceremonia era privada, estuvo muy concurrida. La familia Fulbridge al completo, para celebrar no sólo la resurrección del cabeza de la familia, sino también sus nupcias, además de muchos conocidos, se sumaba a los Cynster y a sus amistades, lo que componía un grupo de invitados que atestaba la iglesia.
Dado que la ceremonia era «privada», los Ashford podían asistir sin que la alta sociedad les hiciera el vacío. Por su parte, Amanda había insistido en que Emily y Anne estuvieran presentes (saber que su entusiasmo se vería aplastado le habría arruinado el día) y Martin sólo consideraba a una persona como su padrino: Luc.
Así que se decretó que la ceremonia sería «privada» y todos contentos.
O más bien extasiados; una sensación de euforia se apoderó de todos cuando Amanda comenzó a caminar hacia el altar con una expresión rebosante de alegría. El brillo que hacía relucir los ojos del novio no era menos exultante. Los concurrentes estaban convencidos de que presenciaban un matrimonio bendecido por el cielo.
La alegría floreció y no disminuyó en ningún momento del día, durante el almuerzo de bodas y también después, sin que ningún desafortunado incidente la empañara. Y luego llegó el momento de que los novios emprendieran el largo viaje que los llevaría a su hogar en el norte.
Como era costumbre, las jóvenes solteras se reunieron junto al carruaje que estaba delante del domicilio de Upper Brook Street. Otras se congregaban alrededor del vehículo, atestando las escaleras de la casa para echarle un último vistazo a la radiante novia.
En el interior de la casa se escucharon vítores que se trasladaron al exterior cuando Amanda y Martin abandonaron el salón de baile y fueron avanzando por los pasillos hasta el jardín, momento en el que se escuchó un estruendoso clamor y bastantes sugerencias provechosas, la mayoría dirigidas al novio.
Luc y Amelia, la dama de honor de su hermana, habían escoltado a la feliz pareja hasta la puerta. Se detuvieron en el porche. Al ver que la marea de personas que se apretujaban en los escalones bullía de expectación con la llegada de Martin y Amanda al carruaje, Luc tocó el brazo de Amelia y señaló con la cabeza hacia un lateral del porche, lugar desde donde podrían contemplar la marcha de la pareja sin obstáculos, junto a una columna.
Se colocaron en posición mientras Martin ayudaba a Amanda a subir al escalón superior del carruaje. La novia se cogió del borde de la puerta y se giró, blandiendo el ramo. Levantó la vista y lo lanzó…
Directo a los brazos de Luc, quien maldijo e intentó retroceder, pero tenía la columna detrás. De forma refleja, cogió el ramo. Miró a la novia con el ceño fruncido y se dio cuenta de que esta reía encantada.
Tras darle la vuelta al ramo, se lo tendió a Amelia con una reverencia.
—La puntería de tu hermana es desastrosa. Creo que esto es para ti.
—Gracias.
Amelia cogió el ramo y observó las flores para esconder su sonrisa y reprimir el malicioso impulso de decirle que se había equivocado en ambas afirmaciones. Devolvió la vista al carruaje y vio que Amanda le lanzaba un beso y después se despedía con la mano cuando Martin la instó a entrar.
Amelia sonrió, saludó a su gemela con el ramo… y supo que la comprendía. Supo que le estaba dando su aprobación.
Amanda estaba casada y ella había tomado una decisión. Le había llegado el turno de atrapar a su compañero.
Luc disimuló la confusión que sentía cuando la puerta del carruaje se cerró y el cochero azuzó a los caballos. Justo antes de que desapareciera dentro del coche, Martin lo había mirado a los ojos y le había sonreído… con una expresión que le resultaba indescifrable.
Después sintió la mano de Amelia en el brazo y reprimió al instante la reacción que siempre le provocaba.
—Será mejor que entremos.
Asintió y se giró para seguirla, agradecido de que ella lo hubiera soltado y caminara delante. La muchacha miró por encima del hombro y esbozó una breve sonrisa. La clase de sonrisa que había visto en su rostro un millar de veces. Luc entró en la casa mientras se preguntaba por qué se le había erizado el vello de la nuca.