POR órdenes de su futura esposa y de su futura suegra, Martin fue a Upper Brook Street a la mañana siguiente para recoger a Amanda y dar un paseo en tílburi por el parque.
Mientras conducía por la avenida, miró a Amanda y, al percatarse del brillo de sus ojos y del triunfo que la embargaba, decidió que el sacrificio merecía la pena. Le había asegurado que sólo tendría que hacerlo una vez. Y él había llegado a la conclusión de que se trataba de un extraño rito que sólo comprendía la mitad femenina de la alta sociedad.
Esa deducción cobró fuerza cuando los rostros de las damas casadas y de las anfitrionas de mayor relevancia, que se sentaban con aire regio en los carruajes alineados junto a la verja, se iluminaron al verlos aparecer antes de sonreír con elegancia y asentir. Amanda esbozó una sonrisa radiante y les devolvió el saludo. Martin se limitó a saludar de forma indiferente a las damas de mayor influencia y a aquellas que recordaba como amistades de sus padres, y se concentró en guiar sus purasangres a través de la pista de obstáculos en la que se convertía el camino a esas horas.
Se acercaron a la duquesa viuda de St. Ives para charlar con ella y después intercambiaron algunas palabras con Emily Cowper. Tras eso, consideraron la prueba como superada y dejaron atrás al último carruaje. Martin dejó que los caballos fueran al trote. Estaba felicitándose por haber sobrevivido a tan dura experiencia cuando Amanda le dio unos tironcitos en la manga y señaló hacia el lugar donde se alineaban los carruajes para dar la vuelta.
—Tenemos que volver.
Martin la miró; no estaba bromeando. Aunque soltó un gruñido, dio la vuelta. Había aceptado comportarse tal y como le pidieran hasta que tanto ella como las mujeres de su familia (un grupo de damas muy decididas y voluntariosas) decretaran que su resurrección social se había llevado a cabo. Suponía que, una vez que lo consiguiera, podría retirarse del escenario, al que sólo regresaría bajo petición, al igual que lo hacían sus esposos e hijos.
Le había parecido prudente no mencionar que tenía toda la intención de retirarse la mayor parte del año a Hathersage. Mientras se abrían paso una vez más a través de los carruajes, su hogar jamás se le había antojado más atractivo.
Estaban inmersos en el ojo del huracán cuando Amanda lo cogió del brazo y le dio un apretón tan fuerte que le clavó las uñas a través de la tela.
—¡Mira! —Señaló con su sombrilla.
Miró hacia donde le señalaba: dos jóvenes que paseaban bajo el sol, seguidas a unos cuantos pasos por un caballero.
—Edward, Emily y Anne.
—Es Edward. —El tono de Amanda denotaba su sorpresa. Martin la miró y se percató de que sus mejillas estaban pálidas. Ella le devolvió la mirada con los ojos abiertos muy abiertos—. Jamás me había dado cuenta, pero… de lejos, es igualito a ti.
Martin reprimió un resoplido.
—No te entusiasmes. Los cinco que quedan en nuestra lista se parecen mucho a mí de lejos. —Volvió a mirar a Edward, pero el resto de carruajes lo obligó a continuar—. Y no es igualito a mí.
—Lo sé, a eso me refiero. Es más bajo y más delgado, y su pelo no es tan brillante como el tuyo. Además, sus facciones no están tan definidas. Jamás pensé que se pareciera tanto… —Se giró para echarle un último vistazo—. Pero ahora mismo… Es por la distancia. Lo reduce todo a una cuestión de proporciones.
Volvió a mirar al frente. A Martin le bastó una mirada de reojo para darse cuenta de que su rostro lucía esa expresión terca que tan bien conocía.
—Si se trata de Edward…
—Amanda…
—No. —Lo acalló con una mano—. No digo que sea cierto, pero supongamos que es él. ¿Cómo se enteró de que nosotros, de que cualquiera de los dos, íbamos rumbo al norte…? —Dejó la pregunta en el aire. Martin la miró una vez más. Su rostro estaba ceniciento, pero entonces lo miró a la cara y su expresión fue el epítome de la euforia—. ¡Amelia! Tenemos que encontrarla. —Echó un vistazo a su alrededor—. No la he visto, no estaba con mamá, lo que quiere decir que está dando un paseo; pero no estaba con Emily y con Anne, y Reggie no está… ¡Allí! —Lo cogió del brazo—. Apártate a un lado. Deprisa.
Hizo que el tílburi pasara entre un viejo landó ocupado por una vieja bruja engalanada en exceso, acompañada por un chucho que no dejaba de ladrar, y un cabriolé a rebosar de jovencitas que no paraban de reírse. Y que al mirarlo redoblaron sus risillas.
Amanda apenas se contenía en su asiento. Amelia la había visto gesticular como una loca y se estaba acercando acompañada por lord Canthorp.
Amelia saludó a su hermana con un apretón en la mano, sonrió a Martin y después le presentó a su acompañante. Mientras los hombres intercambiaban unas palabras, ellas se miraron con un gesto de lo más elocuente.
Como resultado, Canthorp recibió una despedida muy cortés que lo obligaba a marcharse. En cuanto se alejó lo bastante para que no pudiera escucharlos, Amelia le preguntó a su hermana:
—¿Qué pasa?
Amanda inspiró hondo y abrió la boca para hablar, pero después vaciló un instante y preguntó con cautela:
—El día en que me marché a Escocia, ¿le dijiste a alguien hacia dónde me dirigía?
Con una expresión inequívocamente curiosa en sus ojos azules, Amelia respondió:
—Lady Bain y la señora Carr me preguntaron dónde estabas mientras almorzábamos en casa de lady Cardigan.
La euforia de Amanda se evaporó.
—¿Nadie más?
—Bueno, nadie más preguntó, pero de camino al almuerzo nos paramos en el parque y nos encontramos con los Ashford. Salió en la conversación.
—¿De veras? —Amanda cogió la mano de su hermana—. ¿Quién estaba? Con los Ashford, me refiero.
—Los cuatro de siempre: Emily, Anne, su madre y Edward.
Martin cerró la mano en torno a la de Amanda y le dijo con un apretón que se mantuviera en silencio.
—Amelia, haz memoria. ¿Qué fue exactamente lo que les dijiste?
Amelia sonrió.
—Eso es fácil. Mamá y yo discutimos lo que teníamos que decir antes de salir de casa. Y habíamos decidido ser vagas a conciencia. Acordamos decir que te habías ido al norte durante unos días, nada más.
Condujeron por las calles durante toda una hora mientras debatían la posibilidad de que Edward, ¡nada más y nada menos!, fuera el rufián que buscaban.
—No puedes, bajo ningún concepto, sostener que no es posible —declaró Amanda.
Se habían despedido de Amelia, tan abatidos y tan conmocionados que su hermana había mostrado verdadera preocupación. Amanda la había tranquilizado y le había prometido que se lo contaría todo más tarde; después, prosiguieron camino y se apresuraron a dejar atrás la ruidosa avenida.
—Admito que es posible. —El apagado tono de Martin le dijo que estaba mucho más convencido, pero…
Contempló su expresión pétrea.
—Si crees que delatarlo le causará a Luc, a lady Calverton y a sus hermanas mucho dolor, no te olvides del dolor que él le ha causado a todas esas personas que ya no pueden obtener justicia. —La mirada penetrante que le lanzó le indicó que había tocado una fibra sensible. Continuó—: Y no te olvides de que si cree que puede librarse, tal vez intente algo parecido en el futuro. No esperarás que me crea que la mitad de tu familia frecuenta los burdeles. Y, como ya sabes, Edward tiene una reputación de ultramoralista, conservador y pomposo, pero siempre se comporta con suma corrección. No lo has visto en este ambiente, pero es así. Melly y yo siempre hemos creído que es su manera de hacerse notar; sobre todo porque, a pesar de ser lo bastante apuesto, jamás podría competir con Luc. Ni contigo.
Martin compuso una mueca. Pasado un momento, dijo:
—Cuando éramos jóvenes, siempre nos perseguía.
Amanda guardó silencio; si para ella era difícil asimilar esa posibilidad, ¿cuán duro no sería para él?
Poco después le dio un apretón en la mano y entrelazó sus dedos; Martin la miró.
—Acabo de recordar algo que me dijo lady Osbaldestone. No estoy segura de a qué se refería, pero no se trataba sólo de tu situación. Dijo que incluso en las mejores familias había manzanas podridas. Dijo que, en tu caso, nadie creyó que fueras tú esa manzana podrida. No lo dijo con palabras, pero supe que creía que era el deber de la familia eliminar a su manzana podrida. —Le sostuvo la mirada—. Estaba pensando… ¿era eso lo que creía tu padre que estaba haciendo? ¿Lo que sentía que debía hacer por el bien de la familia? El problema es que cogió la manzana que no era.
Martin la miró a los ojos antes de que su expresión se tornara distante y girara la cabeza en dirección a los caballos. Pasó un momento hasta que volvió a moverse para echar un vistazo a su alrededor.
—Sabe Dios dónde estará Luc a estas horas.
—Pero se reunirá con nosotros en Fulbridge House a las cuatro. —Cuando Martin asintió con expresión seria, añadió en voz baja—: Y entre tanto, tenemos que atender al almuerzo al aire libre y también visitar a lady Montague.
Martin la miró y luego soltó una maldición.
Acudieron a ambos eventos. Aunque Martin encubrió su impaciencia con su desenvuelto encanto, tenía los nervios a flor de piel; Amanda lo percibía, sentía cómo la tensión hacía vibrar su cuerpo. La estaba sacando de quicio. Cuando, apenas diez minutos después de llegar a casa de lady Montague, Martin le preguntó al oído si podían marcharse ya, estuvo encantada de fingir un dolor de cabeza como excusa para irse.
Martin la ayudó a subir al tílburi antes de azuzar a los caballos para dirigirse a Park Lane.
—¿Edward? —Reggie abrió los ojos de par en par—. ¡Ese canalla! Sí, me lo puedo imaginar, la manera en la que sermonea a diestro y siniestro…
—¡Un momento! —lo interrumpió Martin.
Reggie y Amanda miraron a Martin, que estaba junto a la ventana de la biblioteca y contemplaba el jardín y la vegetación que lo adornaba.
—No debemos condenarlo sin pruebas. Y de momento no tenemos ninguna.
Amanda estuvo de acuerdo.
—Lo único que sabemos es que podría ser él.
Martin suspiró.
—En todos los casos (Sarah, Buxton y Reggie), Edward dispuso tanto de los medios como de la oportunidad para hacerlo, algo que aún debemos establecer para el resto de sospechosos. Sin embargo, y hasta que no tengamos pruebas irrefutables, sugiero que moderemos nuestra postura.
Sentado en el diván, Reggie hizo una mueca en dirección a Amanda, que ocupaba su lugar favorito en la otomana. Se inclinó para preguntar en un susurro:
—¿Podría ser Edward al que viste?
—¡Sí, maldita sea! —respondió Reggie de la misma manera—. Dije que se parecía mucho a Dexter porque acababa de verlo y fue él quien me preguntó. Lo tenía delante. Sé que no fue Luc porque su pelo es negro en la oscuridad, pero si Dexter no hubiera estado allí, habría dicho que ese canalla era igualito a Edward. —Reggie miró la espalda de Martin—. Claro que eso no prueba mucho, por desgracia.
Luc llegó cuando el reloj marcaba las cuatro. Le echó un vistazo al rostro de Martin y preguntó:
—¿Qué?
Martin se lo contó, repitiendo las palabras que Amelia dijera sin pensar.
Cuando Martin terminó, Amanda continuó relatando las discrepancias en el comportamiento de Edward.
—La imagen que quiere proyectar de sí mismo es una patraña. En realidad no es un amante hermano ni un caballero de estricta moral y comportamiento intachable.
Recostado en el sillón, Luc la miró sin parpadear. Tenía el rostro pálido, pero su expresión no denotaba incredulidad. Pasado un momento, miró a Martin antes de exhalar un suspiro cansado.
—Aún recuerdo a Sarah. —Cerró los ojos un instante y los abrió para clavarlos en el rostro de Martin—. Y sí, puedo creerlo de Edward.
Era lo último que Martin había esperado oír. Se quedó estupefacto, como bien reflejaba su expresión.
—¿Cómo…? —Se acercó a él—. ¿Estás seguro?
—¿Seguro de que lo hizo? No. ¿Seguro de que podría haberlo hecho? Sí. —Luc miró a Amanda y a Reggie antes de volver a Martin—. Lo conozco, conozco al verdadero Edward, mucho mejor que tú. Lo que Amanda dice es verdad: la imagen que Edward proyecta en la alta sociedad difiere mucho del hombre que es en realidad. Y no, no es algo que haya pasado en los últimos tiempos. —Bajó la vista al suelo—. Solía preguntarme si se debía a los celos, si era una mera reacción al hecho de que nosotros dos siempre fuéramos… algo más: mejores, más fuertes, lo que fuera. Edward jamás estaba a nuestra altura, aunque ninguno de nosotros nos medíamos por ese rasero, sólo él. Sin embargo, cuando tenía siete años, lo pillé torturando a una gata. La rescaté y me la llevé de allí. No se lo dije a mi padre, pero intenté explicarle a Edward que lo que había hecho estaba mal. No lo entendió, ni entonces ni nunca.
Miró de nuevo a Martin.
—Tal vez no te hayas enterado, pero Edward solía tener problemas en la escuela… por intimidar a los demás. Desde que llegó a la ciudad, apenas he mantenido contacto con él. Sabe que no apruebo su comportamiento, así que se asegura de que no me lleguen los rumores. De todas formas, durante años ha mantenido la creencia de que nosotros, los ricos y poderosos, somos los únicos que importamos, mientras que el fin de aquellos de menor rango es el de complacernos. —Pasado un instante, añadió—: Los criados lo detestan. De no ser por mi madre y las niñas, no lo soportarían.
»Así que si me preguntas si podría haber forzado a Sarah, haber matado a Buxton y haber guardado silencio cuando te acusaron, a ti que siempre te odió… si me preguntas si podría haberle disparado a Reggie creyendo que eras tú, la respuesta es sí. Si en una ocasión dejó que cargaras con la culpa, no creo que haya dudado en intentar que sea algo permanente.
Martin sostuvo la mirada de Luc antes de acercarse a la otomana y recostarse en ella. Sacudió la cabeza y después clavó la vista en el techo. Pasado un tiempo, su mirada regresó a Luc.
—Seguimos necesitando pruebas.
—A menos que le retuerzas el pescuezo hasta que confiese, algo que no harás, no se me ocurre ninguna manera de lograrlo. Es inteligente, calculador y no le corre una pizca de calidez por las venas. Apelar a su sentido del honor sería una pérdida de tiempo: no reconoce ese concepto.
La amargura de su voz y la mueca de sus labios expresaban con claridad los sentimientos de Luc. Había intentado reformar a su hermano, pero sabía que había fracasado. Amanda lo observó mientras se preguntaba si aceptaría la necesidad de llevar a Edward ante la justicia. Sus siguientes palabras despejaron cualquier duda.
Luc miró a Martin, con una expresión adusta en sus ojos azules.
—Tenemos que considerarlo un desafío, primo… Rara vez fallamos, no cuando trabajamos juntos para resolver algo.
Martin le devolvió la mirada y sus labios esbozaron una sonrisa burlona.
—Tienes razón. Que sea un desafío: demostrar la culpabilidad de Edward. Tiene que haber una manera… y la hay. Pero ¿cuál?
Luc miró a Reggie
—¿Cómo llegó al norte?
—Parece que atajó por Nottingham.
Empezaron a lanzar preguntas, a definir los actos de Edward en un intento por encontrar alguna prueba que hubiera dejado algo sustancial. Amanda y Reggie los ayudaron; Jules llevó unas bandejas y unas cuantas botellas de licor. Comieron y bebieron mientras se devanaban los sesos.
Pasada una hora, Martin se recostó.
—Esto no nos está llevando a ninguna pare. Aun cuando demostráramos que estaba en el norte, no podríamos demostrar que apretó el gatillo. Y aunque lo hiciéramos, no hay manera de relacionarlo con Sarah y Buxton.
Luc compuso una mueca, pero la expresión de sus ojos no se suavizó.
—Me gustaría hacerle pagar por lo que le hizo a Sarah. Ahí empezó todo. —Suspiró—. Si ella al menos hubiera dicho algo… lo que fuera. Si le hubiera hablado a su aya…
Martin negó con la cabeza.
—La señora Crockett se mostró inflexible, y ella no se habría olvidado de…
—¡Espera! —Amanda le cogió el brazo—. ¡Eso es!
—¿Qué? Sarah no dejó pista alguna…
—Cierto, pero sólo nosotros cuatro y la señora Crockett lo sabemos.
Luc entrecerró los ojos.
—Nos sacamos algo de la manga…
—No exactamente. —Amanda gesticuló para acallarlos—. Escuchad. Esto es lo que está pasando, al menos de cara al resto de la sociedad. —Inspiró hondo mientras su mente sopesaba todas y cada una de las piezas hasta que todas encajaron en su lugar—. Martin ha pedido mi mano, lo que significa que tiene que resolver ese viejo escándalo. Así que, por primera vez en mucho tiempo, regresa a la escena del crimen y hace unas cuantas preguntas a varios testigos. El asesino sabe que Martin ha vuelto a casa, de manera que eso encaja. Por supuesto, una de las personas con las que habla es la señora Crockett. A pesar de que ella no sabe nada, después de que nos marcháramos, rebusca en los baúles donde el padre de Sarah guardó sus cosas. No lo había hecho antes porque había asumido que Martin era culpable. —Amanda lo miró—. Sé que no es así, pero queda mejor que durante todos estos años ella te creyera culpable. Eso explicaría por qué no había leído hasta ahora el diario de Sarah. Te llevaron a la fuerza, casi preso por el crimen… Años atrás no hizo falta prueba alguna. Pero cuando nos marchamos, la señora Crockett recuerda el diario, aunque no está segura de que siga allí. Así que cuando mira en el baúl, lo encuentra; como es lógico, en el diario no aparece su nombre, pero Sarah describe lo suficiente a su agresor, el padre del bebé que llevaba en el vientre. —Miró a los tres hombres—. Todos los hombres creen que las jovencitas lo escriben todo en sus diarios, ¿no es así?
Luc se encogió de hombros.
—Es uno de los riesgos de relacionarse con inocentes.
Amanda asintió.
—Exacto. La señora Crockett le envía una nota a Martin para preguntarle lo que debe hacer con el diario. Tú le contestas diciéndole que lo envíe a Londres. El diario llegará aquí, cierto día a cierta hora, porque se enviará con el coche de postas, de manera que su llegada se sabrá de antemano. Y nosotros estaremos aquí, esperando la entrega, para abrirlo y leer lo que pone…
—Y Edward moverá cielo y tierra para evitarlo. —Luc se inclinó hacia delante con expresión decidida—. Podría funcionar.
—Además, el plan funcionaría aunque no fuera Edward —intervino Martin. Cuando los demás lo miraron, continuó—: Sólo tenemos pruebas circunstanciales contra él. Sería una estupidez que lo juzgáramos culpable sin más. —Clavó la vista en Amanda—. Y esa es la razón de que tu plan sea tan acertado: funcionará sin importar quién de los cinco de la lista sea el culpable. Quienquiera que sea, intentará evitar que leamos el diario.
—Pero no tenemos ningún diario —puntualizó Reggie.
—Cualquier libro servirá. —Martin miró las estanterías que los rodeaban.
—No, no servirá cualquiera —contravino Amanda—. Tiene que parecer un diario. Tengo uno bastante viejo de cuando era niña, con rosas en la cubierta. No tiene mi nombre escrito, así que pondré el de Sarah. Eso servirá.
Luc frunció el ceño.
—Si fuera yo, intentaría arrebatarle el diario a la señora Crockett directamente. Me presentaría en su casa y le diría que Martin me envía para recogerlo.
—No tendrías tiempo de hacerlo —dijo Martin—. Vamos a ponerlo todo en marcha muy deprisa. —Los miró a todos—. El diario llegará mañana por la tarde. El coche de postas desde el norte llega a St. Paneras a las cinco en punto. Para hacer que parezca más realista y asegurarnos de que el diario llega aquí y que no sufre intentos de robo durante el viaje, enviaré a Jules para que lo recoja. En realidad, envolveremos el diario y se lo daremos a Jules, y uno de los lacayos lo llevará a Barnet mañana al amanecer. Estará allí para coger el coche de postas cuando haga una de las paradas de camino hacia aquí.
—Pero ¿qué pasa con Jules? —Amanda se giró hacia Martin—. Sabemos que el asesino es peligroso y no queremos que le pase nada.
—No tienes que preocuparte por Jules. Puede cuidarse sólito. —Al ver que Amanda no se quedaba tranquila, la sonrisa de Martin se tornó burlona—. Jules es un antiguo bandido corso, un asesino entre otras cosas. Lo enviaron para matarme.
Luc estudió a Martin.
—Evidentemente no era lo bastante bueno en su trabajo.
Martin enarcó las cejas.
—A decir verdad, era muy bueno… pero yo soy mejor.
Intercambiaron una mirada que sólo podía darse entre primos antes de concentrarse de nuevo en el asunto que se traían entre manos.
—De cualquier forma, para asegurarnos y conferirle más veracidad a nuestra historia, ordenaré que dos lacayos esperen en St. Paneras y escolten a Jules y al valioso diario de vuelta a casa.
Luc asintió.
—Sí. Eso servirá. Apostar guardias para que vigilen el diario será el toque maestro: no te molestarías a menos que estuvieras convencido de que contiene pruebas cruciales.
—Y lo sería en más de un sentido. Probaría que me acusaron de forma injusta, limpiaría mi nombre, recuperaría mi posición dentro de la familia, allanaría mi camino para conseguir la mano de Amanda (algo que me emparentaría con los Cynster) y me aseguraría el beneplácito de la alta sociedad durante bastante tiempo. —Martin miró a Luc—. Si se trata de Edward y no sólo aspira subir en el escalafón social, sino que también actúa movido por el odio que me profesa según tú, el hecho de que tan buena fortuna dependa de la información de ese diario lo obligará sin duda alguna a actuar.
Cuando amaneció al día siguiente ya estaba todo dispuesto. Amanda había rescatado su viejo diario, había escrito el nombre de Sarah en la cubierta y, tras envolverlo en papel marrón, ya se encontraba en posesión de Jules, quien había partido hacia Barnet al despuntar el alba, junto con los lacayos.
Todos tenían una tarea asignada. Reggie se quedó en Fulbridge House a cargo del puesto de mando. Los otros le fueron llevando informes a lo largo del día, a medida que llevaban a cabo cada una de las tareas y comprobaban que todo seguía el curso marcado.
Tras una intensa discusión, convinieron en cómo darían a conocer la historia a los cinco caballeros de la lista. Tenían que asegurarse de que todos recibían el mensaje, esa advertencia del peligro inminente, antes de las cinco de la tarde. Amanda, Luc y Reggie tuvieron que combinar sus fuerzas para convencer a Martin de que era imposible mantenerlo en secreto.
—Sin embargo —había señalado Amanda—, la mejor forma de asegurarse de que la historia se repite lo suficiente como para resultar creíble y de que se extiende con rapidez es decírselo a unas cuantas personas «en confianza».
Luc observó por un instante el semblante serio de Martin antes de suspirar.
—No puedes tenerlo todo: o es rápido y público o lento y potencialmente más peligroso si nos decantamos por mantener el secreto.
A la postre, Martin había capitulado y habían acordado cuál sería la mejor manera de abordar el asunto. A pesar de lo tardío de la hora, Luc se había marchado para pasarse por sus clubes e ir sembrando la historia en los círculos apropiados. Después de eso, pasaría por el baile al que habían asistido su madre, sus hermanas y Edward, pero no permitiría que su hermano sospechara nada, salvo que estaban preparando algo. Algo que tenía que ver con Martin.
Esa mañana, Luc visitaría Limmers y después se llegaría a los clubes y se acercaría a los demás hombres de la lista para averiguar si se habían enterado, sin necesidad de preguntar nada. No cabía duda de que le preguntarían por las últimas noticias, algo que, cómo no, él estaría encantado de contarles.
En cuanto a Edward, llegaron a la conclusión de que sería mejor que se enterara por medio de alguien de quien jamás podría sospechar: sus hermanas, Emily y Anne. Amanda sería la encargada de contarles la historia a las muchachas. Acompañada de Amelia, que estaba más que dispuesta a ayudar, salieron para dar su habitual paseo por el parque con su madre.
Encontrarse con los Ashford y unirse a las muchachas para dar un paseo por los jardines era ya una práctica habitual. Como de costumbre, Edward se quedó cerca, pero no paseó con ellas. Amelia y Amanda desviaron con habilidad la conversación hacia la futura boda de Amanda. Emily y Anne las acribillaron a preguntas, movidas por el inocente entusiasmo que despertaba la que sería su primera boda de la alta sociedad.
Fue muy fácil para Amanda contarles en confianza, e inundada por el alivio, que la mancha que ensuciaba el nombre de Martin desaparecería en breve. Cuando las muchachas, que habían oído rumores acerca del viejo escándalo, le pidieron una explicación, les dijo todo lo que necesitaban saber. No se recreó con los detalles de ese antiguo crimen, pero se aseguró de que captaran la importancia de lo que sucedería esa misma tarde y, más aún, de la esperada resolución que el acontecimiento conllevaría.
Encantadas, Emily y Anne declararon que parecía un cuento de hadas. Tras intercambiar una mirada, Amanda y Amelia reforzaron esa impresión, ya que tenían la certeza de que más tarde las muchachas se sentarían en el carruaje y charlarían animadamente con su madre durante el camino de vuelta a casa, mientras Edward escuchaba en silencio.
No había forma alguna de comprobar que Edward se había enterado de todos los detalles necesarios. Martin, a caballo y oculto a la vista por las ramas bajas de los árboles, observó cómo se desarrollaba la escena y cómo Emily y Anne se separaban de las gemelas y regresaban al landó de lady Calverton. Edward se sentó junto a su madre. El landó emprendió la marcha por la avenida.
El carruaje pasó junto a Martin, que no había salido de su escondite, y desde allí escuchó cómo Anne contaba la historia.
—¡Y el diario llega esta tarde a las cinco!
Azuzó al caballo para salir del escondite y se dispuso a seguir el carruaje. No lo bastante cerca como para que lo vieran entre el denso tráfico, pero sí lo suficiente para no perder de vista a los Ashford.
Las muchachas parlotearon sin descanso. Su tía no dejaba de sonreír y hacerles preguntas. Edward estaba sentado junto a ella, con el rostro tenso y completamente inmóvil. Cuando el carruaje llegó a Ashford House, Edward bajó y ayudó a su madre y a sus hermanas a apearse. Lady Calverton subió los escalones seguida de Emily. Anne hizo ademán de seguir a su hermana, pero Edward la detuvo.
Desde la esquina, Martin observó cómo Edward interrogaba a la muchacha. Como haría cualquier hermana pequeña, Anne soltó un suspiró y recitó sus respuestas. Cuando por fin se dio por satisfecho, Edward la dejó marchar. La muchacha subió las escaleras y entró en la casa. Edward se quedó un instante en la calle, con el rostro inexpresivo, antes de dar media vuelta y entrar a toda prisa.
Martin observó cómo desaparecía de la vista y luego regresó a Park Lane para dar su informe.
Después de eso… a lo largo del día, Amanda y él se vieron obligados a representar el papel de una pareja de tortolitos cuyo último obstáculo para la felicidad conyugal estaba a un paso de desvanecerse. Como así era. Pero también estaban tan nerviosos, tan pendientes de lo que sucedería más tarde, que todas esas sonrisas y esa palabrería no hicieron más que añadir tensión. Martin dejó que ella se encargara de casi todo. Se limitó a esbozar una sonrisa y a observar con ella a todo el que se les acercara, mientras permanecía pegado a su prometida y pensaba en otras cosas.
Hasta que ella le dio un codazo en las costillas y lo miró con una dulce sonrisa… echando chispas por los ojos.
—Eres incapaz de mantener la expresión. Comienzas con un aire de encantadora adoración que poco a poco se va convirtiendo en una mueca de fastidio. Lady Moffat acaba de preguntar si te encuentras bien.
—Bueno… —dejó la frase en el aire y se obligó a no fruncir el ceño al mirarla—. Es que estoy distraído.
—Pues piensa en otra cosa… distráete con otra cosa. Con algo agradable.
Sólo se le ocurría una cosa que sirviera.
Y lo hizo. El hecho de que, a pesar de todo, siguiera siendo tan fácil hacer que Amanda se sonrojara agudizó sus instintos de depredador y, más tarde, cuando se escaparon a sala de música de lady Carlisle mientras el resto de invitados disfrutaba conversando en los jardines tras el almuerzo, le pareció la oportunidad perfecta para distraerlos a ambos.
El tembloroso suspiró que dejó escapar Amanda cuando entró en ella fue el sonido más dulce que jamás había escuchado; y el sofocado grito que emitió cuando la hizo alcanzar un clímax que la dejó desmadejada entre sus brazos fue la bendición suprema.
Cuando regresaron a la tierra y recuperaron el aliento, ella levantó la cabeza para mirarlo a los ojos; en ese momento, sus labios, hinchados a causa de los besos, esbozaron una sonrisa presuntuosa. Le pasó las uñas por la nuca, una evocadora caricia que le provocó un escalofrío. Lo besó en los labios.
—Eres mío —susurró.
—Siempre.
Martin le devolvió el beso. Pero se dio cuenta de que seguían demasiado tensos, demasiado expectantes. Y también se dio cuenta de que los invitados de lady Carlisle aún tenían que hablar de muchos temas.
Así pues, decidió proporcionarles otro más.
Se reunieron a las cinco en la biblioteca de Martin. Reggie y Joseph (el sobrino de Jules, que hacía las veces de su ayudante), habían recolocado los muebles y habían sustituido la otomana por un diván emplazado por regla general al fondo de la estancia.
—Distraía demasiado —aseguró Reggie cuando Amanda clavó la mirada en el diván que había reemplazado a la otomana.
Tenía que admitir que era cierto. Al percatarse de que la otomana seguía allí, pero al fondo de la estancia, asintió.
—Esta zona tiene un aire más formal de este modo.
—Exacto.
Luc se reunió con ellos e inclinó la cabeza con brusquedad.
—Los otros cuatro están enterados, pero no vi indicio alguno de que pudieran intervenir. Todo lo contrario, en realidad. Parecían encantados de que estuvieras a punto de limpiar tu nombre.
Martin frunció los labios.
—Edward sabe al menos los detalles básicos.
Luc lo miró a la cara.
—Así que la trampa ya está dispuesta.
Sólo quedaba esperar.
La biblioteca compartía una de sus paredes con el vestíbulo principal; cuando sonó la campanilla de la puerta, todos se tensaron. Oyeron los pasos de Joseph al cruzar el vestíbulo. Escucharon como hablaba con el visitante.
No tardó en ser evidente que quienquiera que fuese no se trataba de la persona que estaban esperando; escucharon cómo Joseph se afanaba por librarse del caballero en cuestión. Pero las voces al otro lado de la pared comenzaron a aumentar de volumen. Amanda frunció el ceño; esa voz le resultaba familiar…
Fue entonces cuando escuchó que pronunciaban su nombre y se dio cuenta de quién era.
—¡Dios mío! —Reggie la miró—. ¿Ese no es…?
Amanda cerró la boca con fuerza y se puso de pie.
—Yo me encargaré de esto.
Para cuando llegó al vestíbulo, estaba a punto de estallar. Joseph la oyó acercarse, echó un vistazo a su alrededor y se apartó para dejarle el terreno libre para enfrentarse al caballero que se había colado a la fuerza en la casa.
—¡Señor Lytton-Smythe! —Entornó los ojos y enderezó los hombros—. Me ha parecido que preguntaba por mí.
Cualquier hombre inteligente habría escuchado su tono de voz y habría echado a correr. Percival Lytton-Smythe se colocó bien el chaleco y la miró con el ceño fruncido.
—Así es. —La cogió de la muñeca—. ¡Y me hará el favor de salir de aquí en este mismo instante!
—¿Cómo dice? —Amanda retrocedió.
El hombre fue lo bastante caballeroso como para no tirar de su brazo, pero se negó a soltarla. Se adentró más en el vestíbulo a medida que ella retrocedía.
Amanda se detuvo y lo fulminó con la mirada.
—Señor Lytton-Smythe, creo que ha perdido el juicio. ¿Qué es lo que le ocurre?
—Nada en absoluto. Salvo que ha colmado mi paciencia. He sido, algo con lo que sin duda alguna todo el mundo estará de acuerdo, extremadamente indulgente. He visto cómo coqueteaba con otros —dijo, señalándola con un dedo— y ni una sola vez he intentado atajar de raíz esos jueguecitos inofensivos. Me parecía de lo más razonable que disfrutara de una última aventurilla antes de cubrirse con el respetable manto del matrimonio y, aunque puedo excusar los motivos que la han llevado a ayudar a limpiar el buen nombre de un amigo íntimo, en todo momento he considerado mi deber asegurarme de que semejante comportamiento no derivaba en una situación que pudiera conllevar un escándalo.
Amanda escuchó su diatriba absolutamente pasmada, pero se aferró a esa última confesión como un perro a su presa.
—¿Me está diciendo que fue usted quien envió a esas muchachas al jardín de lady Arbuthnot? Y en las otras ocasiones… En la terraza de los Fortescue y en la biblioteca de los Hamilton. ¿Creía que estaba evitando un escándalo?
Él asintió con la barbilla en alto. Amanda lo observó con detenimiento.
—¿Por qué?
—La razón debería ser evidente. No podía casarme con una dama cuya reputación hubiera sido mancillada, por inocente que fuera el asunto. Ahora, dado nuestro acuerdo, insisto en que deje esta casa de inmediato. Me llegó el rumor de que se había ido al norte, por lo que asumí que había ido a visitar a algunos parientes, de manera que yo me fui a ver a mi tía. Sin embargo, a mi regreso me enteré de que había pasado más tiempo si cabía en las garras de Dexter. No pienso tolerarlo. Ahora…
—¿A qué acuerdo se refiere, señor?
El aludido captó por fin su tono de voz, porque se tensó.
—A nuestro acuerdo de matrimonio, por supuesto.
—Señor Lytton-Smythe, puedo jurar sin el menor remordimiento que nunca, jamás, le he ofrecido la menor indicación de que recibía de buen grado su cortejo.
El hombre la miró con el ceño fruncido, como si esos detalles carecieran de importancia.
—Bueno, por supuesto que no lo ha hecho. Ninguna dama de buena cuna hablaría sobre ese tema, y con toda la razón del mundo. Pero yo he dejado muy claras mis intenciones y no hay impedimento alguno para nuestro matrimonio, de manera que no había necesidad de que dijera nada.
Los ojos de Amanda se redujeron a meras rendijas.
—Ya lo creo que la hay. Si quisiera casarme con un hombre, se lo diría al interesado, puede estar seguro de eso. Se lo diría alto y claro y sin el menor asomo de rubor. Yo decido con quién me caso y desde luego que no tendría reparos en expresar cuál es mi elección. Si hubiera tenido la amabilidad de preguntar, le habría dicho que, en su caso, mi respuesta es y siempre será un rotundo no.
Él ceño de Lytton-Smythe se hizo más profundo.
—¿No? ¿Qué quiere decir con eso?
Amanda dejó escapar un largo y exasperado suspiro.
—No, no voy a casarme con usted. No, no voy a marcharme de esta casa con usted. No, no he estado jugando. ¿Le gustaría algún otro no?
La expresión del hombre se tornó furibunda.
—Le han lavado el cerebro. Dexter es una influencia de lo más perniciosa. Insisto en que venga conmigo de inmediato.
—¡Por el amor de Dios! —Amanda masculló entre dientes.
—Está claro que es mi deber salvarla de sí misma.
El hombre comenzó a tirar de ella hacia la puerta. A pesar del poco seso que tenía, era mucho más fuerte que ella. Amanda empezó a forcejear mientras buscaba un arma… clavó la mirada en una jarra de peltre situada sobre la mesa que había en el centro del vestíbulo.
La levantó con la mano libre y se dio cuenta de que contenía líquido. Le dio una última oportunidad a su potencial víctima, que no apartaba los ojos de la puerta.
—Suélteme.
—No.
Y le tiró el agua… justo sobre la cabeza, donde cayó antes de empezar a chorrearle por todo el cuerpo.
El hombre se detuvo para sacudir la cabeza, pero la mano que le sujetaba la muñeca sólo se tensó. Se giró hacia ella.
Amanda levantó la barbilla con terquedad.
—Suélteme.
—No.
Su genio estalló. Lo golpeó en la sien con la jarra y escuchó un satisfactorio ruido metálico. El hombre se tambaleó y aflojó la mano lo suficiente para que ella se soltara.
—¡Se está comportando como una estúpida! Tiene que venir conmigo…
Se abalanzó hacia ella, pero Amanda lo golpeó de nuevo.
—¡No! —Esperó a que el hombre volviera a abrir los ojos—. Métase esto en su cabezota: no quiero casarme con usted. Nunca he querido hacerlo. No voy a casarme con usted. He elegido a un hombre mucho mejor. Y, ahora, ¡largo! —Señaló hacia la puerta.
El hombre dio un paso hacia ella, así que volvió a golpearle con la jarra.
—¡Fuera! —Cuando se tambaleó en esa dirección, Amanda lo ayudó con otro golpe en el hombro—. ¡He dicho que fuera!
No dejó de amenazarlo con la jarra mientras lo obligaba a retroceder. Joseph, con un brillo de admiración en los ojos, mantuvo la puerta abierta de par en par. Lytton-Smythe hizo ademán de detenerse en la entrada, pero ella volvió a golpearlo y le dio un fuerte empujón. El hombre bajó los escalones a trompicones.
Amanda se quedó en la puerta y lo fulminó con la mirada.
—Jamás me habría casado con un imbécil que imaginara siquiera que no sé lo que quiero.
Tras dar un portazo, se giró y le hizo un gesto regio a Joseph antes de entregarle la jarra.
—Recoge el agua antes de que alguien resbale.
Acto seguido, se encaminó hacia el pasillo de acceso a la biblioteca y se dio cuenta de que Martin había estado escondido entre las sombras.
Lo miró con los ojos entornados.
—¿Por qué no me has ayudado?
Él abrió los ojos de par en par mientras se hacía a un lado.
—Lo habría hecho de ser necesario, pero me pareció que te las estabas apañando a la perfección.
Sorprendida, se limitó a murmurar algo y continuó su camino. ¿De verdad había aprendido ya esa lección? ¡Santo Dios! Los milagros no dejaban de producirse.
Entró en la biblioteca y descubrió a Reggie y Luc desternillándose de la risa. Le temblaron un poco los labios, pero se contuvo.
Luc levantó la cabeza y la miró con bastante más aprobación que de costumbre.
—¿Con qué demonios lo has golpeado?
—Con la jarra que había en la mesa del vestíbulo.
Los dos hombres prorrumpieron de nuevo en carcajadas. Tras retomar su asiento en el diván, Amanda miró el reloj. Pasaban veinte minutos de las cinco. El diario ya habría llegado a Londres y estaría en manos de Jules, de camino a casa.
Luc la observó un instante antes de preguntarle a su primo por lo sucedido en el jardín de lady Arbuthnot. Martin le sugirió que se metiera en sus asuntos.
El diario llegaría antes de las seis. En algún momento antes de esa hora…
Les llegó el sonido de unas cuantas voces, un poco amortiguadas, pero sin duda procedentes del interior de la casa. Intercambiaron una mirada de desconcierto; escucharon que alguien bramaba una orden y, acto seguido, los pasos de varias personas resonaron en el pasillo…
Joseph entró primero.
—Milord… —Hizo un gesto de impotencia y mantuvo la puerta abierta.
Martin y Luc se pusieron en pie.
Lady Osbaldestone entró en la estancia.
—¡Ajá! —Los recorrió con sus ojos negros—. Justo lo que pensaba. No ha estado mal, pero no os habéis cubierto las espaldas como es debido.
Martin la observó un momento antes de desviar la mirada hacia los dos caballeros que habían entrado tras ella: Diablo y Vane Cynster.
Diablo saludó con la cabeza mientras contemplaba a los presentes.
—Por mucho que me duela admitirlo, creo que la dama tiene razón. —Miró a Martin a los ojos—. Necesitas testigos imparciales que no estén relacionados con tu familia.
—Tenemos a Reggie —señaló Amanda.
Diablo miró al joven.
—A juzgar por el vendaje que le cubre la cabeza, difícilmente se le puede considerar imparcial a la hora de llevar ante la justicia al hombre que lo hirió.
Martin despidió a Joseph antes de girarse hacia el resto.
—¿Qué se os ha ocurrido? —Miró el reloj—. Nos queda muy poco tiempo, y si el bellaco es quien creemos que es, sabrá que es una trampa en cuanto os vea.
—Razón por la que entramos por la puerta trasera. —Lady Osbaldestone había estado estudiando los muebles—. Qué guarida tan acogedora tienes. Vaya, vaya… —Clavó la vista al fondo de la estancia—. Eso es justo lo que necesitamos.
Señaló con el bastón un biombo de madera tallada con cuatro paneles. Después dirigió el bastón hacia Diablo y Vane, que se pusieron de inmediato fuera de su alcance.
—Vosotros dos, coged el biombo y ponedlo aquí. —El bastón marcó una línea que partía de las ventanas de la biblioteca—. El muy imbécil no entrará por el patio, así que no nos verá. Podéis colocar una silla detrás del biombo para que me siente y vosotros dos os quedaréis de pie a mi lado.
Se dispusieron a cumplir sus órdenes, no había tiempo que perder.
Luc le llevó la silla y Martin la ayudó a sentarse. Diablo y Vane transportaron el pesado biombo hasta el lugar indicado y después se escondieron detrás.
—¡Perfecto! —les llegó la chillona voz de lady Osbaldestone desde el otro lado del biombo—. Tenemos una buena vista de la zona de la chimenea a través de estos agujeritos. Esos pachas orientales son de lo más inteligentes…
Martin y Luc se dieron la vuelta e intercambiaron una mirada. Regresaron a sus puestos y se sentaron.
La campanilla de la puerta principal volvió a sonar.