UNA vez que todo estuvo preparado para marcharse a la mañana siguiente, se retiraron temprano a la cama. Con los brazos cruzados, sin chaqueta ni corbata y apoyado contra el marco del mirador, Martin contemplaba la luz de la luna y las sombras que esta creaba sobre el valle desde el dormitorio del conde de Dexter. Dejó que la visión lo inundara por completo y admitió por fin que el título, la habitación, la casa y los campos que se extendían ante él habían pasado a sus manos.
Eran responsabilidad suya y como tal tenía que cuidarlos.
La admisión trajo consigo el primer indicio de paz; una paz que jamás creyó poder recuperar, una paz desconocida para su alma durante los pasados diez años.
Estaba a su alcance una vez más, y todo porque había perseguido a una hurí de cabello dorado hacia el norte. Ella había sido su faro en la oscuridad, la luz que lo había embaucado para salir de las sombras y que le había devuelto la vida para la que lo habían educado.
Sin ella no estaría allí. Le había devuelto su futuro. Y tenía la intención de jugar un papel fundamental en él.
Frunció los labios. Repasó las últimas semanas, la incertidumbre, las limitaciones. Todo eso carecía ya de importancia; ambos sabían hacia dónde se dirigían.
Pensar en Amanda le produjo el mismo efecto de siempre; sabía que podría acudir a ella, en ese instante, esa noche, y que lo recibiría con los brazos abiertos…
A pesar de todo, aún no le había dado una respuesta. El hecho de que creyera necesario poner tierra de por medio para pensar con claridad… Si quería ser razonable y justo, no podía dar por sentada su decisión, aun cuando supiera a ciencia cierta cuál sería esta. Sin importar lo mucho que ella se lo pensara.
No era la lógica lo que los unía y no sería la lógica lo que podría separarlos.
Escuchó el chasquido del picaporte y volvió la vista hacia la puerta esperando que fuera Colly con algún recado. Pero fue su hurí la que entró, ataviada con una delicada bata. Miró a su alrededor y cuando lo vio, cerró la puerta y se acercó a él.
Él se giró, sorprendido a más no poder. Había apagado las velas para disfrutar de la vista; la habitación estaba bañada por la luz de la luna, que creaba sombras y confería al ambiente un tinte esquivo, misterioso y seductor.
Se acercó a él con el asomo de una sonrisa en los labios y una mirada curiosa. No dijo nada cuando se cobijó entre sus brazos ni cuando alzó la mano para cubrirle la mejilla. Como había hecho en tantas ocasiones.
Sus ojos se encontraron en la penumbra. No había exigencias, ni órdenes, sólo ellos para disfrutar del momento. Sólo contaban el instante y el lugar presentes.
Ella ladeó la cabeza al tiempo que se alzaba hacia él para besarlo. Martin agachó la cabeza y sus labios se rozaron; al instante, con la familiaridad que otorga la práctica, sus bocas se fundieron. Sus lenguas se enredaron mientras el resto del mundo comenzaba a desaparecer. La realidad se redujo; en un principio a esa habitación; después aún más, hasta que sus sentidos se limitaron a ellos dos. No había nada más allá del aire que acariciaba sus acaloradas pieles.
Atrapado en la magia que ella conjuraba con tanta facilidad, en esa promesa de deleite sensual, Martin enterró los dedos en sus rizos para después extenderlos sobre el cuero cabelludo. Se quedó muy quieto mientras ella le desabrochaba la camisa, se la sacaba de los pantalones y se la apartaba de los hombros. Martin sólo tuvo que moverse un poco para quitársela y después la arrojó a un lado antes de extender la mano hacia ella. Se apoderó de su boca una vez más, la pegó a su torso y la estrechó contra su cuerpo antes de buscar con las manos el cinturón de la bata y quitarle la prenda por los hombros mientras ella se encargaba de los botones del pantalón.
Hacía fresco en la habitación, pero cuando se apartaron, ella se alzó la larga falda de su camisón color marfil para aferrar el dobladillo y sacarse la prenda por la cabeza. Martin se sentó en el mirador y se quitó las botas y los calcetines sin dejar de mirarla; una vez descalzo, se puso de pie y se quitó los pantalones.
Desnudo, la atrapó entre sus brazos cuando el voluminoso camisón liberó por fin su largo cabello rizado. Amanda soltó la prenda lentamente, hasta que cayó a su espalda justo cuando Martin le rodeaba la cintura con las manos y la obligaba a ponerse de puntillas al pegarla contra su cuerpo. Piel contra piel ardiente… necesidad contra abrumadora necesidad.
Le rodeó el cuello con los brazos; le entregó su boca y se apoderó de la suya, instándolo a continuar. Esa noche era para ellos; ocurriera lo que ocurriese, nada cambiaría ese hecho. Su unión era absoluta, inquebrantable. No le cabía la menor duda. Estar entre sus brazos, sentir el roce del vello masculino contra su sensibilizada piel, sentir la fuerza de esos músculos que se tensaban y se contraían en torno a ella y, sobre todo, sentir la bendición del lugar: de la habitación, de la casa, de la propiedad, de los riscos, del valle y de la luna que brillaba al otro lado de la ventana… Todo eso encajó en una única pieza, se fundió e hizo que su corazón se dejara llevar por una oleada de emociones demasiado profundas y poderosas para calificarlas como simple deleite.
Estaba en el lugar que le correspondía: allí, en ese momento, entre sus brazos. Había tardado mucho tiempo en encontrar su lugar, pero por fin lo había logrado: había encontrado su futuro, su vida.
Era suya; la hora de las decisiones ya había quedado atrás, sólo la esperaba el compromiso. Por eso había ido a buscarlo esa noche, para dejar claro que su aceptación era incondicional: nada de «si», nada de «pero», nada de «quizá».
Él captó el mensaje. Amanda se percató por la actitud posesiva con la que la había recibido. Por la fuerza que mostraban esas manos extendidas que la apretaban contra él y la estrechaban de forma provocativa contra su excitado cuerpo… Una promesa de lo que pensaba entregarle y de lo que reclamaría a cambio.
Una posesividad que se reflejó también en su beso, un beso desinhibido y dominante con un propósito tan evidente y tan primitivo que se le aflojaron las rodillas.
Le aferró la espalda con las manos y se pegó a él para disfrutar de la fuerza de los músculos que se contraían bajo sus dedos, del poder masculino cuyo objetivo primordial, sin tener en cuenta las apariencias, era complacerla. Obtener placer de su deleite y permitir que ella lo complaciera a su vez.
Con ese objetivo en mente, se apartó de él para recorrerle el pecho desnudo con las manos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo contemplara de esa manera, desnudo entre sus brazos, y sintiera la calidez de su piel bajo los dedos. Martin la dejó hacer al tiempo que le deslizaba las manos hasta el trasero para aferrarlo y alzarla, de manera que sus caderas quedaran a la altura de sus muslos mientras la provocaba y la tentaba con la lengua y los labios, haciéndole todo tipo de promesas. Amanda dejó que sus manos vagaran por el cuerpo masculino, saturando sus sentidos con el relieve de los músculos y los huesos, con el peso masculino, con la calidez, con la dureza… con su virilidad. Martin permitió que lo explorara a su antojo, dejó que bajara la mano para cerrarla en torno a su miembro, rígido y ardiente, que se apretaba contra la curva de su vientre. Como en otras ocasiones, el hecho de que esa dureza acerada tuviera una envoltura tan sedosa la fascinó; lo acarició, lo rodeó con los dedos y movió la mano hacia abajo, maravillada, antes de volver a encerrarlo de nuevo.
Lo besó con más urgencia… y se vio arrastrada por su respuesta, por la arrolladora ola de deseo y posesividad. Una ola que rompió sobre ellos, acabó con todas las inhibiciones y los arrastró consigo…
No hacia la cama, sino hacia el asiento del mirador, para su sorpresa.
Martin la colocó sobre el banco.
—Arrodíllate de cara a la ventana.
Ella asilo hizo y en ese momento recordó otro momento, otro lugar en el que había estado frente a una ventana y él se había colocado tras ella. Martin le separó los pies y las pantorrillas para hacerse un hueco; le sujetó las caderas mientras ella separaba las rodillas para acomodarlo y luego se acercó más.
Alzó las manos para cubrirle los pechos y los masajeó posesivamente antes de buscar sus pezones con los dedos para atormentarlos, para acariciarlos… Después, cumplió su promesa y los apretó con más y más fuerza… hasta que ella se arqueó y apoyó la cabeza contra su hombro mientras se retorcía delante de él.
Martin estaba duro, preparado, una inconfundible señal de lo que estaba por llegar; sin embargo, no la penetró de inmediato. En cambio, recorrió su cuerpo con manos posesivas para marcar a fuego cada centímetro de su piel… hasta que ella comenzó a retorcerse, consumida por la pasión, y a rozarlo con las caderas en una insinuante súplica.
Una enorme mano se extendió sobre su abdomen para sujetarla mientras la otra se deslizaba entre sus muslos. Martin la acarició antes de separar los pliegues y dejar expuesta la entrada a su cuerpo… y comenzó a indagar. La llenó con sus largos dedos y los movió hasta que ella gimió de placer y le clavó las uñas en los muslos.
Cuando retiró la mano, Amanda levantó la cabeza con la respiración entrecortada e intentó recobrar el aliento. Aturdida, contempló el paisaje bañado por la luz de la luna que se extendía al otro lado de la ventana mientras sentía cómo él la penetraba lenta y posesivamente. Lo sintió en toda su longitud y se permitió cerrar los ojos al percibir cómo su cuerpo se relajaba para acogerlo.
Y de pronto él estuvo allí, hundido en su suavidad, rozándole las nalgas con el abdomen. La excitación hizo que Amanda dejara escapar un largo suspiro. Él la rodeó con los brazos y utilizó una de las manos para cubrirle un pecho y atormentar el enhiesto pezón con los dedos mientras le sujetaba las caderas con la otra, con la palma extendida sobre la parte baja del vientre. La tenía atrapada, cautiva.
Cuando Martin arqueó la espalda, Amanda sintió que la atravesaba una oleada de puro deleite. Se retiró y embistió de nuevo, llenándola de una lenta e incesante oleada de ardiente placer que le recorrió las venas y se propagó por cada centímetro de su ser, concentrando todo rastro de lucidez en él, en lo que estaban haciendo.
Con sus últimos vestigios de cordura, Martin le dio las gracias al carpintero que había construido el asiento del mirador: estaba justo a la altura adecuada. Gracias a eso, podía sujetarle el trasero contra su entrepierna; apoyar el torso contra su sedosa espalda sin apenas inclinarse hacia ella mientras se llenaba las manos con sus pechos; y amarla sin el menor esfuerzo.
Y, también sin el menor esfuerzo, apoderarse por completo de ella, deslizarse hasta el fondo de su cuerpo y poseerla tan concienzudamente que cualquier noción de separación quedara desterrada para siempre de su mente. Su cuerpo, húmedo, caliente y anhelante, se cerraba con fuerza en torno a él. Ella acompañaba cada embestida, cada profunda penetración; recibía sus envites y lo liberaba a regañadientes… sólo para que él volviera a penetrarla, para que llegara más adentro y le robara el aliento. Para enterrarse hasta el fondo en su interior, entregarse a ella y reclamar lo que tuviera para darle, en un intercambio infinito.
Esa forma de entregarse, libres y desnudos bajo la luz de la luna, tenía algo de primitivo y elemental. Les permitía sentir el contraste entre el ardor de sus cuerpos y la frescura de la brisa nocturna. Sentir que el misterio de la noche los envolvía, que la luna los bendecía con su luz mientras fundían sus cuerpos.
Sentir que la pasión crecía y aullaba mientras corría por sus venas y que el deseo explotaba y los arrastraba, dejando sus cuerpos sudorosos, tensos y anhelantes.
Ambos jadeaban, aferrándose con coraje a los vestigios de cordura, mientras deseaban con desesperación prolongar ese momento tan intenso, íntimo y embriagador. Martin agachó la cabeza y le mordisqueó la curva del cuello, que había quedado expuesta cuando Amanda echó la cabeza hacia atrás. Y después se hundió en ella aún más.
—Jamás te dejaré marchar. —Las palabras sonaron ásperas y roncas—. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí —susurró Amanda, una rendición teñida por la plateada luz de la luna, al tiempo que le apartaba la mano del muslo para acariciarle la mejilla. La recorrió con cariño, tal y como había hecho en tantas ocasiones; la más sencilla de las comuniones.
Martin giró la cabeza y apretó los labios contra su palma; acto seguido, se inclinó y la besó en la base de la garganta antes de estrecharla con más fuerza.
Antes de soltar las riendas del deseo y dejar que los consumiera. Antes de dejar que el torrente que recorría su cuerpo se derramara en ella para después sentir cómo regresaba a él y devolvérselo con una nueva embestida… hasta que sintió que la marea crecía, inexorable y abrumadora, y los atrapaba, fusionando sus almas antes de arrastrarlos hacia un vibrante éxtasis. Hasta que ambos estallaron.
La marea retrocedió con suavidad y los dejó flotando sobre un mar dorado.
Martin despertó antes del alba con el suave cuerpo de Amanda acurrucado contra él, de la misma forma que la vez anterior; sólo que en esa ocasión, cerró los ojos y dejó que la satisfacción lo embargara.
Tras darse un momento para disfrutar de la sensación, suspiró, se puso de costado y le recorrió el cuerpo muy despacio con las manos. Ella murmuró algo en sueños, se arqueó, se giró hacia él y le rodeó el cuello con los brazos. Lo besó lentamente antes de murmurar:
—Tendremos que separarnos cuando volvamos a la ciudad.
—Ajá, pero no por mucho tiempo… y… todavía no.
Sin abrir los ojos, Amanda se acercó a él. Martin la estrechó entre sus brazos, rodó para colocarla bajo su cuerpo y dejó que el futuro llegara a su debido momento.
Les llevó la mayor parte del día regresar a Londres. El brazo de Onslow no se había curado lo suficiente como para conducir el carruaje, de modo que lo dejaron bajo los cuidados de Allie y utilizaron el tílburi de Martin. Fue él quien se encargó de las riendas; Amanda se sentó a su lado y Reggie se acomodó en el asiento del lacayo.
Mientras el vehículo marchaba a toda prisa hacia el sur, Martin y Amanda perfilaron sus averiguaciones, sus conclusiones… sus sospechas. Reggie los escuchó en silencio y después añadió con tono sombrío:
—Sabéis que no se detendrá. Si estaba dispuesto a matar para asegurarse de que no se investigara el asunto, no se quedará de brazos cruzados cuando vuelvas a aparecer.
Martin asintió con expresión adusta.
—La cuestión es si dejamos que sepa a quién disparó… o si lo mantenemos en la incertidumbre al respecto. —Reggie votó por aumentar la presión—. En ese caso —añadió Martin mientras sacudía el látigo para azuzar a los caballos—, tendremos que ocultarte.
Y con ese objetivo tomaron un desvío cuando llegaron a las afueras de Londres; se internaron en la parte elegante de la ciudad que se extendía al sur del parque con las últimas luces del día y continuaron con sigilo por el camino de acceso a Fulbridge House hasta rodear la mansión e internarse en el patio que había detrás.
—Nadie nos ha visto. —Amanda se apeó del vehículo.
—Al menos, nadie que pueda reconocernos. —Reggie bajó de su asiento mucho más despacio.
Martin le tendió las riendas a un mozo y se giró hacia Reggie.
—¿Qué tal la cabeza?
Reggie meditó la respuesta mientras enderezaba la espalda para desperezarse.
—No tan mal como antes… Parece que el aire fresco me ha venido bien.
—Estupendo. Me encargaré de que Jules, mi asistente personal, le eche un vistazo a la herida. Tiene remedios infalibles para cualquier cosa.
Amanda enlazó el brazo con el de Reggie para prestarle apoyo y lo hizo girar hacia la casa.
—Es posible que Jules sepa cómo preparar té.
Más tarde, una vez que Jules volvió a vendar la herida de Reggie tras anunciar que se estaba curando bien y les preparó una sustanciosa aunque exótica cena, se recluyeron en la biblioteca para trazar el plan.
Durante el viaje habían acordado que la única persona cuya colaboración necesitaban era Luc Ashford. Martin le envió una nota a Ashford House; una vez hecho, pudieron concentrarse en los problemas más inmediatos.
—Reggie puede quedarse aquí, de esa forma estará fuera de circulación y nos aseguraremos de que siempre haya alguien… en lo que podríamos llamar el centro de operaciones.
Reggie se había estado paseando por la estancia, reparando en los objetos que allí había. Recapacitó un momento antes de asentir.
—La gente sabrá que me marché con Amanda. —Desvió la vista hacia ella, que estaba acurrucada en la otomana adornada con un montón de sedas—. Si haces correr el rumor de que fui a visitar a unos amigos del norte, nadie esperará verme.
—Salvo tu madre —le recordó ella—, que no me creerá. Y supongo que no querrás que le diga que tienes un agujero en la cabeza…
Reggie palideció.
—¡Por el amor de Dios, no! Le escribiré una nota. Le diré que voy a ver a esos amigos. Se lo creerá.
Martin clavó la vista en Amanda.
—Te llevaré a casa un poco más tarde. ¿Crees que tu padre habrá regresado ya de su viaje?
Ella hizo cálculos y después asintió.
—Pero ¿por qué quieres verlo?
—Porque tiene que saber la verdad. —Enarcó las cejas al ver el ceño fruncido de Amanda—. Voy a casarme contigo y ni siquiera he hablado con él todavía.
Ni se le ocurrió protestar, pero se hizo el propósito de estar presenté en cualquier conversación entre su progenitor, un Cynster de los pies a la cabeza, y su futuro marido, otro modelo de protector. No tenía la menor intención de perderse ese emocionante encuentro.
Martin hizo cuatro copias de su lista de sospechosos. Le estaba pasando el secante a la última cuando sonó la campanilla de la puerta principal. Tras recoger las listas, se puso en pie y se acercó a la otomana para tenderle una de ellas a Amanda; Reggie se incorporó y cogió otra.
La puerta se abrió para dar paso a Jules.
—El vizconde de Calverton —entonó con su fuerte acento.
Luc entró en la estancia y paseó rápidamente la mirada por la habitación antes de posarla en ellos, que estaban reunidos frente al fuego. Jules retrocedió y cerró con cuidado la puerta. Luc parpadeó por el asombro al ver a Amanda y a Reggie… y se sorprendió aún más cuando se percató del vendaje que cubría la cabeza de este último.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué te ha ocurrido?
Reggie frunció el entrecejo.
—Uno de tus parientes me ha pegado un tiro.
—¿¡Qué!? —Luc clavó la mirada en Martin con una expresión cautelosa—. Recibí tu… llamamiento, Dexter. —Hizo un gesto con las manos—. Y aquí estoy.
Martin compuso una mueca y le hizo un gesto para que se sentara en el diván.
—Te pido disculpas por mi modo de expresarme, pero necesitaba que vinieras.
Luc enarcó las cejas. Al ver que Martin no añadía nada más, se acercó al diván y se sentó enfrente de Amanda con su ágil y acostumbrada elegancia. Clavó en ella una mirada adusta y pensativa antes de dirigirse de nuevo a su primo.
—¿Por qué?
Martin enfrentó su mirada.
—Acabo de regresar de Hathersage.
Le relató en pocas palabras todo lo que habían averiguado. Luc le prestó toda su atención. No lo interrumpió; Martin parecía anticipar sus preguntas y hacía unos cuantos incisos para explicarle los detalles. Acabó la narración en el punto en el que había descubierto que sus padres sabían la verdad y habían tratado de encontrarlo sin éxito. Concluyó asegurándole que estaba resuelto a encontrar a ese pariente que había cometido la cobarde fechoría.
Martin guardó silencio, a la espera. Luc tomó una enorme bocanada de aire.
—Te ruego que me disculpes. Debería haberlo sabido, pero… para serte sincero, en aquella época no sabía qué creer.
Los labios de Martin se curvaron en una mueca irónica.
—A decir verdad, yo podría decirte lo mismo.
Luc lo pensó un instante antes de clavar la mirada en él.
—¿Pensabas que lo había hecho yo?
—Bueno, sabía que yo no había sido. Y hasta ayer no supe que habían forzado a Sarah. Puesto que yo no fui, eras tú quien más posibilidades tenía de haberla seducido.
Luc compuso una mueca.
—Para mí era como una hermana pequeña, al igual que para ti. Habría sido como… como comerme con los ojos a Emily o a Anne. —Se estremeció de arriba abajo.
—Cierto. —Martin tomó asiento en la otomana y extendió un brazo a lo largo del respaldo, de manera que sus dedos acariciaran los sedosos rizos de Amanda. Se colocó las dos copias restantes de la lista sobre las rodillas y las señaló con un gesto—. Empezaremos descartando posibilidades: el asesino (probablemente también el violador de Sarah y el asaltante de Reggie) debe de ser uno de estos hombres.
Le explicó lo del diario de su padre; Luc recordaba esa costumbre. Ashford tomó una lista y examinó los nombres.
—No puede ser Giles, ni tampoco Cameron. —Echó un vistazo a Martin—. Me detuve en casa de los Milliken, cerca de Derby, así que llegué a Hathersage a media mañana. Ni siquiera entré en la casa. Mientras cruzaba el patio, Giles y Cameron aparecieron con unas cuantas armas y un cesto y me preguntaron si quería unirme a ellos, cosa que hice. Estuve con ellos todo el día. No regresamos hasta que anocheció. —Compuso una mueca—. Una vez que se apagó el revuelo y se tomaron las decisiones, nos prohibieron hablar contigo. Te despacharon una hora después.
Martin asintió con rostro impasible y sopesó los nombres que quedaban.
—Eso nos deja con nueve candidatos.
Luc releyó la lista.
—Todos estaban en casa cuando regresamos ese día. —Echó una rápida mirada a Martin—. No será fácil comprobar las coartadas de toda esta gente ni sonsacarles nada después de diez años.
—Cierto, pero tenemos que comprobar algo mucho más reciente. ¿Quién estaba en el camino principal al norte hace tres noches?
Luc miró a Reggie, que estaba sentado en la otomana.
—¿De verdad te dispararon?
Reggie le devolvió la mirada.
—¿Te gustaría ver el surco que tengo en la cabeza?
Luc hizo una mueca.
—Me basta con tu palabra. —Giró la cabeza hacia Martin—. Pero ¿por qué?
—Supongo que creyó que yo era el hombre que viajaba en el carruaje. Amanda y yo nos habíamos quedado un poco más atrás, antes de la curva, para discutir ciertos asuntos. Reggie había seguido el camino con la intención de detenerse pasado el recodo y esperarnos allí. Cuando el carruaje aminoró la marcha, sin duda, el asesino asumió que se dirigía hacia Hathersage. Conoces el lugar… es ideal para una emboscada.
Luc asintió y bajó la mirada para estudiar la lista. Amanda estaba preparada para protestar en caso de que quisieran tachar el nombre de Edward de la lista, pero en lugar de discutir ese punto, Luc se limitó a asentir.
—Bien. Puedo comprobar las coartadas de estos hombres con más facilidad que tú. Le pediré a mi madre —dijo al tiempo que levantaba la mano para acallar sus protestas—, sin revelarle nada, que consiga las direcciones de Oliver y de Bruce, a quienes no he visto desde hace años. No creo que tenga problema para localizar a los demás en sus clubes.
Martin asintió con la cabeza.
—Si podemos situar a la gente en un baile o en cualquier otro acontecimiento público tres noches atrás, podremos eliminarlos de la lista.
—¿Estás seguro de que… el asesino y el hombre que disparó a Reggie son el mismo hombre?
—Espero de todo corazón que así sea, por el bien de la familia. —Cuando Luc consideró el asunto, Martin explicó—: Tenemos testigos que aseguran que los dos son «igualitos» a mí.
Luc observó el rostro de Martin antes de componer una mueca.
—Empezaré esta misma noche. —Se puso en pie.
Martin lo imitó.
—Reggie se quedará aquí, oculto. En cuanto yo reaparezca, quienquiera que sea el asesino comenzará a plantearse la identidad de su víctima, si es que no lo ha hecho ya.
—¿Y cuándo será eso? —preguntó Luc.
—En el baile de la duquesa de St. Ives. —Amanda esbozó una sonrisa cuando Martin se giró hacia ella—. Mañana por la noche.
—Bien, querida. —Su padre cerró la puerta del salón tras haberse despedido de Martin—. Apruebo de todo corazón tu elección.
Sonrió y atravesó la estancia para quedarse de pie junto a la chimenea; sus ojos se encontraron con los de su esposa, que estaba reclinada en un diván con un libro olvidado en el regazo.
—Habrá que enfrentarse a un escándalo; pero, en términos generales, mi conclusión coincide con la de Diablo. —Alzó la cabeza y le sonrió con cariño a Amanda—. Será un matrimonio excelente y Dexter es justo el tipo de hombre que siempre hemos deseado acoger en la familia.
Amanda intercambió una mirada con su madre. Louise sonrió y volvió a coger el libro.
—Amanda ha sugerido que el mejor momento para dejar clara la opinión de la familia, con hechos más que con palabras, dadas las circunstancias, sería la cena y el baile que ofrecerá Honoria mañana por la noche, y yo estoy de acuerdo con ella. Como también lo estarán Honoria y Helena, estoy segura.
—Sé que puedo dejar la resurrección social de Dexter en tus delicadas manos. —El guiño de Arthur fue para las dos. Enfrentó la mirada de Amanda con una expresión de afecto, aunque también de perspicaz valoración, según se percató ella—. Estoy convencido, a juzgar por toda la información que han reunido Diablo y el resto de tus primos, de que se demostrará que el viejo escándalo fue una espantosa equivocación y de que Dexter quedará libre de culpa. El comportamiento que ha demostrado en todo momento desde que abandonó Inglaterra hasta ahora… Bueno, habría resultado imposible ocultar semejante falta, en especial dadas las difíciles circunstancias a las que ha tenido que enfrentarse. Por lo que ambos me habéis contado, parece que sus planes para resolver el asunto están bastante avanzados. —Arthur hizo una pausa y Amanda se encontró presa de su mirada azul—. Lo que nos trae de vuelta al verdadero culpable, quien, a juzgar por el lastimoso aspecto que presenta la cabeza de Reggie, sigue siendo peligroso. Aunque no me cabe la menor duda de que estarás a salvo mientras permanezcas en compañía de Dexter, durante el tiempo que sigas bajo mi cargo, me harás el favor de tomar todo tipo de precauciones cuando no cuentes con su protección.
Se produjo un sutil cambio en la voz de su padre. En raras ocasiones hablaba de forma autoritaria; pero, cuando lo hacía, Amanda sabía muy bien que no debía protestar.
—Lo… lo prometo. —Miró a su madre de reojo, quien contemplaba a su esposo con una ceja arqueada.
—¿Crees de verdad que es peligroso?
Arthur enfrentó su mirada.
—Dexter cree que existe esa posibilidad, y no es de los que se preocupan por nada.
Era la ocasión perfecta para efectuar una gran entrada… un gesto grandilocuente que capturara la atención de la siempre frenética alta sociedad. Se discutieron los detalles durante la cena que precedió al baile de Honoria; el apoyo de las anfitrionas más influyentes, quienes se encontraban presentes, quedaba por tanto asegurado desde un principio.
Se decidió que Martin haría su aparición del brazo de Amanda cuando la mayor parte de los invitados hubiera llegado.
Cuando llegó el momento, Webster anunció en primer lugar al señor Spencer Cynster y a su esposa Patience, que acompañaban a la duquesa viuda de St. Ives y a lady Osbaldestone, quien había insistido en formar parte de la diversión.
Eso fue suficiente para que la gente volviera la vista hacia la entrada, impaciente por escuchar los nombres de los siguientes invitados: lord Martin Fulbridge, conde de Dexter, y su acompañante, la señorita Amanda Cynster.
Los ojos de la multitud se abrieron como platos antes de que las ávidas especulaciones comenzaran a correr entre los invitados cuando vieron que Martin, alto, increíblemente apuesto y con esa melena leonina a la que la luz de las velas arrancaba destellos dorados, se inclinaba frente a Honoria y estrechaba la mano de Diablo con Amanda a su lado. Los susurros habían comenzado incluso antes de que se dieran la vuelta para descender las escaleras cogidos del brazo, tras la estela de la duquesa viuda y lady Osbaldestone.
La sociedad se dio perfecta cuenta de lo que aquello implicaba; todo el que lo vio comprendió el mensaje sin ninguna dificultad. Cuando se anunció a los siguientes invitados, que resultaron ser lord Arthur y lady Louise Cynster, a nadie le quedó ninguna duda de que se había establecido una alianza entre dos de las principales familias de la aristocracia y de que el anuncio formal se realizaría a su debido tiempo.
Un anunció formal siempre era más divertido si se podía presumir de conocer la noticia antes que nadie.
—Yo diría —lady Osbaldestone sonrió con malicia a Martin cuando Amanda y él se unieron a ella en el salón de baile— que tu inminente matrimonio será mañana la comidilla de todas las reuniones.
Martin arqueó una ceja con indiferencia.
—¿Mañana? —Arthur, con Louise a su lado, se unió al grupo y echó un vistazo a las frenéticas hordas que no dejaban de parlotear—. Apostaría que media ciudad se habrá enterado de las noticias para cuando llegue la hora de meterse en la cama.
—Es inútil apostar —replicó Vane—. Jamás encontrarás a alguien que te acepte esa apuesta.
Los tres hombres intercambiaron una mirada de exasperación; sus damas ya se habían girado para saludar a los demás, que se morían por conocer los detalles de tan intrigante relación.
Amanda no dejó de charlar, sonreír y representar su papel con la serenidad de una futura condesa, soslayando las preguntas ladinas y curiosas que pretendían averiguar dónde se habían conocido Martin y ella, cómo había llegado a entablar relación con él y cuándo le había propuesto matrimonio. Con su madre a un lado y su tía Helena al otro, no le resultó muy difícil mantener la compostura necesaria para conseguir la aceptación de la sociedad.
Las agudas y perspicaces damas se retiraron de la fiesta y, aunque no se habían dejado engañar, se dieron por satisfechas con la propuesta de matrimonio, que contaba con la aprobación incondicional de los Cynster y de muchos otros, y con el hecho de que se hubieran observado las normas.
Según el veredicto de la sociedad, se trataba de un matrimonio «adecuado y oportuno».
Cuando los acordes del primer vals comenzaron a flotar sobre la multitud, Amanda se dio la vuelta. Rodeados por la animada charla de sus mujeres, Martin, Arthur, Diablo y Vane se mantenían juntos (un grupo de hombres altos, anchos de espalda, arrogantes y apuestos que intercambiaba comentarios cínicos) y alerta. Diablo tenía la mirada clavada en Honoria; la de Vane no dejaba de posarse sobre Patience. En su padre, aquel hábito era el resultado de toda una vida. En cuanto a Martin, atrapó su mirada y atravesó la distancia que los separaba. Él esbozó una sonrisa deslumbrante para beneficio de las damas con las que Amanda había estado charlando y volvió a mirarla a los ojos.
—Es mi baile, según creo.
—Desde luego, milord.
Tomó su mano y la condujo hasta la pista de baile; ella se dejó envolver por sus brazos y Martin la arrastró consigo. Hacia el baile. Hacia el futuro.
El resto de los presentes los observó bailar a solas hasta que Arthur y Louise se les unieron, seguidos de Diablo y Honoria, Vane y Patience y otras parejas que se sumaron a sus filas.
—Hasta ahora todo va bien. —Martin contempló su sonriente rostro y sintió que lo invadía la euforia—. Había olvidado cómo se hacían estas cosas.
—Todavía no hemos acabado; no se consigue una fachada sólida con una única aparición.
La euforia se desvaneció.
—¿Quieres decir que tendré que asistir a más bailes como este?
En la mejilla de Amanda apareció un fugaz hoyuelo.
—Quizá no tan abrumador como este. Pero no vayas a pensar que podrás escabullirte pronto a esa enorme casa que tienes en Park Lane y dar por cumplidas tus obligaciones.
Martin se percató de la determinación que escondía su sonrisa. Echó un vistazo a su alrededor y atisbo unas cuantas miradas extrañadas e insatisfechas.
—Al menos ya no tendré que fingir que apruebo a esos petimetres que te seguían a todas partes.
—¡No son petimetres!
Pasaron el resto del vals discutiendo sobre los caballeros que la habían cortejado. Cuando la música llegó a su fin, se vieron asediados por aquellos que querían poder presumir de haber recibido en persona las noticias. Cuando la orquesta comenzó a tocar de nuevo, numerosos caballeros quisieron bailar con Amanda; ella sonrió y declinó sus ofertas antes de desviar esa sonrisa hacia Martin y darle la mano.
—¿Te apetece dar un paseo?
Martin asintió con gesto elegante y se excusó con los presentes; le cubrió la mano que reposaba sobre su manga y comenzaron a pasear hacia el otro lado de la estancia.
Puesto que se detenían continuamente para saludar, pasó bastante tiempo antes de que Amanda pudiera preguntar:
—¿Has tenido noticias de Luc?
—Está por aquí. —Martin escudriñó el gentío—. Debe de haber descubierto algo… ahí está.
Cambiaron de rumbo para interceptar a Luc, quien se encontraba de pie en mitad de un grupo en el que también estaban sus hermanas y Amelia, rodeada por una corte de ansiosos caballeros, jóvenes y no tanto.
Luc inclinó la cabeza a modo de saludo.
—He descartado algunos nombres… —Se escucharon las notas iniciales del cotillón y Luc volvió a clavar la mirada en el grupo. No desvió la vista cuando sus hermanas salieron a la pista de baile de manos de un par de caballeros; cuando Amelia hizo lo propio con lord Polworth, Luc volvió a concentrar su atención en ellos—. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado?
Martin asintió.
—Diablo nos ofreció su despacho. —Miró a Amanda de forma elocuente.
—Podemos salir de aquí por la puerta lateral. —Los condujo hasta el ala privada de la mansión. Poco a poco dejaron atrás los sonidos del baile. Llegaron al despacho de Diablo y entraron. En el escritorio había un quinqué encendido que proporcionaba un tenue resplandor. Amanda ajustó la mecha para subir la intensidad de la luz—. ¿Qué has descubierto?
Luc rebuscó en sus bolsillos.
—¡Maldita sea! He olvidado la lista.
Echó un vistazo a Martin, que realizó la misma pantomima sin mejores resultados.
Amanda dejó escapar un suspiro y alzó su ridículo para sacar su copia de la lista. Luc extendió la mano y ella fingió no darse cuenta. Desdobló el papel y lo sostuvo a la luz.
—Muy bien… ¿a quién has investigado?
Luc se situó a un lado de Amanda y Martin al otro. Contemplaron la lista.
—A Moreton. —Luc dio unos golpecitos con el dedo en el nombre y miró a Martin—. Estaba a su lado cuando entrasteis; su alegría al veros me pareció sincera. Es tan incapaz de fingir como lo era hace diez años. Si fuera el asesino, se habría echado a temblar. En cambio, parecía entusiasmado.
Martin asintió.
—Tachemos a Moreton.
—Y también a George, a Bruce y a Melville. No han puesto un pie en Londres esta temporada y, a juzgar por lo que me dijiste, el tiempo transcurrido desde que decidisteis salir de la ciudad hasta que dispararon a Reggie no dejaba lugar a que nadie que estuviera fuera de Londres recibiera aviso con suficiente antelación para actuar.
—Eso no lo había pensado —murmuró Martin—, pero tienes razón. El asesino no sólo tuvo que averiguar que me marchaba, sino que además contó con una hora a lo sumo para enterarse.
—En realidad —Luc miró de reojo a Amanda—, es probable que no se enterara de tu marcha, sino de la de Amanda.
—¿De la mía?
—A pesar de vuestra reciente entrada, no puede decirse que vuestra relación haya sido un secreto. Si el asesino se enteró de que tú —dijo, señalando a Amanda con la cabeza— ibas a Escocia de visita, tal vez asumió que Martin te acompañaría y que te detendrías en Hathersage.
—Eso tiene más sentido. Me marché momentos después de tomar la decisión. —Martin observó la lista—. Todavía nos quedan cinco nombres.
—Y dudo mucho que podamos reducirla más. —Luc se apoyó contra el escritorio—. He investigado a cuatro de esos cinco, y ninguno de ellos tiene una coartada verificable que establezca dónde se encontraba cinco noches atrás.
Amanda parpadeó con asombro.
—¿Cómo es posible que cuatro caballeros estuvieran en algún lugar donde nadie pudiera verlos?
—Muy sencillo. —Luc miró a Martin—. Radley es el único con quien todavía no he hablado, pero puedes apostar a que dirá lo mismo que los otros.
Martin compuso una mueca.
—Comprendo.
—¿Qué es lo que comprendes? —Amanda paseó la vista entre los dos hombres.
Luc miró a Martin antes de decir:
—Radley y los demás son primos, y más o menos de nuestra edad.
Al ver que no decía nada más, Amanda clavó la mirada en él antes de desviarla hacia Martin.
—No querrás decir que… —Miró de nuevo a Luc—. ¿Todos ellos?
Él respondió con una expresión de impotencia.
—¡Paparruchas! —Observó la lista—. ¿Y qué pasa con Edward? No irás a decirme que no cumplió con el deber de acompañar a tus hermanas y a tu madre a algún baile, ¿verdad?
La mirada cínica que Luc clavó en ella fue respuesta suficiente.
—Según Cottsloe, nuestro mayordomo, Edward llegó a casa temprano, le ordenó que le dijera a mi madre que se iba a la cama con dolor de cabeza y que no quería que lo molestaran y se marchó. Regresó en algún momento de la noche, pero nadie estaba despierto para saber la hora exacta. —Los pensamientos que inundaban la cabeza de Amanda debieron de reflejarse en su rostro, porque Luc añadió—: Yo no le daría demasiadas vueltas al lapso de tiempo… Ya lo ha hecho antes. Por desgracia, en el… establecimiento que frecuenta corren ríos de ginebra. Yo no me fiaría de la palabra de nadie que estuviera allí. Y lo mismo puede decirse de los demás… no en cuanto a la ginebra, pero sí en cuanto a que los testigos no son de fiar, lo que significa que no podemos tachar a ninguno de nuestra lista, aunque sus actos no los convierten necesariamente en culpables.
Amanda arrugó la nariz; estudió la lista durante un momento, mientras Martin y Luc concertaban una cita para encontrarse en casa de Martin al día siguiente.
Se fijó en uno de los nombres y frunció el ceño. Conocía a los cinco hombres que quedaban en la lista, pero sólo de vista… salvo a Edward. Los otros cuatro, tal y como había dicho Luc, se parecían mucho a Martin y a él mismo; no le resultó muy difícil imaginar que habían estado con alguna dama cuyo nombre no querían divulgar. Eso era una cosa, pero otra muy diferente era frecuentar un establecimiento en el que «corrían ríos de ginebra».
Conocía a Luc lo bastante bien como para saber que no había exagerado; en todo caso, habría suavizado las indignas predilecciones de su hermano, como en efecto había hecho.
Eso le provocaba a Amanda un extraño presentimiento con respecto a Edward. ¿Qué clase de hombre fingiría ser un resignado y estricto puritano de cara a la sociedad mientras visitaba en secreto esos antros de iniquidad?
—Vamos. —Martin la agarró del codo—. Será mejor que regresemos al salón de baile antes de que empiecen a imaginarse cosas raras.
Amanda volvió a guardar la lista en su ridículo y permitió que la guiara hasta la puerta.