Capítulo 20

—PAPÁ está en casa, en el patio, milord. —El herrero dejó a un lado el fuelle; sus gestos denotaban ansiedad—. Estará encantado de verlo. Ese viejo asunto le lleva pesando en la conciencia durante años. ¿No le importa ir a la casa? Sus piernas ya no son lo que eran.

—Eso haremos, Dan. Recuerdo el camino. No querrás dejar eso a medias. —Con un gesto de la cabeza, Martin señaló la herradura al rojo vivo en la que Dan había estado trabajando.

—Sí… bueno, tiene toda la razón.

Mientras cruzaban el patio que había detrás de la herrería, Martin levantó la vista y aminoró el paso. Amanda siguió su mirada hacia los riscos. Froggatt Edge se divisaba a la perfección, pero ¿podría alguien estar completamente seguro de la identidad de una persona a tanta distancia?

—Según se dice, la gente del campo tiene buena vista —murmuró Martin.

Amanda musitó algo e igualó sus zancadas mientras se dirigían hacia la casa, que estaba en un lateral del patio adoquinado.

Martin llamó a la puerta. Una joven regordeta les abrió. Cuando le dijo su nombre y pidió hablar con Conlan, los ojos de la mujer se abrieron como platos.

—¡Dios mío! —Se apresuró a hacer una reverencia—. Milord, yo… —Giró la cabeza para echar un vistazo a la habitación.

—¿Quién es, Betsy?

Martin enarcó las cejas. Azorada, Betsy se apartó de la puerta mientras se limpiaba las manos en el delantal y los invitó a pasar.

—Soy Dexter, Conlan.

Un anciano que estaba sentado en el sillón situado junto al fuego parpadeó varias veces antes de que su rostro se iluminara.

—¿Su Ilustrísima? ¿Es usted de verdad?

—Sin duda alguna, soy yo.

—¡Alabado sea Dios! —Conlan se puso en pie a duras penas e hizo una reverencia—. Bienvenido a casa, milord… Doy gracias a Dios porque por fin podré contarle la verdad. No fue a usted a quien vi.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Martin en cuanto se sentaron y Betsy hubo cerrado la puerta—. Comprendo que dudes de si fui yo o no, pero ¿cómo puedes estar tan seguro de que no lo era? No hay forma humana de que hubieras podido distinguir las facciones a esa distancia.

—Sí, tiene razón en eso, pero no fueron las facciones lo que me dio la pista. —Conlan se arrellanó en la silla mientras intentaba encontrar las palabras—. Déjeme contarle lo que sucedió para que vea lo que le digo.

Martin le hizo un gesto para que continuara.

—Vi a dos personas en Froggatt Edge forcejeando, luchando, y después vi cómo el caballero empujaba al viejo Buxton por el borde. Sabía que era Buxton por ese chaleco a rayas amarillas que solía llevar. Corrí en busca de Simmons, Tucker y Morrisey. Otros se nos unieron mientras corríamos hacia la cima. Tucker preguntó quién había empujado a Buxton. Le contesté que había sido un caballero igualito a usted. Bueno… era el único caballero al que conocíamos y sabíamos muy bien qué aspecto tenía, incluso desde lejos. Y seguiría jurándolo: el caballero que empujó a Buxton era igualito a usted. En aquel entonces, no dije nada más… era lo único que sabía, lo tenía muy claro. Y cuando lo encontramos, encajaba. Usted lo había hecho. Incluso a pesar de que afirmaba lo contrario, ¿qué íbamos a pensar cuando lo vimos con la piedra en la mano y Buxton muerto a sus pies?

»Así que lo llevamos con su padre y él actuó en un santiamén… Fue toda una sorpresa, de verdad. Jamás creímos que lo enviaría lejos de esa manera. Pero ya estaba hecho… y nos fuimos a casa. —Señaló hacia la ventana con la cabeza—. Me senté en este mismo sillón y oí cómo el carruaje lo llevaba rumbo al sur. —Conlan suspiró—. Intenté dormir, pero había algo que no me dejaba tranquilo. Algo que no dejaba de molestarme, que me obligaba a revivir una y otra vez lo que había visto, cómo el caballero había arrastrado a Buxton hasta el borde para arrojarlo. Buxton no era estúpido y no se habría acercado tanto al borde de otro modo. El otro tendría que haberlo empujado, y estaba claro que Buxton no se habría dejado hacer sin más… y fue entonces cuando lo vi todo claro y supe que lo habíamos entendido mal.

Martin frunció el ceño.

—¿Cómo? ¿Qué recordaste?

—La fusta que llevaba el caballero. Golpeó a Buxton con ella. La vi con absoluta claridad… vi cómo el brazo del caballero subía y después bajaba, vi cómo Buxton se cubría la cabeza con las manos. Así fue cómo el caballero lo obligó a acercarse al borde para después empujarlo. Vi al caballero allí en el borde, mirando hacia abajo con la fusta en la mano. —Otro suspiro—. Así que ya ve, así supe que no había sido usted. Era imposible.

Amanda miró a Martin y vio cómo se aclaraba la oscuridad que siempre le había ensombrecido el rostro, al menos desde que ella lo conocía. Se giró hacia Conlan.

—¿Por qué ese hecho le convenció de que no se trataba de Su Ilustrísima?

Conlan parpadeó.

—La fusta. Jamás usó una. Ni una sola vez. Ni siquiera cuando montó en su primer poni. Todos lo conocíamos desde niño… lo habíamos visto montar desde siempre. Nada de fustas. De acuerdo con Smithers, que era el encargado de los establos de la casa grande, ni siquiera tenía una. —Conlan miró a Martin—. Así fue como lo supe entonces, y me aseguré de contárselo a todo aquel que quisiera escucharme. Por la mañana, fui a la casa grande, pero no me dejaron ver a su padre. Intenté explicarlo, pero parecía haber mucho jaleo. Se lo dije a Canter y él intentó hablar con su padre, pero parece que estaba prohibido pronunciar su nombre. Canter lo intentó, pero su padre no quiso escucharlo.

»Me dije que había hecho todo lo posible, pero aun así seguí dándole vueltas. Fui al pueblo de Buxton y hablé con sir Francis, pero me dijo que su padre era el magistrado del distrito y que no veía cómo podía intervenir en el asunto. Me dijo que sin duda su padre tendría sus motivos y que debería dejarlo estar. —Hizo una pausa antes de añadir—: Y ahí quedó todo. Llevo diez años esperando para decírselo en persona. Pensé que volvería, que su padre cambiaría de opinión, sobre todo cuando murió su madre. Pero usted jamás regresó. —Miró a Martin con expresión interrogante.

—No sabían dónde me encontraba… no podrían haberme pedido que volviera. —Martin le dio unas palmaditas en el hombro—. Gracias por decírmelo.

Se puso en pie; tenía que salir de la casa. Salir a un lugar donde pudiera respirar. Pensar. Asimilar la información. Era consciente de la tirantez de su sonrisa mientras se despedía de Conlan y Betsy. Amanda sentía su rigidez; fue ella quien conversó animadamente de camino a la puerta.

Martin saludó a Dan con la mano, sin detener sus largas zancadas. Escuchó el frufrú de las faldas de Amanda tras él, caminando con rapidez para alcanzarlo, antes de que lo agarrara del brazo y le diera un tirón para detenerlo.

Se detuvo y dio media vuelta para encararla.

—¡Ve más despacio! —exclamó ella con el ceño fruncido—. Ya lo has oído… ¡no eres culpable!

Martin la miró.

—Eso siempre lo he sabido.

—Me refiero a que nunca fuiste culpable a los ojos de estas personas. —Estudió su rostro—. ¿Es que eso no significa nada para ti?

—Sí, por supuesto —respondió entre dientes antes de soltar el aire y mirar por encima de la cabeza de Amanda—. Sólo… que no sé qué significa. —Se pasó las manos por la cara antes de maldecir y darse la vuelta.

Amanda estaba junto a él.

—¿A qué te refieres? —Mientras se mantenía a su altura, lo miró a la cara—. ¿Qué quieres decir con que no sabes lo que significa?

—Quiero decir que… —Su mundo se estaba haciendo pedazos delante de él—. Yo… —Era incapaz de encontrar las palabras para describir el torbellino de sus pensamientos. Con un juramento, la cogió del brazo y la llevó más allá de los caballos. Se detuvo junto al muro de piedra del cementerio. Después, la hizo girar en dirección a los riscos—. Mira Froggatt Edge. Hace un día muy parecido al de entonces y también fue por esta época del año. La luz es la misma. Imagina que estoy allí arriba. Ahora imagina que es Luc. ¿Podrías tú o cualquier otro confundirnos?

Amanda hizo lo que le pedía. Luego lo miró.

—¿Creías que fue Luc?

—No se me ocurrió ninguna otra persona a la que Sarah pudiera haberse entregado, pero Luc jamás usó fusta, al igual que yo.

Se sentaron en el muro de piedra y él siguió con la explicación.

—Luc también la conocía, no tan bien como yo, pero… lo bastante bien. Siempre ha sido increíblemente apuesto… no me costó mucho imaginarme cómo sucedieron las cosas. Además, Luc había estado en Hathersage durante la Navidad y había llegado de Londres ese día un poco antes que yo. Sabía que estaba en casa antes de que yo llegara… podría haberse enterado de la muerte de Sarah, al igual que yo, tan pronto como llegó. Tuvo la oportunidad de hacerlo, y pensé que su móvil sería el mismo que me habían atribuido a mí. —Frunció los labios—. Y por mucho que me tacharan de salvaje, Luc lo era mucho más.

Amanda asintió.

—Ya veo. Pero te olvidas que lo conozco desde siempre. Pero ¿por qué no te diste cuenta si Conlan dijo que el asesino era igualito a ti…?

—Creí que había cometido un error, como tantos otros solían hacer.

—¿Confundiros a Luc y a ti?

Martin asintió.

—Nos parecemos mucho, de manera que… es fácil confundirnos a simple vista. Pero no… no he caído en el detalle de la luz hasta que Conlan ha descrito la escena.

Amanda levantó la vista hacia los riscos.

—¿Era tan clara aquel día?

—Sí. Cielo despejado y el sol bañando toda la zona. Aparte de la fusta, no se me ocurre cómo Conlan podría haber pasado por alto la diferencia en el color de pelo… Al menos, no con esa luz.

—Lo que quiere decir que no es Luc. —Amanda se giró hacia Martin—. De manera que ¿quién…? —Dejó la frase en el aire y abrió los ojos de par en par—. «Un caballero que es igual a usted». —Se cogió del brazo de Martin—. ¡El salteador! —La expresión de sus ojos le dijo que Martin ya había establecido esa conexión y que le habría gustado que ella no fuera tan perceptiva; decidió pasarlo por alto. Un millar de ideas le bullían en la cabeza—. Por eso estaba esperando en el cruce. Estaba esperando, pero no a Reggie, sino… —Frunció el ceño—. ¿Cómo pudo saber que ibas por el camino del norte?

—No lo sé, pero dudo mucho que Reggie fuera su objetivo.

—Reggie dice que disparó en cuanto él se inclinó hacia la ventanilla.

—Y el «salteador» no se aseguró de la identidad de su víctima, por lo que no sabemos si se dio cuenta de que había disparado al hombre equivocado.

—Pero ¿por qué querría dispararte?

—Para evitar que investigara los hechos que rodearon la muerte de Buxton… y la de Sarah. —Martin guardó silencio un momento antes de saltar del muro con la mandíbula apretada—. Vamos, tengo que hablar con alguien más.

La señora Crockett lo contempló largo rato antes de hacerse a un lado.

—Entre. No puedo decir que me sorprenda verlo.

Amanda miró a Martin; impertérrito, la hizo pasar delante de él y la siguió hasta la salita. La señora Crockett les indicó un sofá antes de regresar a la mecedora, que aún seguía moviéndose.

—Bien. —Los miró por encima del brasero—. Tengo que decir que estaba convencida de que fue usted quien causó la muerte del viejo, dado que le encontraron con esa piedra en la mano. Bien podría haberlo hecho con ese temperamento suyo, tan honrado como el de su padre. Y también sería muy típico de usted salir en defensa de Sarah. Pero Conlan dijo lo contrario y nadie tenía mejor vista que Conlan, al menos por aquel entonces. —Comenzó a mecerse y apartó los ojos de ellos—. La verdad es que no me dolió ver al viejo muerto, no después de lo que hizo. Sobre él recae un enorme pecado y con toda la razón. Pero… —Dejó de mecerse y volvió a clavar la vista en Martin—. Pero hay algo que sé que usted no habría hecho nunca: aprovecharse de mi Sarah —prosiguió con acritud—. Intenté decirles que no fue usted, pero compusieron todo un cuadro. Todos sabían que ella habría sido suya si usted lo hubiera querido; en cualquier momento, sólo tenía que chasquear los dedos. —Sacudió la cabeza—. Pero nunca pensó en ella de esa forma, al menos que yo me diera cuenta. Nunca tuvo hermanos… ella era una hermanita para usted.

—Sí.

—Sí. —La señora Crockett se arrebujó en el chal—. Una pandilla de estúpidos, todos ellos, por creer que fue usted. Yo lo sabía. Vi los moratones.

Amanda sintió que sobre la habitación caía un silencio sepulcral. Hasta que Martin preguntó en voz baja:

—¿Moratones?

La señora Crockett abrió la boca sin decir nada y, luego, barbotó:

—Quienquiera que fuese, la forzó. Vi los moratones… sí, y el cambio que se obró en ella. Sarah era toda risas y alegría, pero al día siguiente no podía conseguir que me mirara. Y lloró toda la noche. No lo supe, no entonces. Pero mi Sarah jamás hizo un alboroto, y con un padre como el suyo, no era de extrañar, ¿no le parece?

Comenzó a mecerse con más rapidez y fulminó a Martin con la mirada.

—Si hubiera estado aquí, se lo habría dicho; me habría encargado de que usted hablara con ella. Pero conmigo… no consintió decirme nada, a pesar de lo que yo había averiguado.

—La forzaron —declaró Martin con voz firme—. ¿Está segura?

La señora Crockett asintió.

—Tanto como de que estoy sentada aquí. El segundo día del año; es decir, dos días después del baile celebrado en la casa grande.

Cuando ambos guardaron silencio, Amanda comentó:

—Dijo que sabía a ciencia cierta que no había sido Martin.

La señora Crockett la miró a los ojos.

—Me parece lógico, ¿no cree? Si la hubiera querido —dijo al tiempo que hacía un gesto en dirección a Martin—, le habría bastado con decirlo. No habría tenido necesidad de forzarla. —Le lanzó otra mirada a Martin, pero en esa ocasión le temblaron los labios y habló en voz baja cuando añadió—: Tampoco le habría hecho daño… había muchachas más que suficientes, incluso por aquel entonces, para dar fe de eso. Pero mi Sarah tenía marcas, enormes moratones por toda la espalda. Ese canalla la forzó sobre un lecho de piedras. —Señaló a Martin con un gesto de la cabeza—. No fue él.

Martin se removió, inquieto. Amanda podía sentir la furia contenida que se había adueñado de su cuerpo; estaba más tenso que un muelle. Pero mantuvo el tono sereno cuando preguntó:

—¿Dijo algo? ¿Dio alguna pista acerca de la identidad del hombre?

La señora Crockett negó con la cabeza.

—Nunca. Puede estar seguro de que lo recordaría de haberlo hecho. —Pasado un momento, siguió hablando con la vista clavada en el fuego—. Aún recuerdo cómo se armó de coraje para enfrentarse a su padre cuando llegó el momento. Intentó hacerlo razonar, pero ¿él? Ni hablar… —Bufó—. La encerró en su habitación, eso hizo, y fue entonces cuando comenzaron las palizas y los sermones.

Amanda rompió el silencio que siguió a esas palabras.

—Entonces, ¿es cierto que la obligó a quitarse la vida?

—Fue él quien le quitó la vida… tal vez no atara el nudo, pero bien que se aseguró de que ella lo hiciera. No le dejó otra alternativa… Ninguna. —La señora Crockett se rodeó la cintura con los brazos y siguió meciéndose—. Si al menos hubiera llevado un diario… pero nunca lo hizo.

Dejaron a la anciana en su mecedora y regresaron al presente, a la luz del sol.

Amanda refrenó su lengua durante el camino de vuelta a casa. Allie le echó un vistazo al rostro de Martin y les dijo que se adecentaran para el almuerzo; les sirvió la comida en el salón, que volvía a estar reluciente. Mantuvo un constante contacto visual con Amanda, pero se cuidó mucho de preguntar nada.

Lo que sí hizo fue informarles de que Reggie ya había comido un poco y de que estaba durmiendo la siesta en su habitación.

—Parece mucho más recuperado y no hay indicios de fiebre.

Amanda abandonó la mesa aliviada por esas noticias.

—Vamos, señor conde, muéstreme los retratos de familia. —Martin se levantó y alzó una ceja con un gesto cínico, a lo que ella respondió con una expresión cándida—. ¿No es eso lo que hacen los caballeros para impresionar a sus futuras esposas?

Él la estudió mientras se acercaba.

—Eres tan transparente como el agua.

Amanda sonrió y enlazó su brazo con el de él.

—Dame el gusto.

Los cuadros estaban colgados a lo largo de la galería emplazada justo sobre las escaleras principales; mientras subían, se fijó en el rostro del hombre que tenía al lado.

—¿Me equivoco al pensar que a tu regreso a Inglaterra no investigaste la autoría del asesinato porque creíste que había sido Luc?

No le respondió de inmediato. Cuando llegaron al descansillo en el que se dividía la escalera, se detuvo y después giró hacia la izquierda.

—No sabía qué pensar… ni al principio ni tampoco después. Luc y yo… hasta entonces habíamos sido mucho más que primos, casi hermanos. Crecimos juntos, nuestras madres eran hermanas, fuimos juntos a Eton y de allí a la ciudad… —Se encogió de hombros—. En realidad no llegué a ninguna conclusión; era una posibilidad y mi mente se negó a ir más allá.

—Pero ¿ya no sospechas de Luc?

—No, en absoluto. La vista de Conlan era demasiado buena y luego está el asunto de la fuerza. —Frunció los labios antes de mirarla de soslayo—. Ya sabes que Luc, en lo que se refiere a las mujeres, sólo utiliza la fuerza para quitárselas de encima.

Amanda resopló.

—Desde luego. No es su estilo. ¿Quién más podría ser? —preguntó justo cuando llegaban a la galería.

—La respuesta no es lo que crees, pero ya la verás. —Martin la llevó hacia los retratos.

Allie había estado muy ocupada; habían descorrido las cortinas, que ya estaban sujetas por sus cordoncillos. La luz entraba a raudales; se reflejaba en las motitas de polvo que flotaban en el aire e iluminaba las hileras de retratos que colgaban de las paredes.

—Bien podríamos empezar por el viejo Henry, el primer conde. —Martin la condujo hacia el retrato de un caballero de aspecto irritado que posaba con una camada de spaniels; los animales lo miraban con adoración—. Según dicen, les tenía más cariño a sus perros que a su condesa. Aquí la tienes.

Amanda miró el retrato contiguo: una mujer con aire severo, semblante adusto y pelo cano. Como comentario, soltó un bufido.

Fueron pasando de retrato en retrato hasta que estuvieron frente a uno bastante más reciente.

—Mi abuelo, el tercer conde.

Un retrato realizado en la flor de la vida del modelo. Amanda lo estudió, miró a Martin con el ceño fruncido y volvió a contemplar el cuadro.

—No tenéis demasiadas semejanzas.

—Es que no me parezco mucho a él. —Martin la miró a los ojos—. En el físico me parezco a mi madre.

Señaló hacia delante y continuaron su camino, dejando atrás varios ancestros Fulbridge cuyos retratos, sobre todo los de los varones, confirmaban sus palabras. Los Fulbridge tenían rasgos distintos, con una frente más ancha y una mandíbula más alargada. Rostros muy diferentes, sin duda, aunque la mayor diferencia radicaba en la forma de los hombros: anchos, pero caídos. Semejante complexión física se repetía del primer retrato al último, el padre de Martin.

Amanda se detuvo frente a ese retrato sin necesidad de que le dijera quién era, consciente de que Martin se había quedado muy callado y de que había entornado los ojos. Estudió al hombre que había desterrado a su propio hijo sin razón alguna, tal y como apuntaban las pruebas más recientes. El cuadro mostraba un rostro severo y, sí, un porte honesto, pero no había rastro de crueldad ni de un temperamento irritable.

Con el ceño fruncido, Amanda miró el siguiente cuadro. El retrato capturó toda su atención.

—¿Tu madre?

Se detuvo justo delante y contempló con avidez los tres rostros que aparecían en el cuadro.

—Y su hermana.

—La madre de Luc, lo sé. Aquí está mucho más joven.

—Apenas tenían veinte años por aquel entonces.

Había dicho que se parecía a su madre y, hasta cierto punto, era verdad; el parecido era evidente, pero mitigado por las diferencias entre sexos. Aunque Amanda ya había descubierto por qué lo había afirmado de modo tan rotundo. Señaló al hombre que se sentaba a la mesa entre ambas hermanas.

—¿Quién es?

—Mi tío, su hermano mayor.

El hombre era, si no una copia exacta de Martin, una réplica muy parecida. Con semejante parecido, no era de extrañar que pudieran confundirlos, incluso a una distancia relativamente corta.

Amanda contempló el cuadro, absorbiendo toda la información que podía ofrecerle, todo lo que Martin quería que viese con sus propios ojos. Después se giró para contemplar sus oscuros ojos verdes.

—El asesino pertenece a tu familia, pero no a la rama de los Fulbridge. Es alguien de la familia de tu madre. —Al ver que no replicaba, continuó—: Y ese alguien sigue vivo y no quiere que investigues el asesinato, porque si lo haces…

Pasado un momento, Martin habló con los ojos clavados en los suyos.

—Ese alguien tenía la esperanza de que el asunto estuviera zanjado y, por tanto, de que él estaba a salvo, ya que no había removido las aguas durante tanto tiempo y no había proclamado mi inocencia ni había intentado buscar al verdadero asesino cuando regresé a Londres. Ahora, en cambio, mi interés por ti se ha vuelto del dominio público y el asesino se ha enterado de que he hecho una proposición formal; nadie que conozca a los Cynster creerá que he recibido la venia de la familia sin haber prometido que resolveré el antiguo escándalo. Así que, de repente, el asesino vuelve a sentirse amenazado.

Amanda asintió sin dejar de mirarlo.

—Así que vuelve a atacar… era a ti a quien intentaba matar cuando le disparó a Reggie.

—Sí.

—¿Crees que se ha dado cuenta? ¿De que le disparó a Reggie y no a ti?

—Es posible. Aunque, en caso contrario, se habría visto obligado a marcharse de todos modos, ya que no puede arriesgarse a atacarme aquí.

Amanda frunció el ceño.

—¿Por qué no? Es de suponer que conoce el lugar.

—Y es más que probable que él también sea muy conocido por estos contornos. —Puesto que su expresión le dijo que no estaba convencida, continuó—: Si lo ven y lo reconocen, matarme no servirá de nada ya que lo habrán descubierto. Si pudiera matarme y escapar, valdría la pena el riesgo. Sin embargo, lo más probable es que crea casi imposible que yo pueda hacer algo para limpiar mi nombre o que, en el caso de que lo consiguiera, no haya pruebas que lo relacionen con la muerte de Buxton después de tantos años. —Martin compuso una mueca—. Como bien puede ser el caso.

Enlazó su brazo con el de ella y emprendieron el camino de vuelta.

Amanda dejó que la condujera mientras meditaba los hechos y encajaba otras piezas en su rompecabezas mental.

—Pero —dijo a la postre—, la mejor forma de limpiar tu nombre socialmente, sobre todo pasado todo este tiempo, será demostrar que otra persona lo hizo.

Martin vaciló antes de asentir.

—La manera más efectiva, aunque tal vez no sea la única.

Ella lo miró a la cara.

—¿Hiciste alguna promesa? Acerca de resolver el escándalo.

—No con palabras, pero se sobreentendió.

—¡Que así sea! —Lo aferró por el brazo y dejó que su voz trasluciera toda su determinación; no iba a permitir que nada ni nadie se interpusiera entre ellos, mucho menos un asesino—. Sugiero que comencemos a buscar entre tus parientes maternos que encajen en el perfil. Tuvo que estar aquí, conocer a Sarah…

—Tal vez haya otras opciones —dijo él abstraído. Amanda observó con detenimiento su rostro y arqueó las cejas.

—Supongo que no se te habrá ocurrido, ni por un instante, que voy a permitir que dejes las cosas como están para que vuelvas a tu vida en las sombras, ¿verdad?

El semblante de Martin siguió siendo serio.

—Quienquiera que sea, tiene una familia que depende de él… inocentes que sufrirán las consecuencias de su desgracia. —La acalló con la mirada, inspiró hondo y continuó—: Sarah está muerta… nada de lo que hagamos la traerá de vuelta. En cuanto a Buxton, hacer justicia con su asesinato me importa muy poco, pero…

—¡Espera! —exclamó ella, agitando las manos—. Repite eso: ¿te preocupa que la familia del asesino sufra si lo descubres?

Al ver que él se limitaba a enarcar una ceja, un gesto que ella entendía a la perfección, comprendió de repente el problema que lady Osbaldestone había previsto gracias a su sabiduría. Vio el agujero, la fosa en la que podía enterrarse un hombre que adoleciera de una actitud sobreprotectora, y supo que tenía que encargarse del problema, y superarlo, en ese mismo instante. Le sostuvo la mirada.

—Tu familia te desterró sin motivo. Sé que no le darás la espalda a nadie como hicieron contigo, eres incapaz de algo así. Te sacrificarías por tal de proteger a tu familia. ¿Estoy en lo cierto?

Martin frunció el ceño y cambió de postura.

—Sin embargo —continuó—, sin importar la situación ni los argumentos que expongas, nada cambia el hecho de que tu principal objetivo será proteger el futuro de tu linaje. Te han enseñado desde la cuna a anteponer tu apellido a todo lo demás —dijo y se detuvo para inspirar hondo—. Y el futuro de tu familia reside contigo… —prosiguió, dándole un golpecito en el pecho— y conmigo, con nuestros hijos. —Martin entornó los ojos de repente y Amanda se ruborizó al tiempo que restaba importancia a la idea con un gesto de la mano—. Ese no es el tema que nos compete ahora.

A juzgar por la tensión que se apoderó de sus rasgos, Amanda supo que el hijo que tal vez ella llevara en el vientre era un tema que le competía y mucho; consciente de las implicaciones, cambió de táctica. Empezó a gesticular.

—Piensa en esto un instante: el asesino ya le ha disparado a Reggie por error. ¿Qué pasaría si decide que debe asegurarse de tu muerte y lo vuelve a intentar, pero en cambio me mata a mí o a alguno de nuestros hijos?

Su expresión le dijo entonces que había dramatizado demasiado, que estaba al tanto de los hilos de los que ella estaba tirando. Amanda mantuvo los ojos muy abiertos, las manos extendidas y le sostuvo la mirada. Pese a todo, ese hilo era muy poderoso. Martin soltó el aire y apartó la mirada.

Amanda le cogió las manos y entrelazó los dedos con los suyos. Él le dio un apretón. Cuando Martin volvió a mirarla, dejó que su expresión revelara todo lo que estaba sintiendo.

—El futuro de tu linaje reside en ti, en mí y en nuestros hijos. Sacrificar tu futuro por proteger el de otros miembros de tu familia es una cosa. Sacrificarnos a ambos es otra muy distinta. Nadie te lo pediría. Es algo imposible de pedir. Tal vez alguien acabe herido, pero estaremos allí (tú, yo y los demás) para ayudar… Podemos ayudarlos a superar el mal trago. Pero no puedes seguir protegiendo al asesino. Además, no se merece tu protección.

Permanecieron allí de pie, con las manos y las miradas entrelazadas. La luz del sol los envolvía, calentándolos y entregándoles la promesa de una nueva vida de abundancia y felicidad. A su alrededor, la casa pareció desperezarse como si se despertara de un largo sueño. Desde algún lugar de la planta baja, les llegó la voz de Allie y el ruido de unos cubiertos al caerse.

Martin inspiró hondo y le dio un breve apretón en los dedos. Desvió la vista hacia la ventana.

Ella esperó, rezando. ¿Qué más podría decir?

—Es un miembro de la familia que estuvo en Navidad y en Año Nuevo y que volvió para la reunión de Pascua.

Martin la miró. Ella esbozó una exuberante y alegre sonrisa.

—¿Te acuerdas de…?

Él negó con la cabeza.

—Hay más candidatos de los que te imaginas. Esa rama de la familia es muy numerosa y muchos nos visitaban con frecuencia. En Navidad, en Año Nuevo, durante la Pascua y al menos dos veces durante el verano para asistir a las fiestas multitudinarias que se celebraban. Era muy habitual que tuviéramos más de setenta invitados.

—Y ¿quién podría saberlo? ¿Allie?

—No. —Pasado un momento, dijo—: Tendría que mirarlo en el despacho de mi padre.

Sabía que aún no había entrado allí, sabía que quería hacerlo solo. Así que sonrió.

—Y yo tengo que ver cómo está Reggie. Después hablaré con Allie.

Le soltó las manos, se puso de puntillas y lo besó en la mejilla. Él aceptó la caricia pero no tardó en mover la cabeza. La miró a los ojos y se inclinó para besarla en los labios.

Fue un beso muy breve e increíblemente tierno.

—Reúnete conmigo cuando hayas terminado de hablar con Allie.

Martin abrió la puerta del despacho de su padre, una estancia cuadrada con ventanas orientadas al este que ofrecían una vista de los riscos. Allie aún no había pisado esa parte de la casa. La habitación estaba en penumbra y llena de polvo. Se acercó a las ventanas y, tras descorrer las cortinas, contempló cómo el río brillaba mientras se perdía hacia el este.

A su alrededor todo estaba en silencio… a la espera. ¿Eran imaginaciones suyas o su padre estaba muy cerca? Como si la estancia todavía estuviera impregnada de su presencia a pesar del año transcurrido desde que falleciera. Inspiró hondo, se preparó mentalmente y se giró.

Contempló el escritorio de caoba y el sillón orejero que había al otro lado, cuya piel estaba tan desgastada que incluso brillaba. El papel secante, con unas cuantas motitas, y la pluma junto a un tintero cuyo contenido se había secado hacía mucho. No quedaban papeles sobre el escritorio. Todo se había guardado. Su abogado fue el encargado de hacerlo, no él.

Ni siquiera sabía dónde había muerto su padre, ni cómo, sólo que lo había hecho. Martin recordó la fecha y se dio cuenta de que había sido justo un año antes de que viera por primera vez a Amanda.

Pensar en ella, en todo lo que le había dicho, rompió su ensimismamiento y lo obligó a alejar el pasado a una distancia tolerable. Puso el presente en su justa perspectiva.

Se acercó al escritorio, sacó el sillón y se sentó. Pasó la vista por los libros de cuentas que llenaban la estancia, se percató de unos cuantos tomos nuevos; nada raro y tampoco nada fuera de lugar. Frunció los labios. Por supuesto que no. Bajó la vista al escritorio y, sin hacer caso del polvo que lo cubría, abrió el primer cajón de la izquierda.

Plumas, lápices, algunos recuerdos… una figurilla de marfil que le había regalado a su padre años atrás. Martin la miró durante un buen rato; dada la severidad de su padre, resultaba extraño que la guardara allí, donde tendría que haberla visto todos los días… Con el ceño fruncido, cerró ese cajón y abrió el siguiente.

Cartas, muy antiguas, con los sobres ya amarillentos… Un buen puñado. Curioso, las sacó y las ojeó…

Estaban dirigidas a él. De puño y letra de su padre. Las contempló. No se imaginaba qué… Se preguntó cuándo las habría escrito.

Sólo había una manera de averiguarlo. Abrió de nuevo el primer cajón y sacó el abrecartas para leer la primera. Miró la fecha antes de abrir las demás y ordenarlas por orden cronológico. Las misivas se extendían a lo largo de nueve años. La primera había sido escrita cuatro días después de que se marchara… de que lo desterraran. Inspiró hondo, se preparó y cogió la primera hoja. «Martin, hijo mío… Estaba equivocado. Muy equivocado. Llevado por mi arrogancia…».

Tuvo que dejar de leer y obligarse a respirar. Le temblaba la mano; dejó la carta sobre la mesa, se levantó, se acercó a la ventana y forcejeó con el cierre hasta que consiguió abrirla. Se inclinó hacia el exterior y le dio la bienvenida a la ráfaga de aire frío proveniente del valle. Inspiró hondo. Calmó sus frenéticos pensamientos.

Después, regresó al escritorio y leyó la carta de arriba abajo. Cuando llegó al final, contempló la puerta mientras el pasado que había creído cierto se desintegraba para conformar uno nuevo. Cerró los ojos y se quedó largo rato inmóvil y en silencio, imaginando… Lo que el distanciamiento habría significado para su madre. Lo que, además de la culpa y de la angustia que destilaba la carta, le había hecho a su padre. Su honesto y siempre tan preocupado por hacer lo correcto (porque lo vieran hacer lo correcto) padre.

Al final, abrió los ojos y leyó el resto de las cartas. La última concluía con una nota de su madre, escrita justo antes de su muerte. En ella, le rogaba que los perdonara y que regresara a casa para que su padre pudiera enmendar la injusticia que había cometido. Sus palabras, más que ninguna otra cosa, lo destrozaron.

Seguía sentado detrás del escritorio, con las cartas frente a él, cuando se abrió la puerta. Había pasado bastante tiempo, ya que las sombras que proyectaban los objetos eran más alargadas.

Amanda echó un vistazo al interior y titubeó. La habitación estaba impregnada de emociones, no amenazadoras pero… Cerró la puerta muy despacio y se acercó a Martin.

Él la escuchó, levantó la vista y parpadeó para mirarla. Dudó un instante antes de extender un brazo para acercarla a él. Apoyó la cabeza contra su costado. La estrechó con más fuerza.

—Lo sabían.

Amanda no podía verle el rostro.

—¿Que no eras el asesino?

Él asintió.

—Se dieron cuenta a los pocos días y enviaron a alguien en mi busca de inmediato. Pero…

—Pero ¿qué? Si lo sabían, ¿por qué has pasado tantos años en el destierro?

Martin inspiró de forma entrecortada.

—Decidieron mandarme al continente, el lugar al que los sinvergüenzas ricos y con título huyen cuando Inglaterra se vuelve demasiado peligrosa. Pero decidí que si mi padre iba a desterrarme, no tenía por qué seguir sus instrucciones. En vez de ir a Dover y de allí a Ostende, me fui a Southampton. El primer barco que zarpaba iba rumbo a Bombay. No me importaba el destino siempre que me llevara lejos de Inglaterra. Lejos de aquí.

—¿No pudieron localizarte?

Él señaló el montón de cartas.

—Enviaron mensajeros y detectives para buscarme, pero nunca me encontraron porque estaban buscando en el continente equivocado. Si lo hubieran intentado en la India, me habrían encontrado… No me ocultaba.

Amanda le acarició el cabello con la mano.

—Pero sin duda alguien en Londres que hubiera visitado la India o que tuviera negocios allí…

Él negó con la cabeza.

—No, eso es lo peor. —Su voz sonaba desconsolada. Sintió cómo inspiraba hondo—. Esperaron aquí… me esperaron aquí. Como una especie de penitencia; en lugar de vivir como de costumbre, acudir a las fiestas de la temporada, visitar a sus amigos, organizar cacerías o asistir a las de los conocidos, se quedaron aquí, en esta casa. Desde el día en que me fui hasta el día que murieron; hasta donde puedo saber, se quedaron aquí, esperando que regresara y los perdonara.

«Y nunca lo hice».

No hubo necesidad de que pronunciara las palabras, Amanda podía escuchar cómo resonaban en su cabeza. El brazo que le rodeaba la cintura se tensó y hundió el rostro en su costado, aferrándose ciegamente a ella por un segundo.

Amanda le acarició la cabeza e intentó sin éxito refrenar las emociones: la comprensión, la simpatía, la extrema frustración que el descubrimiento le había deparado, la enorme tristeza de que hubiera sucedido algo así. Y todo por la cobardía de un hombre. Quienquiera que fuese.

Martin recordó eso último. Soltó a Amanda y tiró de ella para que se sentara en el brazo del sillón. Después, apiló las cartas, las metió en el cajón y lo cerró.

«Lo hecho, hecho está. El pasado está muerto y enterrado». No podía retroceder en el tiempo y hacer las paces con sus padres, pero sí podía vengarlos, y también a Sarah e incluso a Buxton, al asegurarse de que quienquiera que hubiera destruido sus vidas fuera llevado ante la justicia; después continuaría adelante tal y como a sus padres les habría gustado.

Se concentró en el presente.

—Vine aquí para encontrar el diario de visitas de mi padre. Era un hombre muy disciplinado, exacto, preciso. Llevaba un diario con todos los invitados a cada reunión familiar, y apuntaba quién asistía y quién no. Solía guardarlo en su escritorio…

Estaba en el último cajón. Lo sacó, sopló para quitarle el polvo y hojeó las páginas.

—Algo que no entiendo… Si sabían la verdad, ¿por qué tus padres no limpiaron tu nombre?

Martin levantó la vista y, al ver la preocupación que le ensombrecía los ojos, consiguió esbozar una breve sonrisa.

—Lo explican en las cartas. Mi padre imaginó una declaración formal. Un gran gesto ante toda la alta sociedad. Era el tipo de cosa que haría, a modo de expiación. Pero quería que yo estuviera a su lado cuando lo hiciera. —Devolvió la vista al diario—. Murió de forma repentina.

El asunto había sido demasiado doloroso, había provocado un sentimiento de culpa tan profundo que su padre había sido incapaz de afrontarlo sin la promesa de la absolución que le habría reportado la presencia de su hijo.

—¿Cómo te enteraste de su muerte y de que podías volver?

—Pasados unos años, contraté a un abogado londinense para que se ocupara de mis intereses en el país. Fue él quien me informó de la muerte de mi madre y, después, de la… de la de mi padre.

Su voz la puso sobre aviso. Miró el diario.

—¿Qué?

Pasó un instante antes de que él pudiera hablar.

—Te dije que mi padre adoraba las reuniones familiares. Después de esa Pascua, no hay más anotaciones.

No más reuniones. Habían vivido allí, solos, alejados por completo de la familia y de los amigos, tal y como él mismo había vivido. Martin suspiró y sintió cómo la vergüenza y la amargura, sus compañeras durante tantos años, se disipaban hasta desvanecerse. Sus padres habían sufrido mucho más que él.

Con la mandíbula apretada, colocó el diario abierto sobre la mesa.

—Esta es la lista de los que asistieron a la reunión de Pascua.

La examinaron y la compararon con la lista de los invitados de Año Nuevo. Al lado de cada nombre había una anotación con la fecha de llegada. Amanda buscó una hoja de papel en blanco y un lápiz.

—Dime los nombres de todos los hombres de tu familia materna que estuvieron el dos de enero aquí y repíteme los de Pascua. No los juzgues ni excluyas a nadie. Ya lo haremos después.

Martin cogió el diario, se arrellanó en la silla y la obedeció. Después, eliminaron de la lista a aquellos sobre los que no recaía sospecha, debido a la edad o a cualquier otra razón.

—Doce. —Amanda estudió la lista—. Es uno de estos hombres. Ahora, ¿qué más sabemos de él?

Martin cogió la lista y la repasó.

—Puedes tachar a Luc y a Edward.

Ella retomó la lista y tachó el nombre de Luc, pero titubeó.

—¿Cuántos años tenía Edward por aquel entonces?

—Es casi dos años más joven que Luc… Tendría unos dieciséis, casi diecisiete.

—Ya veo.

—Es imposible que creas que él lo hiciera.

Martin hizo ademán de apoderarse de la lista, pero ella se lo impidió.

—Tenemos que enfrentar este asunto con lógica. Estoy de acuerdo con respecto a Luc, pero sólo porque a plena luz del día es imposible confundirlo contigo. Pero ¿Edward? —Enarcó una ceja—. Haz memoria: ¿qué aspecto tenía Edward a los dieciséis?

Martin la miró a la cara con los ojos entornados, pero luego hizo un gesto con la mano.

—Muy bien, haz lo que quieras; deja a Edward en la lista por el momento.

Amanda resopló. Edward tenía el mismo color de pelo que Martin y, aunque no se le ocurriría decir que se parecían en la actualidad, ¿por aquella época…? Si se parecía al resto de los hombres de su familia, a los dieciséis ya casi habría crecido del todo. Sería muy fácil confundirlos desde lejos.

No acababa de creer que hubiera hecho algo tan horrible, pero dejar al mortalmente aburrido y decoroso Edward en la lista tras haber eliminado a Luc, le parecía, por muy infantil que fuese, satisfactorio.

—Muy bien. Ahora nos queda averiguar quién estuvo aquí por Pascua y eliminar a los caballeros que tengan coartadas para la hora del asesinato.

Martin la miró.

—¿Cómo está Reggie?

Amanda sonrió.

—Mucho mejor y más que dispuesto a regresar a Londres.

Martin se levantó. Rodeó el escritorio para reunirse con ella.

—Ese es otro detalle que sabemos de nuestro hombre. Estaba en el camino del norte hace dos noches.

Ella dejó que la condujera hacia la puerta.

—De hecho, eso nos dice algo más.

Él la miró con las cejas arqueadas.

—Nuestro hombre sabía que tú viajabas por ese camino hace dos noches, pero desconocía la razón y tampoco sabía en qué carruaje.