TRAS marcharse de Mellors, Martin enfiló Duke Street con paso tranquilo. Atravesó la calle con todos los sentidos en alerta, acostumbrado a deambular por un mundo mucho más peligroso, y percibió de inmediato que ningún bribón lo acechaba en la oscuridad.
El saledizo de una tienda proyectaba su sombra sobre la acera, haciendo que la oscuridad se tornara más misteriosa. Se detuvo en el lugar, se fundió con las sombras y esperó.
Tres minutos después, un criado abrió la puerta de Mellors y tras asomarse, silbó e hizo unas señas; un pequeño carruaje negro que aguardaba al otro extremo de la calle se puso en marcha. Martin asintió mentalmente en señal de aprobación. Mellors apareció en la entrada del establecimiento y escoltó a Amanda Cynster y a Reggie Carmarthen hasta el vehículo. La pareja entró y la puerta se cerró un instante antes de que el cochero sacudiera las riendas y el carruaje se pusiera en movimiento de nuevo.
Tan inmóvil como una estatua en la oscuridad, Martin lo observó cuando pasó frente a él. Vislumbró una fugaz imagen de ese cabello rubio dorado y vio que Reggie Carmarthen se había inclinado hacia delante para echarle a su compañera un buen rapapolvo. Sonrió, salió de las sombras y prosiguió su camino.
La noche lo arropaba. Se sentía como en casa caminando por las calles de Londres a esas horas de la madrugada, completamente en paz.
El motivo le era del todo desconocido, pero hacía mucho que había descubierto la futilidad de cuestionarse el destino. Era curioso que se sintiera en paz precisamente en ese lugar, rodeado por la gente que le había visto nacer (la misma gente que se esforzaba por evitar), aun cuando todos aquellos que habrían salido corriendo para verlo se encontraran roncando en sus camas, ajenos al hecho de que pasaba por delante de sus puertas.
Al llegar a Piccadilly, apretó el paso mientras su mente volvía a cuestionarse la fascinante naturaleza del juego que había tenido lugar esa noche.
En un principio le había dado la impresión de que Connor, ese viejo verde, le había echado el ojo a Amanda Cynster, pero a medida que la confrontación se desarrollaba, su aplomo había comenzado a tambalearse. El conde había formulado la apuesta de tal forma que la muchacha, ganara o perdiera, quedara fuera de peligro; pero la partida con él la había librado de vérselas con los restantes clientes de Mellors. Lo que Connor no había previsto era que Carmarthen no querría, o no podría, ser su pareja, lo que la había dejado en una situación escabrosa; Martin estaba convencido de que esa no había sido su intención.
Entretanto, él había observado a la muchacha mientras esos enormes ojos azules recorrían la habitación en busca de un salvador…
Meneó la cabeza al tiempo que se cuestionaba la inesperada debilidad que le había hecho presentarse como tal. ¿Desde cuándo tenía por costumbre actuar de un modo tan ridículamente caballeroso en respuesta a un par de ojos bonitos? La mera idea haría estallar en carcajadas a muchas personas en Londres, por no mencionar alguna que otra en el extranjero. Sin embargo, la imagen de Amanda Cynster luchando por conservar su orgullo lo había hecho ponerse en pie y ofrecerse como su paladín, por increíble que pareciera.
Lo más increíble de todo, no obstante, era que lo había disfrutado mucho. La partida había sido más estimulante, más absorbente que cualquiera de las que había jugado desde su regreso a Londres; y mucho más sorprendente por el hecho de que su pareja de juego hubiera sido una mujer. La muchacha no sólo había demostrado una inteligencia y un ingenio poco comunes, además había tenido el buen juicio de no hacer un despliegue sentimental y de no excederse en sus agradecimientos. El recuerdo de sus reacciones le arrancó una sonrisa. En cierta medida, ella había interpretado su ayuda como si tuviera derecho a ella, aun cuando en un principio desconociera su identidad. De algún modo, Amanda Cynster era una princesa… y era de lo más lógico que dispusiera de un caballero como paladín.
La colaboración de Connor lo intrigaba. Las sospechas que albergaba sobre las benévolas intenciones del hombre no habían sido más que meras conjeturas hasta que vio su renuncio. No creía ni por asomo que Connor lo hubiera hecho sin darse cuenta. En algún momento de la partida, el hombre había decidido que merecía la pena correr el riesgo de perder si, de ese modo, Amanda Cynster quedaba en deuda con él.
Martin no estaba seguro de cómo interpretar el gesto. Quizá sólo significara que Connor era taimado en extremo. Porque, por su parte, la muchacha no corría peligro; Amanda Cynster podía estar tranquila en lo que al disoluto conde de Dexter se refería. No albergaba intención alguna hacia ella. Tenía plena conciencia de quién era él, de quién era ella y de que la muchacha no era para él. Había disfrutado mucho de las horas pasadas en su compañía, pero no estaba dispuesto a permitir que un par de ojos deslumbrantes y unos labios de pitiminí (ni siquiera una piel suave como el satén y un cabello lustroso como la seda) le hicieran cambiar su meticuloso estilo de vida.
Las damas como Amanda Cynster no tenían cabida en su vida. Ni en esos momentos ni nunca. Tras hacer caso omiso del susurro lastimero de su conciencia, una voz que había silenciado tiempo atrás y que ya apenas tenía la consistencia de un eco lejano, enfiló hacia Park Lane, hacia su casa.
—¡Lo he encontrado! —Con un resplandeciente brillo en la mirada, Amanda arrastró a Amelia hasta su habitación y cerró la puerta—. Es perfecto. Sencillamente magnífico; no podría pedir más.
Amelia le aferró las manos con fuerza.
—Cuéntame.
Amanda así lo hizo. Y cuando terminó, su hermana estaba tan atónita como ella lo estuviera en un principio.
—¿¡Dexter!?
—El inasequible, esquivo y misterioso conde de Dexter.
—Y ¿es guapo?
—Devastador. Es… —Amanda hizo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas, pero desistió con un gesto de la mano—. Es, en pocas palabras, mucho mejor que cualquier otro que haya conocido.
—¿Qué más sabes de él?
—Es inteligente, astuto… hasta el punto de pedirle a Mellors que cambiara mi champán por agua y que lo hiciera sin que nadie se percatara —Amanda se dejó caer sobre sus almohadones y ambas hermanas se cobijaron bajo las mantas—. En resumen, tanto desde el punto de vista físico como intelectual, Dexter es perfecto. Si añadimos que es tan rico como Creso (demasiado rico para ir sólo detrás de mi dote) y que, en caso de que los rumores que corren sobre él tengan un ápice de verdad, su vida ha sido de lo más excitante (mucho más desmedida de lo que podría llegar a imaginar), es tan perfecto que asusta.
—Pero… está el asunto de ese viejo escándalo, no lo olvides.
Amanda desechó la advertencia con un gesto de la mano.
—Si ninguna de las anfitrionas ni de las grandes dames consideran ese detalle digno de recordar, ¿quién soy yo para llevarles la contraria? —Frunció el ceño—. ¿Has oído los detalles alguna vez?
—Sólo que tuvo algo que ver con una muchacha a la que supuestamente sedujo y que después se quitó la vida; pero creo que todo pasó hace muchos años, poco después de que llegara a la ciudad. Sea cual fuere la verdad, su propio padre lo desterró…
—Y él volvió a Inglaterra el año pasado, un año después de heredar el título… eso es lo que yo sé.
—¿Cuántos años tiene?
Amanda enarcó las cejas.
—¿Treinta? Más o menos. Aunque aparenta más edad. Es… serio.
Amelia la miró de hito en hito.
—¿¡Serio!?
—No ese tipo de seriedad. Quiero decir que es… circunspecto. Reservado… ¡No! Mesurado. Esa cualidad hace que los hombres parezcan mayores.
Amelia asintió.
—Muy bien. Acepto que en apariencia es perfecto para ti, pero ¿cómo vas a abordar el problema principal? Todas las anfitrionas de la alta sociedad han estado intentando atraerlo de nuevo a la vida social, pero él rechaza todas las invitaciones.
—Seamos francas: hace caso omiso de todas las invitaciones.
—Exacto. Así pues, ¿cómo vas a conocerlo lo suficiente como para convencerlo de que…? —Amelia dejó la pregunta en el aire y clavó la mirada en su gemela—. No vas a intentar atraerlo a nuestro mundo… eres tú la que va a entrar en el suyo.
Amanda sonrió.
—Ese es mi plan. Al menos hasta que lo tenga tan engatusado que me siga a todas partes.
Amelia soltó una risilla.
—Haces que parezca un perrito faldero.
—Ni por asomo. Tal vez un león. Una enorme bestia de pelaje castaño a la que le encanta holgazanear en su guarida durante el día y cazar durante la noche. —Sonrió y compuso una expresión decidida—. Eso es exactamente lo que necesito: engatusar y domar a mi león.
No era tan estúpida como para creer que iba a resultarle fácil. Pasó todo el día evaluando distintos acercamientos. La yegua era uno de ellos, pero no quería parecer demasiado impaciente; y, además, si jugaba esa carta demasiado pronto, tal vez él hiciera lo que había dicho y enviara a un mozo de cuadra con la montura a fin de mantener las distancias. Y mantener las distancias no era precisamente lo que ella necesitaba.
Tampoco podía regresar a Mellors, no después de la advertencia que él le había hecho. Además de ser un riesgo innecesario, ese gesto dejaría al descubierto su juego. Y Dexter no lo aprobaría en absoluto…
El razonamiento la llevó a otra conclusión y esta última a otra más; de modo que, de súbito, supo con claridad meridiana lo que tenía que hacer para domar a su león.
—Anoche, Mellors; hoy, la velada de lady Hennessy. ¿Acaso has perdido el juicio? —Reggie la miraba echando chispas por los ojos, oculto en la oscuridad del carruaje—. Si mi madre descubre que te he acompañado a semejante sitio… ¡me desheredará!
—No seas idiota. —Amanda le dio unas palmaditas en la rodilla—. Tanto ella como mi madre creen que nos reuniremos con los Montague en Chelsea. ¿Por qué iban a sospechar que nuestro destino es otro?
Con el paso de los años, Reggie y ella, acompañados a menudo por Amelia, habían adquirido la costumbre de elegir juntos los acontecimientos a los que asistirían de entre todos los que ofrecía la alta sociedad. Puesto que, en ocasiones, sus elecciones no coincidían con las de sus padres, la consecuencia inevitable había sido que acabaran asistiendo por su cuenta. Ningún chismoso o chismosa de la aristocracia lo consideraría digno de mencionar; era de sobra conocido que Reggie Carmarthen era amigo de las gemelas Cynster desde la infancia.
Semejante arreglo resultaba beneficioso para todas las partes implicadas. Las gemelas conseguían un acompañante aceptable que podían manejar a su antojo; Reggie conseguía una excusa para evitar que las madres de las muchachas en edad de merecer convencieran a su madre de que lo obligara a acompañarlas; y los padres de los tres estaban más que tranquilos sabiendo que sus retoños estaban sanos y salvos.
Hasta cierto punto.
—No tienes por qué actuar como si el hecho de asistir a la velada de lady Hennessy fuera a arruinar mi reputación.
—¡Todavía no estás casada! —El tono de Reggie sugería que estaba impaciente porque lo hiciera—. Las restantes damas presentes sí lo estarán.
—Eso no tiene la menor importancia. Tengo veintitrés años. Hace seis que fui presentada en sociedad. Nadie me considera una jovencita inexperta.
Reggie resopló, cruzó los brazos sobre el pecho y se dejó caer contra el respaldo del asiento. No dijo una palabra más hasta que el carruaje se unió a la fila de vehículos que esperaban para poder acercarse a la puerta del número 19 de Gloucester Street, que estaba iluminada con discreción.
El carruaje se detuvo; Reggie se apeó con un rictus de fastidio en los labios y la ayudó a bajar. Amanda se estiró las faldas y alzó la mirada hacia la puerta de la casa. Un criado vestido con librea esperaba junto a ella. Reggie le ofreció el brazo.
—Sólo tienes que insinuarlo y nos iremos ahora mismo.
—¡Adelante, Horacio!
Reggie murmuró algo entre dientes, pero la obedeció abriendo la marcha escalones arriba. Le dio sus nombres al criado y este les abrió la puerta con una reverencia. En cuanto pisaron el suelo de mármol del vestíbulo, Reggie echó un vistazo a su alrededor mientras Amanda le tendía su capa a un mayordomo de aspecto respetable.
—Siempre he querido ver este sitio por dentro —confesó cuando Amanda se acercó.
—¿Lo ves? —Lo tomó del brazo y lo giró en dirección al salón—. Estabas esperando que yo te ofreciera la excusa apropiada.
—¡Hum!
Al entrar en el salón, se detuvieron y echaron un vistazo a su alrededor.
La residencia de lady Hennessy era muy diferente a Mellors; no había duda de que allí reinaba una dama. Las paredes estaban decoradas con colgaduras de seda en color beige estampadas con un delicado diseño en tono turquesa. El beige, el dorado y el turquesa se repetían en la tapicería a rayas de sofás, sillas y sillones, así como en las gruesas cortinas que adornaban los ventanales. El suelo estaba cubierto por unas costosas alfombras chinas, de modo que el sonido de los tacones, tan de moda en esos momentos, quedaba amortiguado.
Descendiente de un acaudalado noble escocés, lady Hennessy había decidido animar su vida, y la de una buena porción de la alta sociedad, creando un salón que siguiera las tendencias del siglo anterior. Había amueblado las estancias prestando mucha atención a la comodidad y la elegancia. Los refrigerios que ofrecía la dama siempre eran de lo mejor. En cuanto a la diversión, se decía que las apuestas alcanzaban cifras astronómicas en las escasas noches en las que se permitía jugar a las cartas.
Sin embargo, lady Hennessy concentraba todos sus esfuerzos en ofrecer diversiones que atrajeran a los libertinos de más alta alcurnia de todo Londres… Algo que garantizaba la asistencia de la flor y nata de las damas casadas en busca de diversión; lo que, a su vez, aseguraba que todo aquel libertino que se preciara de serlo hiciera de Gloucester Street una visita obligada. El ingenio de la dama consistía en percibir la conexión existente entre los dos grupos de invitados que conformaban el grueso de sus veladas y en fomentar dicha conexión. Un excelente cuarteto de cuerda, emplazado en un rincón, tocaba una suave melodía; la luz, procedente de una serie de lámparas de diversos tamaños y de un buen número de candelabros, creaba un diseño de discretas luces y sombras más apropiado que la iluminación de las arañas a la hora de perseguir con disimulo los dictados de la pasión.
Se rumoreaba sobre la existencia de otras habitaciones en las que, de vez en cuando, se celebraban fiestas privadas. Aunque no podía negar que sentía curiosidad, a Amanda no le cabía la menor duda de que no necesitaba experimentar semejante diversión. Las estancias públicas de lady Hennessy servían a la perfección para sus propósitos.
Reggie frunció el ceño.
—Muy tranquilo, ¿no crees? No es en absoluto lo que esperaba.
Amanda reprimió una sonrisa. Reggie había esperado encontrar algo a camino entre un burdel y una taberna. No obstante, a pesar de que la elegante multitud conversaba en voz baja y bien modulada, a pesar de que los murmullos y las risas provenían a todas luces de personas de noble cuna, los temas de conversación y la palpable tensión entre las parejas que se hablaban casi al oído no podían calificarse de moderados. En cuanto a las miradas que se intercambiaban, algunas podrían haber causado un incendio.
Almack’s era el mercado matrimonial de la alta sociedad; la residencia de lady Hennessy era un mercado de otra naturaleza muy distinta, aunque frecuentado por la misma clase de compradores y vendedores. Según los rumores, había más sangre aristocrática masculina en Gloucester Street durante las noches de la temporada que en cualquier otro lugar de reunión de la capital.
Tras llevar a cabo un exhaustivo reconocimiento del lugar, Amanda suspiró aliviada al descubrir que no había nadie a quien hubiese preferido no ver (como algún amigo de su padre). Tampoco había ninguna dama perteneciente al círculo de amistades de su madre. Ni al de sus primos. Ese había sido su único temor al emprender esa estrategia. Una vez tranquila, se relajó y procedió a efectuar su siguiente movimiento.
—Estoy muerta de sed. ¿Podrías traerme una copa de champán?
—Marchando. Creo que la mesa de las bebidas está justo allí. —Hizo un gesto en dirección a la habitación adyacente y se alejó.
Amanda esperó a que Reggie se perdiera de vista tras los hombros y las amplias espaldas de los presentes. Acto seguido, se introdujo entre la multitud y dejó vagar la mirada.
Tardó sólo cinco minutos en reunir tres admiradores que encajaran en sus planes. Caballeros apuestos, atractivos, ataviados con elegancia, de conversación inteligente, encantadores, bromistas y extremadamente interesados en descubrir el motivo de su aparición en el salón de lady Hennessy. Amanda había asistido a demasiados bailes y fiestas, a demasiadas reuniones sociales, como para dejarse arredrar ante la perspectiva de mantener una conversación ingeniosa con los tres hombres a la vez (el señor Fitzgibbon, lord Walter y lord Cranbourne) sin dejar entrever sus intenciones. A decir verdad, el hecho de mostrarse tan remisa a confesar los motivos de su asistencia sólo consiguió avivar la imaginación de los caballeros y la atención que le dispensaban.
Cuando Reggie volvió, estaba sometida a un asedio en toda regla. Tras saludarlo con una sonrisa, aceptó la copa que le tendía y le presentó a sus admiradores. Reggie respondió a la presentación con expresión aburrida. No obstante, su semblante se tornó adusto cuando la miró, pero Amanda no le hizo el menor caso y, en cambio, le sonrió al señor Fitzgibbon.
—Estaba describiendo un paseo nocturno en barca por el Támesis, señor. ¿Merece la experiencia semejante incomodidad?
El señor Fitzgibbon se apresuró a contestarle que en efecto merecía la pena. Amanda tomó nota mentalmente mientras el hombre se lanzaba a una perorata lírica sobre la imagen de las estrellas reflejadas en las negras aguas. No sabía con exactitud cuántas noches tendría que acudir a la residencia de lady Hennessy para tender sus redes a caballeros como Fitzgibbon, Walter o Cranbourne; caballeros más que dispuestos a ayudarla en la empresa de dar sus primeros pasos en ese mundo tan poco virtuoso que habitaban.
No tenía intención alguna de aceptar su ayuda, pero lo ocultó a la perfección. La lógica sugería que Dexter acudiría al salón de lady Hennessy; no le cabía la menor duda de que había calado su verdadera naturaleza.
Si no aparecía, sólo habría perdido unas cuantas noches; una gota en el océano de tiempo que ya había malgastado en la búsqueda de un marido. Si aparecía pero su reacción no se adecuaba a lo que ella había vaticinado, obtendría una información impagable, suficiente para convencerla de que no era el hombre para ella pese a todo lo que sabía de él. Pero si todo salía según lo previsto… estaba preparada para hacerse con todo aquello que deseaba.
Su plan se le antojaba maravilloso. Con una sonrisa deslumbrante y haciendo un gran despliegue de sus miradas y de sus encantos, se lanzó a ponerlo en práctica.
Martin vio a Amanda Cynster en cuanto entró en el salón de Helen Hennessy. Estaba de pie junto a la chimenea y la luz de un candelabro emplazado en la repisa se derramaba sobre ella, envolviéndola en un halo dorado.
El efecto que le causó su presencia lo sorprendió: un repentino acceso de posesividad, un inesperado vuelco en las entrañas. Tras hacer a un lado las emociones, echó mano de su máscara de cínico desdén y entró en la estancia para saludar a la anfitriona.
Helen se mostró encantada de verlo. Lo enzarzó en una conversación destinada a ensalzar a tres damas experimentadas, presentes esa noche.
—Cada una de ellas estaría encantadísima de conocerte.
Lo miró con una ceja enarcada. Martin apenas se tomó el tiempo de observar a las aludidas.
—Esta noche no.
Helen suspiró.
No sé si aplaudirte o echarme a llorar. Tu reticencia servirá para avivar su interés, como muy bien sabes; pero si sigues negándote… bueno eso acabaría por poner en entredicho mi reputación como intermediaria.
—Tu reputación es de sobra conocida, querida mía, y estoy seguro de que las damas en cuestión lo saben muy bien. Pero esta noche tendrán que conformarse con los talentos de otro caballero. Yo… —Martin echó un vistazo a Amanda, un ángel dorado que derramaba sus sonrisas y carcajadas sobre su grupo de esclavos—. Tengo otros planes en mente. —Volvió a clavar los ojos en Helen antes de que la mujer pudiera seguir su mirada, movida por la curiosidad—. Y no, no hace falta que te pongas a elucubrar. Estoy destinado a interpretar el papel de paladín protector y no el de diestro amante.
—Fascinante… —Helen abrió los ojos de par en par y sonrió—. Muy bien. Tienes mi permiso para dispensar tus favores según desees; aunque no creo que me hicieras caso de no estar de acuerdo. Eso sí, ¡ten cuidado! —Le lanzó una mirada traviesa al tiempo que se giraba para saludar a otro invitado—. Ya sabes lo que dicen sobre los libertinos asaltados por un repentino deseo de reformarse…
Martin no lo sabía y tampoco necesitaba saberlo. La advertencia se desvaneció en sus oídos mientras se abría paso entre la multitud, en apariencia observando a las damas presentes, si bien sus ojos sólo estaban interesados en una en concreto.
Ella no lo había visto, o eso parecía. Acababa de mirar en su dirección, pero no había dado muestras de haberlo reconocido. Seguía conversando con los tres hombres y con Carmarthen, aunque este último parecía más preocupado que hipnotizado.
Tenía que admitir que Amanda Cynster era una experta a la hora de hipnotizar a los hombres. Sus sonrisas, su risa (que aún no había escuchado, si bien lo estaba deseando), su alegre conversación, su mirada risueña… proyectaban la imagen de una joven muy segura de sí misma, rebosante de encanto y chispa. A decir verdad, le recordaba al buen champán: un vino suave y efervescente, maduro hasta el punto exacto en el que prometía oro líquido para la lengua y gloria para los sentidos.
No sabía si ella se había percatado de su presencia. No sabía si era cierta la sospecha de que el cuadro que se desarrollaba frente a él había sido planeado pensando en su persona o si esa idea era fruto de su arrogancia.
La dirección de sus pasos lo llevó hasta el campo de visión de la muchacha. La multitud se hizo más transitable; desde ese punto podía verla con claridad, aunque ella no se giró. En cambio, soltó una carcajada; un sonido ligero y vivaz, exaltado y terrenal a un tiempo que flotó hasta él, lo acarició y lo sedujo del mismo modo que a los hombres que la rodeaban.
¿Para qué cuestionarse si estaba tratando de llamar su atención? Lo había conseguido.
Amanda percibió su cercanía. Su proximidad consiguió ponerla en tensión como si de una tormenta en ciernes se tratara. La sensación le crispó los nervios y tuvo que esforzarse para no darse la vuelta y encarar aquello que sus sentidos tildaban de peligroso; si lo hacía, dejaría al descubierto su estrategia. Justo entonces, él se detuvo a su lado y su imponente presencia le dio la excusa necesaria para dejar de hablar y mirar en su dirección.
Dejó que su semblante mostrara la sorpresa del reconocimiento y que a sus ojos asomara el placer que le provocaba su presencia. No le costó ningún esfuerzo; el pecaminoso atractivo de Dexter resultaba mucho más evidente a plena luz y vestido de un modo más formal que la noche anterior. Sonrió y le ofreció la mano.
—Milord.
Y no dijo más, por desvergonzado que sonara. Que tanto él como los demás imaginaran lo que quisieran. Dexter la tomó de la mano y ella hizo la pertinente reverencia. El conde la alzó y, sin dejar de mirarla, inclinó la cabeza.
—Señorita Cynster.
Con una candorosa sonrisa, Amanda se esforzó por mantener los dedos quietos entre los suyos, ya que sabía que sería poco acertado intentar retirarlos hasta que él decidiera soltarla. Cuando lo hizo, se apresuró a tomar una honda bocanada de aire antes de lanzarse a la ronda de presentaciones.
—Creo que recordará al señor Carmarthen.
—Por supuesto.
Reggie le dirigió una mirada suspicaz al tiempo que inclinaba educadamente la cabeza. Los ojos del conde se demoraron sobre él durante un instante antes de girar la cabeza con tranquilidad hacia ella.
—Debo admitir que me sorprende encontrarla aquí. Creí que, tras su más reciente incursión en este mundo, la cautela sería… ¿Cómo se dice? ¿Un valor en alza?
«¡Está aquí, está aquí! ¡Ha mordido el anzuelo!».
Mirándolo a los ojos, Amanda cortó de raíz la letanía de sus pensamientos. Dexter estaba allí, pero distaba mucho de haber caído en la trampa. Y si no tenía cuidado, tal vez fuera ella quien acabara atrapada.
Esbozó una sonrisa destinada a poner de manifiesto el placer que le causaba que recordara su anterior encuentro.
—Estuve tentada de asistir al baile de lady Sutcliffe, pero… —Dejó que su sonrisa vagara sobre los tres hombres que ya se veían como sus fervorosos galanes—. Los acontecimientos formales resultan de lo más aburrido cuando se han pasado años en los salones de baile. —Volvió a mirar a Dexter—. Parece una pérdida de tiempo no aprovechar las diversiones tan diferentes que ofrecen otras anfitrionas como lady Hennessy. Estas veladas son mucho más amenas. ¿No opina usted lo mismo?
Martin la miró a los ojos y estuvo a punto de ponerla a prueba.
—Como es de sobra conocido, mis gustos van más allá de las diversiones que ofrecen las anfitrionas de la alta sociedad. Sin embargo, jamás habría imaginado que semejantes distracciones resultaran atrayentes para una dama tan joven como usted.
La muchacha alzó la barbilla y en sus ojos apareció un brillo alegre y desafiante.
—Al contrario, milord. Tengo un marcado gusto por las emociones fuertes. —Con una sonrisa serena, le dio un toquecito en el brazo—. Me atrevería a decir que usted no lo sabe, puesto que no se prodiga mucho.
—¿Emociones fuertes? —comentó Cranbourne, aprovechando el momento—. Según tengo entendido, algo de eso hubo en casa de la señora Croxton anoche.
—¿De veras? —preguntó ella al tiempo que lo miraba.
Martin observó cómo alentaba a los tres hombres para que la deslumbraran con sus sugerencias más descabelladas. Tal vez él no se «prodigara» demasiado, pero sabía lo que estaba ocurriendo ante sus ojos. Carmarthen se ponía más nervioso por momentos. No obstante, si él hacía una reverencia a modo de despedida y se alejaba, ¿seguiría ella actuando igual? Si se negaba a interpretar el papel de su protector, ¿seguiría ella adelante sin ninguno? ¿Qué tipo de red estaba tejiendo? ¿Hasta qué punto era sincera y hasta qué punto quería confundirlo?
Aunque tampoco le importaba demasiado; era más que capaz de lidiar con ella, tomara el camino que tomara. Y estaba claro que necesitaba a alguien que la cuidara, alguien con más músculos que el querido Reggie.
Cranbourne, Fitzgibbon y Walter estaban decididos. Puesto que Amanda Cynster había permitido que la entretuvieran durante un buen rato, los tres esperaban que la dama escogiera entre ellos. Y al contrario de lo que ella esperaba, acostumbrada como estaba a las reglas que gobernaban los salones de baile y las salitas de la alta sociedad, una negativa educada no sería bien recibida.
Martin extendió el brazo y la tomó de la mano. Sorprendida, ella lo miró, haciendo que Walter perdiera el hilo de aquello que estuviera contando.
—Querida, le he prometido a Helen, lady Hennessy, que dado que esta es su primera visita, me aseguraría de que conociera todas las diversiones que ofrece en su salón. —Clavó la vista en los ojos azules de la muchacha al tiempo que le alzaba la mano y la dejaba apoyada en su antebrazo—. Ya va siendo hora de que demos una vuelta o no podrá verlo todo antes de que amanezca. —Echó un vistazo a Walter, Cranbourne y Fitzgibbon—. Estoy seguro de que estos caballeros sabrán disculparla.
No les quedó otra opción. Ninguno de ellos podía arriesgarse a contradecir un edicto de Helen, hecho con el que Martin había contado de antemano. Los tres hombres murmuraron sus despedidas y se alejaron. Martin miró a Reggie.
—Creo que a la señorita Cynster le gustaría beber otra copa de champán.
Reggie miró a la muchacha.
Ella asintió con la cabeza y el movimiento agitó sus rizos.
—Sí.
Reggie frunció el ceño y lo miró de reojo.
—Siempre y cuando no se te ocurra marcharte mientras voy a por ella.
Martin reprimió una sonrisa; tal vez no fuera tan débil de carácter como había supuesto.
—No saldrá de esta habitación, pero daremos un paseo. —Se detuvo con los ojos puestos en los de Carmarthen—. No es muy inteligente detenerse mucho tiempo en el mismo sitio.
El semblante del joven reflejó el momento exacto en el que comprendió sus palabras y, sin dejar de mirarlo, asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Os buscaré.
Se alejó tras lanzar a la señorita Cynster una mirada reprobatoria y se encaminó en dirección al salón adyacente.
Martin recorrió la estancia con la mirada antes de bajar el brazo y hacerle un gesto a la muchacha para que caminara delante de él. Mantener su mano sobre el brazo, tenerla tan cerca, no habría sido muy inteligente. Quería que todos vieran que gozaba de su protección en el sentido social, pero no deseaba que los invitados de Helen imaginaran que esa protección se extendía a un ámbito más privado.
En un momento dado, mientras caminaba delante de él sorteando con cuidado a los invitados, ella volvió la vista atrás.
—¿De verdad es amigo de lady Hennessy?
—Sí.
Helen era otra persona que había tenido acceso a la alta sociedad y que había elegido darle la espalda.
La muchacha se detuvo.
—¿Qué he hecho mal?
Martin la miró a los ojos y se dio cuenta de que la pregunta era tan simple como parecía.
—Si pasa más de quince minutos hablando con un hombre, se dará por supuesto que está interesada en disfrutar con él de alguna de esas emociones fuertes que usted ha mencionado.
Su hermoso rostro perdió el color.
—¡Vaya! —Tras darle la espalda, continuó el lento recorrido—. Esa no era mi intención.
Se detuvo para saludar a un invitado que hizo el gesto de querer conocerla. Martin realizó tres presentaciones antes de seguir adelante. Mientras caminaban, se acercó más a ella para inclinarse y preguntarle al oído:
—Y ¿cuáles eran sus intenciones?
La muchacha se detuvo de forma tan repentina que a punto estuvo de chocarse con ella. Apenas un palmo separaba la espalda femenina de su torso y ese trasero cubierto por la seda de sus muslos. Ella alzó la mirada hacia su rostro.
Martin tuvo que luchar con todas sus fuerzas para no rodearla con los brazos y acercarla a su cuerpo.
—Quiero vivir un poco antes de hacerme mayor. —Lo miró sin parpadear—. ¿Es eso un crimen?
—Si lo fuera, la mitad del mundo sería culpable.
La joven giró la cabeza y reanudó el paseo. Martin refrenó sus impulsos y la siguió. Ella volvió de nuevo la vista atrás.
—Supongo que usted tendrá mucha experiencia en todos los ámbitos de la vida.
—No todas mis experiencias son placenteras.
Ella hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—Sólo estoy interesada en los aspectos placenteros.
Su tono de voz era directo, no se percibía subterfugio alguno. Estaba dispuesta a perseguir los placeres de la vida y a evitar el sufrimiento.
Ojalá la vida fuera tan simple.
Continuaron con su lento peregrinaje, deteniéndose de vez en cuando con algún grupo antes de proseguir, ella un par de pasos por delante y él avanzando con actitud relajada pero atenta tras su estela. Dudaba mucho de que Amanda Cynster hubiera sufrido mucho hasta ese momento. La fe que demostraba en la vida, en las alegrías que proporcionaba, parecía inmaculada. El brillo de sus ojos, su exuberante sonrisa… todo indicaba que su inocencia seguía intacta.
No sería él quien la hiciera añicos.
Tras llegar a un espacio vacío en un lateral de la estancia, Amanda se dio la vuelta.
—A decir verdad y hablando de los placeres de la vida…
Dexter se detuvo frente a ella y sus amplios hombros la privaron de ver el resto del salón. La miró a los ojos y alzó una ceja en un gesto odiosamente suspicaz, arrogante y demasiado confiado.
Amanda le sonrió.
—Estaba pensando que tal vez podría montar la yegua mañana por la mañana. Temprano. En el parque. ¿Cree que a su mozo de cuadra le importaría?
El conde parpadeó una vez. Ella sonrió aún más.
Y rogó en silencio no haber jugado esa carta demasiado pronto. Esquivo como era, quizá regresara a las sombras después de esa noche si no concertaba otro encuentro; y ella se vería obligada a repetir todos los pasos que había llevado a cabo hasta ese momento.
El semblante masculino no reflejó emoción alguna. Por fin dijo:
—Connor mencionó Upper Brook Street.
—La residencia familiar es el número 12.
Él asintió.
—Le ordenaré a uno de mis mozos de cuadra que la espere con los caballos en la esquina de Park Lane. Después de su paseo, será él quien devuelva la yegua a mis establos.
—Gracias —dijo con una sonrisa agradecida, demasiado consciente de la situación como para sugerir que preferiría con mucho su compañía a la del mozo de cuadra.
—¿A qué hora?
Amanda arrugó la nariz.
—A las seis.
—¿¡A las seis!?
Martin la miró de hito en hito. Ya era casi medianoche y a las seis de la mañana el parque estaría desierto.
—Necesito volver a casa antes de que los jinetes habituales aparezcan en el parque. —Su mirada no flaqueó—. No quiero que mis primos vean la yegua y me pregunten por su procedencia.
—¿Sus primos?
—Mis primos… los Cynster. Son mayores que yo. Todos están casados y se han convertido en unos estirados insoportables.
Martin se reprendió mentalmente por no haber establecido antes la relación. Claro que los Cynster eran una familia numerosa y jamás había oído que hubiera una mujer entre sus filas. Todos los miembros de la familia con los que se había topado hasta la fecha eran hombres.
La Quinta de los Cynster; así los llamaban. La primera vez que llegó a la ciudad eran poco menos que dioses y reinaban sobre las damas de la alta sociedad. Pero, en esos momentos, todos estaban casados… No se había encontrado a ninguno durante el año anterior, mientras creaba su propio feudo en el mundo que ellos habían gobernado anteriormente como reyes supremos.
Frunció el ceño.
—¿Es prima hermana de St. Ives?
La muchacha asintió con una expresión sincera.
Si cualquiera de sus primos hubiera estado presente, Martin no habría dudado en ponerla en sus manos en ese mismo instante y así atajar de raíz sus aventuras. Eso habría sido mucho más seguro, no le cabía duda. Sin embargo, ella estaba allí y no había ningún otro Cynster presente.
Ambos se giraron cuando Reggie regresó con una estilizada copa de champán en la mano.
Martin lo saludó con un movimiento de cabeza y los labios apretados.
—Muy bien. A las seis en punto en la esquina de Park Lane.
A las seis en punto de la mañana el día parecía gris, frío y desapacible. El corazón de Amanda emprendió el vuelo cuando, encaramada en lo alto de la retozona yegua, se encaminó al trote hacia Mount Gate… en dirección a la alta figura masculina que la esperaba impaciente sobre un enorme caballo, bajo un árbol situado junto a las puertas de entrada.
Ataviada con su traje de montar, Amanda había abandonado a hurtadillas la casa de sus padres por la puerta lateral y había atravesado la calle a la carrera. Al llegar a la esquina, descubrió que el mozo de cuadra la esperaba según lo acordado. Con las esperanzas hechas añicos, se había echado un sermón por haber esperado tanto en tan poco tiempo. Dexter sabía que salía a montar a esa hora; algún día la acompañaría.
Al parecer, lo había tentado lo suficiente. La estaba esperando a lomos de un magnífico y temperamental ruano que parecía controlar sin dificultad apretando sus largos y musculosos muslos contra los costados del animal. Iba vestido con un abrigo de montar de corte clásico, pantalones de ante y botas altas. Mientras se acercaba al trote, Amanda pensó que parecía un poco más indómito y bastante más peligroso que con el atuendo formal.
El cabello desordenado le confería un nuevo atractivo y su mirada parecía inusualmente alerta. No estaba frunciendo el ceño, pero no había duda de que su semblante era hosco. Cuando llegó hasta él, Amanda tuvo la sensación de que no le hacía ninguna gracia estar allí.
—Buenos días, milord. No esperaba poder disfrutar del placer de su compañía —le dijo con una radiante sonrisa, encantada de que el comentario fuera sincero—. ¿Está dispuesto a galopar un rato?
Martin la miró con gesto impasible.
—Descubrirá que estoy dispuesto casi a cualquier cosa.
La sonrisa de la muchacha se acentuó antes de mirar hacia otro lado.
—Vayamos hacia el Row.
Martin se giró para mirar a su mozo de cuadra.
—Espera aquí.
Se pusieron en marcha al unísono, trotando sobre los prados al amparo de las copas de los árboles. La muchacha se entretuvo probando la docilidad de la yegua. Martin observó con alivio que era una amazona competente; claro que tampoco había esperado menos de un miembro de la familia Cynster, femenino o no.
—Por lo que dijo Connor, asumo que su primo (no recuerdo cuál de ellos) aún demuestra un ávido interés por los caballos.
—Demonio —le contestó mientras comprobaba las riendas—. Posee unas caballerizas en las afueras de Newmarket. Cría caballos de carrera y Flick los monta.
—¿Flick?
—Su esposa, Felicity. Es maravillosa con los caballos; ayuda a entrenarlos.
A Martin le resultó difícil hacerse a la idea. El Demonio Cynster que él conocía jamás habría dejado que una simple mujer se acercara a sus caballos. Se desentendió de semejante enigma para regresar al que tenía entre manos.
—Así pues, si Demonio ve la yegua, la reconocerá.
—Y lo mismo ocurriría si alguien la viese y se la describiera. Puede estar seguro. —La muchacha lo miró—. Por eso sólo puedo montar tan temprano, cuando no hay nadie por los alrededores.
Martin reprimió una mueca; su razonamiento era lógico. Sin embargo, la idea de que montara a solas en un parque desierto había bastado para despertarlo mucho antes de que llegara la infernal hora. Las imágenes que le habían pasado por la mente le habían impedido reconciliar el sueño. Y allí estaba, a pesar de que no había tenido la más mínima intención de acompañarla.
Y sabía a ciencia cierta que la muchacha volvería a montar a la mañana siguiente y que se repetiría la situación.
Si la alta sociedad averiguaba que estaba montando tan temprano y con él como única compañía, habría rumores y expresiones sorprendidas por doquier. No obstante, era una mujer de veintitrés años sensata, experimentada y con una educación intachable; de modo que, aunque su reputación fuera puesta en duda, no acabaría deteriorada por montar con él y sin carabina en un parque público. A su familia (en especial a sus primos) no le haría ni pizca de gracia, pero tendrían que incurrir en una transgresión mucho más horrible para que alguien interviniera.
Claro que también estaba el hecho de que si sus primos descubrían que había estado al tanto de los paseos a caballo de la dama cuando no había nadie en el parque y lo único que había hecho era darse la vuelta en la cama y seguir durmiendo, se convertiría en el objetivo de una expeditiva intervención, no le cabía la menor duda de ello.
No acababa de decidir si sería preferible que esa última posibilidad se hiciera realidad. Lo único que mitigaba su mal humor era la certeza de que la muchacha no había sido consciente de la posición en la que lo había colocado. El placer que había demostrado al ver que la estaba esperando había sido genuino; no había contado con su presencia. Al menos, seguía teniendo ese margen de acción.
La miró de reojo mientras ella hacía que la yegua realizara una cabriola y ejecutara unos cuantos pasos complicados antes de seguir adelante.
—Es maravillosamente receptiva.
Martin echó un vistazo al cielo, que iba adquiriendo el color de las perlas negras a medida que la oscuridad de la noche se suavizaba con la llegada del amanecer.
—Si vamos a cabalgar, será mejor que nos pongamos a ello cuanto antes.
La muchacha guio a la yegua hasta el camino de tierra diseñado específicamente para tal fin. Le echó un vistazo por encima del hombro cuando se acercó a ella y acto seguido azuzó a la yegua. El movimiento lo tomó por sorpresa, pero el ruano la siguió. La yegua era más rápida, pero su caballo no tardó en acortar las distancias y pronto estuvieron cabalgando a la par. El parque estaba vacío, silencioso y tranquilo mientras volaban sobre el camino. El ruano habría dejado atrás a la yegua sin mucha dificultad, pero lo refrenó. De ese modo podía ver la cara de la joven, ver la incontenible alegría que le inundaba el rostro y sentir el júbilo que la embargaba.
El retumbar de los cascos se intensificó hasta que sintieron que sus corazones latían al mismo ritmo. El aire los azotaba y les enredaba el cabello; se deslizaba sobre su piel y les irritaba los ojos.
Ella aminoró el paso; el camino llegaba a su fin un poco más adelante. El galope se convirtió en un trote vivaz antes de convertirse de nuevo en un paseo. El silencio quedó roto por los resoplidos de sus monturas. El ruano agitó la cabeza, haciendo que sus guarniciones tintinearan.
Martin giró en dirección a Mount Gate y estudió la yegua con ojo crítico.
Le había sentado bien la cabalgada, al igual que a su amazona.
Había visto muchas bellezas femeninas como para ser susceptible a una más a esas alturas, pero los colores llamativos y la riqueza de texturas siempre le llamaban la atención. El traje de montar de terciopelo con el que iba ataviada era del mismo tono que sus ojos; el detalle se le había pasado por alto hasta ese momento debido a la escasez de luz. Sólo se dio cuenta cuando la muchacha se giró en la silla para mirarlo, sonriente y delirante de felicidad.
Bajo un alegre sombrero del mismo color que el traje, su cabello brillaba a la luz del amanecer, que le arrancaba destellos de oro puro. La noche anterior, recogido sobre la coronilla, creyó que sólo le llegaría hasta los hombros. En ese momento supo que debía ser más largo; al menos hasta media espalda. Lo llevaba recogido bajo el sombrero en un despliegue de brillantes y lustrosos rizos, aunque algunos mechones le caían sobre el cuello y otros se rizaban primorosamente alrededor de sus orejas.
Ese cabello despertaba en sus manos el deseo de acariciarlo.
Esa piel despertaba su deseo.
La cabalgada había teñido de un delicado tono rosa su piel de alabastro. Sabía que si le rozaba la garganta con los labios, si deslizaba los dedos sobre sus hombros desnudos, podría sentir el calor de la sangre que corría bajo esa piel exquisita. El mismo efecto que le provocaría el deseo. En cuanto a los labios… entreabiertos, rosados…
Apartó la vista de ella para clavarla al otro lado del parque.
—Será mejor que regresemos. Los jinetes habituales no tardarán en llegar.
Con la respiración aún alterada, ella asintió y colocó la yegua junto al ruano. No tardaron en ponerse al trote. Estaban cerca del mozo de cuadra, que los aguardaba junto a las puertas, cuando la joven murmuró:
—Lady Cavendish da una cena esta noche… uno de esos acontecimientos de asistencia obligada.
Martin se dijo que era un alivio. No tenía motivos para sentirse obligado a jugar al paladín protector esa noche.
—Pero creo que después me pasaré por la velada del consulado corso. Si no me equivoco, está justo a la vuelta de Cavendish House.
Martin la miró con expresión pétrea.
—¿Quién la ha invitado? —Las veladas en el consulado corso requerían invitación. Por una buena razón.
La muchacha le devolvió la mirada.
—Leopold Korsinsky.
El cónsul corso. Y ¿cuándo había conocido ella a ese hombre? Sin duda, durante sus incursiones en los bajos fondos de la alta sociedad. Martin fijó la vista al frente y descartó el impulso de disuadirla. Esa mujer estaba decidida a probar el lado más desinhibido de la vida y, sin duda alguna, asistir a una de las veladas de Leopold colmaría todas sus expectativas.
—La dejaré aquí. —Algún que otro caballero se acercaba a caballo al parque por las calles de Mayfair para su paseo matutino. Detuvo al ruano—. El mozo de cuadra la acompañará hasta Upper Brook Street y traerá la yegua de vuelta a mi establo.
Ella sonrió.
—En ese caso, le agradezco su compañía, milord.
Inclinó la cabeza de forma cortés y se dio la vuelta sin dejar caer una pista, sin hacer un guiño, sin pronunciar la más velada indirecta de que esperaba verlo esa noche.
Martin la observó alejarse con los ojos entornados y la vista clavada en su espalda. En cuanto Amanda Cynster se reunió con el mozo de cuadra y salió del parque sin mirar atrás ni una sola vez, él se encaminó al trote hacia Stanhope Gate, cruzó Park Lane y dejó atrás las enormes puertas que guardaban el camino de entrada a Fulbridge House.
Entró por la cocina y atravesó la enorme mansión. Prosiguió en dirección a la biblioteca sin hacer el menor caso a los muebles cubiertos por las sábanas de hilo, a las numerosas puertas cerradas ni a la oscuridad que lo rodeaba.
Aparte del reducido comedor, de las muchas estancias que había en la planta baja, sólo utilizaba la biblioteca. Abrió la puerta de un empujón y entró en una guarida de decadente lujo.
Como en cualquier otra biblioteca, las paredes estaban ocultas tras las estanterías llenas de libros. En ese lugar, el despliegue de tomos hacía alarde, por la diversidad y el orden, de una enorme riqueza, de orgullo y de amor por el estudio; de un profundo respeto por la sabiduría recopilada. En todo lo demás, el lugar era único.
Las cortinas de terciopelo seguían corridas sobre los ventanales. Martin atravesó el suelo de parqué con sus exquisitos tablones medio ocultos por las alfombras de intensos tonos oscuros y descorrió las cortinas. Tras las ventanas se veía un jardín con un estanque central en el que se alzaba una fuente y cuyos muros estaban cubiertos por frondosas enredaderas y plantas trepadoras.
Martin se dio la vuelta y dejó vagar la mirada por el diván tapizado con satén y la otomana adornada con un colorido despliegue de echarpes de seda; por los cojines, brillantes como piedras preciosas amontonados al azar; por las mesas talladas, dispuestas entre tanta gloria. Allí donde sus ojos se posaban encontraban una deliciosa mezcla de color y textura; una alegría para los sentidos.
No había duda de que la estancia era un deleite sensual; una compensación por el yermo vacío de su vida.
Sus ojos se detuvieron sobre un montón de invitaciones amontonadas en la repisa de la chimenea. Se acercó y las cogió para ojearlas. Encontró la que buscaba.
La miró durante un buen rato.
Tras devolver las restantes a la repisa, dejó la seleccionada en una mesita auxiliar de caoba, se recostó en la otomana y colocó los pies sobre un puf de cuero repujado… mientras contemplaba la invitación de Leopold Korsinsky con el ceño fruncido.