SEGUÍAN envueltos en la calidez de la colcha de su madre cuando Martin escuchó los pasos de Colly que subía las escaleras. Mantuvo los ojos cerrados y se permitió un último momento para que sus sentidos se deleitaran con la paz, con la alegría que los embargaba. Acurrucada entre sus brazos, Amanda tampoco dormía y se mostraba igual de reacia a moverse, pero permanecía tranquila y relajada contra su cuerpo. Sin duda alguna, también saboreaba el último momento que pasarían juntos durante el resto del día.
Sin embargo, había llegado la mañana y tenían muchas cosas que hacer. Se desperezó y se puso en pie; después ayudó a Amanda a levantarse. Cuando Colly llamó, Martin le abrió la puerta. El anciano llevaba un pequeño aguamanil y una palangana. Martin se quedó el tiempo suficiente para sugerir que dejaran dormir a Reggie hasta que se despertara por sí solo y después siguió a Colly hasta la cocina.
De camino, hizo algunos cálculos; para cuando llegó a la cocina, tenía el ceño fruncido.
—Nos quedaremos durante unos cuantos días. Habrá que ventilar algunas habitaciones, quitar las telarañas y limpiar el polvo, lo justo para que sean habitables.
Colly lo miró horrorizado.
—¿Y el salón?
El salón era una estancia gigantesca.
—No, con el saloncito bastará.
—Me pondré manos a la obra después del desayuno… —Colly echó un vistazo a los fogones—. No se me da muy bien la cocina.
Martin suspiró.
—¿Qué hay?
Sus años de viajes le habían otorgado habilidades que rara vez se le enseñaban al hijo de un conde. Cuando Amanda se reunió con ellos estaba removiendo gachas en una cacerola aún sobre el fogón.
—Colly ha encontrado un poco de miel, así que sabrán un poco mejor.
Amanda lo miró con cautela.
—No sé yo…
Pero se lo comió; Martin sospechaba que estaba tan famélica como él. Tras mucho insistir, Colly y Onslow comieron con ellos. Onslow guardaba silencio; Colly ya le había limpiado la herida y la había vuelto a vendar. Martin aprovechó el momento para inspeccionar el contenido de la despensa.
—Hay algunas patatas en la bodega y también coles. Queda un poco de pastel de carne de la semana pasada. —Colly lo meditó un momento y después compuso una mueca—: Y poco más.
El mercado más próximo se encontraba en Buxton; Martin no quería desperdiciar todo el día, que sería lo que tardaría en ir y volver. Y mucho menos anunciar su regreso a diestro y siniestro. A decir verdad, no había tenido la menor intención de regresar; mientras removía las gachas se dio cuenta de que no tenía claro si había asimilado ya el hecho de estar allí.
Se concentró en las necesidades del momento y asintió.
—Saldré de caza para ver lo que encuentro; después ensillaré uno de los caballos y me acercaré a la panadería.
—Vale. —Colly se levantó y recogió los platos—. Hay muchos ciervos por la zona, y en la panadería siempre tienen empanadas y pasteles.
Amanda se puso en pie.
—Limpiaré el polvo, ventilaré las habitaciones y prepararé unas cuantas camas. Tengo que vigilar a Reggie.
Martin la miró al instante.
—Colly te mostrará dónde están todas las cosas.
Dos horas por las escabrosas laderas de unas colinas que conocía tan bien como la palma de su mano dieron como resultado tres liebres. Y un montón de recuerdos. Le entregó las liebres a Colly para que las preparara, limpió el arma y se dirigió a los establos. Le llevó media hora encontrar los arreos necesarios para ensillar uno de los caballos de tiro; después, no tuvo excusas para retrasar lo inevitable.
El sol brillaba bien alto en el cielo cuando entró al trote en el pueblo de Grindleford. Dejó atrás la iglesia, vacía en esos momentos, que se erigía cual benevolente guardián de su pequeña congregación. Las casitas de los feligreses quedaban diseminadas por los campos cercanos; sólo la panadería y la fragua se encontraban en el propio camino, una frente a la otra. La fragua estaba abierta, pero no se veía a nadie, ni allí ni en los campos.
Martin se apeó de la montura frente a la panadería y ató las riendas del caballo a un árbol cercano. La campanilla tintineó al abrir la puerta; se preparó para lo que se le avecinaba y se agachó para entrar en la luminosa tiendecita. El delicioso aroma del pan recién hecho impregnaba el reducido espacio. Una niña ataviada con un delantal blanco llegó corriendo desde la parte trasera con expresión interrogante.
No lo reconoció; o bien era demasiado joven o bien había llegado al pueblo en los últimos diez años. Ya que sabía lo poco que variaba la población por aquellos lugares, Martin asumió que se trataba de lo primero.
—¿Puedo ayudarlo en algo, señor?
Martin sonrió y dejó que le mostrara los productos recién hechos. Eligió dos hogazas, incapaz de resistir la tentación de ese pan que no había probado desde la infancia, y una variedad de pasteles y empanadas; una compra lo bastante grande como para que la niña lo mirara con curiosidad.
Mientras se felicitaba en silencio por haber llevado a cabo la tarea sin toparse con nadie que lo conociera, pagó y esperó el cambio. Ya se estaba girando para marcharse cuando una mujer mayor apareció bajo el arco que comunicaba la panadería con la tienda, limpiándose las manos en el delantal.
—Heather…
La recién llegada se paró en seco en cuanto le puso la vista encima, como si hubiera chocado contra un muro invisible. Lo miró como si no pudiera dar crédito a sus ojos.
Martin comprendía su reacción. Su sonrisa se desvaneció y lo único que se le vino a la cabeza fue que esa mujer antes no era panadera. Con una expresión impasible, inclinó sutilmente la cabeza a modo de saludo
—Señora Crockett.
A la postre, la mujer se inclinó en una torpe reverencia.
—Señor… Milord, quiero decir.
Con un breve gesto de cabeza en dirección a la mujer y a la niña que lo contemplaba con los ojos como platos, Martin se giró y abandonó la tienda.
Si la señora Crockett hubiera exclamado «¡Dios mío!», Martin habría estado de acuerdo. ¡Tenía que encontrársela a ella, nada más y nada menos! Había sido el ama de llaves del viejo Buxton y el aya de Sarah; ella más que nadie tenía motivos para recordar por qué se había marchado… por qué lo habían desterrado.
A pesar de lo pequeño que era Grindleford y de lo diseminada que estaba su población, las noticias de su regreso se extenderían por todo el condado en cuestión de horas. No le cabía la menor duda al respecto. Todavía tenía una expresión hosca cuando llegó a la cocina desierta y dejó sus compras en la mesa. No se veía a Colly por ningún sitio, pero había algunas verduras listas para cocinarlas y las liebres estaban desolladas sobre el fregadero. Al menos podrían comer algo.
Se encaminó hacia el vestíbulo principal, preguntándose dónde estaban los demás; un resoplido femenino le hizo levantar la vista. Amanda intentaba guardar el equilibrio en el descansillo de las escaleras mientras acarreaba como podía un enorme aguamanil y una palangana. Martin subió los escalones de dos en dos y le quitó los pesados objetos de las manos.
—Gracias. —Su radiante sonrisa hizo desaparecer el ceño de Martin incluso antes de que hubiera llegado a formarlo—. ¡Reggie está despierto! Y está lúcido.
—Me alegro.
Subieron juntos las escaleras.
—Colly lo está ayudando a quitarse la ropa. Onslow está durmiendo. —Cuando llegaron a la galería, la sonrisa de Amanda se desvaneció—. Reggie todavía se encuentra muy débil.
—Era de esperar. Le llevará unos cuantos días recuperarse.
Amanda pareció aceptar sus palabras. Martin omitió que tal vez pronto tendrían que hacer frente a la infección de la herida; esperaba no tener que pasar por ese trance.
Ella llamó a la puerta y Colly dio su permiso para que entraran. Reggie yacía boca arriba sobre la cama con una bata de seda de cachemira que resaltaba aún más su extrema palidez. Encantada, Amanda corrió hacia él.
—Ahora vamos a cambiarte el vendaje y a limpiarte la herida.
Reggie pareció sorprendido.
—¿Tú? —Acto seguido miró a Martin—. Yo no…
A continuación se sucedió una discusión típica de dos amigos de la infancia. Martin escuchó, sonriendo para sus adentros, y se negó a apoyar a ninguno de ellos; aunque no le sorprendió en absoluto que Amanda se saliera con la suya y, pese a las espantosas quejas de Reggie, le quitara el vendaje para dejar al descubierto la herida.
Estaba roja, hinchada y en carne viva. No era una visión muy agradable. Martin echó un vistazo al rostro de Amanda, pero ella no dejó de parlotear mientras lavaba la herida con delicadeza y la secaba aplicando presión sobre ella. Ni siquiera cuando Reggie se tensó y dio un respingo cesó su cháchara. En un momento dado, Martin se percató de la expresión con la que miraba a su amigo y comprendió que su buen humor no era más que una fachada para que Reggie no se diera cuenta de lo mucho que le preocupaba su estado. Tan pronto como hubo acabado, Martin ocupó su lugar y volvió a vendarlo con destreza después de colocar un paño sobre la herida y asegurarlo bien.
Semejante calvario agotó las pocas fuerzas de Reggie; cuando lo recostaron sobre los almohadones para que descansara, estaba aún más pálido que antes.
Martin vaciló al ver lo mucho que le costaba mantener los ojos abiertos, pero le preguntó:
—¿Recuerdas lo que ocurrió?
Reggie frunció el ceño, un gesto que resultó bastante cómico debido al vendaje.
—Doblamos el recodo y Onslow aminoró el paso… Le dije que se detuviera y esperara. Entonces se escuchó un disparo. Escuché el grito de Onslow y después un ruido sordo… y me incliné hacia delante para ver qué pasaba. Vi a ese tipo a lomos de su caballo. Lo siguiente que recuerdo es este dolor punzante en la cabeza… y después escuché un estruendo. —Frunció el ceño aún más—. No recuerdo nada más.
—No hay mucho más que recordar. Nosotros también lo oímos y acudimos a la carrera, pero el jinete ya había desaparecido. ¿Pudiste verlo bien?
Reggie levantó la vista, estudió su rostro y luego negó con la cabeza.
—Eso es lo más extraño de todo. No sé si la mente me está jugando una mala pasada o qué.
—¿Por qué? —preguntó Amanda.
—Recuerdo que estaba nublado; pero, justo en ese momento, se despejó y la luz de la luna cayó sobre él (sobre el jinete, digo)… y no estaba tan lejos. Lo vi con toda claridad. O eso creo. Debió de ser una visión provocada por la luz de la luna.
—¿Por qué?
Reggie miró a Martin.
—Porque lo más curioso es que era igualito a ti.
Se hizo el silencio y después Amanda dijo:
—Eso es imposible. No puede haber sido Martin… estaba conmigo cuando escuchamos los disparos.
—¡Ya sé que es imposible! —Inquieto, Reggie dio un tirón de la colcha—. Pero me ha preguntado lo que vi… y eso fue lo que vi. Sé que no era él. Es justo lo que he dicho: que el hombre era igualito a él.
Amanda se reclinó en el asiento, como si tratara de poner en orden sus ideas. Martin le dio un tironcito en la manga.
—Te dejaremos para que descanses. Duerme y recupérate, no pienses en nada más. Dejaremos la puerta entreabierta; si quieres algo, toca la campanilla.
Aún ceñudo, aunque ya con los ojos cerrados, Reggie asintió. Martin señaló la puerta con un gesto de la cabeza. Amanda titubeó un instante antes de inclinarse y depositar un beso en la mejilla de Reggie.
—Ponte bien.
La frente del hombre se relajó. Al igual que el rictus de sus labios. Lo dejaron a solas.
—No lo entiendo.
Amanda frunció el ceño mientras llevaba el aguamanil vacío a la cocina. Martin la seguía con la palangana, que contenía las vendas usadas. Se dirigieron a la recocina. Amanda aún no había perdido la expresión ceñuda cuando regresaron a la cocina.
Onslow estaba bajando las escaleras.
Lo vieron a la vez; Amanda abrió la boca, pero Martin la cogió del brazo y le dio un apretón a modo de advertencia. Ella lo miró con expresión sorprendida.
—Onslow… tuviste que ver al salteador. —El cochero se tambaleó y Martin lo ayudó a llegar hasta el sillón—. Siéntate y dinos lo que viste. No te preocupes por nada, limítate a describirnos al hombre lo mejor que puedas.
Onslow dejó escapar un suspiro mientras se acomodaba en el sillón.
—Me alegro de que haya dicho eso, milord, porque a decir verdad creí que estaba viendo doble. El tipo se parecía muchísimo a usted. —Tal y como había hecho Reggie, Onslow recorrió a Martin de arriba abajo con la mirada—. Sé que no era usted, y no sólo porque lo dejé en el camino discutiendo con la señorita Amanda, quien sé de buena tinta que tiene carrete para rato.
Martin miró de reojo a la aludida, que a todas luces no sabía si enfadarse o echarse a reír.
—La cosa es que no sabría decir por qué estoy tan seguro de que no era usted. No tendrá un hermano por ahí, ¿verdad?
—No. —Martin frunció el ceño—. Pero… —Dejó la frase a medias; cuando Amanda lo miró con las cejas enarcadas, él sacudió la cabeza. Le preguntó a Onslow—: ¿Cómo va la herida?
—Duele, pero no es tan grave como parece. Creo que descansaré un poco para recuperar las fuerzas y después de comer iré a ver a los caballos.
Faltaba al menos una hora para el almuerzo. Amanda regresó a las estancias principales.
—Todavía tengo que airear las habitaciones y preparar las camas. Acababa de empezar cuando se despertó Reggie.
Martin la siguió hasta el vestíbulo principal.
—Espera. —Ella lo miró desde los pies de las escaleras y enarcó una ceja. Pese a la vitalidad que demostraba, estaba cansada—. Salgamos al jardín un rato; te vendría bien un poco de aire fresco.
Ella echó un vistazo hacia la planta alta.
—Pero las habitaciones…
—Seguirán en el mismo sitio después de comer. No olvides que aquí oscurece antes… No podrás pasear por el jardín de noche.
Amanda sonrió, pero se apartó de las escaleras para reunirse con él.
—Vine preparada para Escocia, ¿recuerdas?
Martin la cogió de la mano y se giró, pero no hacia la puerta principal, sino hacia un pasillo lateral.
—¿Adónde vamos?
—A un lugar muy especial.
Tal y como ella misma comprobó cuando la condujo a través de las puertas francesas situadas al fondo del ala y salieron a un patio techado que hacía las veces de vestíbulo de un jardín que en otra época debió de ser todo un espectáculo de aromas y colores. Aunque descuidado, aún perduraban los vestigios de su elegancia y de su belleza, y las flores de diferentes colores resaltaban sobre la vegetación, con la promesa de lo que se podría conseguir con unos cuidados mínimos.
—Es precioso. —Mientras caminaba junto a él, Amanda se giró para mirar atrás. El jardín estaba protegido en las vertientes norte y este por los altos acantilados, y en la oeste por la casa. Al sur, se extendía el valle, bañado por el sol. Miró hacia delante una vez más y divisó un banco al otro extremo del jardín—. ¿Era el jardín de tu madre?
Martin asintió.
—Lo que más le gustaba eran las rosas. Las rosas, los iris y la lavanda.
Había rosas por todos lados, en grupos y también dispersas. Las hojas alargadas de los iris crecían sin ton ni son. La lavanda necesitaba una poda.
Llegaron al banco y Amanda se sentó. Esperó a que él hiciera lo propio… y ambos desviaron la vista hacia la casa.
—¿Qué ocurrió?
Su indecisión dejó patente que Martin no había esperado una pregunta tan directa. Un momento después, se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre los muslos, entrelazó los dedos de las manos y se lo dijo. Le contó que cuando los aldeanos entraron en tromba en la casa, con él a rastras, para contar su historia y exigir que se hiciera justicia, su padre lo aceptó todo sin rechistar.
—Lo único que me dijo fue: «¿Cómo has podido?». —No apartó la mirada de sus dedos—. Jamás le entró en la cabeza que yo pudiera ser inocente. En su descargo, tengo que admitir que por aquel entonces mi temperamento era incontrolable.
—Ese no parece ser el caso ahora.
—No. Es una de las cosas que aprendes haciendo tratos con los indios: no tiene sentido dar rienda suelta al temperamento.
»La familia al completo estaba aquí: mis tíos, mis tías, mis primos… Habían venido a la reunión anual de Pascua que a mi padre le encantaba organizar. Creo que para él lo peor de todo fue que yo hubiera hecho algo así en una fecha tan señalada, delante de toda la familia. Muy pocos miembros aprobaban mi comportamiento, de modo que… por el bien de la familia, decidieron hacerme desaparecer esa misma noche.
Amanda reprimió un escalofrío. Que tu propia familia te desheredara, se deshiciera de ti y te diera la espalda… Desterrado. Sin juicio, sin apelación. Era incapaz de concebir algo semejante; se le rompía el corazón por él con sólo pensarlo.
Le preguntó lo que más deseaba saber:
—¿Y tu madre?
—Sí… mamá. Sólo ella comprendía mi carácter… mi temperamento, mi naturaleza, como quieras llamarlo. El suyo era igual. —Alzó la cabeza y contempló el jardín con los ojos entornados mientras rememoraba el pasado—. No estaba segura. Sabía que podría haberlo hecho, pero… al igual que los demás, no me creyó cuando juré que yo no había sido. Si me hubiera creído… —Se detuvo un momento y prosiguió con un tono de voz más áspero—: Lo hecho, hecho está; no se puede cambiar el pasado.
El cambio en su tono de voz, tan diferente al que había utilizado hasta entonces, reveló la verdad subyacente.
—Los amabas, ¿verdad?
En lugar de mirarla, Martin clavó la vista en la casa.
—Sí. —Y, después de un momento, añadió—: A los dos.
No dijo nada más, pero Amanda ya se hacía una composición de lugar. Poco antes había vuelto a guardar en el vestidor de la condesa la colcha que habían tomado prestada. Esa habitación le había contado muchas cosas acerca de sus orígenes; si bien la habitación del conde, contigua a aquella, también albergaba trazos de algunos rasgos que pervivían en él.
Con la mirada aún clavada en la casa, Martin se puso en pie.
—Cuando nos casemos, no viviremos aquí.
Nada de «si», «pero» o «quizá». Amanda tenía una protesta en la punta de la lengua, pero se la tragó. El destino había tomado cartas en el asunto; se encontraban en una casa desierta que ni siquiera contaba con un ama de llaves para guardar las apariencias. Ya no había lugar para juegos. Era hora de tomar una decisión. A pesar de las dudas, Amanda respiró hondo y preguntó:
—¿Y por qué no?
Él la miró de reojo. Amanda estudió el edificio.
—Necesita algunas reformas… bueno, quizás algo más que eso debo admitir que todavía no lo he visto todo. Aun así… —Inclinó la cabeza para estudiar los muros de piedra desgastada por el paso de los años y el empinado tejado—. Tiene mucho potencial; le faltan algunos retoques aquí y allá. Sólo necesita gente para devolverle la vida. La estructura es impresionante: majestuosa por un lado, fascinante por el otro. Me gustan las ventanas y la disposición de las habitaciones. —Dudó por un instante y después, en un gesto impulsivo, extendió los brazos—. Encaja, esa es la verdad. Esta es una zona magnífica y, de alguna forma, la casa se ha fundido con el entorno; es una parte integrante del conjunto. Es parte del lugar.
Martin la miró a los ojos y apoyó la cabeza sobre el respaldo de hierro del banco.
—Creí que te gustaba Londres, que eras una criatura de ciudad de los pies a la cabeza…
—He vivido allí la mayor parte de mi vida; allí está la casa de mis padres. Pero mis tíos y mis primos tienen propiedades por todo el país. He pasado años en el campo, en distintos lugares; no obstante… —Se puso en pie, caminó unos cuantos pasos y se detuvo para contemplar el paisaje del valle—. Jamás he visto un lugar tan increíblemente hermoso como este… No, esa no es la palabra adecuada… Tan «dramático» como este. Podría pasarme horas contemplando la vista sin cansarme.
Su voz se apagó cuando las vistas acapararon toda su atención. Martin sabía muy bien lo fascinante que podía resultar el juego que creaban las sombras de las nubes sobre las distintas parcelas de pastos. No se le había ocurrido pensar que la vista también conmovería a Amanda, ni que su gusto por el dramatismo se extendería también a ese escabroso e indómito paisaje.
El paisaje que lo había visto nacer. Los agrestes y amplios espacios formaban una parte tan importante de él como su naturaleza sensual; ahí, más que ningún otro sitio en el que hubiera vivido durante sus viajes, estaba su casa. Su hogar.
Le había dado la espalda a ese lugar; creía que lo había expulsado para siempre de su vida y que jamás regresaría… Que jamás volvería a caer presa del embrujo que entonaba el viento al pasar entre los riscos; que jamás volvería a atraparlo la majestuosa e intrincada belleza de sus cumbres.
Su hogar.
Se levantó para acercarse a Amanda. Se metió las manos en los bolsillos y sintió cómo el viento le agitaba el cabello. Como si lo estuviera bendiciendo, como si le diera la bienvenida a un hijo pródigo que regresaba al hogar con la esperanza de ser más sabio y experimentado.
Su hogar.
Allí de pie junto a Amanda, se sintió invadido por la magia del lugar, por los buenos recuerdos que había desterrado de su mente junto con los malos. Los sonidos de su infancia: las risas, las charlas, el sonido de los pasos, las voces estridentes y la felicidad imperecedera. El momento en el que la infancia dio paso al aturdimiento de la adolescencia, una época repleta de nuevas experiencias, del entusiasmo de los descubrimientos, de la adquisición de conocimientos…
Y después llegó la catástrofe que puso su mundo patas arriba y le arrebató las cosas buenas como el viento que arrastra las hojas caídas en otoño. Hojas que Martin nunca había sabido cómo atrapar.
Quizás atraparlas no fuera lo acertado. Quizá sólo le hiciera falta volver, dejar que el árbol reviviera y echara nuevas hojas. Empezar desde cero.
Echó una mirada a Amanda y descubrió que el embeleso aún no había abandonado su rostro. Desvió la vista hacia la casa. Reflexionó sobre lo que podría llegar a ser. Y el coste que supondría.
Ella alzó la cabeza con la alegría pintada en el rostro.
—Gracias por traerme aquí. —Lo tomó del brazo—. Pero ahora será mejor que vayamos a comer para ponernos manos a la obra.
Martin dejó que lo llevara de vuelta hacia la casa.
Colly llevaba trabajando sin descanso en el saloncito toda la mañana; insistió en servirles la comida (consistente en empanadillas y pan) allí, ya que era lo adecuado para alguien de su posición. Al darse cuenta de que tanto Colly como Onslow se sentían incómodos comiendo con sus señores, aceptaron el destierro de la cálida y acogedora cocina sin objeciones.
Aunque eso no impidió que, cuando terminaron de comer, se abstuvieran de hacer sonar la campanilla y recogieran los platos para llevarlos a la cocina y desde allí, a pesar de las protestas de Colly, al fregadero. Regresaron a la cocina justo en el momento en que la puerta trasera se abría de golpe.
—¡Paparruchas! —Una corpulenta mujer entró en tromba en la estancia.
Los ojos de Amanda se abrieron como platos. La mujer llevaba u sombrero sobre un bonete, además de una bufanda en torno a la garganta y un chal sobre los hombros de su grueso abrigo negro de lana. Bajo el abrigo, que estaba abierto, llevaba unas cuantas frazadas y blusas y una verdadera montaña de faldas. Unas botas enormes le cubrían los pies.
En las manos acarreaba un buen número de cestas a rebosar con un sinfín de contenidos: desde nabos y puerros, hasta pichones y pollos.
Con la cabeza gacha, la mujer se acercó a toda prisa a la mesa y, con un suspiro de alivio, dejó las cestas encima.
Sólo entonces levantó la vista. Era alta y de constitución fuerte, con una cara redonda y mofletuda; su liso y canoso cabello estaba recogido en un moño muy tirante. Se fijó en Onslow, en Colly y en Amanda antes de clavar la mirada en Martin. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Ya era hora de que volvieras.
Amanda miró de reojo a Martin; en sus labios se dibujaba una sonrisa.
—Buenas tardes, Allie.
—Ya… ha llegado la hora de que todos sepan que has regresado al lugar al que perteneces. —Tras saludar a Colly con un gesto de la cabeza, comenzó a sacar las cosas de las cestas—. Voy a decírtelo sin tapujos: jamás creí que tú hicieras… eso que dijeron. Pero ahora has vuelto, y espero que te pongas manos a la obra para aclarar el asunto. Un conde como Dios manda no puede andar con esa espada pendiendo sobre él.
Mientras arrojaba los paquetes sobre la mesa, que Colly se apresuraba a desenvolver con rapidez para quitarlos de en medio, Allie miraba a Amanda con los ojos entornados.
—Bien, ¿quién es esta?
—Esta —respondió Martin con admirable serenidad— es la señorita Amanda Cynster. —Se dirigió a Amanda para continuar—: Permite que te presente a Allie Bolton. En un principio fue mi niñera, pero siguió ostentando ese título mucho después de que yo dejara atrás la infancia. Teníamos una cocinera que hacía las veces de ama de llaves, pero era Allie quien dirigía la casa. —Se adelantó un poco antes de proseguir—. Como no habrás tardado en comprender, es una tirana, pero tiene un corazón de oro y siempre ha actuado pensando en el bien de la familia. —Se acercó a Allie, la abrazó y le dio un beso en la mejilla.
—¡No me vengas con esas! —Lo apartó a manotazos, azorada, pero también muy complacida, por mucho que intentara disimularlo—. Yo no le enseñé a comportarse así —murmuró en dirección a Amanda—, puede estar segura.
—Sin duda era una buena pieza. —Amanda trató de interpretar los gestos que Martin, detrás de Allie, le estaba haciendo. Colly también asentía de forma alentadora. Le echó un vistazo al último paquete que había sido desenvuelto: un trozo de mantequilla. De pronto, lo comprendió todo y se acercó un poco—. Por supuesto, no sabemos cuáles son sus circunstancias actuales, pero le estaríamos muy agradecidos si hubiera alguna forma de que retomara su puesto en esta casa.
—¡Paparruchas! Bueno… si no hay nadie más que él —dijo y señaló a Colly con la cabeza— para cuidar la casa, supongo que el lugar no se encontrará en muy buen estado.
—Hemos empezado a ventilar las habitaciones, pero… bueno, no sé cómo solían ser aquí las cosas…
—Déjelo en mis manos. —Una vez que las cosas estuvieron recogidas, Allie se desató el bonete y lo colocó sobre el aparador, junto con el sombrero. A continuación comenzó a desabrocharse el abrigo—. Avisaré a Martha Miggs; estará aquí mañana y este lugar recuperará su brillo original en un santiamén.
La determinación que encerraban sus palabras dejó claro que Allie no permitiría que nada ni nadie se interpusiera en su camino; dado que se había quitado ese peso de encima, Amanda dejó que la inundara el alivio.
—Tenemos a un hombre herido en el piso de arriba; le disparó un salteador, y también a mi cochero. —Hizo un gesto en dirección a Onslow, que ya se dirigía hacia la puerta.
—¡Por el amor de Dios! —Allie sacó un delantal de debajo de sus faldas y se lo ató en torno a su generosa cintura—. En ese caso, será mejor que eche un vistazo a esas heridas.
—La mía ya está bastante curada… y tengo que ir a ver a mis caballos. —Tras inclinar la cabeza en dirección a Martin y Amanda, Onslow se escabulló por la puerta trasera.
—¡Ya te pillaré más tarde! —gritó Allie cuando se marchó; a continuación se giró hacia Amanda—. ¡Muy bien! Será mejor que me muestre dónde se encuentra ese caballero y después nos encargaremos de ventilar más habitaciones. Colly, harás falta… así que no se te ocurra desaparecer.
Martin observó cómo Allie obligaba a Amanda a precederla hacia las estancias principales. Colly suspiró, pero estaba sonriendo cuando se agachó a atizar el fuego. Martin notó que sus propios labios se curvaban y sintió que la ternura del gesto entibiaba un lugar de su pecho que llevaba helado mucho, mucho tiempo. Titubeó un instante y después, con una sonrisa en la cara, se dio la vuelta para ayudar a Onslow.
La actividad doméstica durante la mañana siguiente alcanzó cotas medianamente normales. Reggie seguía débil; se había sobresaltado al ver que Allie se inclinaba sobre él y le pidió a Amanda con una mirada que lo rescatara, pero la mujer no tuvo el menor problema para someterlo. Se comió el desayuno que le sirvió sin rechistar en lo más mínimo y se dejó llevar a la planta baja para dormir la siesta al sol sentado en un sillón.
Después de una buena noche de sueño en la habitación contigua a la de Reggie (que había sido ventilada y limpiada según las estrictas órdenes de Allie) y de desayunar con Martin en el luminoso saloncito, Amanda ya había recuperado su testaruda y decidida personalidad, y fue en busca de Allie con la intención de agradecer sus desvelos y ponerse a disposición de la mujer para lo que la necesitara. Había mucho trabajo que hacer y ayudar se le antojaba la manera más rápida de aprender los tejemanejes de la vida doméstica.
Encontró a Allie en la habitación de Martin, sacudiendo las colchas que cubrían la enorme cama. El día anterior, una vez que se hubo encargado de Reggie y rematado la habitación que utilizaba Amanda, Allie se había acercado a paso firme a las puertas que había al final del pasillo y las había abierto de par en par. Lo siguiente habían sido las ventanas. Después había barrido, había limpiado el polvo y había encerado los muebles a conciencia. Había cambiado la ropa de cama sin dejar de parlotear. Amanda había ayudado, escuchado y aprendido.
Cuando Martin y ella se retiraron al llegar la noche, él le preguntó a la mujer qué habitación le había preparado y ella les había indicado precisamente esa. Amanda había notado una cierta incertidumbre, pero no dejó traslucir sus pensamientos y se limitó a esbozar una sonrisa cansada y a desearle buenas noches. Una vez dentro de su habitación, cerró la puerta y se quedó escuchando; pasado un minuto, Martin recorrió el pasillo y escuchó cómo abría la puerta de sus aposentos.
Después, se produjo un largo silencio, seguido del ruido de la puerta al cerrarse.
En ese instante, se asomó al pasillo; Martin había entrado en la habitación. A la postre, se fue a la cama preguntándose que sentiría él, que pasaría por su mente. Le tentó la idea de ir a comprobarlo, pero en el fondo sabía que aún no había llegado el momento adecuado. Y estaba demasiado cansada para hacer otra cosa que dormir; algo que hizo… como un tronco.
No obstante, aunque creía comprender la relación de Martin con su madre, la que mantenía con su padre aún era un misterio. Pese a todo, la noche anterior Martin había dormido en la que fuera la habitación del conde. Al menos, había aceptado eso: era hijo de su padre.
Amanda entró en la habitación esa mañana y buscó alguna prueba de que él hubiera cambiado las cosas; alguna señal, por minúscula que fuera, de que se había apropiado de la estancia. Sus peines estaban allí y también habían cambiado de sitio el espejo que había sobre la cómoda.
Mientras ahuecaba las almohadas, Allie se percató de que Amanda había notado los cambios.
—Sí… Acabará por avenirse a razones. —Miró a Amanda y preguntó—: ¿Me equivoco al pensar que no tenían pensamiento de acabar en este lugar?
—No, está en lo cierto; fue una casualidad que nos asaltara ese hombre tan cerca de aquí. Iba de camino a Escocia, a la casa de mi primo y su esposa. Martin… me siguió.
—Ya veo. —El tono de Allie revelaba que sabía muy bien de qué iba todo. Le había llevado escasos minutos darse cuenta de cómo estaban las cosas entre Amanda y su otrora pupilo. A pesar de no haber dicho nada, Amanda sabía que había sido sometida a un riguroso examen el día anterior y que Allie le había dado su aprobación.
Allie se alejó de la cama y se detuvo para mirar por la ventana.
—Me pregunto qué…
Amanda se acercó a la ventana y vio que Martin partía a lomos de uno de los caballos.
—Debe de ir al pueblo… —Allie no le había encargado que comprara nada.
La mujer se colocó a su lado con una expresión preocupada en sus viejos ojos mientras observaba cómo Martin se alejaba por el camino. Entonces asintió de forma brusca.
—¡Cómo no! Va al cementerio.
—¿Al cementerio? Me pareció haber visto un mausoleo en el bosque.
—Bueno, sí… sus padres están enterrados allí. —Allie sacudió el paño del polvo y la emprendió con la cómoda—. Pero quiere ver primero a Sarah. Allí fue donde comenzó todo. —Miró a Amanda de reojo—. Se lo ha contado, ¿verdad?
—Sí.
—Bien. —Allie asintió en dirección a la ventana—. Usted sabrá lo que hay que hacer.
La absoluta confianza que destilaba el tono de Allie acabó con las dudas que rondaban la mente de Amanda. Dejó a la mujer y se dirigió a los establos.
Onslow la ayudó a ensillar el otro bayo antes de montar. Puesto que no habían encontrado una silla de amazona y Amanda no tenía tiempo para cambiarse de ropa, se sentía como una chiquilla traviesa mientras cabalgaba en dirección al pueblo con las pantorrillas al aire.
Con la casa a su espalda en todo momento, tomó rumbo sur y siguió el río. Hacía una mañana soleada y fresca; la primavera estaba al caer y los brotes cuajaban las ramas a la espera de florecer. Un manto verde ya había reemplazado el desabrido marrón del invierno. Junto al camino, el río fluía por su lecho pedregoso y reflejaba la luz del sol mientras que el murmullo del agua se alzaba como una alabanza a la mañana.
Amanda llegó a la iglesia y vio que el otro caballo estaba atado a un árbol. Tiró de las riendas y se apeó de la montura, un movimiento carente de toda elegancia que por suerte nadie había presenciado. La panadería se encontraba un poco más adelante y justo enfrente había una herrería cuya fragua resplandecía en el oscuro interior. Ató su caballo junto al de Martin y se encaminó hacia el pórtico de acceso al cementerio. Estaba abierto; subió los escalones hasta un estrecho sendero que conducía a la puerta principal de la iglesia. Tras echar un vistazo a su alrededor, decidió seguir el sendero, que se bifurcaba ante la puerta y rodeaba el pequeño edificio. Giró a la derecha y siguió caminando sin dejar de examinar las tumbas. Ninguna de las losas era lo bastante grande como para ocultar a Martin; y así fue como llegó a la parte trasera de la iglesia sin haberlo visto.
Con el ceño fruncido, desvió la vista hacia la panadería y después hacia la herrería. Escudriñó los campos cercanos. No había rastro de Martin. Perpleja, regresó al pórtico y a los caballos… que seguían donde los había dejado.
Y entonces se acordó. Sarah se había suicidado.
Amanda echó otro vistazo a su alrededor antes de tomar el camino de la izquierda y rodear por fuera el muro del cementerio en busca de la pequeña parcela que a veces se reservaba al otro lado de un camposanto. La encontró tras el muro del fondo. Allí la hierba era más alta y las tumbas, simples montones de tierra apenas apreciables.
Martin estaba de pie frente a una de ellas, señalada sólo por una roca colocada en uno de los extremos en la que habían grabado de forma tosca las letras «SB».
Debió de oírla acercarse, aunque no mostró señal alguna de haberlo hecho. Amanda atisbo un enorme e intimidante vacío en su expresión. Pasó entre dos tumbas y lo tomó de la mano antes de bajar la vista hacia el lugar en el que descansaba la muchacha a la que, según las acusaciones, Martin había deshonrado.
Pasado un momento, él le apretó la mano con fuerza.
—Nunca tuve oportunidad de despedirme. Cuando me expulsaron aquella noche, no me dejaron detenerme aquí.
Amanda no dijo nada, se limitó a devolverle el apretón. A la postre, Martin tomó una enorme bocanada de aire y levantó la cabeza. Y después la miró. Estudió sus ojos justo antes de hacer un gesto con la cabeza para ponerse en marcha.
La alejó de la pequeña parcela y la condujo hacia unas peñas situadas en una esquina del muro. La alzó para sentarla sobre una de ellas antes de hacer lo mismo.
Contemplaron el soleado valle hasta la zona donde se alzaba la casa con el acantilado a la espalda. El sol se reflejaba en las ventanas, arrancando destellos al cristal.
Amanda no necesitó palabras para saber que estaban pensando en lo mismo.
—¿En qué risco fue? —Se giró para examinar los escabrosos riscos que conformaban el telón de fondo del pueblo.
Él señaló una ladera empinada y abrupta.
—Ese, Froggatt Edge.
Amanda lo estudió y calculó la distancia que lo separaba del pueblo antes de observar la espeluznante caída hasta el abrupto terreno que había debajo.
—Cuéntamelo una vez más: ¿qué ocurrió esa mañana cuando saliste y encontraste al padre de Sarah?
Él vaciló apenas un instante antes de girarse para señalar una casita emplazada junto a un estrecho camino.
—Primero fui a casa de Buxton. Cuando el ama de llaves me dijo que había salido a pasear, me lo pensé durante un minuto y al final seguí ese sendero. —Lo señaló con el dedo y siguió el recorrido, que iba desde el camino que atravesaba los campos hasta el acantilado—. Sube por el costado de Froggatt Edge y viene a salir por la cara posterior cerca de la cima. —Hizo una pausa antes de continuar—: No me encontré con nadie ni escuché nada raro, claro que el sendero sube por esa grieta y se necesita concentración; no es lo que se dice un paseíto tranquilo. Además, yo estaba furioso… Podría haberme percatado de un disparo, pero no de cualquier otra cosa.
»Cuando llegué a la cima, estaba desierta, tal y como esperaba. Había subido porque desde allí podría divisar a Buxton en caso de que se encontrara por la zona. Me acerqué al borde y eché un vistazo en todas direcciones. No vi a nadie. Recuerdo que de repente sentí mucho frío, un frío letal. Y en ese momento me fijé en los buitres. Volaban en círculos justo por debajo de la cima. Me acerqué al borde y miré hacia abajo.
Martin se detuvo; después de un rato, Amanda lo instó a continuar.
—¿Adónde cayó?
Martin señaló la base del risco, un lugar donde el terreno estaba salpicado de rocas caídas y cantos rodados.
—Hay un hueco entre las rocas. Sólo se ve al llegar… o si miras hacia abajo desde la cima. Recuerdo… se parecía a Buxton, y lo primero que pensé fue que me alegraba de que estuviese muerto. Pensé que debió de tirarse guiado por la culpa y los remordimientos.
—Y bajaste a comprobarlo.
—No estaba seguro de que fuera él. Yacía boca abajo y además, ¿qué pasaría si no estaba muerto? No podía dejarlo allí sin más.
—¿Cómo bajaste?
—Por el mismo camino por el que subí.
Amanda calculó las distancias.
—¿Hay alguna otra forma de bajar desde la cima hasta el lugar donde cayó?
Martin señaló el otro costado de Froggatt Edge.
—Hay un sendero mucho más empinado que baja por ese lado. Es más corto, pero no lo tomé porque es más peligroso y por lo general eso significa ir más despacio.
—Así que bajaste hasta donde se encontraba Buxton, y después…
—Le habían dado la vuelta y le habían aplastado el cráneo con una piedra.
Amanda lo miró sin pestañear.
—¿En el tiempo transcurrido desde que lo viste desde la cima hasta que llegaste a su lado?
Martin asintió.
—Alguien había estado allí entretanto y quienquiera que fuese se aseguró de que estuviera muerto. La piedra le tapaba la cara. Seguía sin estar seguro… así que levanté la piedra.
—Y así fue como te encontraron los lugareños.
Martin volvió a asentir.
—Levanté la piedra y vi… En ese momento escuché que se acercaban y alcé la vista. Y allí estaban, agolpados junto al borde… —Se detuvo un momento antes de sacudir la cabeza—. Debía de estar conmocionado. Ahora lo sé, pero entonces… nunca me había ocurrido algo así. Acababa de enterarme de que Sarah había muerto, de que la gente creía que yo… y luego eso. No sé lo que dije, la verdad, aunque sé que más tarde insistí en que yo no lo había hecho.
La expresión de Amanda se tornó ceñuda.
—Según tú, los aldeanos habían visto a un caballero que creyeron que eras tú arrojando al anciano por el borde del risco.
Martin señaló la fragua.
—El herrero estaba trabajando y la parte trasera de la fragua carece de techado. Dio la casualidad de que miró en esa dirección y vio que dos hombres forcejeaban en Froggatt Edge. Uno era el viejo Buxton y el otro era un joven caballero a quien confundió conmigo. Vio cómo el hombre empujaba a Buxton. Tiró las herramientas al suelo, sumergió en agua el objeto con el que estaba trabajando y después reunió a unas cuantas personas y corrió hacia el lugar.
Amanda empezó a recomponer el rompecabezas en su mente con los retazos de información que tenía.
—De modo que… Buxton salió a dar un paseo… y subió a Froggatt Edge. ¿Crees que eso es probable?
—Muchos pasean hasta allí arriba. Es un sitio que goza de mucha popularidad.
—Muy bien, fue a dar un paseo por allí arriba. Tú vas a su casa y de ahí a Froggatt Edge, casi por casualidad, para localizarlo. Pero se te adelanta otra persona que también quería encontrar a Buxton. Mientras tú subes, él forcejea con el anciano y lo empuja. El herrero lo ve deja su trabajo y se apresura a conseguir ayuda. Después, como no está seguro de que Buxton haya muerto, el asesino desciende por el otro sendero para rematarlo. Entretanto, tú alcanzas la cima, echas un vistazo por los alrededores y ves a Buxton en el suelo boca abajo. Ese otro sendero no se ve desde la cima, ¿verdad?
Con el rostro impasible, Martin sacudió la cabeza.
—Decides bajar y comprobar si sigue vivo. Bajas por el sendero por el que subiste. ¿Se ve el lugar donde cayó Buxton desde ese sendero?
—No.
—Mientras tú bajas, el asesino llega hasta el anciano, le da la vuelta y le asesta el golpe mortal. Acto seguido, huye. ¿Podría haberlo hecho sin que lo vierais los aldeanos o tú?
Martin dudó un instante.
—Sería arriesgado, pero sí. El suelo es tan irregular en la base de los riscos que podría haberse ocultado a los ojos de todos nosotros sin tener que ir muy lejos. Más tarde… cuando los aldeanos me encontraron, todo el mundo dejó de buscar.
Amanda asintió.
—De modo que vas a ver el cadáver y los aldeanos te descubren allí. Así es como ocurrió.
Martin observó su tranquila y decidida, o mejor testaruda, expresión.
—Pareces tomarte el asesinato con mucha calma.
Ella lo miró a los ojos.
—No es eso, es que me crispa que te acusaran erróneamente de asesinato. —Enfrentó su mirada antes de continuar—: Pero tú ya sabes todo esto desde hace años.
Él no lo negó. Amanda dejó que el silencio se prolongara entre ellos y después preguntó:
—Bien, ¿cómo vamos a demostrar la verdad?
—No sé si es posible hacerlo. En su momento no se encontró ni la más mínima pista. Si la hubiera habido, aun estando conmocionado, yo la habría sacado a la luz.
Amanda recordó las palabras de lady Osbaldestone.
—A veces las cosas ocurren muy deprisa. Es posible que se pasara algo por alto o sencillamente que ese algo saliera a la luz más tarde. —Al ver que él no decía nada, Amanda lo apremió—. No se pierde nada con preguntar.
Tal vez, pero no serían ellos los que sufrirían las consecuencias. Martin no pronunció esas palabras; sabía que había llegado el momento. Tenía que elegir: a ella o a aquello que protegía. Amanda no se lo había rogado, pero si él se resistía, llegaría a hacerlo; recurriría a cualquier cosa. Estaba comprometida con la causa de su reaparición en la sociedad porque su futuro en común dependía de ello.
Un futuro que Martin codiciaba en esos momentos más que ninguna otra cosa en su vida. Contempló esos ojos tan azules como un cielo de verano y levantó la vista para recorrer con la mirada la zona que se extendía desde el valle hasta Hathersage. La casa de su padre, de su abuelo y de su bisabuelo. Y la suya. La de ambos. Si lograba…
Inspiró hondo antes de soltar el aire y cogerle la mano.
—Vamos a ver si encontramos a Conlan. —Amanda se bajó de la peña de un salto y lo miró con expresión interrogante—. Es el herrero que creyó verme empujar al viejo Buxton por Froggatt Edge.