Capítulo 18

AMANDA aferró la mano de Martin y este le devolvió el apretón. Ambos miraron hacia la curva del camino por la que había desaparecido el carruaje. Se escuchó otro disparo, justo a la zaga del primero, que rompió el silencio.

Martin maldijo al tiempo que se encaramaba al tílburi.

—¡Reggie! —Amanda tenía los ojos abiertos de par en par.

—¡Sujétate! —La miró de soslayo para asegurarse de que lo hacía antes de azuzar a los caballos.

Los animales se lanzaron al galope, pero Martin los refrenó y guio el tílburi a toda carrera, haciendo que aminoraran el paso hasta convertirlo en un trote cuando tomaron la curva.

El pandemonio los esperaba. El carruaje estaba volcado sobre el camino y los caballos no dejaban de relinchar y dar patadas, casi en la cuneta. El cochero tenía un brazo pegado al cuerpo y aferraba las riendas con la otra mano.

El hombre los vio aparecer y después, con el dolor reflejado en el rostro, hizo un gesto hacia el coche.

—El caballero…

Martin detuvo el tílburi, ató las riendas y saltó al suelo para acercarse al carruaje. Amanda también saltó y lo siguió de inmediato.

—¡Reggie!

La luz de la luna iluminaba una mano blanca con la palma hacia arriba y los dedos un tanto curvados que se apoyaba, exánime, sobre el marco de la ventanilla del carruaje.

Martin llegó al carruaje, le levantó la mano y abrió la puerta.

—¡Dios mío!

Amanda contempló por encima de su hombro la dantesca escena. Reggie tenía los ojos cerrados y estaba tirado de espaldas con medio cuerpo fuera del asiento. A su alrededor había unos charcos oscuros que brillaban a la escasa luz. Sangre. Por todas partes.

—Ten cuidado. —Martin se apoyó en el marco de la puerta para inclinarse sobre Reggie y apartarle la corbata—. Está vivo.

Amanda soltó el aire que había estado conteniendo y sintió que la cabeza le daba vueltas, aunque se negó a desmayarse. Se levantó las faldas y comenzó a rasgarse la enagua. Martin cogió la primera tira que le tendió y después se desató la corbata y la dobló para hacer una compresa que colocó bajo la venda improvisada de Amanda.

—Tiene una herida en la cabeza. Parece que la bala le rozó cerca de la sien. Justo por encima, gracias a Dios. Le ha abierto una buena brecha en la cabeza, pero no lo atravesó.

—Pero tanta sangre…

Amanda siguió cortando tiras y tendiéndoselas; Martin las utilizó para sujetar el vendaje improvisado.

—Ahí radica el peligro. Las heridas en la cabeza sangran mucho. —Hizo un nudo y reservó la última tira—. Tal vez la necesitemos más tarde.

Se estiró cuanto pudo hacia la parte superior del carruaje. Amanda se asomó a la puerta y extendió el brazo para tomar la mano de Reggie y estrecharla entre las suyas.

—Está tan frío…

—La conmoción combinada con la pérdida de sangre. —Martin cogió las dos mantas dobladas que había en el estante situado sobre el asiento—. Gracias a Dios, vinisteis preparados para la estancia en Escocia.

Extendió una manta sobre el asiento opuesto. Desde la puerta, Amanda le ayudó mientras intentaba controlar el temblor de sus labios. Martin la miró de soslayo.

—Voy a ponerlo sobre el asiento antes de arroparlo con las mantas. Quédate con él mientras ayudo al cochero, ¿de acuerdo? —Ella asintió—. No irás a desmayarte por la sangre, ¿verdad?

Lo fulminó con una mirada que decía que no fuera estúpido. Martin se sintió un tanto aliviado. Iba a necesitar su ayuda; Reggie no podía permitirse los histerismos. Levantó a Reggie doblando su cuerpo una maniobra muy difícil en tan reducido espacio. Amanda ya había subido al carruaje y estaba preparada para cubrirlo con la manta cuando Martin lo dejó sobre el asiento.

La miró a la cara y percibió su firme determinación. Le dio un apretón en el hombro antes de pasar junto a ella para saltar al camino.

Los caballos se habían tranquilizado, pero el cochero aún se tambaleaba. No había conseguido soltar a los animales, sólo calmarlos.

—¿Y el señor Carmarthen? —preguntó.

—Está vivo. Ven, siéntate. —Martin ayudó al hombre a sentarse al borde del camino sin apartar la vista de los caballos—. ¿Qué tal el brazo?

—La bala lo atravesó. Gracias a Dios que no tocó el hueso. Me tapé el agujero con el pañuelo. Duele, pero sobreviviré.

Martin le echó un vistazo a la herida; una vez satisfecho, preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—Un salteador de caminos.

Martin se levantó y se acercó a los caballos sin dejar de hablar con voz tranquilizadora; se dispuso a desenredar los arneses. Miró al cochero.

—Haz memoria. Describe lo que sucedió paso a paso.

El cochero suspiró.

—Tiene que haber estado esperándonos. No se me ocurre otra cosa. Tomamos la curva y lo vimos allí…

El hombre señaló con la cabeza. Martin miró por encima del lomo de los caballos en dirección a un camino que conducía hacia el este. Otro, mucho más amplio, llevaba al oeste, pero no miró hacia allí.

—Estaba sobre su montura, de lo más tranquilo. No creí que fuera un salteador. Parecía un caballero que esperara a alguien. El señor Carmarthen me había dicho que parara allí, así que aminoré la marcha. Ese villano esperó a que estuviéramos casi a su altura para meter la mano bajo el abrigo y sacar la pistola con la que me disparó. Ni avisos ni nada. Frío como el hielo.

Con el ceño fruncido, Martin liberó una de las riendas.

—¿Qué pasó a continuación?

—Grité. Me cogí el brazo y caí del pescante. Fue entonces cuando escuché el segundo disparo. —El cochero se detuvo un instante antes de continuar—. Después de eso, escuché los relinchos de los caballos y cómo se alejaba el jinete.

—¿No se acercó al carruaje?

—No. Lo habría visto de haberlo hecho.

—Así que se limitó a dar la vuelta y a marcharse… ¿Por dónde? No se cruzó con nosotros.

—Se fue por allí. —El cochero volvió a señalar hacia el camino del este—. Se dio la vuelta y se lanzó al galope.

Martin observó el camino en cuestión mientras reajustaba las riendas.

—Hay un atajo hacia Nottingham por ahí. —Y desde Nottingham, un magnífico camino que regresaba a la carretera principal hacia el norte y, desde ahí, rumbo al sur hacia Londres.

Regresó junto al cochero.

—No está en condiciones de conducir, pero necesitaremos que nos ayude a evitar que el señor Carmarthen se caiga del asiento.

El hombre dejó que Martin lo ayudara a ponerse en pie.

—Sheffield es la siguiente ciudad.

—Por desgracia, está demasiado lejos para el señor Carmarthen y ya será muy tarde para cuando lleguemos; será toda una hazaña conseguir que alguien nos abra la puerta.

El cochero compuso una mueca.

—Sí. —Señaló con la cabeza el carruaje—. ¿Se pondrá bien?

—Con un poco de suerte, pero tenemos que limpiar esa herida y conseguir que entre en calor sin pérdida de tiempo. —Martin echó un vistazo a los alrededores, silenciosos y vacíos—. La temperatura bajará en las próximas horas.

Tras averiguar que el nombre del cochero era Onslow, Martin hizo que Amanda saliera del carruaje.

—Onslow cuidará de Reggie mientras yo conduzco.

Confundida, Amanda se apeó y frunció el ceño cuando vio que Martin cerraba la puerta del carruaje detrás de Onslow.

—Y yo ¿qué?

Martin la condujo hasta su tílburi.

—No son mis caballos y los he hecho trabajar mucho. Están cansados y se dejan guiar bastante bien. ¿Podrás dominarlos?

Ella lo miró con fijeza.

—¿Quieres que conduzca yo?

—No. Pero es la única manera de que no se queden aquí toda la noche. Helará antes de que amanezca y han estado horas corriendo. Además, nadie los ha cepillado.

Fue entonces cuando Amanda se percató de la temperatura. Miró a su alrededor y se echó a temblar.

—¿Dónde estamos? ¿Adónde iremos?

La ya seria expresión de Martin se tornó pétrea.

—Estamos en el distrito de Peak… Está a bastante altura, por eso hace frío, y hará mucho más frío conforme avance la noche. —Inspiró hondo y la miró a los ojos—. Reggie aún no está fuera de peligro. Si limpiamos la herida y lo mantenemos caliente… con suerte, saldrá de esta Pero la conmoción combinada con la pérdida de sangre y agravada por la baja temperatura… tenemos que llevarlo a un refugio ya.

Amanda tuvo la impresión de que intentaba convencerse a sí mismo no a ella.

—Así que ¿adónde…?

De repente se dio cuenta de que Martin sabía dónde se encontraban. Se lo confirmó al señalar el camino que llevaba hacia el oeste.

—Iremos por allí. —La cogió por la cintura y la dejó en el asiento del tílburi. Ella se arregló las faldas mientras él recogía las riendas y se las ofrecía—. Sabes guiar los caballos, ¿verdad?

—¡Por supuesto! —Cogió las riendas.

—Síguenos a unos cuantos metros de distancia, por si tengo que parar de repente.

Mientras Martin se giraba para marcharse, Amanda le preguntó:

—¿Qué hay en esa dirección?

No miró atrás mientras se alejaba.

—Hathersage. —Dio otro par de zancadas antes de añadir—: Mi casa.

A la luz del día habría sido un trayecto muy sencillo; con la escasa luz de la luna como única guía, sentía todos los nervios en tensión mientras instaba a los cansados caballos a seguir al carruaje. Al menos el camino era ancho. Se internaba hacia el sur, alternando las subidas con los descensos mientras serpenteaba por las boscosas colinas.

Llegaron a un río; el carruaje pasó muy despacio y con cuidado por el puente de piedra antes de girar hacia el norte. Ella lo siguió, guiando a los caballos con cuidado. Al ser de alquiler, no tenían tan buena disposición como le habría gustado, pero se las arregló para que no flaquearan.

Por delante vio las dispersas casitas de un pueblo sumido en el silencio de la noche. Había una iglesia al fondo; mientras pasaban de largo, sintió una ráfaga de aire frío. Alzó la vista al sentir que cambiaba el paisaje… y descubrió que la campiña se extendía ante ella. Las colinas se alzaban a su alrededor. Se giró en el asiento del tílburi, maravillada ante los altos riscos que dominaban el valle, los campos y los pastos, y el río que corría en silencio junto al camino mientras la luz de la luna le arrancaba destellos plateados.

Sombría y sorprendente a la luz de la luna, la escena debía de ser mucho más impresionante de día, cuando se apreciaran los colores y la magnitud de los enormes bosques rodeados por los gigantescos riscos. El carruaje continuó su marcha. El camino volvió a bajar y a girar. Un sexto sentido le hizo levantar la vista, buscar a lo lejos… y entonces la vio. Una casa, una enorme mansión, se alzaba a medio camino hacia la cima de la colina que tenían delante, medio escondida entre las sombras del risco que había tras ella. El río giraba hacia el oeste, al igual que el camino, pero ella estaba segura de que su destino estaba allí delante.

Y así fue. Martin condujo el carruaje hacia un camino descuidado. Poco después atravesaron unas enormes puertas abiertas. El bosque allí era más denso, compuesto por gigantescos robles, olmos y otros árboles que no era capaz de identificar en la oscuridad, como si fueran una silenciosa guardia que vigilaba su llegada. Las hojas se agitaron, un suave susurro recorrió los árboles; no resultaba amenazador, sólo triste y melancólico.

Era lo único que rompía el sepulcral silencio. Estaba acostumbrada a las mansiones campestres de noche, a las fincas que se extendían kilómetros y kilómetros, pero la sensación de vacío de ese lugar resultaba increíble. La acechaba como los dedos de un fantasma, pero no para asustarla, sino para suplicar…

El camino llegó a su fin y la casa apareció ante ellos, silenciosa y cerrada… desierta. Podía sentirlo. Una pequeña extensión de hierba, apenas cuidada, se extendía frente a la mansión; había una fuente y varios arbustos un poco más adelante, en la ladera de la colina, con los restos de un parterre a un lado. Las vistas hacia el valle eran arrebatadoras incluso en esas circunstancias. Salvajes, accidentadas y tremendamente hermosas.

Martin no se detuvo en la escalinata principal, sino que continuó por el camino hasta rodear la casa hacia el enorme patio que había tras ella. Amanda desvió la vista a regañadientes y prosiguió la marcha para después tirar de las riendas y que los caballos se detuvieran por fin, con las cabezas gachas, a unos metros del carruaje.

Puso el freno, ató las riendas y suspiró aliviada. Justo entonces se percató del frío que sentía. Su aliento era una nube de vapor y tenía los dedos helados a pesar de los guantes. Abrió y cerró las manos un par de veces antes de bajar del tílburi y acercarse a la carrera al carruaje.

Martin ya les había echado un vistazo a los ocupantes y se acercaba a la parte posterior de la casa. Amanda también miró en el interior, vio que Onslow le hacía un gesto con la cabeza y siguió a Martin, que estaba llamando a la puerta trasera mientras ella se acercaba al porche cubierto. No había lámparas encendidas en ningún sitio. Se apartó a un lado para mirar por una ventana y atisbo un destello.

—Viene alguien. —Se reunió con Martin en el porche.

—¿Sí? —preguntó una voz al otro lado de la puerta—. ¿Quién es?

Martin abrió la boca y titubeó antes de contestar.

—Dexter.

—Dex… —Escucharon el ruido de los cerrojos al descorrerse antes de que la puerta se abriera de par en par. Un anciano de ralo cabello sostenía una vela en alto y contemplaba a Martin con los ojos abiertos como platos—. ¡Alabado sea Dios! ¿Es usted de verdad, señor?

—Sí, Colly, soy yo. —Dio un paso al frente e hizo que Colly se girara para que regresara al interior—. Tenemos que atender a dos hombres heridos. ¿Estás solo?

—Sí, sólo estoy yo. Ha pasado mucho desde… Bueno, Martha Miggs volvió a la granja de su hermano y yo me quedé para guardar la casa.

Sólo unos pasos separaban la pequeña entrada de una cavernosa cocina. Martin se detuvo; Amanda, que le pisaba los talones, miró a su alrededor. Había telarañas en los rincones y la única zona que parecía habitada era la que estaba delante de la chimenea. Parpadeó antes de dar un paso adelante.

—Lo primero es encender el fuego. Después buscaremos una cama. Martin la miró.

—Esta es la señorita Amanda, Colly… Quiero que hagas cuanto te pida. —Echó un vistazo a la estancia.

Colly lo observó, preocupado, mientras retorcía el chal de lana con el que se había cubierto la camisola de dormir.

—No contamos con mucho, milord.

Martin asintió con expresión severa.

—Nos las apañaremos con lo que hay. —Se volvió hacia la puerta—. Enciende el fuego, yo traeré a los heridos.

Se marchó. Amanda se encaminó directamente hacia el enorme horno de hierro.

—¿Cómo se abre?

Colly se apresuró a mostrárselo.

—Aquí… se lo enseñaré, señorita.

Encendieron el fuego. Por sugerencia de Amanda, Colly encendió también la chimenea. El anciano estaba perplejo, aunque dispuesto a seguir sus instrucciones. Pero si ella no le ordenaba algo, titubeaba. Amanda cogió un trapo y limpió la mesa, el único lugar que se le ocurría para tender a Reggie. Estaba cubriendo la superficie con los cojines de una vieja silla cuando Martin apareció por la puerta con Reggie en los brazos.

—Bien. —Mientras dejaba a Reggie sobre la mesa, señaló con la cabeza hacia la entrada. Onslow se recostaba contra la pared—. Cierra la puerta trasera y echa los cerrojos.

Al sentir las corrientes de aire helado, Amanda se apresuró a obedecerlo. Regresó a la cocina e instó a Onslow a que se sentara en una silla polvorienta. Colly estaba poniendo un par de hervidores al fuego.

—Necesitaremos más vendajes. —Miró al anciano—. ¿Hay sábanas viejas? Y también toallas.

El anciano asintió antes de desaparecer. Martin inspeccionó el vendaje de Reggie mientras ella hacía lo propio con el brazo de Onslow. El agua de uno de los hervidores comenzó a burbujear.

La siguiente media hora pasó mientras atendían a los heridos. Amanda lavó la sangre del rostro y la cabeza de Reggie antes de que Martin ocupara su lugar para examinar la herida. Ella se hizo a un lado para observar con las manos tan fuertemente entrelazadas que se le pusieron los nudillos blancos. Martin limpió la sangre que brotó de la herida.

—Tal y como pensaba. —Cogió una de las toallas que ella había preparado—. La bala no entró, pero ha faltado poco.

Vendaron de nuevo a Reggie antes de que Martin saliera en busca del equipaje. Rebuscó entre las bolsas de Reggie y sacó una camisola de dormir. Le quitaron la chaqueta y la camisa ensangrentadas y le pasaron la camisola por la cabeza.

Onslow, que seguía despierto aunque débil, fue un paciente más tratable. Una vez atendido, Martin echó un vistazo a su alrededor.

—Tengo que llevar los caballos al establo. ¿Te importaría ayudar a Colly con las camas?

Amanda asintió y, cuando Martin se marchó, se giró hacia Colly.

—Lo primero que necesitamos es luz. Unos quinqués nos vendrían muy bien.

Encontró dos, pero estaban vacíos. Pertrechada con un enorme candelabro de siete brazos y seguida de Colly, que llevaba otro de cinco, Amanda se adentró en la casa. Ambos candelabros tenían velas nuevas, pero puesto que cabía la posibilidad de que fueran las únicas disponibles, encendió sólo dos de ellas en cada uno. Así pues, avanzaron por el largo pasillo que salía de la cocina guiados por esa tenue y parpadeante luz. Unas impresionantes escaleras ascendían a la planta superior, donde se dividían en dos. Comenzó a subir los escalones.

—¿Qué habitaciones se utilizaron por última vez?

—Las habitaciones de la familia. El ala familiar está a la derecha.

Amanda tomó el tramo de escaleras correspondiente. La galería que la esperaba estaba totalmente a oscuras. La luz de las velas arrancaba destellos a los marcos dorados mientras avanzaba siguiendo las indicaciones de Colly, en dirección a un pasillo que parecía recorrer la mitad de la casa.

La mansión estaba en silencio, al igual que la residencia londinense de Martin, pero había una diferencia muy importante: esa casa parecía respirar, viva aunque dormida, aguardando pacientemente bajo las sábanas de hilo. A pesar de que la temperatura era más baja aquí, la frialdad de la residencia de la capital resultaba mucho más intensa. Esa casa había sido un hogar en otra época y esperaba una nueva oportunidad para volver a serlo. Tenía la impresión de que las sombras susurraban, de que si aguzaba el oído podría escuchar el eco de las risas y las carreras por los pasillos, de los gritos infantiles y de las carcajadas masculinas.

Había calidez allí, aunque estuviera a la espera; la promesa de vida seguía enraizada en esa casa. Se le vino a la cabeza el cuento de la Bella Durmiente: la casa estaba esperando a que su príncipe la despertara. Con una sonrisa burlona ante semejante idea, dejó que Colly la precediera y abriera una puerta.

—Esta habitación siempre estuvo preparada para el señor.

Sostuvo el candelabro en alto para inspeccionar la estancia.

—¿El conde?

No parecía lo bastante grande.

—No, el joven señor. Lord Martin. Esperaban su regreso en cualquier momento.

Se acercó a la cama con dosel.

—¿Quiénes lo esperaban?

—El difunto conde y lady Rachel. Lo buscaron durante años, pero nunca regresó. —Colly apartó las cortinas de la cama sin hacer caso de la nube de polvo—. Me ha dado una gran alegría verlo ahí de pie, vivito y coleando. Aunque demasiado tarde para Su Ilustrísima (me refiero a su padre, claro) y para su esposa; una pena.

Colly comenzó a sacudir las almohadas y las mantas. Amanda dejó a un lado su confusión y colocó el candelabro en la mesita de noche para ayudar. Esa habitación, con su correspondiente cama, sería para Reggie. Dejó a Colly con órdenes de que encendiera el fuego y regresó a la cocina.

Junto a Reggie. Jamás lo había visto tan pálido, tan falto de vida, como en ese momento, echado en la mesa delante del fuego. No dejaba de darle vueltas a sus últimas palabras. Tragó saliva y le frotó las manos, aunque tuviera las suyas heladas. Con sumo cuidado, le apartó un mechón de pelo que le había caído sobre el vendaje. Se obligó a mirar a su alrededor a pesar de que tenía el corazón en un puño. Se obligó a hacer algo para controlar lo incontrolable.

Conmoción, pérdida de sangre… ¿cómo se trataba eso? Jamás se había sentido tan inútil en la vida. Té, la gente siempre prescribía té para todo. Rebuscó en los pocos botes que había en un armarito y que componían las espartanas provisiones de Colly. Encontró té.

Martin regresó justo cuando ella titubeaba junto a una tetera, con una cuchara en una mano y el bote abierto en la otra. Lo miró y se encogió de hombros con impotencia.

—No tengo ni idea de cuánto poner.

Martin se percató del temblor de su voz y vio el creciente pánico en sus ojos. Se acercó a ella.

—Ya lo hago yo. —Le quitó el bote y la cuchara de las manos y echó la cantidad apropiada de té en la tetera—. ¿Cómo está?

—Helado. —Respiró hondo con dificultad.

—¿Has encontrado una cama decente?

—Sí, pero está en la que era tu habitación, según me ha informado Colly.

Martin dejó el bote a un lado y tapó la tetera.

—No importa, es una buena elección. Es más pequeña que algunas de las demás. Más fácil de calentar.

Amanda comenzó a temblar. Martin la miró. Ya no hacía frío en la cocina.

—¿Por qué no buscas algunas tazas? A todos nos vendría bien algo caliente.

Ella asintió y se acercó a los armarios.

Colly volvió con un montón de mantas.

—Aquí tienes. —Le tendió una a Onslow, que cabeceaba sentado en la silla que había acercado a la chimenea.

Amanda dejó las tazas que había encontrado y se apresuró a coger una manta con la que arropar a Reggie. Martin la contempló antes de desviar la vista a Colly.

—¿Por qué no preparas una cama para Onslow en una de las habitaciones cercanas a la tuya? Puede tomarse un poco de té, pero después debería dormir un rato.

—Sí, eso haré. —Colly se marchó por una estrecha escalera que conducía a las habitaciones situadas justo encima de la cocina.

Martin sirvió el té en cuatro tazas.

—Toma. —Le tendió una a Onslow, que la acunó entre las manos—. ¿Qué tal va el brazo?

—Me duele un poco, pero creo que es una buena señal. —El cochero bebió un poco de té—. Ya me dispararon hace unos años. Sobreviviré.

Martin le ofreció una de las tazas a Amanda. Ella hizo un gesto negativo con la cabeza sin apartar la vista de Reggie.

—No… es para él.

—Dudo mucho que se despierte esta noche, ha perdido demasiada sangre.

El rostro de la muchacha se tornó ceniciento; Martin la acercó a él y la rodeó con un brazo.

—Es muy probable que acabe por despertarse como si tal cosa, pero todavía no. Vamos, necesitas tomarte esto. —La obligó a coger la taza; Amanda se echó a temblar pero la cogió con ambas manos y sorbió un poco de té, si bien sus ojos no se apartaron de Reggie en ningún momento.

Colly regresó. Martin le tendió la cuarta taza, tras lo cual todos bebieron en silencio frente a la chimenea.

—¿Están bien los caballos? —preguntó Colly.

—Tan bien como podrían estarlo. —Martin clavó la vista en su taza y empezó a darle vueltas al té—. ¿Dónde están los otros? Los que mi padre utilizaba para cazar, los de tiro. ¿Qué ha pasado con ellos?

—Se vendieron. Hace años.

Martin frunció el ceño. Su padre había muerto apenas un año atrás, pero los establos llevaban desiertos mucho más tiempo.

Colly dejó su taza vacía a un lado y cogió la de Onslow.

—Vamos, será mejor que te acompañe a tu habitación.

La pareja desapareció por la estrecha escalera. Martin arrastró la silla en la que Onslow había estado a punto de quedarse dormido frente al crepitante fuego y obligó a Amanda a sentarse. Ella se dejó caer, pero siguió mirando con evidente preocupación la silenciosa figura que yacía sobre la mesa.

Cuando Colly volvió, Martin señaló a Reggie con la cabeza.

—La habitación ya debe de estar lo bastante caldeada. Será mejor que lo traslademos.

No fue una tarea fácil. Reggie era delgado, pero pesaba bastante, y Martin no quería pedirle ayuda a Colly; el anciano parecía demasiado frágil. Sosteniéndolo para que no se cayera, se detuvo primero en el vestíbulo principal y una vez más al subir las escaleras para recuperar el aliento, pero llegaron a su antigua habitación sin que se produjera ninguna catástrofe. Amanda se apresuró a entrar para apartar las mantas y el calentador que Colly había colocado ente las sábanas.

Martin dejó su carga sobre la cama y Amanda lo cubrió, le colocó bien los brazos y le apartó el pelo de la cara. Martin se giró hacia Colly.

—Necesitaremos ladrillos.

—Puse algunos a calentar en la cocina. Los traeré.

Martin se agachó delante de la chimenea para avivar el fuego y se percató de que tanto la carbonera como la leñera estaban a rebosar. La estancia comenzaba a caldearse. Se puso en pie y contempló las llamas con el fin de no mirar a su alrededor… y recordar.

No envidiaba a Reggie por ser el ocupante de la estancia; dudaba mucho de que pudiera volver a dormir en esa cama. Además, ya no era el heredero, sino el conde… Su habitación estaba al final de ese pasillo.

Colly regresó con los ladrillos calientes envueltos en paños; los colocaron bajo las mantas para crear un cálido refugio alrededor del cuerpo inánime de Reggie. Al mirar a Amanda, que tenía los labios apretados, los ojos abiertos de par en par y el rostro casi tan pálido como el de Reggie, Martin deseó que el joven se moviera, que mostrara cualquier indicio de vida. Pero Reggie estaba inconsciente y, cuanto más tiempo permaneciera en ese estado, menores serían sus probabilidades de recuperación. Martin no vio la necesidad de informar a Amanda de ese hecho.

Despachó a Colly con un gesto de la cabeza.

—Intenta dormir algo. Ya veremos cómo están las cosas cuando amanezca.

Colly hizo una reverencia y se marchó. Martin miró a Amanda que se había instalado junto a Reggie y contemplaba su pálido rostro La medianoche había quedado atrás hacía un buen rato; ambos necesitaban descansar, pero ni se le ocurriría sugerirle que abandonara la vigilia.

—Buscaré algunas colchas y almohadas. —Cogió el candelabro más pequeño.

Amanda no levantó la vista cuando él salió de la habitación.

En el pasillo, vaciló un instante antes de adentrarse más en el ala familiar. En dirección a las puertas de roble que había al fondo, con el blasón familiar tallado. Se detuvo frente a ellas, pero no veía las puertas: su mente revivía escenas del pasado. Giró la cabeza y estudió la puerta que tenía a la izquierda; pasó un buen rato antes de que se decidiera a abrirla.

Habían pasado más de diez años desde la última vez que entrara en el vestidor de su madre. Durante su infancia, había sido un lugar de irresistibles deleites, una amalgama de estímulos para su imaginación y sus sentidos.

La estancia seguía tal y como la recordaba, decorada en satén y seda, con ricos brocados y encajes. Ningún harén había sido jamás tan ostentoso. Su indomable naturaleza sensual, su sensibilidad, su amor por los colores y las texturas era una clara herencia de su madre. Cerró la puerta y levantó el candelabro para contemplar el escritorio situado entre las dos ventanas. Casi podía verla allí, escribiendo una nota, dándose la vuelta para recibirlo con esa sonrisa que era su sello personal, y también su mayor regalo.

No le había sonreído aquel día; tampoco lo había creído. Para ser más exactos, no había sabido qué creer. Había titubeado, no se había apresurado a proclamar su lealtad, y con eso lo había dicho todo. Eso había bastado para terminar con la vida que habían conocido.

Se adentró muy despacio en la estancia. Reconoció las figurillas, el reloj, el abrecartas… Inspiró hondo y casi se convenció de que podía oler su perfume, apenas un rastro añejo bajo el peso de tantos años, pero aún allí.

Aún evocaba su presencia, su sonrisa.

Había dejado de culparla mucho tiempo atrás. Se detuvo junto a la cama. La colcha era de seda mullida; había echarpes y mantos de la mejor lana esparcidos por toda la habitación. Cojines con borlas de seda, almohadas con adornos de encaje. Los amontonó todos en el centro de la cama e hizo un atillo con la colcha. Recogió el candelabro y regresó con Amanda. Al llegar a la puerta de su antigua habitación, se detuvo. En el interior no se oía nada. Dejó el hatillo de seda junto a la puerta y continuó, de vuelta a la galería.

Conocía la casa como la palma de su mano. Se paseó por las habitaciones de la planta inferior y comprobó que todas las puertas y ventanas, que cualquier lugar por donde pudiera entrar alguien, estuvieran bien cerradas. Su bisabuelo había construido esa casa, hasta el último detalle. Un año de total abandono no había dañado la construcción, apenas si había dejado más señales que un poco de polvo y unas cuantas telarañas. Convencido de que ningún «salteador» podría sorprenderlos durante la noche, regresó al piso superior. Al abrir la puerta de su antigua habitación, escuchó los delirios de Reggie.

—¿Sabe? Se parece mucho a una joven que conocí. Debe confiar en mí, estoy bastante seguro. ¿Hemos…? Bueno, supongo que debería hablar sólo por mí… ¿Me he entrevistado ya con el Gran Jefe? Con san Pedro, quiero decir. O ¿esto se suele hacer sin más? Suponiendo que mi conciencia esté libre de pecado… Creo que la mía está bastante libre, de verdad. Al menos no hay nada demasiado pecaminoso…

Reggie se agitaba en la cama como un loco; mientras cerraba la puerta y dejaba a un lado el fardo, Martin vio cómo se tensaba antes de enderezarse y comenzar a tironear de las mantas con las que Amanda se afanaba por taparlo. Le había visto ese gesto en incontables ocasiones: se tiraba del chaleco para colocarlo en su sitio.

—La verdad es —continuó Reggie en un susurro— que siempre creí que se parecería a mi viejo profesor, Pettigrew. Me encantaría verlo. —Se detuvo, frunció el ceño y después aclaró—: A san Pedro, claro, no a Pettigrew. Sé muy bien el aspecto que tenía Pettigrew… se parece a… bueno, a Pettigrew, ¿sabe? —Reggie siguió mascullando, pero sus palabras se tornaron cada vez más inteligibles hasta convertirse en un susurro sin sentido.

Amanda lloraba en silencio y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas mientras intentaba con todas sus fuerzas que Reggie se quedara quieto, que no se quitara los vendajes. Los susurros continuaron, alternando su intensidad; y Reggie continuó agitándose en la cama.

Martin apartó a Amanda.

—Siéntate junto al cabecero y sujétale la cabeza. Yo me encargaré del resto.

Ella asintió, sorbió un par de veces y se secó las mejillas mientras lo obedecía. Juntos consiguieron que el delirio siguiera su curso sin que Reggie sufriera demasiados daños. Ni ellos tampoco; Martin se vio obligado a abalanzarse sobre la cama para atrapar el brazo de Reggie antes de que golpeara a Amanda. A su entender, estaba demostrando cómo se utilizaba un látigo.

No tenía la menor idea de cuánto duró el ataque, pero a la postre acabó y Reggie volvió a hundirse en una profunda inconsciencia. Martin se enderezó poco a poco para estirar la espalda. Amanda se apoyó contra el cabecero y sus manos soltaron a regañadientes la cabeza de Reggie.

—Cree que está muerto.

Martin clavó la mirada en su rostro ceniciento y la atrajo hacia sus brazos. La abrazó mientras le acunaba la cabeza contra su pecho.

—No está muerto, y no hay nada que nos haga suponer que lo esté en poco tiempo. Sólo tenemos que esperar a que se despierte.

Rezó porque fuera cierto.

Amanda sorbió un par de veces más antes de girarse hacia la cama… como si pretendiera quedarse arrodillada junto a ella hasta que Reggie recuperara el conocimiento. Martin no la dejó marchar.

—No, tienes que descansar.

Ella lo miró con ojos como platos.

—No puedo dejarlo solo.

—Podemos improvisar una cama junto al fuego, lo bastante cerca como para escucharlo si empieza a delirar de nuevo. —La arrastró consigo al tiempo que recogía la colcha y los cojines—. No le servirás de nada si estás agotada.

Amanda dejó que la convenciera y lo ayudó a extender la hermosa colcha. Hicieron una improvisada cama con los gruesos cojines y las almohadas, los echarpes y los mantos. Sabía que Martin tenía razón. Pero cuando intentó que se acostara en el lado más cercano al fuego, se negó.

—No, no podré verlo desde ahí.

Él la miró con los ojos entrecerrados; Amanda cayó en la cuenta de que esa había sido su intención, de modo que si Reggie se despertaba, ella no se diera cuenta y él pudiera ocuparse de todo sin molestarla. Lo miró con la barbilla alzada.

—Voy a dormir en este lado.

Se colocó en el lado que daba a la cama y allí clavó la mirada después de colocarse el pelo sobre la almohada. Con los brazos en jarras y los labios apretados, Martin la fulminó con la mirada, pero acabó capitulando con uno de sus roncos gruñidos. Pasó sobre ella y se echó junto al fuego.

Dado que su cuerpo le bloqueaba el calor que provenía de la chimenea, debería estar helada, congelada hasta la médula por la conmoción y la preocupación. No le quedaba ni rastro de calor en el cuerpo. Pero Martin se pegó a su espalda, amoldando su cuerpo contra el suyo, le pasó un brazo por encima de la cintura… y su calidez la envolvió. Comenzó a inundar su cuerpo y caló hasta sus huesos… hasta que sus músculos se relajaron y se le fueron cerrando los párpados…

Un extraño ruido la despertó. Algo a caballo entre un ronquido y una tos, un resoplido…

Fue entonces cuando se acordó. Abrió los ojos de par en par para mirar hacia la cama. Y se dio cuenta de lo que estaba escuchando. Ronquidos. Pero no provenían de Martin, sino de Reggie.

Se zafó del abrazo de Martin para ponerse en pie y acercarse a la cama. Habían dejado descorridas las cortinas de una ventana, de manera que una luz mortecina se filtraba en la estancia. Reggie estaba tumbado de espaldas y no cabía la menor duda de que él era la fuente de los ronquidos, pero no parecía inquieto. El sonido parecía demasiado regular como para ser los estertores de la muerte.

Sus facciones también parecían relajadas, pero no sumidas en el vacío extremo de la inconsciencia. Se atrevió a albergar esperanzas, a creer en el alivio que comenzaba a invadirla, y le colocó una mano en la mejilla.

En ese momento, Reggie soltó un bufido, levantó una mano y le cogió los dedos para apartárselos después de darle un apretón.

—Ahora no, Daisy. Luego.

Le dio la espalda a Amanda, se cubrió con las mantas y se acurrucó más, aunque frunció el ceño cuando movió la cabeza.

—Querida, no hay duda de que tienes que buscarte mejores almohadas.

Amanda lo miró de hito en hito. Un ronquido mucho más suave le llegó desde debajo de las mantas. Y entonces escuchó algo más. Se giró hacia Martin y descubrió que se había incorporado sobre un codo y la miraba con una ceja enarcada.

Amanda señaló la cama.

—Está durmiendo. —Fue entonces cuando lo comprendió de golpe. Esbozó una sonrisa radiante—. Eso significa que se va a poner bien, ¿no?

—Sí, pero apenas ha amanecido. Deja que duerma. —Martin se recostó de nuevo—. Ven aquí. —Gesticuló medio dormido.

Tras dirigirle una última mirada a Reggie, Amanda regresó a su cama improvisada. Se metió de nuevo bajo las mantas, de cara a Reggie y susurró:

—Le toqué la cara y me confundió con una tal Daisy. Me dijo que luego.

—Vaya.

Pasado un momento, Amanda preguntó:

—¿Crees que sigue delirando?

—Me parece que está en su sano juicio, aunque un poco débil.

Amanda frunció el ceño, pero entonces Martin se dio la vuelta, volvió a acurrucarse contra su cuerpo. Y ella sintió…

Abrió los ojos de par en par.

—Vuelve a dormirte.

Parecía mucho más molesto que Reggie. Amanda se preguntó… Aunque luego sonrió, cerró los ojos y le obedeció.