Capítulo 17

—¡UN columpio! —Amanda se detuvo junto a un asiento acolchado con espacio para dos personas, suspendido de una estructura de hierro situada en el centro de un bosquecillo de helechos y palmeras—. Qué idea tan maravillosa. Debe de ser nuevo.

—Podríamos bautizarlo —sugirió Martin, que se había detenido a su lado.

Amanda se giró para sentarse.

—No. —Los dedos de Martin se cerraron con firmeza en torno a su codo para detenerla—. Así no.

El tono de su voz la alertó en cierta medida y no pudo evitar contemplar sus labios antes de volver a mirarlo a los ojos.

—El baile… mis primos. ¿Y si nos interrumpen? Otra vez… —Y precisamente ellos.

—No nos interrumpirán. Te aseguro que tus primos no aporrearán la puerta; están ocupados. Tenemos todo el tiempo del mundo para hacer lo que queramos. —Consiguió que esa última frase sonara como un desafío.

Amanda se humedeció los labios.

—Entonces, ¿cómo debo sentarme?

Tiró de ella para acercarla a su cuerpo y Amanda se lo permitió con cierta cautela, como si quisiera reservarse la opinión sobre su supuesta experiencia. Una sutil provocación, un aliciente más para impresionarlo. Martin reprimió una sonrisa confiada antes inclinar la cabeza para cubrir sus labios.

Y la besó hasta que ella olvidó toda cautela; hasta que se entregó al beso y separó los labios, hasta que le rodeó el cuello con los brazos y le enterró las manos en el pelo.

—Tendremos que quitarte el vestido… o acabará hecho un desastre —le advirtió con un murmullo, sin alejar los labios de su boca.

Volvió a apoderarse de su boca y los sentidos de Amanda quedaron atrapados en la pasión abrasadora del beso.

En las llamas que comenzaron a consumirlos. Pese a toda su experiencia, ya fuese exótica o no, jamás había experimentado algo semejante; nunca se había visto arrastrado hasta ese estado de necesidad de un modo tan rápido, con tanta facilidad ni con tanta vehemencia. Arrastrado hacia ese lugar primitivo donde la necesidad de poseer lo regía todo. Con Amanda nunca había sido de otra manera, y por eso él lo había sabido desde un principio. Al igual que había sabido que, en última instancia, vendería su alma al diablo si fuera necesario.

Si la tenía entre sus brazos, todo lo demás carecía de importancia; cuando ese cuerpo se arqueaba contra él, exigiéndole sus caricias del modo más evidente, sólo podía pensar en obedecerla, en satisfacer y retribuir sus ávidos sentidos para que, de ese modo, los suyos quedaran saciados.

Mientras tiraba de las cintas del corpiño, supo sin lugar a dudas lo que quería, lo que necesitaba, ver esa noche. Lo que quería y necesitaba obtener de ella. Ambos respiraban con dificultad; el deseo oscurecía sus ojos.

—Levanta los brazos.

Le sacó el vestido por la cabeza, haciendo que tanto los tirabuzones como las orquídeas, que esa noche había elegido llevar en el pelo, se bambolearan. Clavó los ojos en su cuerpo, cubierto sólo por una diáfana camisola de seda y arrojó el vestido a ciegas sobre una palmera cercana antes de extender los brazos hacia ella.

En esa ocasión, Amanda se entregó sin reservas. Arrojó la cautela a los cuatro vientos y dejó que el deseo que sentía brillara en sus ojos y en los labios que le ofrecía.

La aferró por la cintura y disfrutó del tacto de esas curvas esbeltas y firmes antes de deslizar las manos hasta su espalda para acercarla. La estrechó contra él a fin de que pudiera notar la evidencia de su deseo y meció sus caderas contra la dureza de su erección. Amanda se derritió entre sus brazos y su entrega se hizo patente en la seductora rendición de su cuerpo.

Le devolvió el beso, dejando a un lado todas las reservas. Lo deseaba y él la deseaba. En ese momento le bastaba con eso. Necesitaba estar con él de nuevo; tenerlo cerca; unirse a él de la forma más íntima para que sus corazones latieran al unísono y sus almas se rozaran durante un fugaz instante.

Necesitaba volver a sentirlo, volver a experimentar esa unión, antes de tomar una decisión. Antes de rendirse y entregarse a él de forma incondicional, sin pedir nada a cambio. Comenzaba a pensar que sería el único modo para él, para ambos; que la rendición de Martin sólo tendría lugar si ella se rendía primero. Un riesgo… pero uno que se sentía obligada a afrontar.

Sus manos le acariciaban todo el cuerpo, abrasándole la piel en su descenso. Le alzó el borde de la camisola y deslizó las palmas sobre la piel desnuda de sus nalgas, acariciándolas y masajeándolas. Esos dedos largos trasladaron sus caricias un poco más abajo y separaron su carne antes de penetrarla con cuidado.

La boca de Martin recibió el jadeo que escapó de sus labios y le dio aliento mientras la acariciaba y exploraba. Poco después puso fin al beso y apartó las manos de ella. Acto seguido, le colocó una sobre las caderas para ayudarla a guardar el equilibrio mientras introducía la otra entre sus cuerpos. Amanda notó que tironeaba de la pretina de los pantalones, bajó la vista y comenzó a deslizar las manos hacia la parte inferior de su torso. Cuando llegó hasta su cintura, apartó las manos de Martin y comenzó a desabrocharle la bragueta. Sus labios se curvaron en una sonrisa cuando por fin lo tuvo desnudo frente a ella.

Sostuvo su erección sobre la palma de la mano y sintió su brusca bocanada de aliento, la tensión que embargaba su cuerpo. Se dio cuenta de que él se limitaba a esperar el siguiente movimiento, de modo que cerró los dedos en torno a su miembro con mucho cuidado. Sin dejar de maravillarse por el contraste entre la dureza y la fuerza de su carne y la sedosa suavidad de la piel que lo recubría, lo arañó con delicadeza desde la base hasta la punta.

Volvió a torturarlo del mismo modo tres veces más antes de que él se apartara con cuidado; daba la impresión de que ni siquiera respiraba. Se alejó de ella, se sentó en el columpio y le hizo un gesto para que se acercara.

—Arrodíllate a horcajadas sobre mí.

Amanda colocó una rodilla y después la otra sobre el cojín de damasco. Le rodeó el cuello con las manos y ladeó la cabeza para besarlo; se acercó a él hasta que notó su abdomen contra el vientre y comenzó a descender con un movimiento sensual. El áspero roce de la ropa que él llevaba puesta fue un recordatorio de su estado de desnudez. De lo indefensa que estaba ante su fuerza; de la entrega que mostraba ante su necesidad.

La besó con pasión y la instó a descender aún más. La sujetó con una mano para guiarla mientras que con la otra conducía el extremo de su miembro hacia la suavidad de esa zona húmeda. Amanda sintió el roce, sintió la tensión cuando él presionó un poco sobre la abertura de su cuerpo. Contuvo el aliento e hizo una pequeña pausa antes de comenzar a descender lentamente, tan despacio como le fue posible, para acogerlo en su interior, deleitándose con la presión y la sensación de plenitud que la embargaba; maravillándose ante la facilidad con la que su cuerpo se adaptaba a su tamaño antes de contraerse con dulzura en torno a él.

No se detuvo hasta que la penetró por completo; hasta que lo sintió en el alma. Sentía la piel acalorada, en extremo sensible y a la vez excitada.

Cuando Martin le introdujo la lengua en la boca, su atención se vio dividida. En ese momento notó que él flexionaba una rodilla… Y el columpio comenzó a moverse.

Una poderosa sensación la recorrió por entero. Desconcertada, se aferró a él, se apretó contra él hasta que sintió sus manos sobre las piernas, instándola a rodearle las caderas.

Amanda lo hizo y él la penetró aún más profundamente; las sensaciones se intensificaron gracias al columpio. Este estaba bien engrasado, bien equilibrado, así que el impulso que Martin daba con el pie de cuando en cuando era suficiente para mantener el suave y rápido vaivén hacia delante y hacia atrás.

No estaba segura de quién inició la danza, pero en un momento dado, sus cuerpos encontraron el contrapunto perfecto al balanceo. Las embestidas y retiradas se amoldaron al movimiento, de modo que el efecto se amplificó. Amanda controlaba el impulso, utilizando los brazos para mantenerse erguida y las piernas para guardar el equilibrio. Una vez que Amanda estableció el ritmo, una vez que sus cuerpos se fundieron profunda y libremente en completa armonía, Martin apartó las manos de sus caderas y comenzó a recorrerle la piel, a acariciarla con maestría, prendiendo un millar de pequeñas hogueras que poco a poco acabaron por agruparse para convertirse en una sola llamarada. Y después, en un infierno.

La vorágine de la pasión y del movimiento los alzó y volvió a bajarlos, dejándolos mareados y sin aliento con el placer que provocaba. Con el placer que se daban el uno al otro.

La entrega más sublime. La entrega definitiva.

Mientras ella se aferraba a él, entregándole sus labios del mismo modo que le había entregado su cuerpo, Martin dejó atrás el pasado y el presente, se abrió al futuro y se entregó al momento, a ella, a lo que necesitaba por encima de todo lo demás.

Eso era lo que había deseado encontrar esa noche. Una entrega absoluta, sin reservas. Había deseado sentir sus piernas, desnudas salvo por las delicadas medias, alrededor de las caderas; meter las manos bajo su camisola y acariciarla a placer; sentir ese cuerpo ardiente, húmedo y rendido contrayéndose a su alrededor cuando el columpio descendía y liberándolo cuando volvía a ascender. Entregada, rendida y suya.

Una y otra vez; y otra…

La poderosa cadencia, un ritmo que por vez primera no podía controlar, se apoderó de sus sentidos y los inundó con un deleite sin igual. Hasta que estallaron.

Amanda alcanzó el éxtasis entre sus brazos y él silenció su grito con un beso. No tardó en seguirla, incapaz de romper el vínculo que los unía, que ligaba la satisfacción de Amanda a la suya, que los convertía en un solo ser. Un ser en el que sus corazones latían al unísono y sus almas quedaban unidas por la pasión.

Un futuro. Si alguna vez había albergado cualquier duda al respecto, esos últimos momentos, mientras el columpio se detenía y él recuperaba el aliento, mientras estrechaba a Amanda entre sus brazos y sentía el latido de su corazón en lo más profundo de su ser, las habían erradicado todas.

El poder que habían desencadenado, fugaz pero extraordinario, el poder que los había unido no sólo en esa vida sino también en la siguiente, era innegable.

Debía aceptarlo. Lo que significaba que debía encontrar el modo de arreglar las cosas. No sólo por él, sino también por ella. Por los dos. No necesitaba de las advertencias de Connor; sabía que no podía arriesgarse a perderla.

Respiró hondo, aunque aún sentía una fuerte opresión en el pecho Hundió la nariz en los rizos de su sien y se esforzó por pronunciar las palabras que sabía que ella deseaba oír. Fue incapaz de hacerlo.

—Cásate conmigo. —Eso fue mucho más fácil—. Pronto. Este juego se ha prolongado demasiado. Tenemos que ponerle fin.

Su voz destilaba sinceridad. Amanda apartó la cabeza de su pecho y lo miró a los ojos al tiempo que alzaba una mano hasta su mejilla. Intentó sonreír, pero aún tenía los músculos demasiado extenuados para hacerlo con propiedad. La cabeza le daba vueltas y le resultaba imposible pensar. Tenía el «Sí» en la punta de la lengua…

No sabía muy bien qué le impedía pronunciarlo. Qué le impedía aceptar y casarse con él a pesar de todo. A la pálida luz de la luna y las sombras que esta creaba, el rostro de Martin quedaba reducido a sus rasgos esenciales, a líneas duras y angulosas; un reflejo del hombre que era en realidad, sin el efecto mitigador del cabello castaño dorado y del verde oscuro de sus ojos.

Siguió esperando su respuesta con el rostro en tensión, señal de que aún escondía algo, de que negaba algo. Había algo más que se empeñaba en ocultar, pero no por su bien; llevaba sobre sus hombros la carga de otros.

¿Aceptaría por fin que necesitaba librarse de esa carga, que necesitaba reabrir las heridas del antiguo escándalo, reabrir la investigación sin tener en cuenta lo que pudieran descubrir? Si lo hacía, podría entregarse a él y seguir así el consejo de lady Osbaldestone.

—Yo… —Hizo una pausa para humedecerse los labios y se movió entre sus brazos sin apartar los ojos de él—. No estoy diciendo que no, pero… —Frunció el ceño. Por mucho que se esforzara, no encontraba en él ninguna señal de transigencia—. Necesito pensar.

La expresión de Martin no fue precisamente de capitulación.

—¿Cuánto tiempo?

Amanda entornó los ojos, pero sabía que él tenía razón. Tenían que ponerle fin a la situación.

—Un día.

Él asintió.

—Bien —replicó al tiempo que volvía a impulsar el columpio con el pie.

Amanda sintió un escalofrío de placer. Con los ojos abiertos de par en par, observó cómo Martin alzaba las manos hasta sus pechos una vez más. Y sintió que volvía a endurecerse dentro de ella.

Comenzó a impulsarse con más ahínco. Pellizcó sus pezones con más fuerza. Amanda cerró los ojos.

—¡Santo Dios!

—¡Estuvieron vigilando todo el rato!

—¿¡Qué!? —Amanda miró a su hermana de reojo.

Se habían separado de su madre al llegar a la planta alta y en esos momentos se dirigían a sus habitaciones.

La expresión de Amelia parecía preocupada.

—Martin y tú entrasteis en el invernadero. Demonio comenzó a deambular cerca de la puerta y acabó apoyándose contra la pared, como si estuviera observando los alrededores… bueno, ya sabes cómo lo hacen.

—¿Y?

—Y cuando otra pareja trató de abrir las puertas, estaba allí para impedirlo. Yo lo vi. Y siguió vigilando. Después, cuando Flick le dijo que quería marcharse del baile temprano, Demonio intercambió una mirada con Vane y este ocupó su lugar. Estuvo allí hasta que salisteis; no te diste cuenta porque estaba apoyado contra la pared.

Habían llegado a sus aposentos; Amanda miró fijamente a su hermana y, por primera vez en toda su vida, fue incapaz de pronunciar palabra. La cabeza le daba vueltas. Le dio un apretón a Amelia en la mano.

—Cámbiate y ven a hablar a mi habitación.

El tiempo que pasó con su doncella, quitándose el vestido por segunda vez esa noche, poniéndose el camisón y cepillándose el cabello, hizo muy poco por mejorar su estado de ánimo. Cuando la doncella se marchó por fin y Amelia entró a hurtadillas para meterse debajo de las mantas, su mente y sus emociones se habían convertido en un caótico torbellino que estuvo a punto de provocarle náuseas. La sensación de mareo era casi real. Tanto la cabeza como el corazón trabajaban a un ritmo frenético; no podía confiar en ninguno de ellos. La única guía fiable parecía ser el instinto. Y el instinto le decía a gritos que retrocediera.

—No entiendo lo que está sucediendo —confesó mientras se metía en la cama junto a Amelia—. Sé que Diablo ha dado su permiso, pero… —La ira y la confusión batallaban en su interior. Meneó la cabeza—. Después de haber pasado todos estos años entrometiéndose en nuestras vidas cada vez que se nos ocurría sonreír a alguien que ellos catalogaban como un «lobo», ahora se dan la vuelta alegremente y me entregan… ¡a un león!

Amelia la miró de reojo.

—¿Tanto se parece a un león?

—¡Sí! —Cruzó los brazos sobre el pecho y la miró echando chispas por los ojos—. Si supieras lo que ha sucedido en el invernadero no lo preguntarías. —Amelia hizo ademán de preguntar y Amanda se apresuró a continuar—: Suponía que habían accedido a regañadientes y, en cambio… —Entornó los ojos—. Ya sé por qué. ¡Porque es igual que ellos!

—Bueno, claro. Ya sabíamos que nuestro caballero ideal sería como ellos.

Amanda sofocó un grito de frustración.

—Pero no tienen por qué ayudarlo. ¡Ya es bastante difícil por sí solo!

Tras una pausa, Amelia preguntó:

—Entonces, ¿cómo va el juego?

—Ese es el problema. ¡No lo sé! Cada vez que intento pensar en eso —dijo y se pellizcó el puente de la nariz— me duele la cabeza horrores.

Guardaron silencio durante unos momentos; después, Amelia le dio un apretón en la mano bajo las mantas y se incorporó.

—Me voy a mi cama. Duerme. Todo parecerá más sencillo por la mañana. Al menos, eso es lo que siempre dice mamá.

Amanda le deseó buenas noches con un murmullo y escuchó cómo Amelia salía de puntillas de la habitación. Cerró los ojos y se obligó a conciliar el sueño.

No lo logró hasta el amanecer. Y en realidad fue más bien una duermevela. Fue consciente de que su madre entraba en la habitación y, tras echarle un vistazo, aseguraba que debía dormir un poco más.

Más tarde volvió a aparecer junto a su cama. Le sonrió antes de sentarse en el colchón y apartarle los rizos de la frente con un gesto cariñoso.

—No es fácil, ¿verdad?

Amanda frunció el ceño.

—No. Y pensé que lo sería.

La sonrisa de su madre se tornó agria.

—Nunca lo es. Pero al final —dijo mientras se ponía en pie—, merece la pena perseverar. Quiero que duermas lo que resta de mañana. Amelia y yo asistiremos al té matinal de lady Hatchman y después nos pasaremos por aquí para ver si estás lo bastante recuperada como para asistir al almuerzo de lady Cardigan.

Louise se despidió con otra sonrisa afectuosa. Amanda observó la puerta un instante mientras esta se cerraba y reflexionó acerca de lo comprensiva que se había mostrado su madre. De lo mucho que su relación había mejorado; y no sólo había mejorado la relación con ella, sino también con sus tías y con las esposas de sus primos. Como si hubiera superado una especie de rito femenino de maduración; como si al afrontar las dificultades que habían encarado y superado todas las mujeres de su familia, hubiera conseguido una mayor sabiduría, un conocimiento mucho más profundo. Acerca de un gran número de cosas.

Cosas como la vida, el amor y la familia. Cosas como lo difícil que era conseguir el sueño de toda mujer. Cosas como el hecho de que todas las mujeres soñaban con lo mismo, incluso en distintas épocas de la historia; hombres distintos, circunstancias distintas, pero anhelos semejantes. La misma emoción en su interior.

Con un suspiro, rodó sobre el colchón hasta quedar de espaldas y clavó los ojos en el dosel con la mirada perdida. En contra de las esperanzas de Amelia, las cosas no parecían más sencillas; aunque al menos ya no se sentía tan agobiada.

La cuestión principal seguía siendo una incógnita. Suponiendo que Martin la amara, ¿él lo sabría? Si lo hacía, ¿necesitaba ella oírlo de sus labios o serviría otro tipo de comunicación?

Pero ¿y si lo interpretaba mal y lo aceptaba sin una declaración verbal para después descubrir que no aceptaba que la amaba? ¿Se vería entonces comprometido a limpiar su nombre aclarando el antiguo escándalo? O, por el contrario y pese a todas las garantías que estaba segura de que le había dado a Diablo para conseguir su aprobación, ¿se atendría a las reglas y reconocería el escándalo ante los ojos de todos, ocultándose de la vida pública y dejando que fueran sus hijos y ella los que se encargaran de dar una buena imagen familiar, una vez que fuese suya?

De ser así, los Cynster poco podían hacer aparte de poner al mal tiempo buena cara. Esa debía de ser la razón por la que lady Osbaldestone se mostraba firme en sus consejos de que no se rindiera a menos que obtuviera una declaración rotunda, de palabra o de cualquier otro modo; ese sería el único argumento que lo obligaría a reabrir el tema y limpiar su nombre. Si la amaba y lo admitía, ella podría insistir en que lo hiciera Sin embargo, si la amaba y no lo sabía o se negaba a reconocerlo, ella no tendría nada con lo que forzarlo.

Amelia le había preguntado sí era tan importante semejante declaración. Tras repasar todo lo que sabía sobre Dexter y Martin, el conde y el hombre, Amanda llegó a la conclusión de que sí lo era. No sólo por la razón que había descrito lady Osbaldestone, sino también por esa oscura e inquietante preocupación que ella había atisbado en la mirada de la anciana.

Esa preocupación que no podía identificar era lo más irritante, lo más difícil de comprender, aunque ella también la sentía a esas alturas. No en la cabeza ni en el corazón, sino en las entrañas. Su cabeza le decía que en tanto en cuanto el escándalo se resolviera, todo iría bien. Su corazón le aseguraba que él la amaba, a pesar de lo que pudiera creer. Sus entrañas le decían que tuviera cuidado, que allí había algo más, una herida más profunda que no veía; algo oculto que ella, o más bien los dos, debían resolver…

Soltó un grito de frustración al tiempo que se sentaba en la cama y alzaba los brazos.

Así no conseguiría nada, salvo otro dolor de cabeza. Apartó las mantas y se bajó de la cama. Y entonces lo recordó. Le había dicho a Martin que le respondería en un día. Lo que quería decir que debía darle una respuesta esa misma noche.

Volvió a echarse en la cama. La simple idea de verlo hacía que comenzara a darle vueltas la cabeza.

—No puedo hacerlo.

Si lo veía en esos momentos sólo conseguiría confundirse más. Tal vez incluso le diera el «Sí» cuando todos sus instintos le pedían a gritos que le dijera: «No, todavía no. No hasta que…».

Una vez fuera de la cama, se echó un chal sobre los hombros y comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación. Necesitaba pensar, necesitaba preparar sus argumentos y darles forma para poder esgrimirlos la próxima vez que la mirara con los ojos entornados y la presionara para obtener una respuesta. Y no le cabía duda de que lo haría. Con el respaldo de sus primos (y después de la velada de la noche anterior ya no albergaba duda alguna acerca de sus intenciones) estaba claro que seguiría utilizando esa estrategia tanto tiempo como le fuera posible. Le habían ofrecido un arma poderosa que podría darle la victoria, como muy bien sabían todos ellos.

Apretó los dientes para reprimir un grito de frustración.

Gracias a esa diabólica alianza, Londres ya no era un lugar seguro para ella; no hasta que hubiera reunido sus armas y pisara terreno firme. Tenía que marcharse a algún lugar donde pudiera pensar, lejos de todos ellos; preferiblemente con alguien que pudiera escudarla y la ayudara a tomar una decisión…

Se detuvo de repente.

—¡Claro! —Lo meditó un instante más antes de tensar la mandíbula y asentir—. Perfecto.

Mucho más animada y con un sentimiento rayano en la esperanza, se acercó a la campanilla.

Martin esperó y paseó por la habitación. Y siguió esperando. A las cuatro se rindió y salió de su casa en dirección a Upper Brook Street. Se le había agotado la paciencia. Estaba seguro de que Amanda se habría desentendido de sus compromisos sociales y de que tampoco estaría paseando por el parque después de haber accedido a darle una respuesta en cuestión de horas.

Llevaba todo el día reprendiéndose por no haberla presionado más la noche anterior cuando la pasión se adueñó de ella y alcanzó su punto más vulnerable. Cuando no era más que un delicioso cuerpo femenino saciado entre sus brazos, todo sentido común olvidado. Si hubiera insistido en que le ofreciera una respuesta… no lo había hecho porque un arraigado instinto de caballerosidad le advirtió que una respuesta obtenida bajo presión no sería vinculante; por no mencionar que tampoco sería justo aprovecharse de forma deliberada de que estuviera en semejante estado para obtener una respuesta favorable.

No habría sido justo. Reprimió un bufido. Amanda llevaba semanas persiguiéndolo y ahora que se habían cambiado las tornas lo estaba torturando… sin siquiera ser consciente de ello. Cuando estaba con ella era incapaz de admitir la verdad; habría resultado mucho más sencillo cortarse el brazo izquierdo. El motivo… lo sabía, pero insistir en la cuestión no resolvería las cosas. No obstante, cuando estaban separados no veía problema alguno para pronunciar las palabras en voz alta si eso era lo que hacía falta para que lo aceptara… Una decisión estratégica que nada tenía que ver con las emociones.

Pero las emociones se adueñaban de él en cuanto le ponía la vista encima; el efecto que Amanda le provocaba, el torbellino emocional que le causaba, le resultaba poco menos que aterrador. En cuanto a la cuestión de lo que se estaba haciendo a sí mismo… soñaba continuamente con el peligroso destino que Connor había presagiado. Las palabras del hombre lo torturaban, y a buen seguro esa había sido su intención.

Pero no iba a perderla.

Y todo se decidiría ese día. En cuanto Amanda le hubiera comunicado su decisión, en cuanto tuviera una respuesta clara, él podría seguir adelante… ambos podrían hacerlo. Después de la noche anterior, ella tenía que saber que negar que lo amaba no era una opción viable. Amanda lo amaba, lo había amado desde la primera vez que se entregó a él, y Martin tenía demasiada experiencia para no darse cuenta. Cada vez que acudía a él, cada vez que se entregaba a él, se fortalecía el vínculo que los unía.

No había razón alguna para que rechazara su proposición. Al menos, no una razón lógica. La razón ilógica seguía estando allí, pero Amanda no era una mujer irrazonable. Había estado a punto de rendirse la noche pasada… había estado a punto de aceptar. Pero ese día lo haría.

De haber estado su padre en casa, tal vez habría acudido a él en busca de consejo. Sin embargo, Arthur aún tardaría un par de días en regresar. Había conocido a Louise y a sus tías… pero tenía muy claro que ellas no le prestarían ninguna ayuda, y mucho menos para algo semejante. Tal vez lo ayudaran si suplicaba clemencia, pero hacerlo en contra de la opinión de Amanda… Antes muertas, sin duda alguna. Lo cual lo dejaba completamente solo mientras ascendía los escalones de la entrada del número 12. El mayordomo abrió la puerta.

—¿La señorita Amanda Cynster? —preguntó al tiempo que le tendía su tarjeta.

El mayordomo le echó un vistazo.

—Me temo que llega tarde, milord. Aunque ha dejado un mensaje.

—¿Cómo que llego tarde?

—Así es. Se marchó después del almuerzo de forma bastante inesperada —contestó a la par que se hacía a un lado y abría más la puerta para dejarlo entrar—. El señor Carmarthen la acompañó. Estoy seguro de que vi su nombre en la nota que dejó aquí… —Comenzó a rebuscar entre un montón de invitaciones—. Sí. Sabía que no estaba equivocado, aunque por qué lo dejó aquí Su Ilustrísima…

Martin le arrancó la nota de las manos al mayordomo. En la parte frontal podía leerse su nombre: «Dexter». Negándose a pensar y a sacar conclusiones precipitadas, desdobló las esquinas y extendió el pliego de papel.

Sus ojos volaron sobre él. La mente se le quedó en blanco.

La sangre se le heló en las venas.

Te pido disculpas. No puedo darte la respuesta que esperas. He tomado las medidas necesarias para mantenerme lejos de tu alcance, pero regresaré a la ciudad tan pronto como me sea posible y entonces tendrás la respuesta

La misiva estaba firmada con una ostentosa «A».

Martin arrugó el papel hasta convertirlo en una bola. Permaneció con la vista perdida en el otro extremo del vestíbulo durante un buen rato, en silencio. Tenía la sensación de que el mundo se hubiera detenido y con él, su corazón. Cuando habló, su voz carecía de inflexiones.

—¿Dónde ha ido?

—A Escocia, por supuesto, milord. ¿Acaso no lo decía en…?

Martin tensó la mandíbula. Se guardó la nota en el bolsillo y dio media vuelta para alejarse de la casa.

Una hora después, fustigaba a sus caballos mientras avanzaba por el camino que llevaba al norte y maldecía a todo aquello que se interponía en su camino. También maldecía los escasos minutos que había perdido escribiendo una breve nota en la que le explicaba a Diablo lo sucedido.

En la que le decía que la llevaría de vuelta.

Aunque sobre todo se maldecía a sí mismo. Por no haber dicho las palabras que ella quería oír; por carecer del valor para admitir la verdad y mandar el pasado al infierno. La noche anterior había tenido la oportunidad perfecta, pero se había resistido y había tomado el camino fácil. Se había empeñado en que fuera ella quien se doblegara, quien se ajustara a los límites a los que él estaba dispuesto a llegar. Había tenido la oportunidad de abrir su corazón; pero, en cambio, había elegido mantenerlo cerrado a cal y canto. Incluso para ella. No había querido arriesgarse… y ambos estaban a punto de pagar su error.

El tílburi volaba sobre las piedras del camino, dejando atrás otros vehículos más lentos. Cambió los caballos en Barnet y siguió haciéndolo con regularidad a partir de entonces, sin dejar de maldecir la necesidad de viajar sin un lacayo. No quería que hubiera testigos presentes cuando alcanzara el carruaje de Amanda. Verse obligado a lidiar con Carmarthen y su cochero ya sería bastante humillante de por sí.

Claro que Amanda y Carmarthen no viajarían tan deprisa, no cambiarían constantemente de caballos para mantener la velocidad. Después de darle muchas vueltas a la nota por fin se había dado cuenta. La intención de Amanda había sido que se la dieran por la noche, cuando la persecución hubiera resultado inútil. En cambio, le llevaba apenas cinco horas de ventaja y su tílburi era mucho más rápido que cualquier carruaje.

El destino, por caprichoso que fuera, le había dado otra oportunidad. De haber estado más tranquilo, más confiado en su respuesta, no habría ido a su casa a las cuatro de la tarde, cosa que nadie esperaba. Pero lo había hecho y, por tanto, disponía de una última oportunidad para decirle las palabras que quería oír; para pagar el precio que le había puesto a su «Sí». Una última oportunidad para convencerla de que fuese suya.

Y no de Carmarthen.

La luz se desvanecía poco a poco mientras hacía restallar el látigo y azuzaba a los animales con el fin de que no aminoraran el paso. El viento le llevaba los ecos de la voz cínica y burlona de Connor.

Amanda cerró los ojos cuando dejaron atrás las luces de Chesterfield. Había pasado la mayor parte del trayecto adormilada. No tenía sueño, pero Reggie, que estaba sentado frente a ella, había cerrado los ojos nada más pasar Derby. Al menos, así había dejado de regañarla.

Ya había ideado el plan para cuando su madre y Amelia regresaron del té matinal en casa de lady Hatchman. Louise la había escuchado con atención y había accedido, aunque con la condición de que alguien la acompañara durante el largo viaje al valle. Su madre había mirado a Amelia, quien, a su vez, la había mirado a ella en silencio. Fue entonces cuando el mayordomo anunció a Reggie. Iba a acompañarlas al almuerzo de lady Cardigan.

En cuanto le sugirió la idea, Reggie enderezó la espalda y, como el amigo que era, se declaró dispuesto a acompañarla en el viaje al norte. Ya había ido con la familia al valle en otra ocasión y le había gustado mucho; por tanto, no tardó en darse la vuelta para preparar su equipaje. Amanda lo había recogido con el carruaje y así habían dejado atrás Londres.

No se le ocurrió preguntar el motivo exacto del precipitado viaje hasta que reanudaron la marcha después de detenerse en Barnet. ¿Dónde estaba Dexter?, le había preguntado.

Ella se lo había explicado y, por sorprendente que pareciera, Reggie se había puesto de parte de Martin. Amanda jamás lo había visto tan enojado. Había pasado kilómetros y kilómetros sermoneándola acerca de sus «fantasiosas expectativas» y sobre el horrible comportamiento que su intransigencia demostraba cuando, por el contrario, Dexter había estado dispuesto a complacerla en numerosas ocasiones. Y así había seguido…

De Luc se lo habría esperado, pero no así de Reggie.

Aturdida, Amanda apenas le había prestado atención. Parecía absurdo intentar discutir con él o defenderse. En esa cuestión, todos y cada uno de los hombres pensaban lo mismo, mientras que la postura femenina era diametralmente opuesta.

Reggie se calló por fin al llegar a Derby. Cenaron en silencio en Las Campanas Rojas y no tardaron en ponerse de nuevo en camino. Una vez en el carruaje, Reggie se sentó con los brazos cruzados delante del pecho y la miró con expresión furibunda antes de cerrar los ojos.

Y no había vuelto a abrirlos desde entonces. Amanda había llegado a escuchar incluso algún que otro ronquido.

El carruaje siguió traqueteando por el camino. El viaje hasta el valle era largo y cansado, pero lo había hecho en numerosas ocasiones desde que Richard y Catriona se casaran. Los gemelos no habían tardado en llegar y después vino la pequeña Annabelle… Su mente se demoró en la felicidad que inundaba el corazón del valle. Jamás había tenido tan claro como en ese momento lo que deseaba compartir con Martin.

—¡Alto!

El grito que escuchó a su espalda le hizo dar un respingo y despertó a Reggie, que la miró con el ceño fruncido.

—¿Qué di…?

El cochero tiró de las riendas y los caballos se detuvieron al instante, haciendo que el vehículo se zarandeara peligrosamente. Amanda se enderezó y clavó los ojos en la oscuridad de la noche, atónita e incapaz de creer lo que escuchaban sus oídos.

No podía ser. Era imposible que…

Alguien abrió de un tirón la portezuela del carruaje; una mano grande y familiar apareció en el vano.

—¡Aquí estáis!

El alivio que invadió a Martin estuvo a punto de postrarlo de rodillas. En cambio, decidió dejarse llevar por la necesidad de abrazarla. Extendió el brazo y, tras aferrarla por la muñeca, tiró de ella para sacarla del vehículo y encerrarla entre sus brazos.

Se apartó del carruaje mientras ella se revolvía con manifiesta furia.

—¡Martin! ¿Qué demonios estás haciendo? ¡Bájame!

La dejó en el suelo y la miró ceñudo.

—¿Que qué estoy haciendo? ¡No soy yo quien ha huido a Escocia!

—¡No estaba huyendo!

—¿En serio? En ese caso, tal vez puedas explicarme…

—Si no os importa —los interrumpió la voz templada de Reggie—, ni el cochero ni yo tenemos necesidad de escuchar esto. Seguiremos adelante y os esperaremos al otro lado de ese recodo —dijo antes de cerrar la portezuela.

Martin echó un vistazo al camino y comprobó que frente a ellos el camino trazaba una curva que ocultaría el carruaje. Alzó la mirada hacia Reggie y asintió con brusquedad; Reggie se estaba comportando de un modo sorprendentemente comprensivo. Pero claro, conocía a Amanda desde que era pequeño.

Se alejó del carruaje y tiró de Amanda para que lo siguiera.

—No tardaremos en reunimos con vosotros.

—¿Vas a dejarme aquí sola con él? —preguntó ella con una nota de incredulidad y furia en la voz.

—Sí —contestó Reggie, que la miraba ceñudo—. Con un poco de suerte, te hará entrar en razón. —Y con eso cerró la puerta.

El cochero puso en marcha a los caballos con evidente renuencia y el vehículo se alejó despacio. Amanda lo miró durante un instante antes de girarse hacia Martin con los ojos entornados. Haciendo gala de un regio desdén, bajó la mirada hacia los dedos que le aprisionaban la muñeca.

—Haz el favor de soltarme.

Él tensó la mandíbula.

—No.

Amanda lo miró fijamente y entornó los ojos aún más.

El gruñido que brotó de la garganta masculina fue fruto del instinto. Martin la soltó, aunque siguió echando chispas por los ojos.

—Gracias —dijo Amanda al tiempo que respiraba hondo—. Y ahora si te parece bien… ¿¡podrías explicarme qué crees que estás haciendo al sacarme del carruaje de mis padres en mitad de ningún sitio y en plena noche!?

—¿¡Que qué estoy haciendo!? —repitió al tiempo que apuntaba con un dedo en dirección a su nariz—. ¡Se supone que ibas a darme una respuesta esta noche!

—¡Ya re lo he explicado! Te dejé una nota.

Martin rebuscó en el bolsillo.

—¿Te refieres a esto? —preguntó mientras agitaba la arrugada nota frente a su rostro.

Ella la cogió y la alisó un poco.

—Sí. Y también estoy segura de que mi madre te lo explicó todo cuando te la dio.

—No me la dio tu madre… me la dio el mayordomo.

—¿Colthorpe? —preguntó Amanda con expresión incrédula—. ¿Te la dio Colthorpe? ¡Vaya por Dios! —Su rostro perdió el color—. Por eso nos alcanzaste…

—A este lado de la frontera. Por suerte para todos nosotros, porque si os hubiera alcanzado en Gretna Green, o después, sí habrías tenido problemas.

Los ojos de Amanda se abrieron de par en par.

—¿Gretna Green?

Martin frunció el ceño al ver su expresión atónita.

—Sólo Dios sabe por qué habrás pensado que es una buena idea dejar que Reggie te ponga el anillo en el dedo…

—No íbamos a Gretna Green… y jamás me casaría con Reggie. ¿Por qué diantres has pensado algo así?

Le estaba diciendo la pura verdad… la llevaba escrita en la cara.

La expresión ceñuda de Martin se transformó en algo parecido a la estupefacción.

—La nota… que escribiste. ¿Qué quería decir si no? —Empezaba a sentirse tan perdido como parecía estarlo ella.

Amanda miró la nota, leyó las escuetas líneas y compuso una mueca.

—Mamá me dijo que escribiera una nota para que pudiera entregarte algo escrito de mi puño y letra; se suponía que debías leerla una vez que ella te lo explicara todo. No está redactada para darte información alguna.

El enojo se adueñó de él.

—Bueno, ¿qué demonios querías que pensara? —Se pasó la mano por el cabello y respiró hondo por primera vez desde hacía horas… o eso le pareció. No había tenido intención de casarse con Reggie. Parpadeó varias veces antes de volver a mirarla—. Maltita sea, ¿dónde vais si no es a Gretna Green?

La impertinente nariz de Amanda se alzó.

—En Escocia hay muchos otros lugares aparte de Gretna Green.

—Ya, pero no todos son habitables. ¿Por qué demonios tenías que viajar tan al norte?

Ella lo miró con los ojos entrecerrados.

—Voy a hacerles una visita a Richard y Catriona. Viven en el valle de Casphaim, al norte de Carlisle —contestó al tiempo que daba media vuelta y comenzaba a caminar en dirección al tílburi.

Martin la alcanzó en un santiamén. Por su mente pasó la imagen de una encantadora joven pelirroja casada con… Richard. Y recordó todos los rumores que había escuchado sobre ella. Con los ojos convertidos en dos rendijas, miró a la mujer que caminaba a su lado.

—Catriona… ¿no es una bruja?

Amanda asintió.

—Es una mujer sabia; muy sabia.

—¿Es verdad que trabaja con hierbas y otras plantas medicinales?

Amanda estaba a punto de asentir cuando se detuvo para mirarlo. Volvía a parecer perpleja. Apretó los labios antes de contestar.

—No voy a ver Catriona en busca de un… ¡remedio herbal! ¡Como si pudiera hacerlo…! ¡Por el amor de Dios! —Alzó las manos con la intención de apartarlo de un empujón, pero se giró y continuó caminando mientras meneaba la cabeza con evidente furia—. ¡Eres imposible!

—¿Que yo soy imposible? Todavía no me has dicho por qué…

—¡De acuerdo! —Dio media vuelta para quedar frente a él y comenzó a golpearlo con un dedo en el pecho—. Necesitaba tiempo para pensar… ¡lejos de ti! Estaba intentando tomar la decisión que querías que tomara, pero… necesitaba tiempo y tranquilidad. ¡Un poco de tranquilidad, por el amor de Dios! —exclamó mientras se retorcía las manos y parpadeaba con rapidez—. No puedo tomar la decisión equivocada. Y Catriona es una confidente estupenda… —Se giró hacia el tílburi—. Así que allí voy.

Martin la ayudó a subir y se detuvo por un instante. Por primera vez se encontraban a la misma altura.

—Iré contigo.

Ella lo fulminó con la mirada.

—Eso echaría por tierra el propósito del viaje.

—No. No lo hará —le aseguró con determinación—. Si ese valle y Catriona son tan buenos como aseguras… tal vez también puedan servirme de ayuda.

Amanda no se movió y él se quedó donde estaba. No dejaron de mirarse a los ojos mientras ella estudiaba su expresión y trataba de averiguar si decía la verdad… Con evidente indecisión, le ofreció la mano.

Y él la tomó.

Sus dedos se rozaron, se acariciaron y se entrelazaron.

Un disparo resonó en el silencio de la noche.