Capítulo 16

LA llegada de las tres orquídeas a primera hora de la mañana se había convertido en una rutina. Cuando no aparecieron al día siguiente, para Amanda fue todo un golpe. ¿Acaso debería haber esperado otra cosa después de la conversación de la noche anterior? Martin le había dicho que todo dependía de ella, que estaba en su mano aceptar o rechazar lo que le ofrecía. El hecho de que dejaran de llegar las orquídeas significaba, al parecer, que había abandonado la lucha; que había abandonado sus intentos por seducirla.

Aunque tal vez se hubiera quedado sin orquídeas…

Amanda vaciló entre las dos explicaciones a lo largo de un día plagado de acontecimientos sociales: un té matutino, un almuerzo, un paseo en carruaje por el parque y una reunión familiar. Su ánimo oscilaba como un péndulo, de la tranquilidad más absoluta a la depresión más profunda.

Cuando llegó al baile de lady Arbuthnot y se percató de la ausencia de Martin, decidió esbozar una falsa sonrisa mientras sentía que se le caía el alma a los pies.

Aunque al instante recibió una nota. Se la llevó un criado. Un pliego de papel de color marfil con la letra de Martín.

Mira en la terraza.

Eso era todo.

Tras guardarse la nota en el bolsillo, se despidió del grupo con el que conversaba y se dispuso a atravesar el atestado salón. Tardó un buen rato en conseguirlo. Cuando por fin llegó a los enormes ventanales que daban a la terraza, comprobó que el salón estaba lleno a rebosar. La noche era muy agradable. Las puertas de acceso a la terraza estaban entornadas, pero no había nadie en ese momento paseando bajo la luz de la luna.

Sin embargo, la luz de la luna hacía brillar los pétalos de una flor blanca que alguien había dejado caer sobre el primer peldaño de las escaleras que bajaban hacia los jardines. Amanda recogió la flor. Era una orquídea blanca. Si seguía su costumbre, Martin habría dejado dos más. Echó un vistazo, pero no vio nada más en la terraza. Al instante, estudió los peldaños restantes y se preguntó…

Echó un vistazo por encima del hombro en dirección al salón y se apresuró a bajar. El camino de gravilla que bordeaba el jardín se bifurcaba más adelante. Miró a la izquierda y descubrió la segunda flor, iluminada por un rayo de luna, justo en la intersección de dos caminos secundarios.

La gravilla crujía bajo sus escarpines mientras se acercaba para recoger la orquídea y unirla a la que ya tenía en la mano. Miró a su alrededor en busca de la tercera. El camino que se alejaba de la casa estaba oscuro y desierto, pero en el otro, que bordeaba un seto y rodeaba la construcción… resplandecía un objeto blanco.

La tercera orquídea yacía justo bajo un arco formado por arbustos a través del cual se accedía a un patio. Tras juntar la flor con las otras dos, Amanda atravesó el arco y se detuvo para echar un vistazo.

Era una visión mágica. El patio estaba cubierto por parterres de plantas estivales y de rosas, bordeados por setos pequeños. Había cerezos llorones e iris, separados por caminos embaldosados que conducían a un área semicircular tras la cual se alzaba un mirador construido con madera blanca. El mirador actuaba como punto de unión entre el patio y los jardines que se extendían al otro lado, y se adentraba en el alto seto que conformaba el muro posterior del patio.

La luna se reflejaba en el mirador, el único objeto blanco en un mar de verdes apagados y baldosas de un rojo desvaído. Desde el lugar en el que Amanda se encontraba, era imposible saber si había alguien dentro. La oscuridad era impenetrable.

Respiró hondo, agradecida por la agradable temperatura que permitía pasear sin necesidad de llevar un chal, alzó la cabeza y avanzó con arrojo. Las tres orquídeas se mecían en su mano.

Martin estaba allí, esperándola. Una sombra más densa en la oscuridad, reclinada en uno de los amplios bancos que se alineaban a lo largo de las paredes internas del mirador. Dichas paredes quedaban interrumpidas por dos arcos, el que daba al patio y el que daba a los jardines posteriores.

Se detuvo al llegar al primer escalón del mirador. Él se puso en pie, pero siguió en silencio e inmóvil entre las sombras.

Un depredador; eso era lo que le gritaban sus sentidos, aunque estos no dudaron en despertar alborozados al verlo. No dijo nada, ni ella tampoco. Amanda siguió mirándolo durante un buen rato; ella estaba bajo la luz de la luna y él, oculto en la oscuridad. Un instante después, se alzó la falda y comenzó a subir los escalones.

Hacia él.

Martin cogió sus manos, le quitó las orquídeas y las dejó a un lado. La observó durante un momento, estudiando su rostro en la oscuridad, y extendió los brazos para acercarla a su cuerpo con lentitud. Inclinó la cabeza, también muy despacio, dándole tiempo más que suficiente para huir si ella así lo deseaba.

Amanda alzó el rostro a modo de invitación para que la besara. Percibió el gruñido de satisfacción que reverberó en todo su cuerpo mientras él se apoderaba de sus labios. Se adueñó de su boca, aceptando su rendición, entregándole la promesa del placer que ambos obtendrían a cambio.

«Te deseo».

No supo si fue su mente la que pronunció la frase o si brotó de los labios de Martin. Le colocó las manos en el pecho y de allí las subió hasta rodearle el cuello para poder arquearse contra él. La sensación de estar atrapada entre sus brazos le supo a gloria; al igual que el tacto de esas manos que le acariciaban la espalda y las caderas, que la acercaban a él mientras sus bocas se daban un festín, ávidas y ansiosas por saborear aquello que habían ido a buscar: la pasión, el enloquecedor asalto de un deseo tan potente que robaba el sentido. Dejaron que el deseo se avivara y los consumiera, que los arrastrara en su ya conocida marea.

Cuando el beso acabó, ambos estaban jadeantes, consumidos por la necesidad y un único deseo. Sin pensarlo, de forma totalmente involuntaria, se dejaron caer sobre los cojines del banco en un lío de ropas y de manos que se afanaban por acariciar; en un lío de extremidades, unas musculosas y duras, otras suaves y delicadas.

La ropa era un obstáculo. Sus dedos se apresuraron a apartarla. En cuanto Martin consiguió bajarle el corpiño, Amanda sintió sus labios sobre un pecho.

Dejó escapar un grito, sobresaltada por la poderosa sensación, por la intensa descarga sensual que acababa de descender desde su pecho hasta su entrepierna. Empezó a jadear mientras intentaba controlar la reacción que la caricia suscitaba.

—Silencio —le advirtió él.

Amanda respiró hondo y consiguió preguntar:

—¿Aquí?

Como respuesta, los labios de Martin abandonaron ese pecho para trasladarse al otro; introdujo las manos bajo sus faldas y comenzó un lento ascenso por los muslos.

—¿Cómo? —Amanda intentó imprimir un deje horrorizado a la pregunta que pusiera de manifiesto la imposibilidad de la situación.

En cambio, las palabras quedaron suspendidas en el aire como una flagrante invitación o como el reconocimiento del deseo que la embargaba, mientras cerraba los ojos y los picaros dedos de Martin encontraban aquello que buscaban para acariciarla, abrirla y hundirse en ella.

—Muy fácil. —Amanda escuchó el ronco gruñido y distinguió la nota de satisfacción y la expectación que destilaba—. Tú encima.

La posibilidad se le antojó fascinante. Sabía que él conocía el terreno que pisaba. Extendió un brazo hacia Martin y sus curiosos dedos encontraron el duro contorno de la erección que se adivinaba bajo los pantalones. Lo acarició con lentitud… y él se tensó y soltó una maldición antes dejarse caer sobre los cojines y apoyar los hombros contra el alféizar del ventanal. Al mismo tiempo que se echaba hacia atrás, la arrastró con él hasta que acabó sentada a horcajadas sobre las caderas masculinas, con las rodillas a ambos lados de su cuerpo y las manos sobre sus hombros.

La penetró aún más con los dedos y ella jadeó. La otra mano se afanaba en acariciarle una de las nalgas, instándola a acercarse a su cuerpo para que pudiera continuar acariciándole los pechos.

Con esos pecaminosos labios, acompañados de su no menos pecaminosa lengua (por no mencionar sus dedos), Martin cautivó sus sentidos y le hizo olvidar cualquier cosa que no fuese la abrasadora pasión que corría por sus venas y el abrumador deseo de unirse a él, de convertirse en un solo ser.

La marea de pasión fue creciendo a su alrededor; las manos y los dedos de Martin, con sus rítmicas caricias, la avivaron y consiguieron arrastrarla. Amanda jadeaba perdida en el abrasador asalto, hasta que estuvo segura de que se derretiría con la siguiente penetración, de que explotaría cuando esos labios volvieran a succionar uno de sus pezones. Tenía todo el cuerpo en tensión, sobre todo los pechos. Las llamas la consumían, dejándola acalorada, húmeda y vacía.

Muerta de deseo… por él.

—Ahora, ¡por favor! —Apenas reconoció su propia voz, pero Martin la escuchó. Su mano izquierda se apartó de ella para desabrocharse la pretina de los pantalones.

Y al instante sintió el ardiente contacto de esa delicada piel; la rigidez de su miembro bajo ella. Introdujo una mano bajo sus faldas para acariciarlo. En cuanto cerró la mano en torno a él, Martin jadeó y le apartó la mano… para agarrarla por las caderas y acercarla…

—¡Oh! ¿No es precioso?

—¡Es mágico!

—Ese caballero tenía razón. Es un lugar maravilloso, ¿verdad?

—Y con ese mirador tan precioso…

Amanda agradeció el hecho de haberse quedado sin aliento, porque de otro modo les habría gritado a pleno pulmón a ese grupo de cacatúas que regresaran al salón de baile del que no deberían haber salido. Las muchachas se adentraron en el sendero y se detuvieron para admirar las flores.

Martin seguía bajo ella, con el cuerpo en tensión. Amanda lo miró sin saber qué hacer. Aun en la penumbra, se percató de la hosca expresión de su rostro.

—Calla —le dijo con un susurro apenas audible antes de agarrarla por la cintura y alzarla para dejarla de pie en el suelo.

Cuando él también estuvo de pie, la cogió de la mano y tiró de ella para sacarla del mirador y bajar los escalones que conducían al jardín trasero.

—¡Vaya! ¡Mirad!

Martin tiró con fuerza de ella hacia un lado en cuanto atravesaron el arco de entrada para apartarla de la vista. Amanda acabó aplastada contra su torso mientras él se apoyaba contra el seto. Un coro de risillas se alzó en el aire.

—¡Caramba! ¿Quiénes eran? ¿Los habéis visto?

Por fortuna, habían sido tan rápidos que ninguna de las jovencitas los había reconocido; lo único que habrían visto serían dos figuras oscuras que se recortaban en la oscuridad del interior del mirador y que se movían al amparo de las sombras del seto.

Martin echó un vistazo a los alrededores al tiempo que acababa de abotonarse los pantalones y después volvió a darle un tirón a Amanda.

—Vamos, todavía no estamos fuera de peligro.

—¡Estoy casi desnuda! —siseó mientras intentaba cerrarse el corpiño con la mano libre.

Martin la miró, pero continuó avanzando frente a ella, tirando de su mano. Se detuvo al llegar a un seto más alejado junto al que disfrutarían de cierto grado de intimidad. Giró a Amanda en un abrir y cerrar de ojos, la apoyó contra el seto y se apoderó de sus labios mientras le acariciaba los pechos.

La pasión seguía allí, consumiéndolos con su fuego, más intensa que antes a causa de la espera; como un volcán cuya boca estuviera bloqueada mientras la presión aumentaba antes de entrar en erupción.

—¿Seguro que este es el camino?

Martin se apartó de sus labios con una horrible maldición. Hasta ellos llegó el ruido de las pisadas que se acercaban desde el otro extremo del camino de gravilla. Para ambos fue como un jarro de agua fría que apagara el fuego. Se miraron a los ojos, pero la mirada de Amanda regresó a los labios de Martin.

Él también la miró a los labios antes de exhalar un trémulo suspiro. Estaba atrapada entre sus brazos, con los pechos aplastados contra el torso masculino, pero Martin retrocedió un paso y la ayudó a recuperar el equilibrio. La ayudó a colocarse el corpiño, atando las cintas con destreza.

—Te deseo —le dijo mientras sus manos bajaban hasta la pretina de sus pantalones mientras ella se ataba las restantes cintas—. Pero no así. Te deseo en mi casa, en mi cama. Quiero hacerte mía.

Amanda enfrentó su sombría mirada, percibió la frustración que encerraban sus palabras, el deseo, el anhelo… la necesidad. Sintió que la seguridad la abandonaba, que su determinación flaqueaba… y en ese momento escuchó la voz de lady Osbaldestone en su cabeza. Tras tomar una honda bocanada de aire, alzó la barbilla y le dijo sin dejar de mirarlo:

—¿Cuánto me deseas?

Martin no contestó. El grupo que se aproximaba por el camino, al parecer en busca de un estanque, rompió el momento… y lo libró de decir algo de lo que tal vez se habría arrepentido más tarde.

Regresaron a la casa cogidos del brazo, tras intercambiar saludos con el grupo de paseantes al cruzarse con ellos. Martin frunció el ceño Esperaba que dada la edad de Amanda, la situación no suscitara habladurías. Al menos no los habían descubierto…

Eso les habría complicado la vida mucho más de lo que ya estaba El acuerdo al que había llegado con el Clan Cynster no llegaba tan lejos. Todos esperaban que utilizara todo su arsenal para convencerla de que se casara con él. Al igual que esperaban que no diera lugar a ningún escándalo.

Seducir a una Cynster bajo las luces de las arañas de la alta sociedad y persuadirla de que aceptara su oferta de matrimonio sin otorgarle la rendición que estaba decidida a obtener de él, todo ello sin crear el menor indicio de escándalo, era el desafío por antonomasia.

Parte de él disfrutaba con el juego; pero la otra parte deseaba que todo llegara a su fin y que Amanda fuera suya, pública y totalmente, tal y como él lo era de ella.

Mientras ascendían los peldaños que conducían a la terraza, echó un vistazo al rostro de la muchacha. Tenía la barbilla alzada y la mandíbula tensa en un gesto obstinado que ya le resultaba muy familiar. Sin embargo, bajo esa fachada, Martin percibió un estado mucho más frágil y meditabundo. Tal vez, con un poco más de persuasión…

La detuvo al llegar a la puerta y entrelazó sus dedos antes de llevarse su mano a los labios para besarle los nudillos mientras la miraba a los ojos sin parpadear.

—La decisión es tuya.

Amanda enfrentó su mirada y estudió su expresión antes de girarse para entrar al salón de baile.

Permanecieron juntos durante la cena y el último vals, tras el cual Martin se despidió según dictaban las buenas costumbres. Amanda lo observó mientras ascendía las escaleras del salón y sus ojos se demoraron en esos amplios hombros y en el brillo de su cabello antes de que desapareciera por el arco de entrada.

Ojalá pudiera marcharse con él. Ojalá se atreviera a hacerlo.

Deseó de corazón poder entregarse sin más a ese hombre y darle lo que él quería para que el juego emocional en el que estaban inmersos llegara a su fin. Saber que la amaba era importante, pero ya sabía que él la amaba. ¿Acaso era tan importante que él mismo lo reconociera?

De acuerdo con lady Osbaldestone y con los sabios consejos de las mujeres de su familia, con un hombre así sí lo era. Amanda comprendía las razones que le habían dado para ello y las aceptaba; sin embargo, comenzaba a sospechar que tal vez hubiera algo más que no le estaban diciendo. Algún otro motivo que lady Osbaldestone, con la astucia que conferían los años, conocía y se negaba a revelar. Era inútil intentar sonsacarle algo; si a esas alturas no había dicho nada, estaba claro que no tenía intención de hacerlo. Y ni un regimiento de los Coldstream Guards la haría cambiar de opinión.

La idea de que había más en todo aquello siguió rondándole la cabeza mientras esperaba a que su madre y Amelia se despidieran. Echó un vistazo por el salón de modo distraído y su mirada se posó sobre Edward Ashford. Estaba esperando con una postura rígida y una expresión de manifiesto desdén mientras sus hermanas intercambiaban direcciones con otras dos jovencitas cuyo aspecto dejaba claro que pertenecían a la aristocracia rural.

Mientras se aproximaba al grupo, Amanda intentó encontrar el modo de sacar a colación el tema que deseaba discutir.

Edward la saludó con una brusca inclinación de cabeza. Tenía el ceño fruncido.

—Me alegro de tener la oportunidad de hacerte una advertencia.

—¿Una advertencia? —preguntó Amanda con los ojos abiertos de par en par, fingiendo interés para alentarlo.

—Sobre Dexter. —Edward se giró hacia el salón de baile, ya casi vacío, y alzó su monóculo para echar un vistazo con un gesto pretencioso—. Por desagradable que resulte hablar mal de un familiar, debo decirte que Dexter es un individuo muy poco fiable —afirmó al tiempo que bajaba el monóculo y la miraba a los ojos—. No sé si sabes que mató a un hombre. Lo arrojó por un barranco y después lo golpeó con una piedra hasta matarlo. Un anciano incapaz de defenderse. Dexter tiene un horrible temperamento y su reputación es de lo más escandalosa. A decir verdad, me sorprende mucho que tu familia no haya tomado cartas en el asunto para poner fin a la persecución a la que te está sometiendo. Ahora que la temporada está en su punto álgido y que tus tías y tus primos están aquí, no me cabe la menor duda que harán lo correcto e intervendrán.

Amanda se preguntó qué habría hecho Martin para merecer como primo al gusano de Edward.

—Edward, St. Ives ha dado permiso formal para que Martin me corteje.

El rostro del hombre perdió toda expresión y la mano que sostenía el monóculo cayó a un lado.

—¿Permiso formal? Quieres decir que…

Amanda esbozó una sonrisa forzada.

—Quiero decir justo eso. Buenas noches, Edward —se despidió al tiempo que inclinaba la cabeza y lo dejaba sin más, orgullosa de que su genio, de que el instinto que la impulsaba a defender a Martin, no hubiera estallado.

Luc se acercaba a sus hermanas y a Edward. No había duda de que había abandonado el baile después de la segunda pieza y acababa de regresar en ese mismo momento. Movida por un impulso, lo interceptó a medio camino. El vizconde se detuvo y la miró al tiempo que alzaba una ceja con suspicacia.

Amanda enfrentó su mirada con expresión decidida.

—Dexter ha pedido mi mano y St. Ives le ha dado permiso para cortejarme.

—Lo había supuesto.

—¿Qué opinas de su cortejo?

Luc la miró durante un buen rato sin decir nada, por lo que Amanda comenzó a sospechar que tal vez estuviera borracho. El hombre alzó las dos cejas.

—Si sirve de algo mi opinión, creo que está loco. Y así se lo dije.

—¿Loco? —Amanda fue incapaz de ocultar su sorpresa—. ¿Por qué?

Luc volvió a guardar silencio mientras reflexionaba, si bien sus penetrantes ojos azul oscuro no se apartaron de ella ni un instante. Cuando contestó lo hizo en voz baja.

—Sé lo de Mellors y lo de la velada en casa de Helen Hennessy. Sé que Martin te ha rescatado del peligro no en una, sino en varias ocasiones. Ha vuelto a los círculos de la alta sociedad, una arena que detesta por buenas razones (y que a decir verdad es lógico que evite con todas sus fuerzas) y todo para ir tras de ti. Te está cortejando a ojos de todo el mundo, controla su temperamento con mano de hierro y se ha prestado a seguir las reglas, tal y como la sociedad espera. Y semejante capitulación ha debido de costarle horrores. Ha hablado con tu primo y Dios sabe a qué acuerdo habrá llegado… y todo para que lo consideren digno de aspirar a tu exquisita mano. —Hizo una pausa y su mirada se tornó despiadada—. Dime, ¿qué tienes para merecer todo eso? ¿Qué te hace merecedora de semejante sacrificio? No, espera, ¿qué derecho tienes a mantenerlo en la cuerda floja como si fuera un pececillo sin importancia al que te ves incapaz de devolver al agua?

Amanda se negó a apartar la vista, no quería bajar la mirada.

—Eso —replicó con serenidad— queda entre él y yo.

Luc inclinó la cabeza y la rodeó para alejarse de ella.

—Siempre y cuando conozcas la respuesta.

Alguien estaba vigilando a Amanda, alguien aparte de él. La vigilaba… los vigilaba. ¿Quién? Y ¿por qué?

Martin reflexionó sobre las respuestas a esas cuestiones durante el desayuno, la mañana posterior al baile. Lo hizo desde todas las perspectivas posibles y el tema lo ayudó a olvidar la frustración que era su constante compañera.

Si bien los motivos eran un misterio, había demasiadas evidencias como para pasarlas por alto. La nota que la había convocado a solas en la terraza había sido el comienzo. No recordaba ningún otro incidente sospechoso anterior, pero poco después tuvo lugar la llegada inesperada de Edward y su compañía en la terraza de los Fortescue en un momento potencialmente peligroso, y después la misteriosa nota que emplazaba a Sally Jersey a acudir a la biblioteca de los Hamilton. Y, por supuesto, estaba el incidente de la noche anterior; la llegada de ese grupo de jovencitas que querían explorar el mirador en el peor de los momentos.

Las muchachas habían salido al jardín por recomendación de «ese caballero». No se le había escapado el comentario.

Algún caballero estaba intentando arruinar la reputación de Amanda.

Un buen escándalo lo conseguiría, o eso pensaba alguien que no estaba muy bien informado del asunto. A aquellos que mantenían una estrecha relación con los Cynster, conocedores del calibre de los involucrados y a sabiendas de que había solicitado permiso formal para cortejarla, jamás se les ocurriría algo semejante. En realidad, si ambos se vieran envueltos en un escándalo, aparte de irritar a todo el mundo, lo único que conseguiría sería acelerar la boda.

De hecho, un escándalo que no se hiciera público (como dejarla embarazada) era un as desesperado que aún guardaba bajo la manga.

Así pues… quienquiera que fuese el caballero, tenía motivos para hacer daño a Amanda y no estaba relacionado con su familia ni con sus amistades.

El conde de Connor era el único de su lista.

Una visita al conde esa misma tarde lo dejó sin sospechosos. Connor se alegraba de que sospechara de él, pero la explicación que le ofreció sobre el interés genuinamente paternal que demostrara por Amanda en Mellors le pareció a Martin de lo más sincera. Le dio su palabra de que no albergaba deseos de hacerle daño a la joven y después aprovechó la oportunidad para echarle un sermón sobre el peligro de tardar demasiado en tomar una esposa y crear una familia; de convertirse en un anciano sin razones para seguir viviendo.

La advertencia que Connor murmuró como despedida, «No se arriesgue», no dejó de resonar en sus oídos de camino a casa, a su biblioteca, donde seguiría elucubrando sobre los acontecimientos más recientes y la persona que estaba detrás de todos ellos.

—Si no es Connor, ¿quién es? —preguntó Amanda, mirando por encima del hombro a Martin, que la seguía mientras entraba en el invernadero de su tía Horatia.

Martin cerró la puerta y sus dedos se demoraron un instante en torno al picaporte, como si estuviera distraído. El ruido del baile que se celebraba en el salón se convirtió en un murmullo.

Un recuerdo enterrado en la memoria regresó a la mente de Amanda. Recordó el día en el que arrastró a Vane hasta allí para preguntarle acerca de la sugerencia hecha por un caballero. Al salir, sorprendieron a Patience en la puerta y, por su expresión, dedujeron que había estado a punto de abrirla de un empujón y entrar en tromba en el invernadero. Vane había esbozado una sonrisa ladina y había invitado a Patience a contemplar el oasis de palmeras de su madre. Una vez que ambos estuvieron dentro, Amanda recordaba haber escuchado el chasquido metálico de la llave en la cerradura.

Y todavía recordaba la expresión soñadora del rostro de Patience cuando salió con Vane, mucho después.

Desechando los recuerdos, Amanda se concentró en la discusión que tenía entre manos.

—No hay nadie más a quien haya molestado.

—Antes de que aparecieras en Mellors, o tal vez después, ¿alentaste a algún caballero?

—Nunca lo he hecho, no en ese sentido. —Alzó la mirada cuando él la cogió de la mano—. Ese no era mi objetivo.

Martin enarcó las cejas y la miró a los ojos.

El invernadero sólo estaba iluminado por la mortecina luz de la luna que penetraba a través de las frondosas hojas de las exóticas palmeras. Así pues, no podía ver el rubor que se había adueñado de su rostro.

—No se me ocurre ningún caballero que pueda desearme mal. No hasta el punto de…

Al ver que guardaba silencio, Martin la apremió a continuar.

—¿Quién?

Su tono de voz no le dejó otra opción que la de contestar con sinceridad.

—Luc —respondió al tiempo que lo miraba a los ojos—. No aprueba en absoluto mi relación contigo. Según me dijo, no le gusta que te tenga en la cuerda floja.

—¿Habló en mi favor?

—Del modo más efectivo —contestó Amanda, que se encogió de hombros—. Siempre ha tenido una lengua mordaz.

Martin reprimió una sonrisa.

—No importa. No es él. Tiene que ser alguien que no esté enterado de la situación y Luc sabe hasta el último detalle.

—No me cabe duda —convino ella—. Además, no puede ser él. No es su estilo.

Martin observó su rostro mientras caminaba un paso por delante de él. No podía distinguir sus facciones, pero su voz sugería que ya no estaba tan segura de que «mantenerlo en la cuerda floja» fuera sensato. Si las drásticas palabras de Luc habían conseguido que Amanda se replanteara su estrategia, estaba en deuda con su primo.

Lo que le recordaba que era la ocasión perfecta para una nueva dosis de persuasión. Además, en esa ocasión nadie iba a interrumpirlos. Había tomado las medidas pertinentes para asegurarse un poco de intimidad, de modo que pudiera restablecer el nexo sensual que los unía y apremiarla a rendirse no sólo esa noche, sino para siempre.

Vane había sugerido el invernadero de su madre; a Martin le bastó un vistazo para estar de acuerdo con él. El aire era cálido y ligeramente húmedo; la luz era tenue, pero el lugar no estaba sumido en las sombras. Llegaron hasta un claro en el que se alzaba una fuente, en cuyo centro la estatua de una mujer ataviada con una sucinta túnica romana sujetaba un jarrón del que manaba agua. La fuente estaba situada en una peana que la elevaba del suelo. Martin consideró las posibilidades… sí. Sus dedos se hundieron en el codo de Amanda, que seguía perdida en sus pensamientos, y la instó a seguir adelante.

El camino atravesaba la amplia estancia hasta acabar en otro claro un semicírculo íntimo y recóndito donde se hallaba justo lo que estaba buscando.